De las profundidades de la carpa de los transtemporalistas emerge Roger Buckmaster, que se dirige al encuentro de Sadrac, acompañado por dos acólitos vestidos con una rústica túnica negra de tela de crin. Buckmaster también lleva una túnica, pero no es igual a la de los transtemporalistas: es una gruesa sotana marrón con capucha, de lana prolijamente tramada. Unas sandalias abiertas le dejan los pies al desnudo, y del cuello pende un macizo colgante cruciforme. AL echarse la capucha hacia atrás, deja ver una tonsura que le cubre la cabeza.
Buckmaster se ha transformado en una especie de monje.
No sólo la austeridad de su ropa indica que Buckmaster ha cambiado. Antes era un hombre impulsivo, violento e inquieto, un hombre en cuyo interior circulaba una especie de energía furiosa y malhumorada, una energía que nunca lograba descargar. Ahora se muestra misteriosamente sereno y reservado, es un hombre que habita un insondable territorio de paz y soledad. Está pálido, muy delgado, casi cadavérico. De pie frente a Sadrac, totalmente inmóvil sino fuera por el movimiento de los dedos, espera y espera en silencio.
Finalmente, Sadrac dice:
—Nunca me imaginé que volvería a verte con vida.
—La vida está llena de sorpresas, doctor Mordecai —la voz de Buckmaster también es distinta, más profunda, una voz sepulcral, sonora, como si toda la agresividad y la furia que la caracterizaba se hubiera consumido.
—Había corrido la noticia de que estabas en el depósito de órganos, descuartizado.
Imbuido de piedad, Buckmaster dice:
—El señor eligió eximirme del castigo.
Sadrac no acepta la piedad de Buckmaster.
—Querrás decir que tus amigos salvaron tu pellejo —dice Sadrac. No termina de hacer el comentario que se arrepiente de su agresividad: no es muy prudente de su parte hablarle de esa manera a una persona cuyos servicios necesita. Sin embargo, Buckmaster no parece ofendido.
—Mis amigos son Sus agentes: Al igual que todos los hombres de la tierra, doctor Mordecai.
—Has estado aquí todo el tiempo.
—Sí. Desde el día siguiente al interrogatorio.
—¿Y la policía no ha venido a husmear?
—La información oficial, doctor Mordecai, es que yo estoy muerto, que mi cuerno ha sido descuartizado al servicio de los miembros del gobierno que necesiten de mis órganos: eso es lo que le dirá la computadora. La policía no busca hombres muertos. Para ellos no soy más que un conjunto de piezas sueltas, un páncreas aquí, un hígado allá, un riñón, un pulmón. Roger Buckmaster ha usado al olvido —por un momento, un destello de malicia le ilumina el rostro curiosamente solemne—. Si les dijera que estoy aquí, lo negarían.
—¿Y qué has estado haciendo? —pregunta Sadrac.
—Los transtemporalistas me consideran un ser sagrado. Todos los días bebo de la copa del tiempo. Todos los días retrocedo en los siglos hasta llegar a los años de la vida de nuestro Señor. Muchas veces he presenciado la Pasión del Salvador en el Calvario, doctor. Caminé entre los apóstoles. He tocado las vestiduras de la Virgen María. He visto los milagros: Caná, Cafarnaum, Lázaro de Betania. He visto cómo lo traicionaron en Getsemaní. He visto cuándo lo llevaban frente a Pilatos. Lo vi todo, doctor Mordecai, todo lo que dicen los Evangelios. Todo es verdad. Es la verdad. Mis ojos son testigos.
Sadrac permanece en silencio un momento, sorprendido ante la inesperada intensidad de la convicción de Buckmaster, ante el sonido de su voz, que parece venir de otro mundo. Es imposible dejar de creer que este pobre hombre haya vagado por Galilea junto con Jesús y Pedro y Santiago, y que haya escuchado los sermones de Juan el Bautista y os lamentos de la Magdalena. No importa que se esté engañando a sí mismo, que sean delirios, ilusiones o alucinaciones. La realidad es que Buckmaster rebosa de alegría, que se ha transformado.
Con aspereza intencionada, Sadrac pregunta:
—¿Puedes seguir haciendo trabajos de microingeniería?
Esta pregunta tan fuera de lugar toma a Buckmaster desprevenido. Está perdido en fantasías sagradas, oculto en una mística serenidad y alegría trascendental. Entre asombrado y confundido, emite un suspiro entrecortado como si le hubiera golpeado la espalda. Está desconcertado. Tose y, frunciendo el ceño, dice:
—Pienso que podría. Nunca se me había cruzado por la mente.
Tengo un trabajo para ti.
—No sea absurdo, doctor.
—Estoy hablando muy en serio. He venido a verte porque hay un trabajo que tú y sólo tú puedes hacerlo bien. Eres el único en quien confío para esta tarea.
—El mundo se ha alejado de mí, doctor. Y yo me he alejado del mundo. Aquí es donde vivo. Los intereses del mundo ya no son mis intereses.
—Antes te interesabas por las injusticias que cometían Genghis Mao y el CRP.
—Mi vida actual está más allá de la justicia y la injusticia.
—No digas eso. Tú crees que impresionas con lo que dices, Roger, pero es una tontería peligrosa. El pecado del orgullo, ¿no es así? Tus compañeros te salvaron. Les debes la vida. Se arriesgaron por ti, y tú estás en deuda con ellos.
—Rezo por ellos todos los días.
—Hay algo mucho más útil que puedes hacer.
—La oración es lo mejor que conozco —dice Buckmaster—. Considero que es más importante que la microingeniería. No logro entender cómo un trabajo de microingeniería puede ayudar a mis compañeros.
—Yo sé de un trabajo que puede ayudarlos.
—No logro entender como…
—Genghis Mao será sometido a otra operación dentro de muy poco tiempo.
—¿Qué es Genghis Mao para mí? El me ha olvidado. Yo lo he olvidado a él.
—Una operación en el cerebro —continúa Sadrac— Se ha producido una acumulación de líquido en el cráneo de Genghis Mao. Es necesario drenar ese líquido, de lo contrario morirá. La operación consistirá en instalar un sistema de drenaje con una válvula a través de la cual se eliminará el líquido. Al mismo tiempo, instalarán un nuevo nódulo de telemedición en mi cuerpo. Y ésa es la pieza que quiero que tú construyas, Roger.
—¿Qué función tendrá?
—Me permitirá controlar la acción de la válvula —responde Sadrac.
Dos horas más tarde, Sadrac se encuentra entre formones y mazos y serruchos, en la Gran capilla de carpintería en el complejo recreativo de Karakorum. Trata de alcanzar el estado de meditación inicial, pero no logra hacerlo bien. Por momentos siente que comienza a concentrarse, y cuando cree que por fin ha logrado el grado de concentración adecuado, vuelve a perderlo de nuevo. Buckmaster tiene la culpó. Buckmaster no desaparece del primer plano de la conciencia de Sadrac.
Si le hubiera hecho caso a Buckmaster, Sadrac no estaría aquí en este momento, sino entre los transtemporalistas, dormido bajo el efecto de la droga, y su alma estaría viajando a través de los milenios para presenciar el rito del Calvario.
—Venga conmigo —le insistió Buckmaster—. Visitaremos juntos la Pasión del Señor —pero Sadrac se negó. Algún otro día, fue la respuesta, cortés por cierto, que le dio a Buckmaster. Los viajes transtemporales consumen demasiada energía, y Sadrac necesita todas sus fuerzas para la difícil empresa que lleva a cabo en los próximos días. Buckmaster entendió, o por lo menos, parecía estar dispuesto a perdonar que Sadrac no tuviera deseos de beber la droga transtemporalista en ese momento. Y Sadrac se fue de la carpa, con la promesa de Buckmaster de que terminaría el diseño del nuevo nódulo en un día o dos.
Sadrac, sin embargo, ha quedado obsesionado con la conducta de Buckmaster. ¡Qué extraña y sorprendente fue su reacción al comprender todo lo que el pedido de Sadrac implicaba: se le iluminó el rostro, sus ojos recuperaron aquel brillo frenético que los caracterizaba! Comenzó a respirar agitado, despojado ya de esa apacible imagen monástica. De sus labios, se desprendió un torrente de preguntas acerca de las especificaciones, de los umbrales de rendimiento, de los parámetros de tamaño, del lugar del cuerpo en que sería instalado el nuevo aparato. Como poseído por la furia, tomaba apuntes, trazaba esquemas y al cabo de sólo media hora el borrador del diseño estuvo terminado. Necesitaría la ayuda de una computadora para el diseño definitivo. dijo, pero eso no era problema: Ficifolia podría instalarle un relevados que lo conectaría directamente con la computadora maestra de Genghis Mao. Buckmaster reía con carcajadas estridentes. De pronto, se transfiguró, volvió a recuperar la serenidad, olvidándose de la microingeniería, transformándose nuevamente en el monje calmo, remoto y glacial. Luego dijo:
—Venga conmigo. Visitaremos juntos la pasión del Señor.
—Pobre Buckmaster. Pobre loco.
Sadrac, tratando de recobrar su propia serenidad, toma una lezna, vuelve a dejarla en su lugar, toma un taladro, desliza los dedos por la hoja curva de un formón, toma una lima bastarda, se la lleva a la frente y la oprime con todas sus fuerzas. Mejor. Un poco mejor. El frío del metal en la piel le aplaca los nervios. Pobre Buckmaster. Pobre loco. Seguramente ya habrá bebido la copa del tiempo, y estará viajando entre sueños para ver a Jesús coronado de espinas, ver cómo lo clavan en la cruz y lo hieren con la lanza. ¿Loco? Buckmaster es un hombre feliz. Ha superado la barrera del dolor. Fue mucho más astuto que todos los serviles colaboradores del Khan. Logró evadirse de su tormento y vivir en la santidad, caminando entre los apóstoles y el Salvador. Para Buckmaster, la Palestina de Jesús es más real que la Mongolia de Genghis Mao, ¿Y quién puede discutírselo? Sadrac haría lo mismo si pudiera. Desde luego, tarde o temprano, la realidad invadirá la fantasía de Buckmaster, porque muy pronto, la última dosis de antídoto que recibió Buckmaster quedará sin efecto, y lo más probable es que no vuelvan a inyectarle un refuerzo. Pero evidentemente eso no le preocupa.
Pensando en la paz que Buckmaster acaba de encontrar, Sadrac lo logra alcanzar su propia paz. Esta vez se concentra por competo, internándose en ese lugar claro y luminoso donde no llegan las tormentas. Buckmaster desaparece; Genghis Mao desaparece; Sadrac desaparece. Durante horas trabaja sereno en total armonía con sus herramientas y madera. Al atardecer, deja la capilla casi en estado de éxtasis.
Llega a Ulan Bator una hora después del anochecer. Lo primero que hace es llamar a Katya Lindman.
—Quiero verte —le dice.
—Esperaba que me llamaras. Sabía que habías vuelto.
Se encuentran en la sala de reunión del piso quince, un lugar frecuentado por el personal de categoría media. Aquí el servicio es discreto. La sala es un luminoso óvalo abovedado, decorado con delgados banderines metálicos de color dorado que, colgados del cielo raso, flamean suavemente agitados por las corrientes de aire. Un gigantesco retrato de Genghis Mao ocupa toda una pared de la sala, y en el extremo opuesto hay otro retrato con la imagen de Mangú.
Katya lleva un vestido liviano de color ladrillo, ceñido al cuerpo, rasgo poco común en su vestimenta. Un amplio escote le hace resaltar los hombros corpulentos y deja ver el nacimiento de sus pechos voluminosos. Es probable que hasta se haya puesto perfume. Sadrac nunca ha observado en Katya el más mínimo detalle de femineidad convencional, y el hecho de que hoy ella haya optado por este estilo tan obviamente seductor lo asombra y desilusiona. No se adecua en absoluto a su personalidad, y, además, no es necesario. Pero tal vez Katya esté cansada de su naturaleza fría de mujer de ciencia, cansada de su mirada indiferente, sus dientes filosos, su boca cruel. Ella ya le ha confesado su amor, y quizás quiera jugar a ser una mujer digna de amar y de ser amada. Muy tonto de su parte, si ése es su juego: Sadrac prefiere mucho más a la Katya que conoce. O cree que conoce. El amor no es una fiesta de disfraces.
—No pensé que volverías dice Katya.
—Nunca pensé en no volver. Mi intención no era desaparecer, sino alejarme de Ulan Bator para pensar algunas cosas.
—¿Conseguiste lo que querías?
—Espero. Pronto lo sabré.
—No haré preguntas.
—No. No las hagas.
Katya sonríe.
—Me alegra que hayas regresado, pero al mismo tiempo me preocupa por el peligro que corres aquí.
—Si yo no me preocupo, por qué tienes que preocuparte tú?
—No necesito responderte a esa pregunta —su voz es grave, casi teatral. Acercándose a Sadrac, dice—: Te extrañé, Sadrac. No sabes cuánto te extrañé. No te gusta que diga estas cosas ¿verdad?
—¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Tu cara. Parece que no te sientes cómodo. No quieres escucharme hablar con dulzura, porque no es propio de la malvada y cruel doctora Lindman hablar de esa forma.
—Lo que sucede es que no estoy acostumbrado a verte de esa manera. Es una faceta de tu personalidad que desconozco.
—Incluso es probable que no te guste mi ropa. Pero si quieres puedo volver a ser la otra Katya. Espérame, que me voy a poner el delantal del laboratorio.
Parece que hablara en serio.
—No seas tonta —dice Sadrac, tomándola de la mano—. Estás hermosa esta noche.
—Gracias —dice con voz cortante, retirando la mano.
—Pero es cierto Y se supone que yo te lo tengo que decir, y te lo dije. Así es el juego. Ahora tú me tienes que decir…
—Terminemos con los juegos, Sadrac. ¿Eh?
—Está bien. ¿Te vestiste así por mí o por ti?
—Por los dos.
—Ah. Simplemente porque se te ocurrió, ¿verdad? Porque tenías ganas de estar sexy, ¿verdad?
—Verdad —dice Katya—. ¿Te parece bien?
—Muy bien.
—¿Te parece bien que te haya extrañado? No me obligues a ser una especie de máquina, Sadrac. No hagas que conserve la imagen que tú tienes de mí. No te pido que me digas que me extrañaste, pero déjame que exprese lo que yo siento. Déjame comportarme como una tonta, déjame ser dulce, ser distinta, si quiero serlo, aunque más no sea una vez cada tanto, sin preocuparme en pensar cuál es la. verdadera Katya. Yo soy siempre la verdadera Katya, en este momento y en otros momentos también. ¿Está claro?
—Está claro dice Sadrac. Vuelve a tomarla de la mano, y esta vez Katya no lo rechaza. Después de un momento dice—: ¿Qué paso durante mi ausencia?
—Supongo que sabes de los dolores de cabeza del Khan.
—Desde luego. Fue por eso que decidí volver. Estaba en Pekín cuando comencé a recibir información de la salud de Genghis Mao.
—¿Es algo serio?
—Tendremos que operar —dice Sadrac—. En cuanto esté listo ese equipo especial que mandé construir.
—¿Son muy peligrosas las operaciones de cerebro? —No tan peligrosa como puedes llegar a imaginarte, pero al Khan no le gusta para nada la idea de la operación, del laser en la caza, etcétera, etcétera. Nunca lo vi tan aterrado por una operación, pero no le pasará nada. ¿Qué otra cosa pasó?
—El funeral.
—Ah, sí. Ya sé. Yo estaba en Jerusalén o en Estambul. Vi las fotos unos días más tarde.
—Fue monstruoso —le dice Katya— Duró días y días. Sólo Dios sabe todo lo que habrá costado. Prácticamente se detuvieron todas las actividades mientras duró el funeral. Hubo discursos, desfiles, bandas militares y todo tipo de rituales y celebraciones. Y Genghis Mao contemplaba la ceremonia sentado en el medio de la plaza.
—¡Qué lastima que no estuve!
—Me imagino lo que habrás sufrido por perdértelo.
—Sí. Terriblemente —los dos echan a reír. Sadrac está empezando a pensar que en realidad le gusta cómo le queda el vestido a Katya—. ¿Qué más? —pregunta—. ¿Cómo marcha tu proyecto?
—Muy bien. En este momento estamos preparando los equivalentes de diecisiete rasgos cinéticos. Hemos adelantado más en estas últimas tres semanas que en los tres meses anteriores.
—Muy bien. Quiero ver tu autómata terminado cuanto antes. Quiero que sea tu proyecto el primero que esté listo.
—¿Hablaste con Nikki desde que llegaste?
—No —dice Sadrac—. Todavía no.
—Me dijeron que Avatar también va muy rápido. Dicen que prácticamente han terminado de convertir los parámetros de Mangú a los… a los del nuevo donante. Mucho antes de lo que pensaban. Me aterra, Sadrac.
—No debería aterrarte.
—No puedo dejar de pensar en lo que pasaría si logran…
—No lo lograrán —interrumpe Sadrac— No ocurrirá lo que tú temes. Valgo demasiado para Genghis Mao tal cual soy ahora.
—"La redundancia es nuestro principal sendero de supervivencia", recuérdalo. ¿Cuántos otros médicos crees que gene esperando? ¿Completos, con nódulos y todo?
—Ninguno.
—¿Como puedes estar tan seguro?
—Si se hubiera construido un duplicado del sistema de telemedición, Buckmaster lo sabría, y el no ha escuchado nada al respecto.
—Buckmaster está muerto, Sadrac. Sadrac deja pasar el comentario.
—Sé que no hay ningún duplicado de Sadrac Mordecai listo para reemplazarme cuando yo me vaya. Me doy cuenta en que medida Genghis Mao depende de mi, exclusivamente de mi. Soy irreemplazable para él, y se me ocurre que en un futuro próximo mis servicios serán mucho menos redundantes, mucho más indispensables. Avatar no me preocupa, Katya.
—Espero que sepas lo que haces.
—Yo también lo espero —Sadrac hace un gesto, señalando la salida, debajo del inmenso retrato de la imagen pálida y triste del pobre Mangú—. Vamos arriba —sugiere Sadrac. Katya sonríe asintiendo con la cabeza.
Llegó el día de la operación. El Khan yace de espaldas en la mesa de operaciones. Está despierto, totalmente consciente, y de tanto en tanto vuelve la cabeza y fija su amarga mirada en los médicos reunidos a su alrededor, Sadrac, Warhaftig y Mali, un neurólogo israelí, asesor de Warhaftig. No cabe ninguna duda con respecto al estado del presidente: está asustado, y aunque trate de ocultar su temor detrás de sus típicos comentarios jactanciosos, no logra disimularlo. Dentro de diez minutos, Warhaftig activará el bisturí láser que le perforará el cráneo, panorama que, no le seduce en absoluto. Si no hubiera sido por los dolores de cabeza, cuyos efectos se hacen visibles en los gestos de dolor que se reflejan en el rostro imperial, nada de esto estaría ocurriendo.
La cabeza del presidente está afeitada: Resulta curioso que sin la espesa melena negra Genghis Mao parezca más joven, más vigoroso: ese cráneo protuberante y macizo, desprovisto de su cabellera, habla de la fuerza inmensurable del anciano, de la intensa energía arrolladora que bulle en su interior. La musculatura del cuero cabelludo del presidente es poderosa y conspicua, un escarpado relieve de montañas y valles, un borrascoso paisaje de cordones y lomas nutridos y perfeccionados después de largos noventa años de hablar, pensar, morder y masticar. Una marca de tinta luminosa dibujada en la piel del cráneo indica el ángulo de entrada del rayo láser.
Warhaftig está listo para hacer la primera incisión —La estrategia de la operación ha sido desarrollada durante tres días de reunión. No abrirán cerca de los centros cerebrales, sino a la altura de la curvatura occipital, y el aparato de drenaje será insertado en la base del cerebro, en el puente, debajo del cuarto ventrículo cerca de la médula oblonga. Todos coinciden en que ése es el mejor lugar para la válvula, porque de esa manera los rayos del bisturí láser no afectarán el asiento de la razón, aunque cualquier descuido quirúrgico puede, en efecto, dañar la médula, que controla las funciones vasomotoras y cardíacas y otras respuestas autonómicas vitales. Pero Warhaftig no sabe de descuidos.
El cirujano le echa una mirada a Sadrac.
—¿Está todo bien?
—Perfecto. Pueden empezar cuando quieran.
Warhaftig toca suavemente el cuello de Genghis Mao, que no reacciona. Tampoco responde ante un fuerte pellizco en la base del cráneo, ya que está bajo el efecto de la anestesia local, administrada, como de costumbre, a través de la sonicupuntura.
—Ahora —dice Warhaftig—. Empezamos.
El cirujano imprime el primer corte…
Genghis Mao cierra los ojos, pero Sadrac sabe, por la información que le transmiten los monitores internos, que el Khan está aún totalmente consciente, tenso, agazapado como un cauteloso leopardo en lo alto de la copa dé un árbol. La piel se separa y pinzas retractoras la sujetan. Warhaftig se aparta a un lado y deja que Malin realice la incisión craneal. La mano del neurocirujano no es tan diestra como la de Warhaftig, pero Malin lleva treinta años de experiencia en operación dé cráneos, y sabe, en la misma medida en que tal vez Warhaftig no lo sepa, qué margen de error pueden tener sus cortes. Ahí está: una ventana en la cabeza del Khan. Sadrac, mirando en puntas de pie, contempla aterrado el cerebro que concibió los principios de la depolarización centrípeta, que engendró el Comité Revolucionario Permanente, que liberó a la humanidad del caos de la Guerra del Virus. Sí, sí todo eso nacido de esta misteriosa masa gris que Sadrac tiene ante sus ojos.
Ahora se disponen a buscar el lugar donde será insertada la válvula de drenaje. Warhaftig reasumió el mando. En lugar de un bisturí láser, utiliza en esta etapa una aguja hueca cargada de nitrógeno líquido, cuya temperatura fue reducida, por medio de un criómetro, a —160° C. La aguja, que se desliza en las profundidades de la base del cerebro del Khan congela las células en contacto, y si el contacto continúalas matará. Mientras Malin concluye con la lectura de los instrumentos y Sadrac proporciona información telemetrada del estado de las actividades autonómicas del presidente, Warhaftig, ya seguro de que no está destruyendo os centros neuronales vitales, abre un espacio para la inserción del aparato de drenaje. Todo se lleva a cabo sin dificultades. El cuerpo del Khan continúa respirando, bombeando sangre y generando el patrón normal de ondas electroencefalográficas. Ahora aloja un tubo que desvía el exceso de líquido cerebroespinal al sistema circulatorio, una válvula a través de la cual se transporta el líquido, una pieza de telemedición que le dará al doctor Mordecai informes constantes acerca del funcionamiento de la válvula y de los niveles de líquido de los ventrículos craneales. Warhaftig vuelve a ubicar piel y hueso en su lugar original. Los ayudantes llevan a Genghis Mao, ahora sonriente a pesar de las ojeras y la palidez de su rostro, a la sala de recuperación.
Volviéndose a Sadrac, Warhaftig dice:
—Si todo está preparado, procedamos de inmediato a la operación siguiente. ¿Sí? Toma la mano izquierda de Sadrac—. Usted quiere la pieza de telemedición aquí, ¿correcto? Insertada en los músculos del tenar, pero no en la base del pulgar ¿no? Aquí, mas cerca del centro de la palma, ¿esta bien? Perfecto. Lo desinfectaremos y ya comenzaremos entonces.
Sadrac se encuentra con Nikki por primera vez después de su regreso. Los dos están incómodos. El trata de sonreír, pero sabe que su sonrisa no es natural, como tampoco es natural la cordialidad de Nikki.
—¿Cómo está el Khan? —pregunta Nikki finalmente.
—Se está recuperando —responde Sadrac—. Como siempre.
—¿Y tu? —pregunta Nikki, mirando la mano vendada de Sadrac.
—Un poco dolorido. Esta pieza es un poco más grande que las demás. Más compleja. En uno o dos días me sentiré mejor.
—Me alegro de que todo haya salido bien.
—Sí. Gracias.
Otra vez las sonrisas forzadas.
—Es una alegría verte —dice Sadrac.
—Sí. Una gran alegría verte.
Permanecen en silencio pero, a pesar de que la conversación ha claudicado, ninguno de los dos se va. Nikki está más hermosa que nunca, pero su belleza no impacta a Sadrac, a quien realmente le sorprende no sentir nada, nada sino una admiración abstracta, la misma admiración que podía sentir por una estatua de mármol o un atardecer espectacular. Trata de recordar su pasado con Nikki para poner a prueba sus sentimientos. Revive la frescura de sus muslos cobrizos, los besos, las caricias, la solidez de sus pechos, los suspiros de placer al sumergirse entre sus piernas, la fragancia del oscuro torrente de sus cabellos.
Nada. Las noches interminables en que tanto tenían para contarse. Nada. Nada. ¡Hasta qué punto puede la traición carbonizar el amor! Sin embargo, la belleza de Nikki es eterna.
—Sadrac…
Nikki balbucea en busca de palabras. Sadrac espera. Sabe lo que ella le quiere decir: quiere explicarle una vez más cuanto siente todo lo ocurrido, explicarle que no tenía otra alternativa, que si ella lo traicionó fue porque sabía que no había forma de evitar que sucediera lo inevitable. Es un momento delicado, interminable.
Finalmente, Nikki dice: Todo marcha perfecto en el laboratorio.
—Así me dijeron.
—Tengo que seguir con el proyecto, sabes. No tengo otro alternativa. Pero quiero que sepas que mi deseo es que nunca se aplique. Sé que es una valiosa investigación, un gran avance de la ciencia, pero quiero que quede como un ogro de laboratorio, nada más, que sea sólo… —la voz le tiembla. No puede seguir hablando.
—Esta bien, Nikki —le dice Sadrac. Una extraña ternura se enreda en su voz—. No te atormentes. Cumple con tu trabajo, cumple a conciencia. Eso es lo único que tienes que pensar. Cumple con tu trabajo —por un instante, sólo un instante, Sadrac siente la tibieza de lo que alguna vez sintió por ella—. No te preocupes por mí —le dice con dulzura—. Yo estaré bien.
Al tercer día, quitan la venda de la mano de Sadrac. Sólo tiene una tenue línea rosada en el lugar donde fue hecha la inserción, una estría apenas perceptible sobre el rosado más oscuro de la palma. Como su amo, Sadrac es un individuo que se cura rapado. Flexiona la mano —siente un leve dolor muscular—, pero se cuida de no cerrar el puño. Todavía no está listo para poner a prueba el nuevo aparato.
Genghis Mao se recupera satisfactoriamente El fin de semana, entonces, Sadrac decide pasar una noche, solo, en Karakorum. Es una mansa noche de verano; en el aire, flota el perfume de los nuevos retoños y se insinúa el olor de la lluvia. Sadrac entra al pabellón de la muerte onírica, ocupa un cubículo, se cubre con el taparrabos, se envuelve el pecho con las bandas de colores, toma el talismán que le ofrece la guía enmascarada, centra la mirada en el brillante remolino y se hunde en alucinaciones. Una vez más se muere. Abandona la esperanza y el temor y la lucha y la angustia y la ansiedad y la necesidad, abandona el aire y la vida, muere en este mundo y renace en otro lugar, se desprende de su cuerpo, flota sobre él y lo ve transformarse en una figura alargada y hueca, una telaraña marrón de miembros inertes y yertos. Luego se pierde en el fragante vacío, donde el espacio y el tiempo se liberan de las amarras, donde todo está a su alcance, porque está muerto. Entra a una ciudad de carros tirados por bueyes y de callejuelas y casitas de madera alineadas en serpentinas de laberintos impenetrables, un lugar de pintoresca suciedad y de inmundicia medieval, donde damas y caballeros vestidos de trajes de brocado verde y escarlata se tambalean por las calles de barro, bañados en sudor, gimiendo, sollozando, temblando, ahogados en un grito, pidiéndole al Señor que calme el dolor infernal que late entre sus piernas y debajo de sus brazos. Sí, sí, es la Peste Negra. Sadrac camina entre ellos, diciéndoles yo soy Sadrac, el que los sanará, el que ha venido de la tierra de los muertos para salvarlos, y toca sus heridas ardientes y les devuelve a la vida y ellos cantan himnos en su honor. Luego flota a otra ciudad, un lugar de bambú y seda, de jardines colmados de crisantemos y juníperos y pequeños pinos encorvados, y en la quietud del día una bola de fuego estalla en el cielo, un inmenso penacho de nubes cubre el firmamento, las casas restallan en lenguas de fuego, la gente corre desesperada por las calles envueltas en llamas; son hombres y mujeres pequeños, de ojos almendrados y tez amarilla, y Sadrac se eleva sobre ellos como una torre de ébano y les dice con dulzura que no se asusten, que es sólo un sueño lo, que los angustia, que todavía pueden vencer al dolor y aun a la muerte, y les tiende la mano, y los calma, y los libera del fuego. El cielo se cubre de cenizas y hollín y pumita y otra vez es la noche del Cotopaxi, y el volcán ruge y silba y zumba, el aire se vuelve veneno, el joven médico de piel carbón se arrodilla en las calles, respira en las bocas de los caídos, los ayuda a levantarse y los consuela. Y sigue su viaje. Las hordas de asirios van por las calles de Jerusalén, ahogados en alaridos, azotando sin piedad, y Sadrac cura con paciencia los cuerpos destrozados que yacen en el suelo, y les dice, levántense, caminen, yo soy el Único que os sanará. Las enormes bestias prehistóricas huyen despavoridas a medida que las nieves glaciales se derriten bajo el sol colosal, y los habitantes de las cavernas se transforman en seres esqueléticos y enfermizos, y Sadrac les enseña a comer hierbas y semillas, a recoger los frutos de las malezas recién florecidas, a encordar canales en los arroyos para los peces, y todos lo alaban y pintan su imagen en las paredes de la caverna sagrada. Y saca a Cristo de la cruz cuando los soldados romanos se van a la taberna, carga el cuerpo inerte en el hombro y corre a ocultarse en una oscura cabaña, y frota las heridas de Jesús con ungüentos y unturas, y prepara un remedio con mezclas de jugos y hierbas y se lo da a beber a El y le dice "Anda, vete, vive, predica". Sumerge una red en el Nilo y libera de sus aguas los fragmentos de Osiris, y junta los miembros desunidos, y le devuelve la vida al dios vencido y llama a Isis, diciendo aquí está Osiris. Yo, Sadrac, lo he hecho revivir para ti. El cielo se cubre de extrañas nubes que tiñen el aire de verde, y la Guerra del Virus estalla sobre los pueblos del mundo, y la extraña podredumbre penetra en los cuerpos de la humanidad, y los habitantes de la tierra gimen y caen, y Sadrac los ayuda a levantarse, diciéndoles no teman, la muerte es pasajera, la vida los aguarda. Y en los cielos se refleja el rostro sonriente de Genghis Mao. Sadrac viaja a la deriva a través de los siglos, libre en el tiempo y el espacio, y poco a poco toma conciencia de que ya no está solo, que hay una mujer; a su lado que lo toma del brazo, tratando de decirle algo. El la ignora. Oye los coros celestiales cantando su nombre: "¡Sadrac! ¡Sadrac!" Y las voces del cielo gritan: "¡O Sadrac! ¡Tú eres el único que nos sanará, tú eres el príncipe de los príncipes! ¡Sadrac te llamabas, Genghis te llamarás! ¡Alabado sea Sadrac!" Y una voz de trueno anuncia: "¡De ahora en adelante, serás Genghis III Mao V Khan!"
Y la mujer lo toma del brazo, y él descubre que es Katya y le dice: "¿Qué quieres?" Ella responde: Es demasiado tarde. El dice: "¿Ya han elegido al próximo donante?”. Sí. "No creo que tengas inconveniente en decírmelo. "No sé si debo.” ¿Quién es? "Tú”, responde Katya. El mundo estalla en una ola de fuego. La risa de Genghis Mao vibra a través de los cielos, se estrella en las montañas.
Sadrac se despierta. Se incorpora.
Cierra el puño y lo mantiene cerrado con todas sus fuerzas.
Desde Ulan Bator, a cuatrocientos kilómetros hacia el Oeste, llega la terrible convulsión de la agonía de Genghis Mao, el grito mudo de sensores que transmiten la onda de dolor que arrolla el cuerpo del Khan.
Sadrac se acerca a la Interfaz Tres y anuncia:
—Sadrac Mordecai para servir al Khan. Controlado, aprobado y admitido, atraviesa la mole de acero.
Ya es casi la medianoche. Sadrac se dirige de inmediato a la habitación del Khan, pero Genghis Mao no está allí. Mordecai frunce el ceño. En los últimos días, el Khan ha recuperado las fuerzas necesarias como para dejar su habitación, pero resulta extraño que no esté en la cama a estas horas de la noche. Un sirviente le informa a Sadrac que el Khan ha pasada casi toda la noche en la sala de reclusión conocida como Refugio del Khan, y es probable que esté allí en este momento.
A buscarlo, entonces. La oficina del Khan está vacía; en el comedor imperial, no hay nadie. Luego Sadrac entra a su propia oficina, donde se detiene por un momento para reunirse con sus tan amados objetos de colección, sus esfignomanómetros y escalpelos, sus micrótomos y treparlos. Aquí, en un frasco, está la aorta abdominal auténtica de Genghis Mao, sin duda un tesoro de la historia de la medicina. Y aquí está la última pieza que Sadrac incluyó en su museo, un mechón de la preternatural cabellera negra. espesa y abundante de Genghis Mao, una reliquia tal vez más apropiada para un museo de brujerías o vudú que para un museo de medicina, pero que sin embargo no está fuera de lugar, ya que fue extraída del cráneo del célebre paciente cuando se lo preparaba para la operación de cerebro llevada a cabo con éxito en el nonagésimo (u octogésimo quinto, o nonagésimo quinto) año de su vida. Y bien. Adelante. Sadrac enfrenta la puerta que comunica con el Refugio del Khan y pide entrada.
La puerta se desliza y le abre paso.
El refugio del Khan es la habitación de este piso que menos se usa. Está totalmente aislada del resto de las habitaciones, excepto de la oficina de Mordecai, que es el único lugar que está directamente comunicado con el Refugio del Khan. Es una sala baja, decorada con muebles orientales y rebuscados, gruesos cortinados y alfombras trabajadas. Genghis Mao está recostado en un mullido diván dispuesto a lo largo de la pared en el extremo izquierdo de la habitación. La cabeza afeitada del Khan ya está cubierta por una delgada película de cerda negra. La vitalidad del anciano es irreprimible. Sin embargo se lo ve alterado, casi. aturdido.
—Sadrac —dice. Su voz es grave y ronca—. Sabía que vendría a verme. Lo sintió, ¿verdad? Hace aproximadamente una hora y media. Creía que la cabeza me estallaba.
—Lo sentí, sí.
—Usted me dijo que me insertarían una válvula en el cerebro. Para drenar el líquido — dijo.
—Eso es lo que hicimos.
—¿No funciona bien?
—Funciona a la perfección, señor —dice Sadrac en tono moderado.
Genghis Mao está confundido.
—¿Entonces qué fue lo que me provocó ese dolor de cabeza tan fuerte hace un rato?
—Esto fue —dice Sadrac. Sonríe, extiende la mano izquierda y cierra el puño.
Nada sucede por un momento. Luego los ojos de Genghis Mao se agrandan sorprendidos e impactados. Entre quejidos, el Khan se oprime las sienes con las manos, se muerde los labios, inclina la cabeza calva, se frota los ojos con los puños, se lamenta atragantado, presa de la angustia. Sadrac percibe las reacciones internas de Genghis Mao, a través de los sensores que proveen información acerca de las funciones físicas del Khan: el ritmo del pulso y la respiración se acelera de una manera alarmante, la presión sanguínea es baja y la presión intercraneal aumenta sin piedad. Genghis Mao se acurruca de dolor, tiembla, gruñe. Sadrac vuelve a extender el puño. Poco a poco el dolor abandona a Genghis Mao, el cuerpo toma su posición normal, y los sensores de Sadrac dejan de transmitir los síntomas del shock.
Genghis Mao levanta la vista y la fija en Sadrac durante un largo rato.
—¿Qué me han hecho? —pregunta Genghis Mao en un ronco murmullo.
—Le instalamos una válvula en el cráneo, señor. Para drenar la peligrosa acumulación de líquido cerebroespinal. Sin embargo, debo decirle que la válvula fue diseñada para ejercer acción reversible, ya que a través de la telemedición es posible hacer que la válvula bombee liquido al cráneo, en lugar de desviar el líquido fuera del cráneo. Yo controlo la acción de la válvula, por medio de un cristal piezoeléctrico insertado en la palma de mi mano. Apenas contraigo los músculos de la mano, el líquido deja de drenar. Si la contracción es más fuerte, la válvula comienza a bombear el líquido al cerebro. Puedo interrumpir la marcha de su organismo. Puedo hacerle sentir el dolor que hoy ha experimentado dos veces, y en sólo un instante puedo causarle la muerte.
La expresión facial de Genghis Mao es totalmente opaca. Analiza la declaración de Sadrac en silencio. Finalmente, dice:
—¿Por qué me hizo esto, Sadrac?
—Para protegerme, señor.
—¿Pensó que iba a usar su cuerpo para el Proyecto Avatar?
—Estaba seguro de ello, señor.
—Se equivocó. Nunca lo hubiera hecho. Usted es muy importante para mí, tal cual es ahora.
—Sí señor. Gracias, señor.
—Cree que miento. Le digo que nunca existió la posibilidad de activar Avatar, utilizándolo a usted como donante. No me malinterprete, Sadrac. No me estoy defendiendo. Simplemente le estoy diciendo cómo son las cosas en realidad.
—Sí señor. Pero yo conozco sus enseñanzas con respecto a la redundancia. Tenía miedo de dejar de ser indispensable, y ahora puedo estar seguro de que lo soy, creo.
—¿Sería capaz de matarme? —pregunta Genghis Mao.
—Si sintiera que mi vida está en peligro, sí.
—¿Qué diría Hipócrates de eso?
—Aun los médicos tenemos el derecho a la defensa personal, señor.
La sonrisa de Genghis Mao se vuelve más cálida. Es como si la conversación lo divirtiera. Su rostro no refleja en absoluto la más mínima indignación.
Con voz calma, propone una hipótesis especulativa:
—¿Qué pasaría si yo lo atrapara sin que usted lo advirtiera, si lo inmovilizara antes de que pueda cerrar el puño, y lo condenara a muerte?
Sadrac menea la cabeza.
—La pieza que llevo insertada en la mano está programada para la energía eléctrica de mi cerebro. Si me muero, si me anulan la mente, si por equis causa se interrumpe el impulso eléctrico de mi cerebro, la válvula comienza automáticamente a bombear el líquido cerebroespinal a su médula. El momento de mi muerte será el preludio de su propia muerte, señor. Nuestros destinos se han unido. Cuide de mi vida, señor, por su propio bien.
—¿Y si hago que me extraigan la válvula de la cabeza, para reemplazarla por otra que no se adapte a la pieza que usted lleva insertada en la mano?
—No, señor. De ninguna manera podrán operarlo sin que mi sistema interno me lo notifique. Apenas me enterara que lo están operando, me defendería, desde luego. Somos una entidad en dos cuerpos distintos, señor. Y lo seremos para siempre.
—Muy ingenioso. ¿Quién diseñó esa maravilla mecánica?
—Buckmaster lo hizo, señor.
—¿Buckmaster? Pero si Buckmaster murió en mayo. Es imposible que en ese entonces usted supiera que…
—Buckmaster está con vida aún, señor —dice Sadrac con voz suave.
Genghis Mao piensa en lo que Sadrac acaba de decir.
Permanece meditabundo y en silencio un largo rato.
—Aún con vida. ¡Qué extraño!
—Sí.
—No entiendo.
Sadrac no responde.
Después de un momento, Genghis Mao dice:
—Me ha puesto una bomba en la cabeza.
—Sí, señor. Es algo así.
—Yo tengo poder sobre la humanidad, y usted tiene poder sobre mí, Sadrac. ¿Se da cuenta en qué se ha transformado? ¡Usted es el verdadero Khan ahora! Alabado sea, Genghis III Mao V —Genghis Mao estalla en una carcajada salvaje—. ¿Se da cuenta? ¿Es consciente de lo que ha logrado?
—Lo pensé —admite Sadrac.
—Podría obligarme a renunciar. Podría exigirme que lo nombre mi sucesor. Podría matarme y asumir la presidencia, con toda legitimidad. ¿Se da cuenta? Ya lo creo que se da cuenta. ¿Es esa su intención?
—No, señor. La última cosa que deseo es ser presidente del mundo.
—Vamos, Sadrac. Dé un golpe de estado. Tome el poder. Yo ya estoy viejo, cansado, aburrido y agotado. Quiero que me derroquen. Admiro su astucia. Estoy fascinado con lo que ha hecho. Nadie me había engañado como usted, ¿sabe? Usted ha logrado lo que no lograron cientos de enemigos. Sadrac, tan tranquilo, tan leal, tan dependiente, me ha vencido. Soy suyo. Soy su marioneta. ¿Se da cuenta? Vamos. Conviértase en presidente. Se lo ha ganado, Sadrac.
—Eso no es lo que quiero.
—¿Qué quiere, entonces?
—Continuar siendo su médico. Proteger su salud y hacer todo lo posible para extender su vida. Permanecer a su lado y servirlo de acuerdo con mi juramento.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. No, hay algo más, señor.
—A ver.
—Solicito un cargo en el Comité.
—Ah.
—Específicamente, quiero ejercer autoridad en la esfera de salud publica. Política médica del gobierno.
—Ah. Sí.
—Quiero controlar la distribución del antídoto, señor. Mi intención es desarrollar cuanto antes un programa de tratamiento mundial para la población sana —dice Sadrac—. Y expandir todos los programas existentes para la investigación de la cura permanente de la descomposición orgánica. Según mi entender, sería cambiar totalmente la política actual del CRP.
—¡Ah! —Genghis Mao echa a reír—. ¡Ahora entiendo! ¡Entonces sí que quiere ser Khan! Yo ocupo la presidencia, pero usted dirige la batuta. ¿Es eso, Sadrac? ¿Es eso lo que maquinó? Muy bien. Soy suyo. Estará en el Comité a partir de la próxima reunión. Elabore los enunciados de su política y preséntelos —mira con ojos sombríos la mano izquierda de Sadrac—. ¡Alabado sea Genghis III Mao V!
Sadrac sale del Refugio del Khan y se dirige a su habitación, pasando por su oficina, atravesando el Vector de Comite Uno y luego el Vector de Vigilancia Uno, donde se detiene por un momento, como es su costumbre, para contemplar el luminoso espectáculo de las pantallas. Todo duerme en la Gran Torre del Khan. La oscuridad de la noche baña el continente asiático, pero en todo el planeta, en la Sala de Traumas, la vida sigue, y también la muerte. De pie ante la multitud de pantallas, Sadrac contempla el alocado vaivén de imágenes, el sufrimiento, la lucha, el agotamiento, la muerte. Los muertos en vida que vagan por las calles de Nairobi, Jerusalén, Estambul, Roma, San Francisco, Pekín; caminan con paso vacilante a través de todos los continentes, como en una procesión camino a la condena, a la perdición, a la tortura, al castigo. Allí, en algún lugar de la tierra está Bhishma Das, Mesach Yakov, Jim Ehrenreich. Sadrac les desea alegría y salud por el resto de sus vidas. ¡Alegría a todos! ¡Salud a todos!
Piensa en la risa de Genghis Mao ¡Qué alegre la mirada del Khan al escuchar el anuncio de Sadrac! ¡Qué expresión de alivio, casi, al ser despojado de su poderosa autoridad! Sin embargo, resulta imposible llegar a percibir los verdaderos sentimientos del Khan: es un ser extraño, misterioso, insondable, de conducta inescrutable. Sadrac no sabe con certeza qué es lo que sucederá. No logra imaginar qué contratreta puede llegar a concebir Genghis Mao, qué trampas ya estará maquinando. Sadrac actuará con cautela y esperará lo mejor. Ha alojado una bomba en el cerebro de Genghis Mao, sí, pero también ha tomado a un tigre por la cola y por lo tanto, debe tener mucho cuidado, no sea que tropiece entre las metáforas y termine destruido.
Contempla como hipnotizado la danza resplandeciente de las pantallas del Vector de Vigilancia Uno. Hoy es miércoles 4 de julio de 2012. Gotas de lluvia mansa bañan la ciudad de Ulan Bator, que, desde la próxima semana, se llamará Altan Mangú en honor al virrey asesinado, a quien la humanidad ya ha dejado caer en el olvido. Esta noche la muerte vagará por el planeta, recogiendo a sus miles de víctimas, pero mañana, jura Sadrac, todo comenzará a ser distinto. Sadrac extiende la mano izquierda y la mira como quien analiza una valiosa pieza de jade. Flexiona ligeramente los dedos, cuidando de no cerrar el puño. Sonríe y llevándose la mano a los labios, besa en un soplo a toda la humanidad.