Sólo después de una semana y media Sadrac vuelve a ver a Nikki, que dice estar muy ocupada con los problemas del laboratorio: como consecuencia de la muerte de Mangú, es necesario corregir el sistema del Proyecto Avatar y hacer los ajustes compensatorios adecuados para el nuevo cuerpo donante; por lo tanto, está tan agotada al final del día que prefiere quedarse a descansar. Sadrac, sin embargo, tiene la impresión que Nikki trata de evitarlo, porque siempre fue una persona sociable, aun en las épocas de más trabado. Las salidas con Sadrac eran un desahogo, un escape. ¿Por qué, entonces, se muestra tan reservada y distante? Mordecai está desconcertado. Sabe positivamente que el hecho de que él haya salido con Katya Lindman no es el motivo, ya que no es la primera vez que sale con otras mujeres. Nikki también suele salir en compañía de otros hombres, pero ese tipo de cosas nunca afectó la relación de la pareja. Es obvio que algo está fallando, pero Sadrac no sabe de qué se trata.
El estado crítico de la salud del presidente le hace olvidar temporariamente los problemas con Nikki. Durante los últimos días, Genghis Mao estuvo trabajando en su oficina, visitando el Vector de Vigilancia Lino y dirigiendo las actividades del Comité desde la sala principal. Hasta el momento su recuperación era satisfactoria y, por lo tanto, no había porqué prohibirle que se levantara. Pero ahora, sin embargo, los nódulos internos del doctor Mordecai indican la presencia de algunos trastornos: pulsaciones epigástricas, un leve murmullo sistólico y stress circulatorio general. Sadrac, no tendría que haber permitido que el presidente reanudara sus actividades habiendo pasado tan poco tiempo después de la operación. Mordecai, entonces decide hablar con el Khan, que está en su oficina ocupado con la deificación de Mangú y con la captura de asesinos. No tiene el menor interés de dialogar con su médico acerca de sus síntomas; par lo tanto, ante las preguntas de Sadrac, se limita a responder, en una brusca declaración, que se siente mejor. Lo único que lo preocupa en este momento es su trabado. Ya han arrestado a ciento ochenta y dos conspiradores, de los cuales noventa y siete fueron declarados culpables y enviados al depósito de órganos.
—Los pulmones, riñones e intestinos de todos estos criminales —dice el Khan orgulloso— pronto servirán para prolongar las vidas de los leales miembros del gobierno. ¿Acaso no hay algo de justicia poética en todo esto? Todo es centrípeto, Sadrac. Todos los antagonismos se reconcilian.
—¿Ciento ochenta y dos conspiradores? —pregunta Sadrac—. ¿Es posible que para tirar a un hombre por la ventana hayan hecho falta tantos individuos?
—¿Quién puede saberlo? El crimen en sí tal vez fue perpretado por dos o tres solamente, pero lo más probable es que hayan necesitado toda una organización de conspiradores para alterar los sistemas de seguridad, para distraer a los guardias, para desviar las cámaras. Calculamos que unos doce conspiradores se encargaron solamente de retirar de la plaza los cadáveres de los asesinos que saltaron por la ventana.
—¿Saltaron? ¿Para qué?
Una sonrisa suave se dibuja en los labios de Genghis Mao.
—Hemos llegado a la conclusión de que los asesinos, después de empujar a Mangú, saltaron por la misma ventana, para evitar que los capturaran en el edificio. Los cómplices, entonces, recogieron los cadáveres y eliminaron todo rastro de muerte.
—Pero, señor —dice Sadrac, mirándolo fijamente—, Horthy dice que vio un solo hombre que caía en el vacío.
—Horthy no se quedó en la plaza y, por lo tanto, no sabe lo que sucedió después.
—Aun así…
—Si los asesinos de Mangú no saltaron después de empujarlo —dice Genghis Mao con los ojos iluminados por el brillo del razonamiento—, ¿qué pasó con ellos, entonces? Después del crimen no encontraron a ningún sospechoso en toda la torre.
Sadrac no encuentra una respuesta apropiada. Sabe que cualquier comentario complicara la situación.
—Señor, me gustaría hablar de su salud —dice después de un momento.
—Ya le dije que me siento perfecto.
—Los síntomas que he detectado, señor, son bastante serios.
—¿Síntomas de qué? —estalla Genghis Mao.
Sadrac cree que se trata de un aneurisma en la aorta abdominal: una alteración en las paredes del gran vaso que transporta la sangre del corazón. Le pregunta a Genghis Mao si ha sentido algún malestar extraño, y el presidente admite, finalmente, que en los últimos días tuvo dolores de espalda. Esto, obviamente, contradice lo que Genghis Mao ha dicho hace sólo un momento, pero Sadrac no hace ningún comentario al respecto: la confesión del presidente le da cabida suficiente para ordenarle que vuelva a la habitación a descansar.
A través de la sonda que canaliza la aorta de Genghis Mao, Sadrac confirma su diagnóstico. Es probable que, a causa de la operación de hígado se hayan formado coágulos en la corriente sanguínea del presidente; y que uno de esos coágulos se haya alojado en las paredes de la aorta abdominal, formando así la infección. Tal vez sea otra la causa, pero, de todas maneras, será necesario operar, porque se trata de un tumor en formación. En el caso de algún otro paciente, tal vez sería preferible dejar que se expandiera el aneurisma, ya que una operación tan próxima a un transplante de órganos es sumamente riesgosa. Sin embargo, como se trata de Genghis Mao, para quien las operaciones son algo natural, Sadrac se muestra casi indiferente ante la idea de volver a abrirlo. Por otra parte, el aneurisma se ha alojado tan cerca del hígado que Warhaftig podrá extraerlo a través de la misma incisión del transplante, ya que todavía no se ha cicatrizado.
La noticia, empero, altera a Genghis Mao.
—Ahora no tengo tiempo para operarme —dice irritado. Aún no hemos terminado con la búsqueda de conspiradores, y ése es un problema que debo seguir muy de cerca. Además, la semana próxima, será el funeral público de Mangú y pienso presidirlo en persona. Yo…
Es sumamente peligroso, señor.
—Usted siempre me dice lo mismo. A veces pienso que se divierte diciéndomelo. Usted es muy inseguro, Sadrac. ¿Acaso cree que lo voy a despedir si todas las semanas no me descubre algún problema en el organismo? No, Sadrac, usted me cae bien.
—Yo no invento los problemas, señor.
—Aun así. ¿No podemos esperar uno o dos meses?
—Si esperamos tanto tiempo, será necesario hacer un corte nuevo en un tejido ya cicatrizado.
—¿Qué problema hay? Tengo tantos cortes que uno más…
—Además de eso, los riesgos…
—Sí, sí. Los riesgos ¿Qué riesgos corro si no me operan? —¿Sabe lo que es un aneurisma, señor?
—Más o menos.
—Es un tumor que contiene sangre o un coágulo de sangre que está en contacto directo con las paredes de una arteria y causa deterioros en los tejidos que lo rodean. Imagínese que es un globo que se va inflando gradualmente. cuando un globo se infla demasiado, explota.
—Ah.
—El aneurisma podría romperse, finalmente. En los intestinos, en el peritoneo, en la pleura o en los tejidos retroperitoneales. O podría causar una embolia en la arteria mesentérica superior, produciendo así un infarto intestinal. Incluso la aorta podría romperse espontáneamente. Son muchas las cosas que pueden suceder, y todas traen consecuencias fatales.
—¿Fatales?
—Indefectiblemente fatales. Primero se siente un dolor muy intenso y luego, la muerte.
—¡Ah! ¡Ah! Entiendo.
—Y eso puede ocurrir prácticamente en cualquier momento.
—¡Ah!
—Sin preaviso.
—Entiendo.
—Una vez que el aneurisma explote, no podremos hacer nada. No habrá forma de salvarlo, señor.
—Ah. Entiendo.
Pero, ¿entiende realmente? Sí, claro que entiende. Imágenes de aneurismas en erupción inundan la mirada mortífera de Genghis Mao. Las mejillas curtidas y enjutas se contraen en profunda reflexión; el gesto sombrío dibuja surcos en la frente de bronce. El Khan está preocupado: no esperaba enfrentarse con la muerte, la muerte en potencia, desde luego. Ahora, como siempre, la idea de que Genghis II Mao IV Khan partirá para siempre, lo aterra. La Revolución Permanente que ha transformado a este mundo deplorable necesita un Líder Permanente. A pesar de que Genghis Mao dijo más de una vez, repitiendo las palabras de Mao I, que cuando un hombre participa en una revolución adquiere una inmortalidad revolucionaria, trasciende la muerte física viviendo indefinidamente en el fermento de la revolución que él ha ayudado a crear, es obvio que el presidente prefiere, en su caso, una especie de inmortalidad menos metafórica. Frunce el ceño y suspira. Finalmente, da su consentimiento para esta nueva interrupción quirúrgica de su labor revolucionaria.
Convocan al cirujano. Se lleva a cabo una reunión, se reorganizan los planes, y Sadrac y Warhaftig le explican al Khan todos los detalles de la operación: será necesario empalmar los vasos sanguíneos que rodean el aneurisma para bloquear la circulación temporariamente, mientras Warhaftig extrae el tumor y coloca una prótesis de dacrón o teflón.
—No —dice el Khan—. Una prótesis, no. Pueden hacer un injerto de tejidos, ¿no es así? No hay mayores problemas de rechazo con el tejido arterial. Es como unir un tubo de goma.
—Pero el dacrón y el teflón han dado buenos resultados —dice Warhaftig.
—No. Ya basta de plástico. Quiero una arteria de verdad. Los depósitos de órganos están sobrecargados de material. Quiero una aorta de algunos de los conspiradores que acabamos de arrestar —dice Genghis Mao con ojos resplandecientes.
Warhaftig lo mira a Sadrac Mordecai, que se encoge de hombros.
—Como usted guste —dice el cirujano.
Al mediodía, Sadrac almuerza con Katya, y después de comer, van a caminar a la plaza Sukhe Bator. Desde la noche que fueron juntos a Karakorum, se ven con más frecuencia que antes, aunque no volvieron a hacer el amor desde aquella vez. Sadrac la nota más amable, menos agresiva, pero no sabe si es él que ha cambiado su actitud hacia ella o si es Katya que se comporta de manera diferente. Si bien es cierto que desde que la vio llorar la mira con otros ojos, también es cierto que Katya se muestra más cálida y afectuosa, tanto que Sadrac sospecha y teme que se esté enamorando de él. Sin embargo, hay algo oculto en la intimidad de Katya, algo que se resiste a revelar, una zona de silencio que se declara enemiga del amor. Sadrac nunca ha observado una actitud semejante en Nikki Crowfoot en las épocas en que su relación con ella marchaba sin problemas.
El sol del mediodía brilla en el aire suave y cálido. Flores doradas iluminan los arbustos en las vasijas de terracota que adornan la plaza. Katya y Sadrac caminan uno al lado del otro, pero los cuerpos no alcanzan a tocarse. Katya ya se enteró de que el Khan será sometido a una nueva operación: como siempre las noticias no tardan en difundirse en la Gran Torre del Khan, y sobre todo aquellas que se refieren a la salud de Genghis Mao.
—Dime, ¿qué es un aneurisma? —pregunta Katya. Sadrac, entonces, le da una explicación complicada y describe la oración que llevarán a cabo. Están de pie cerca del lugar donde cayó Mangú. Cuando termina, Sadrac mira pacta arriba y trata de imaginarse a dos o tres criminales que, después de asesinar a Mangú, se lanzan en el vacío, mientras los cómplices salen de su escondite para recoger los cuerpos desmenuzados y escapar con ellos. No tiene sentido, prensa Sadrac. Cuesta creer que haya sido el gobernador del mundo quien elaboró con suma seriedad y cautela esa teoría tan ridícula. No tiene sentido. No tiene sentido.
—Han arrestado a casi trescientas personas hasta ahora, de las cuales noventa y siete fueron enviadas al depósito de órganos. Pensar que la semana pasada Buckmaster estaba vivo, dueño y señor de su cuerpo como cualquiera de nosotros… y ahora… Tal vez mañana utilicemos parte de su cuerpo para la operación de Genghis Mao. Y los arrestos continúan.
—Sí, eso es lo que escuché. Los hombres de Avogadro pasan día y noche arrestando gente. ¿Cuándo darán la orden de parar?
—Cuando Genghis Mao decida que han arrestado a todos los conspiradores, supongo.
—¡Conspiradores! —dice Katya con voz áspera y severa: Por un momento su rostro retoma aquel aspecto aterrador e intenso—. ¿Qué conspiradores? ¿Qué conspiración? Todo esto es una locura. Mangú se suicidó.
—Entonces, tú también crees que Mangú se suicidó.
—¿Si lo creo? Estoy segura —dice en voz baja, ocultando el rostro como si temiera que las cámaras de la Gran Torre le leyeran los labios.
—Hablas como si hubieras estado con él cuando se tiró.
—No seas tonto.
—¿Cómo puedes saber que se suicidó, entonces?
—Lo sé. Lo sé.
—¿Acaso estabas con él cuando…?
—Desde luego que no —dice Katya.
—¿Entonces, cómo estás tan segura de lo que dices?
—Tengo mis motivos. Motivos suficientes.
Tú sabes algo que la gente de seguridad no sabe. ¿No es así?
—Sí —responde Katya.
—¿Por qué no lo dices, entonces, antes de que Avogadro arreste al mundo entero?
Katya permanece en silencio por un momento.
—No —dice por fin—. No puedo. Si lo hago me destruiría.
—No entiendo.
—Me entenderías si te contara la historia —Katya lo observa con detenimiento—. ¿Prometes no decir nada si te lo cuento?
—Si eso es lo que quieres.
—Siento que debo contárselo a alguien. Me gustaría contártelo a tí, porque te tengo confianza, Sadrac. Sin embargo, tengo miedo.
—Si prefieres no…
—No. No. Te lo contaré. Ven, crucemos la plaza. Mantengámonos de espaldas a la torre.
—Pero si es lo mismo: las cámaras están distribuidas por todas partes y, de todos modos, no creo que puedan captar todo.
Atraviesan la plaza. Katya levanta el brazo y, tapándose la cara con el puño, como si se frotara la nariz, dice:
—Estuve con Mangú la noche antes de su muerte. Hablamos del Proyecto Avatar y le dije que él iba a ser el donante.
—¡No, mentira!
Katya frunce el ceño en un gesto de afirmación.
—No podía seguir callando, Sadrac. Fue un lunes a la noche. Creo que al día siguiente operaban a Genghis Mao, ¿no es así? Si. Esa noche Mangú había preparado un discurso, algo acerca de la distribución mundial del Antídoto. Luego salimos a tomar algo juntos y él me dijo que tenía miedo de que el Khan muriera durante la operación y que él tuviera que quedarse a cargo de todo—. No estoy preparado, decía, no estoy preparado. Después la conversación se desvió al tema de los tres proyectos y él hablaba mucho del Proyecto Avatar: cuál sería su función en el gobierno si transplantaban lamente de Genghis a otro cuerpo; si después de la transición, seguiría siendo el virrey del Khan, y cosas así. Te aseguro Sadrac, que era tristísimo, patético, verlo tan preocupado, tratando de imaginarse cuál sería su futuro, elaborando toda clase de hipótesis y posibilidades. AL final, no pude soportar más y le dije que depara de preocuparse, que estaba perdiendo el tiempo, que después de la transición ya no iba a existir, que Genghis Mao lo utilizaría a él como cuerpo donante.
Sadrac queda azorado ante la confesión de Katya. Apenas puede hablar; le tiemblan las piernas; un frío helado le recorre el cuerpo.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —dice.
—No sé. Fue una reacción espontánea: las palabras brotaban desde adentro, ya no podía seguir callando. No podía seguir soportando la pena de ver al pobre Mangú, predestinado a la destrucción». tratando de entender su futuro, de ver cuál sería su función en los próximos años. Yo sabía que, si el Proyecto Avatar se llevaba a cabo, Mangú no tendría futuro. Todos lo sabíamos menos él. No pude seguir callando.
—¿Qué pasó después?
—Se quedó callado, los ojos muertos, vacíos, en blanco, un abismo en la expresión. Después de un rato me preguntó cómo lo sabía y le respondí que mucha gente lo sabía. Quiso saber si tú también estabas enterado y le dije que creía que sí. Él quería hablar con Nikki, pero le recordé que estaba contigo en Karakorum. Luego me preguntó qué pensaba yo acerca de Avatar. En realidad, yo no sabía si el Proyecto Avatar se llevaría a cabo con éxito, pero le explique que tenía mucha fe en mi proyecto y que con un poco de suerte, Talos iba a superar a Avatar, que todo era cuestión de tiempo. Ahora, Avatar es más importante que Talos, y si en los próximos meses le sucede algo grave al Khan, habría que acelerar la actividad de Avatar, porque el autómata de Talos necesita por lo menos un año más de elaboración y el Proyecto Fénix ofrece muy pocas esperanzas. Mangú se quedó pensando y pensando. Luego dijo que el hecho de ser o no el cuerpo donante no le importaba, que lo que más le afectaba era que Genghis Mao le había hecho creer que sería el heredero, mientras que, por otro lado, aceptaba que hicieran con él lo que, en otras palabras, equivale a un asesinato. Eso era lo que le dolía, dijo, no la idea de morir o de dar su cuerpo para Genghis Mao, sino que le hayan hecho trampa, que lo hayan tratado como un zonzo. Después se levantó, me dio las buenas noches y se fue. Caminaba despacio, muy despacio. Lo que pasó después, no lo sé. Supongo que habrá pasado la noche entera pensando en todo lo que habíamos hablado, pensando en cómo lo habían engañado, en cómo lo preparaban para la matanza, como a un corderito premiado. A la mañana siguiente se suicidó.
—A la mañana siguiente se suicidó —dice Sadrac— Sí. Sí. Todo tiene un poco más de sentido ahora. A veces es difícil afrontar la verdad.
—Por lo tanto no hubo ningún conspirador. La única conspiración es la locura de Genghis Mao. Los trescientos arrestados son inocentes. ¿Cuántos de ellos fueron enviados al depósito de órganos? ¿Noventa y siete? Inocentes. Todos inocentes y yo no puedo hacer nada, sino callar y limitarme a contemplar esta locura. Dicen que el Khan se niega incluso a considerar la hipótesis del suicidio.
—Sí, se empeña en creer que fue una conspiración —dice Sadrac— Se divierte castigando a los culpables.
—Y si le contara lo que acabo de contarte a tí, me mandaría matar.
—Sí, mañana mismo estarías en el depósito de órganos. O tal vez te elegiría como donante para Avatar.
—No —dice Katya—, eso es muy difícil.
—¿Por qué no? Se adecuaría a su filosofía. Respondería a sus principios de la depolarización centrípeta, ¿no crees? Tu lengua suelta le costo el cuerpo de Mangú, y entonces te utilizaría a ti como reemplazante. Se ajusta perfectamente a sus ideales.
—No seas tonto, Sadrac. Eso es imposible. Genghis Mao es un bárbaro, ¿no es así? Es mogol y cree que es la reencarnación de Genghis Khan, por lo tanto, nunca permitiría que lo transplanten al cuerpo de una mujer.
—Sin embargo, estás equivocada. Los khanes mogoles no hacían diferencias por sexo. Al contrario, recuerdo haber oído que los mogoles se dejaban gobernar por regentes femeninas cuando se debilitaba la línea masculina. De más está decir que tendría problemas de adaptación, por supuesto, el cambio de sexo, los reflejos físicos, y un sin fin de cosas masculinas de las que tendría que olvidarse…
—Basta ya, Sadrac. Es ridículo pensar que el Khan me elegirá a mí.
—Pero es divertido pensar…
—A mí no me divierte —se detiene, gira la cabeza y lo mira a Sadrac con ojos sombríos. Está pálida y tensa—. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos detener estos arrestos espantosos?
—No hay forma de lograrlo. El proceso tiene que cumplir su desarrollo.
—¿Qué sucedería si le mandamos un anónimo al Khan, diciéndole que Mangú se enteró de cuál sería su destino, que alguien le dijo que lo utilizarían para…?
—No. No serviría de nada. Genghis Mao lo ignoraría, o bien daría la orden de iniciar un proceso de interrogatorio masivo a todos los que podrían estar al tanto de la actividad de¡Proyecto Avatar.
—Pero, ¿si siguen con los arrestos?
—No creo que eso dure mucho más, porque Avogadro ya no tiene a quien arrestar.
—¿Y los prisioneros que aguardan la sentencia?
Sadrac suspira.
—No podemos ayudarlos. Están perdidos. Ya no hay nada que hacer. De alguna u otra manera, Katya, todos nosotros estamos aguardando la sentencia.
Sadrac, obsesionado por la imagen de Mangú lastimosamente engañado, despojado de sus ilusiones, confrontado con la triste realidad, pasa toda la tarde pensando en la actitud de Katya. ¿Por qué la doctora Lindman le reveló su verdadero destino? ¿Por compasión? Dios mío, ¿acaso pensó realmente que lo ayudaría, o que le haría un bien si le contaba todo? ¿Es posible que no se haya dado cuenta de lo cruel y desalmada que era su actitud? No, no puede ser. Ella sabía, seguramente, que un hombre como Mangú, afable, superficial, conformista, que soñaba con la fantasía irrealizable de ocupar, algún día, el puesto más poderoso del mundo, creyendo que gozaba del aprecio, y aun del cariño, de Genghis Mao, se derrumbaría por completo si la estructura de esa fantasía se hacía pedazos… Ella lo sabía.
Claro que lo sabía… Una hora después de haber almorzado con Katya, Sadrac comprende, finalmente, todo el plan. La doctora Lindman, como buena ajedrecista que es, había previsto todas las consecuencias de la jugada. Decirle a Mangú la verdad, simulando compasión y franqueza. Mangú, por humillación, indignación, miedo, incluso por venganza, o por lo que fuera, se suicida, alejando así su cuerpo del alcance de Genghis Mao. Sin Mangú, entonces, se retrasa la actividad del proyecto Avatar, que pasa a un segundo plano perdiendo su primacía sobre el Proyecto Talos: la derrota de Nikki Crowfoot, rival de Katya Lindman. Sadrac, por otra parte, ya alejado de Nikki por alguna misteriosa razón, es atraído inevitablemente hacia Katya, que sigue en ascensión. Claro. Claro. Y todo lo demás, la falsa preocupación de Katya por las desafortunadas víctimas del arresto, y la congoja por el pobre Mangú… todo parte del juego. Sadrac tiembla. Aun en el clima repugnante y perverso de la Gran Torre del Khan, esto es un plan monstruoso, y la doctora Lindman es una figura maligna, adversa y maquiavélica, la consorte perfecta del mismo Genghis Mao, o incluso el receptáculo ideal para la mente siniestra y extraviada del viejo ogro. ¡Sí! Por un momento, Sadrac piensa seriamente en la posibilidad de sugerirle al Khan que use a Katya como reemplazante de Mangú: Una elección apropiada, señor, muy centrípeta, responde perfectamente a sus principios. Sin embargo, hay algo que lo confunde, algo que no termina de aclararse: ¿por qué la doctora Lindman le ha contado todo a él?; Es posible que, siendo. Katya un monstruo tan calculador, no haya calculado la posibilidad de que Sadrac, tarde o temprano, descubriría su personalidad siniestra? ¿Acaso era ese su objetivo? ¿Por qué? Esta reflexión tan compleja lo aturde.
Quiere volver a Nikki, pero Nikki continúa distante, ni siquiera lo ha llamado por teléfono en los últimos días. Sadrac la llama, entonces, con el pretexto de que necesita una actualización de las actividades del Proyecto Avatar. En la, pantalla del vídeo-teléfono aparece la imagen de uno de los asistentes del laboratorio, un tal doctor Eis de Francfort, típicamente teutónico, de ojos azules, pálidos y cabellos suaves y rubios. AL verlo a Sadrac, el asistente hace un gesto de… ¿sorpresa?, ¿espanto? ¿desagrado? frunciendo el ceño y los labios. Inmediatamente corrige la expresión y hace un saludo formal e indiferente.
—¿Puedo hablar con la doctora Crowfoot, por favor? —dice Sadrac.
—Lo siento. La doctora Crowfoot no está. Tal vez yo pueda ayud…
—¿Volverá por la tarde?
—La doctora Crowfoot no vendrá en todo el día, doctor Mordecai.
—Necesito verla.
—Está en su departamento, doctor. Está en cama y pidió que la dejaran descansar.
—¿Esta enferma? ¿Qué le pasa?
—Un leve malestar. Fiebre y dolores de cabeza. Me pidió que si usted llamaba, le dijera que todavía estamos analizando los problemas de recalibración, pero que por el momento no hay nada que informar, ni…
—Danke, doctor Eis.
—Bitte, doctor Mordecai —responde el doctor Eis en tono cortante, al tiempo que Sadrac borra la imagen.
Marca el número de Nikki, pero, no, ya está cansado de excusas y evasiones y rodeos y frialdades. A ella le resulta muy fácil negarse por teléfono. Está vez irá directamente a su habitación, aunque no lo hayan invitado.
Toca el timbre, pero Nikki no le abre, a pesar de que a través de la pantalla de la puerta puede comprobar quién está afuera. Después de un momento dice:
—¿Qué quieres, Sadrac?
—El doctor Eis me dijo que estabas enferma.
—No es nada grave. Sólo un malestar.
—¿Puedo entrar?
—Estaba tratando de dormir un poco, Sadrac.
—No me quedaré mucho tiempo.
—Pero no me siento bien. Preferiría estar sola.
Sadrac está a punto de irse, pero, a pesar de que sabe que esta insistencia maníaca no le hará nada bien, le cuesta irse sin verla.
—Por lo menos déjame ver si puedo recetarte algo, Nikki. Soy médico, después de todo.
Se produce un silencio prolongado. Sadrac ruega que no suba ningún conocido. No le gustaría que lo vieran en el hall, pidiéndole a Nikki que lo deje entrar, como un Romeo enfermo de amor. Finalmente, la puerta se abre y Sadrac entra.
Nikki está en la cama, realmente enferma: la cara colorada y afiebrada, los ojos húmedos e inflamados. Contra la voluntad de Nikki, Sadrac abre la ventana para renovar el aire ya enrarecido y congestionado de la habitación. Nikki se incorpora en la cama, temblando bajo la frazada. Sadrac advierte que está desnuda.
—Deberías ponerte el pijama si tienes frío —le dice.
—No. Odio usar pijamas. No sé si tengo frío o calor.
—¿Me dejas revisarte?
—No estoy enferma, Sadrac.
—No importa, quiero asegurarme.
—¿Temes que se trate de descomposición orgánica?
—Un control no cuesta nada, Nikki. Es sólo un momento.
—Es una lástima que no puedas elaborar un diagnóstico a través de tus aparatitos internos, como lo haces con Genghis Mao. De esa manera no tendrías que molestarme para nada.
—No. No puedo —dice Sadrac— Pero de todas maneras, te aseguro que haré una revisación rápida.
—Está bien —acepta Nikki finalmente. Durante toda la conversación, Nikki no lo ha mirado a Sadrac ni una sola vez, y esto lo perturba—. Adelante. Juega al doctor conmigo, si es necesario.
Sadrac la destapa, y al hacerlo, siente una curiosa inhibición, como si el alejamiento de los últimos días le hubiera quitado de alguna manera los privilegios tradicionales de que gozan los médicos. La actitud del doctor Mordecai, sin embargo, es perfectamente lógica, ya que el único paciente que ha atendido, desde que egresó de la escuela de Medicina, ha sido Genghis Mao, y, hasta que lo nombraran médico personal del Khan, se dedicó exclusivamente a investigaciones gerontológicas. Por lo tanto, nunca ha experimentado la indiferencia que muestran los médicos frente a un cuerpo desnudo, pero además este paciente es Nikki Crowfoot, la mujer que ama, y su figura desnuda es más que un objeto para Sadrac Mordecai. Finalmente, logra adquirir su calidad de profesional y la examina sin perturbarse, transformando los pechos de Nikki en dos montículos de carne y los muslos, en columnas de piel y músculos. Controla el pulso, palpa el abdomen y el pecho, y comprueba que el autodiagnóstico que había elaborado Nikki es exacto: no hay principios de desgaste orgánico, se trata tan sólo de un malestar insignificante, unas líneas de fiebre, pero nada serio. Con la ayuda de medicamentos, un par de píldoras y algo de descanso, podrá recuperarse en un día o dos.
—¿Satisfecho? —dice Nikki en tono burlón.
—Dime, Nikki, ¿te cuesta tanto aceptar el hecho de que tú me preocupas?
—Te dije que no tenía nada grave.
—No importa. Me preocupo igual.
—¿El hecho de revisarme, entonces, te tranquiliza?
—Supongo que sí —admite Sadrac.
—En este momento estaría profundamente dormida si tú no hubieras venido a ofrecerme la gracia de tu poderosa habilidad profesional.
—Lo siento.
—Está bien, Sadrac.
Nikki se acurruca debajo de las frazadas, dándole la espalda a Sadrac, que permanece silencioso junto a la cama: querría hacerle mil y una preguntas, imposibles de formular, quiere saber qué sombra se ha interpuesto entre los dos, qué frialdad distante y misteriosa ha transformado a Nikki, por qué no lo mira a los ojos cuando le habla. Después de un momento se limita a preguntarle cómo marcha el Proyecto Avatar.
—¿No hablaste con Eis? —dice Nikki—. Estamos recalibrando. Nos llevará bastante tiempo hacer las correcciones necesarias para el nuevo donante. Realmente es un trabajo agotador.
—¿Cuánto tiempo les llevará, exactamente?
Nikki se encoge de hombros.
—Con un poco de suerte, un mes. O tres, o seis. Todo depende.
—¿De qué?
—De… de… ¡Ay, por Dios! Mira, Sadrac, realmente no tengo ganas de hablar de mi trabajo en este momento. Me siento mal. ¿Sabes lo que es sentirse mal? Me duele la cabeza. Me duele el estómago. Siento hormigueos en todo el cuerpo. Quiero descansar. No quiero hablar de mis problemas de investigación.
—Lo siento.
—Me haces el favor de irte.
—Sí. Sí. Te l amaré mañana ala mañana para ver cómo sigues, ¿eh?
Nikki hunde la cabeza en la almohada y murmura algo ininteligible.
Sadrac se dirige hacia la puerta y, en un último intento de acercamiento dice:
—Ah… ¿escuchaste lo que se rumorea sobre la muerte de Mangú?
—No escuché nada —responde Nikki con voz quejosa e indiferente—, pero, adelante, cuéntame de qué se trata.
—Dicen que. Mangú se suicidó porque alguien del Proyecto Talos le dilo que él iba a ser el donante para Avatar —Sadrac elabora las palabras con cautela, para no sentir que está violando la confianza de Katya Lindman.
Nikki se incorpora, lo mira a Sadrac con ojos enormes. Su rostro se ilumina en una expresión de alarma.
—¿Qué? ¿Qué? ¡No lo sabía!
—Son rumores.
—¿Y quién se lo dijo?
—No se sabe.
—Fue Lindman, ¿no es cierto?
—Son sólo rumores, Nikki. No hay nombres y, además, no creo que Katya sea capaz de hacer algo tan poco digno de un profesional.
—¿Ah no?
—No creo. Si lo que dicen es verdad, habrá sido algún empleadito ambicioso, algún programador de tercera. Si es verdad, porque, tal vez, no haya nada de cierto en todo esto.
—Pero, parece cierto —el cuerpo brillante de Nikki palpita bajo una película de sudor—. Es lo mejor que se le pudo haber ocurrido a Lindman para perjudicarme. ¡Oh! ¡¿Por qué no lo pensé antes?! ¿Cómo no me di cuenta de…?
—Cálmate, Nikki. Estás enferma.
—Cuando la vea, te aseguro que…
—Por favor —dice Sadrac— Acuéstate. No sé para qué hablé. Tú sabes el tipo de rumores que corren por este edificio. Estoy convencido de que Katya no pudo…
—Ya veremos —interrumpe Nikki en tono siniestro. Poco apoco recupera la calma—. Es probable que tengas razón. Pero aun así, Sadrac, aun así, tendríamos que haber mantenido absoluta reserva. ¿Cuánta gente sabía que Mangú era el donante? ¿Cinco, seis, diez personas? Por menos que hayan sido, era demasiado, demasiado. Para el próximo donante… —Nikki tose y vuelve a acurrucarse en la almohada, dándole la espalda a Sadrac— ¡Ay, Sadrac, me siento mal! ¡Vete! ¡Por favor, vete! Mira cómo me has perturbado con lo que me dijiste. Tú… ¡oh!…
—Lo siento —vuelve a decir Sadrac— No quise…
—Adiós, Sadrac.
—Adiós, Nikki.
Sadrac desaparece de la habitación, como si escapara. Al salir al hall, se detiene y se aferra a una de las barras de la escalera. Necesita calmarse. Es obvio que esta visita no ha ayudado en absoluto a mejorar su estado mental. AL contrario, porque Sadrac es plenamente consciente de que la actitud de Nikki hacia él no fue de ninguna manera amable, sino indiferente y aun hostil, como si apenas pudiera tolerarlo.
Se dirige inmediatamente a verla a Katya: es indispensable que lo haga. La doctora Lindman no esperaba volverlo a ver tan pronto. Lo recibe cálida, con fogosidad evidente, como si diera por sentado que Sadrac ha venido a hacer el amor. Pero el doctor Mordecai, que no está con ánimo para expresiones eróticas, se libera diplomáticamente del abrazo de Katya, y, con firmeza sutil, se mantiene a una distancia prudencial. En pocas palabras, con voz grave e impetuosa, Sadrac la entera de la conversación con Nikki, haciendo hincapié en que el "rumor" que él había inventado no comprometía a Katya en absoluto.
—Pero seguramente Crowfoot adivinó enseguida que había sido yo, ¿no es así?
—Creo que sí. Yo le discutí que era inconcebible que tú fueras capaz de hacer semejante cosa, pero ella…
—Ahora sabe que lo hice, y me odiará para siempre y hará todo lo que pueda para vengarse. Muchas gracias.
—Debes reconocer, sin embargo —dice Sadrac, sereno—, que su indignación es justificable, porque al haberle dicho la verdad a Mangú, perjudicaste de alguna manera el plan de Avatar.
—Se lo dije por lástima —afirma Katya en tono categórico.
—¿Por lástima, sólo por lástima? ¿No pensaste en ningún momento que él podría reaccionar de una manera que alteraría el programa de Avatar y, por consiguiente, ocasionaría problemas para Nikki Crowfoot?
Katya permanece en silencio por un momento.
—Debo reconocer que lo pensé —admite finalmente—, pero como una consideración muy secundaria, Sadrac. Muy, muy secundaria. No fue por eso que le dije la verdad a Mangú, sino porque, sabiendo lo que sabía, no podía seguir mirándolo a los ojos, escuchándolo hablar de su futuro. Si no lo prevenía, me hubiera sentido. plenamente responsable de lo que iba a sucederle. ¿Puedes creérmelo, Sadrac? ¿Qué clase de demonio crees que soy? ¿Acaso piensas que mi vida empieza y termina en estos proyectos dementes de Genghis Mao? ¿Crees que mis únicas motivaciones son el Proyecto Talos, el desempeño de mi carrera y la forma de hundir a Nikki Crowfoot? Dime, ¿es eso lo que crees?
—No sé. Supongo que no.
—¿Supones?
—No, no pienso eso de ti.
—Magnífico. Estupendo. Gracias. ¿Y qué pasará ahora? ¿Acaso Nikki me denunciará a Genghis Mao?
—No existen pruebas de que tú hayas hablado con Mangú —replica Sadrac—. Y ella lo sabe, así como sabe que si te acusa, dirán que lo hizo por rivalidad profesional. Realmente no creo que tome ningún tipo de represalia. Lo único que dijo fue que mantendría absoluta reserva con respecto al próximo donante, para evitar que vuelva a…
—Es demasiado tarde —dice Lindman.
—¿Ya han elegido al próximo donante?
—Sí.
—¿Y tú sabes quién es?
—Sí.
—No creo que tengas inconveniente en decírmelo —dice Sadrac.
—No sé si debo hacerlo.
—¿Acaso piensas decírselo a él?
—Si lo hago, ¿volverías a decir que es un acto premeditado?
—No sé. Depende de las circunstancias. ¿Quién es? Los labios de Katya tiemblan, su cuerpo entero tiembla.
—Tú —responde.