CAPÍTULO 7

Mordecai sale de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, esperando a Nikki en el camino de piedras que hay ala salida. Todavía está aturdido, su boca conserva aún el sabor acre del Cotopaxi. Entre la multitud que se dirige al ostentoso mundo de los pabellones de juego, en el extremo Oeste del complejo recreativo, Mordecai distingue algunas caras conocidas, miembros del personal de Genghis Mao. Allí va Frank Ficifolia, un hombre pequeño de cara ancha, encargado de la sección comunicaciones y diseñador del Vector de Vigilancia Uno. Detrás de él pasa Gonchigdorge, un edecán mogol vestido con un extraño uniforme, como el de las historietas, cargado de cintas y medallas. Más allá, Sadrac alcanza a ver a Eyuboglu, un turco de tez pálida, y al griego Ionigylakis, un hombre corpulento; ambos son vicepresidentes del Comité. Todos saludan a Mordecai, cada uno con su estilo característico: Ficifolia, cálido y efusivo; Gonchidorge, casual, sin cumplidos ni ceremonias; Eyuboglu, prudente, e Ionigylakis, bullicioso. Sadrac no hace más que mover la cabeza y forzar una sonrisa pétrea. Soy médico. Todavía oye el tronar de la tierra. En ese momento, desearía estar solo. Por lo menos en Karakorum, tiene derecho a la intimidad, especialmente ahora. Su conciencia permanece aún en los suburbios de Quito, enterrada bajo un manto de ceniza caliente. Siempre se experimenta una impresión de cambio repentino al salir de un ritual transtemporalista, pero esto es demasiado, es como emerger del seno materno. Está débil y turbado, incapaz de cumplir con los ritos sociales. Todo lo afecta, el olor á azufre, la pumita polvorienta, la ineludible modorra, pero, sobre todo, esa terrible vivencia de la transición, la visión de un mundo que muere y otro, nuevo y extraño que nace…

De la carpa de los transtemporalistas, sale un individuo que Sadrac conoce, pecho de paloma, dentadura terriblemente desordenada, cejas pelirrojas, espesas e impactantes. Es Roger Buckmaster, un inglés experto en microingeniería, muy competente, por cierto. Es una persona huraña, un hombre que muy poca gente ha llegado a conocer bien. Se plantifica a la salida de la carpa, a unos pocos metros de Sadrac Mordecai, hundiendo los pies, firme y decidido, en las piedras del camino, como si temiera perder el equilibrio. Tiene el aspecto embotado de un hombre que acaban de echar de un bar por haber bebido unas cuantas cervezas de más.

Mordecai, que conoce demasiado bien la turbación que se experimenta al salir de la carpa, comprende la conducta de Buckmaster y, a pesar de que su relación con Roger es algo distante y de que en este preciso momento tiene muy poco interés en conversar con él algo lo impulsa a cruzar su mirada vacilante con un gesto amable. Sonríe y lo saluda, pensando que, una vez cumplida, su obligación social. podrá aislarse en su propio caos y fatiga mental.

Buckmaster, sin embargo, mirándolo con agresividad luminosa dice:

—¡Pero si es el negro miserable! —la voz potente, flemática, aguda, una voz nada amistosa—. ¡Sí, es él! ¡El negro miserable!

—¿Negro miserable? Escúchame, ¿me dijiste…?

—Negro. Miserable.

—Si, eso es exactamente lo que escuché.

—Negro miserable. Maldito como el as de espadas.

—Esto es realmente cómico. Roger, ¿te sientes bien?

—Maldito. Negro y maldito.

—Sí, sí, te escuché bien, no cabe duda de que te escuché bien —dice Sadrac. Siente un latido tenue en el lado izquierdo del cráneo. Lamenta haber saludado a Buckmaster y desearía que desapareciera en este mismo instante. El desprecio racial es más ridículo que el insulto, ya que Sadrac nunca ha unido motivos para estar a la defensiva por su color, pero está azorado por este ataque gratuito y todavía no ha logrado disipar el efecto de su poderosa experiencia transtemporal; por lo tanto, no tiene ningún interés en discutir con un payaso embravecido como Buckmaster, y menos en un momento como éste. Tal vez lo que tenga que hacer es ignorarlo. Entonces, decide cruzarse de brazos, alejarse unos metros y apoyarse contra un poste de luz.

Ante el silencio de Sadrac, sin embargo, Buckmaster continúa.

—¿No te sientes ahogado en vergüenza, Mordecai?

—Suficiente, Roger…

—¿No te sientes culpable por todos y cada uno de los actos inmundos de tu vida pérfida?

—Tranquilízate Buckmaster. ¿Qué has estado bebiendo allí dentro?

—Lo mismo que todos los demás: la droga, nada más que la droga, la droga del tiempo, o como quieran llamarla. ¿Qué crees?, ¿que me dieron hachís? ¿Crees que tengo algunos whiskys de más? ¡No, no, es sólo la bebida del tiempo, que me abrió los ojos, por si lo quieres saber, y ahora veo todo muy claro! Buckmaster avanza hacia Sadrac y se detiene cuando sólo treinta centímetros los separan. El dolor de Sadrac es cada vez más intenso, como si trataran de hundirle un clavo en el cerebro a martillazos: Buckmaster, la mirada penetrante, dice entre gritos y rugidos:

—¡Vi cómo Judas vendió a Cristo! Estuve allí, en Jerusalén, en la Ultima Cena, los vi comer. Eran trece, ¿me entiendes? Yo mismo serví el vino, ¿me escuchas bien? Vi la sonrisa falsa de Judas, vi cuando murmuraba al oído de Cristo y luego los vi juntos en el jardín, Getsemaní, ¿sabes?, afuera en la oscuridad…

—¿No quisieras un tranquilizante, Roger?

—¡Vuela de aquí, tú y tus píldoras inmundas!

—Estás demasiado excitado. Deberías tratar de calmarte.

—Mírenlo, haciéndose el doctorcito conmigo. Conmigo. No, no me doparás, tendrás que escuchar atentamente todo lo que te diga.

—Otro día —dice Sadrac, que está atrapado entre Buckmaster y el poste de luz. Se desliza hacia un costado y, en un grosero ademán, hace un gesto como si Buckmaster fuera un vapor nocivo que quiere espantar—. Estoy cansado ahora. Yo también tuve un viaje terrible. Si no te importa, no puedo aguantar una situación de este tipo en este momento. ¿Esta claro?

—Pues te la aguantarás, y muy bien, ¿oyes? Te tengo aquí y me escucharás. Lo vi todo, vi cuando Judas se acercó a El y lo besó en el jardín y le decía Señor, Señor… tal como lo dice la. Biblia, y después vi a los soldados romanos que arrestaban a Cristo. Traidor, miserable y maldito. Yo lo vi todo, estuve allí, y ahora sé qué es la culpa. ¿Y tú? ¡Qué va, tú no lo sabes, porque eres tan culpable como él, de otra manera, pero de la misma calaña, Mordecai!

—¿Yo? ¿Yo igual a Judas?

Sadrac abatido menea la cabeza. Los borrachos lo enervan, aun cuando se emborrachan con la droga de los transtemporalistas.

—No entiendo nada de esto. ¿A quién se supone que traicioné?

—A todos, a la humanidad entera.

—Y dices que no estás borracho.

—Nunca estuve tan sobrio. ¡Ah, ahora veo todo claro!

¿Quién lo mantiene con vida? Contéstame. ¿Quién está a su lado, dándole inyecciones, medicamentos, píldoras, recurriendo a ese inmundo cirujano cada vez que necesita un corazón nuevo, o un riñón? ¿Eh, eh?

—¿Quieres que el presidente se muera?

—¡Claro que sí!

Sadrac no sabe qué decir. Es evidente que Buckmaster se ha vuelto loco después de su experiencia en la carpa de los transtemporalistas; por lo tanto, —ya no puede— estar enojado con él. Este hombrecito furioso debe protegerse de sí mismo.

—Te arrestarán si sigues comportándote así —le dice Sadrac—. Puede estar escuchándonos.

—Si está rendido, medio muerto por la operación —replica Buckmaster—. ¿Crees que no lo sé? Le han hecho un transplante de hígado hoy.

—Aun así, hay ojos espías por todas partes, aparatos registradores. Tú mismo diseñaste algunos de ellos, Buckmaster.

—No me importa. Que me oiga.

—Conque te has convertido en un —revolucionario, ¿eh?

—He abierto los ojos. Lo que vi en la carpa fue una revelación. La culpa, la responsabilidad, el mal…

—¿Piensas que el mundo marcharía mejor si Genghis Mao muriera?

—¡Sí! ¡Sí! —pita Buckmaster enfurecido—. Nos está explotando a todos para vivir eternamente. ¡Transformó el mundo en un manicomio, en un zoológico inmundo! Mira, Mordecai, podríamos reconstruir el mundo entero, podríamos distribuir el Antídoto y curar a todos los habitantes del planeta, no solamente a los pocos privilegiados, podríamos volver a lo que éramos antes de la Guerra, pero no, no, estamos gobernados por ese inmundo Khan mogol. ¿Te das cuenta? ¡Un mogol centenario que quiere vivir para siempre!

Si no fuera por ti, se hubiera muerto hace cinco años. Sadrac, espantado se lleva las manos a la frente: sabe adónde quiere llegar Buckmaster. Ahora, más que nunca, desea escapar de esta conversación. Buckmaster es un tonto y su agresión es vulgar e incontestable. Hace tiempo ya que Sadrac analizó lo que Buckmaster acaba de decir, pensó en los problemas morales, pero los descartó. Es cierto que no está bien servir a un dictador maldito, que no es digno de un joven negro, sincero y aplicado, que quiere hacer el bien, pero, ¿por qué pensar que Genghis Mao es un dictador maldito? ¿Hay, acaso, alguna otra alternativa en su gobierno, aparte— del caos? Si Genghis Mao es inevitable, como las fuerzas naturales, como el amanecer, como las gotas de lluvia, entonces no hay razón de sentirse culpable por servirlo: cada uno hace lo que considera apropiado, cada uno vive su vida, cada uno acepta su karma, y si Mordecai es médico, su función es curar, sin tomar en cuenta los distintos aspectos de la identidad de su paciente. Esto no es, de ningún modo, un razonamiento superficial para Sadrac, sino una manera de declarar que acepta su destino. Se niega a asumir cargos de culpas que carecen de sentido, y no dejará que nadie, y menos Buckmaster, lo ataque por cosas absurdas y lo acuse de ser leal con quien no debería serlo.

Mordecai advierte que Nikki acaba de salir de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, las manos en las caderas, esperándolo.

—Perdóname, tengo que irme —le dice a Buckmaster. Nikki parece transfigurada: los ojos encendidos, la cara iluminada con un sudor embelesado, todo su cuerpo brilla. Sadrac se dirige hacia ella, que apenas mueve la cabeza cuando lo ve acercarse. Está lejos de aquí, perdida en alguna fantasía.

—Vamos —le dice Sadrac—, Buckmaster está enloquecido esta noche, realmente insoportable.

Sadrac está a punto de tomar la mano de Nikki, cuando oye el grito de Buckmaster, que corre hacia ellos.

—¡Espera! ¡Aún no terminé, tengo que decirte algo más, negro miserable!

—Está bien —dice Sadrac encogiéndose de hombros—. Te doy un minuto más. ¿Qué es lo que me quieres decir, exactamente?

—Que no lo atiendas más.

—Soy médico, Buckmaster, y él es mi paciente.

—Precisamente por eso es que te acuso de miserable. En el mundo hay billones de personas que necesitan atención, y tú eliges nada menos que a el, condenándonos a dos décadas más de Genghis Mao.

—Si no estuviera yo, lo atendería alguna otra persona —responde Sadrac con suavidad.

—Pero ahora lo atiendes tú. Tú. Por lo tanto eres tú el responsable.

—¿Responsable de qué? —pregunta Sadrac azorado, desconcertado por la fuerza y persistencia del ataque de Buckmaster.

—De que el mundo sea lo que es: un caos desangrante. La continua amenaza universal de la descomposición orgánica veinte años después de la Guerra del Virus. El hambre, la pobreza. Dime, ¿no estás avergonzado? ¿Tú, que tienes las piernas repletas de maquinitas que marcan minuto a minuto la presión sanguínea del presidente, para que puedas acudir en su ayuda lo antes posible en caso de peligro?

Sadrac mira a Nikki en busca de auxilio, pero ella no ha vuelto aún a la realidad, no ha advertido la presencia de Buckmaster.

—¿Quién diseñó esa maquinaria, Roger? —estalla Mordecai, ya enfurecido.

Buckmaster se echa atrás, las mejillas enrojecidas, lágrimas histéricas le iluminan los ojos: Mordecai puso el dedo en la llaga.

—¡Yo! ¡Yo lo hice! ¡Sí, y lo admito, yo construí tus sucios nódulos! ¿Acaso crees que no sé que yo también soy culpable? ¿No te das cuenta de que sólo ahora lo entiendo? Pero ya saldré de esto, ya dejaré de ser uno de los responsables.

—La manera en que te comportas, Buckmaster, es realmente suicida —Sadrac señala las siluetas oscuras al borde del camino, miembros del personal jerarquizado que rondan en la oscuridad, desde donde contemplan el rapto lunático y encolerizado de Buckmaster, pero nadie se acerca,— por temor a ser registrado por algunos de los. ojos espías—. Mañana, el presidente recibirá un informe de todo lo que has dicho, Roger. Té estás destruyendo.

—Yo lo destruiré a él, a ese vampiro que nos tiene a todos como rehenes, a nuestros cuerpos, a nuestras almas. Cuando ya no le sirvamos, nos dejará caer a todos en la podredumbre…

—No seas melodramático. Si servimos al Khan, es porque estamos preparados para hacerlo, y éste es el lugar más adecuado para —aplicar nuestros conocimientos —dice Mordecai en tono categórico—. Si crees que hubiera sido mejor vivir en Liverpool o en Manchester en un sótano —hediondo, con los intestinos perforados, ¿por qué no lo hiciste?

—No me provoques, Mordecai.

—Pero si es la verdad. Es una suerte estar aquí. En este mundo de locos, somos los únicos que nos comportamos como personas cuerdas. Sentirnos culpables es un lujo que no nos podemos dar. ¿Quieres abandonar al Khan, ahora? Bueno, vete, Roger, vete, pero sé que mañana, cuando estés más tranquilo, habrás cambiado de idea.

—No necesito tus consejos.

—Trato de protegerte, trato de hacerte callar, de que dejes de gritar esas tonterías peligrosas.

—Y yo trato de que cortes el contacto que te une a Genghis Mao, que nos liberes de él.

Buckmaster, gime, tiene la cara enrojecida, la mirada perdida.

—Por lo tanto crees que estaríamos mejor sin él. ¿Qué otra alternativa propones, Buckmaster? —pregunta Sadrac—. ¿Qué tipo de gobierno sugerirías? Vamos, contéstame, estoy hablando en serio. Ya me insultaste bastante; ahora hablemos con calma y razonando. ¡Te has vuelto revolucionario!, ¿no es así? Bien. ¿Cuáles son tus planes? ¿Qué es lo que quieres?

Buckmaster, sin embargo, no tiene ningún interés en mantener una discusión filosófica. Lo mira a Mordecai con ojos amenazantes, casi con asco, pensando en palabras que, al pronunciarlas, no son más que gruñidos incoherentes; cierra y abre los puños continuamente, se balancea de una manera inquietante, sus mejillas enrojecidas han tomado un color escarlata. Sadrac, ya cansado de comprenderlo, se da media vuelta, la toma a Nikki del brazo y empieza a caminar. Buckmaster corre detrás de ellos en una embestida alocada y torpe, lo torna a Mordecai por los hombros y trata de voltearlo. Sadrac gira con gracia, apenas se inclina y se libera de las manos de Buckmaster y, cuando éste intenta atacarlo, lo toma por la cintura, lo hace girar y lo mantiene inmóvil entre sus brazos Buckmaster se retuerce, patalea, escupe, pero Sadrac es demasiado fuerte para él.

—Tranquilo —murmura Mordecai—, tranquilo. Relájate. Aleja la furia, Roger, aléjala.

Mordecai sostiene a Buckmaster como a un niño histérico; finalmente, cuando siente que se ha aflojado y tranquilizado, lo suelta, se aleja unos pasos y pone las manos en posición de defensa a la altura del pecho, preparado para otra embestida, pero Buckmaster está abatido. Se aleja de Mordecai, los hombros encorvados como los de un hombre vencido, se detiene después de unos pasos, frunce el ceño y dice entre dientes:

—Muy bien, Mordecai, miserable. Quédate con Genghis Mao. Lavale los pies. ¡Verás lo que te pasa! ¡Terminarás en el horno, Sadrac, en el horno, en el inmundo horno!

Sadrac echa a reír: la tensión ha desaparecido.

—El horno, me gusta eso, Buckmaster, es muy literario.

—¡Sí, terminarás en el horno, Sadrac!

Mordecai, sonriendo, toma el brazo de Nikki, quien aún se ve radiante, embelesada, perdida en raptos trascendentales.

—Vamos —le dice—, no puedo soportar un minuto más aquí.

—¿Qué quiso decir con eso del horno, Sadrac? —pregunta Nikki con voz suave, como entre sueños.

—Referencia Bíblica. Sadrac, Masach y Abednego.

—¿Quiénes?

—¿No lo sabes?

—No, Sadrac… Es una noche tan hermosa. Vayamos a algún lado a hacer el amor.

—Sadrac, Masach y Abednego son tres personajes de la Biblia que aparecen en el Libro de Daniel, tres hebreos que se negaron a adorar a la estatua de oro del ídolo de Nabucodonosor. El rey, entonces, ordenó que los arrojaran a un horno ardiente, pero Dios envió un ángel que los acompañara y el fuego no los dañó. Es raro que no conozcas la historia.

—¿Y qué les pasó?

—Ya te dije, mi amor, el fuego no los dañó, ni un solo cabello quemado. Nabucodonosor, entonces, los mandó llamar y les dijo que Dios era muy poderoso y les otorgó cargos importantes en la provincia de Babilonia. Pobre Buckmaster, tendría que darse cuenta de que un Sadrac no tiene por qué temerle a los hornos. ¿Cómo fue tu viaje, mi amor?

—¡Ah, maravilloso, Sadrac, maravilloso!

—¿En dónde estuviste?

—En la ejecución de Juana de Arco. La vi arder. Fue hermoso verla sonreír mirando al cielo —mientras caminan Nikki se acerca más y más a Sadrac—. Éste es el viaje más estimulante que hice —su voz se escucha como desde lejos, desde algún sueño. Es evidente que la fogata la ha dejado impactada—. ¿Adónde podemos ir, Sadrac? ¿En dónde podemos estar solos?

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