CAPÍTULO 11

Poco a poco, vuelve a reinar la paz. Es evidente que la conmoción de esta mañana no ha traído, finalmente, consecuencias graves. Los mensajes que reciben los nódulos internos de Mordecai indican que el Khan se esta recuperando, que la crisis ya está superada. Ya es el mediodía, y Sadrac está en su habitación preparándose, por fin, para la jornada. Se ha puesto la ropa de trabajo, de un color neutro grisáceo. Se siente desarraigado, desorientado: durmió demasiado después de tantos meses de insomnio, la siesta en Karakorum en brazos de Nikki, y luego— las horas de sueño en su habitación, que fueron bruscamente interrumpidas. Su mente, pues, está confundida, pero de alguna manera se las arreglará para fingir lucidez durante el día.

Se dirige a su oficina y, como dé costumbre, atraviesa el Vector de Vigilancia Uno, dónde, por fin, ha vuelto a reinar la quietud: la comitiva de payasos ya se retiró, Gonchigdorge, Horthy, Donna Labile y todos los demás; sólo quedan tres subalternos, dos policías y un lugarteniente de Avogadro que miran con ojos brillantes y pensativos el colorido y agitado mosaico que vibra en las pantallas. Mucha información de golpe. Ven tanto que ya ni saben lo que ven.

Pasa por el Vector de Convite Uno, pero esta mañana tan agitada, Sadrac no tiene ningún interés en inmiscuirse entre los políticos. Por lo tanto, se dirige directamente a su oficina, atravesando primero la oficina vacía de Genghis Mao y el majestuoso comedor del Khan: Como siempre, Sadrac se siente reconfortado por la intimidad de sus talismanes, sus libros, su colección de instrumentos de medicina, guardados en cajas que recorre una a una. Toma el devaricador, un siniestro fórceps de cucharas acodadas utilizado para separar heridas. Piensa en Mangu, en su cuerpo estrellado contra el pavimento de mármol y piedras. La imagen se borra. Examina la sierra cortametales con que los cirujanos del siglo XVIII hacían las amputaciones. Piensa en Genghis Mao, lívido, los ojos húmedos, ordenando arrestos masivos. "Decapítenlos". Ésa puede muy bien ser la próxima orden. ¿Por qué no? Acaricia una muñeca anatómica boloñesa del siglo XV, un elegante homúnculo de marfil, femenino —¿cuál será el femenino de homúnculo?, se pregunta Sadrac. ¿Homúncula? ¿Eminácula? —con sólo una leve presión, el pecho de la muñeca se levanta, dejando al descubierto el corazón, los pulmones, los órganos abdominales e incluso un feto acurrucado en el útero como un canguro en la bolsa de la madre. Y los libros, oh, sí, los libros tan preciados y añejos, antes en manos de grandes médicos de Viena, Montreal, Savannah, Nueva Orleáns. ¡Philonium Pharmaceulicum et Cheirurgicum de Valesco de Taranta, 1599! ¡Gynaecología Histórico-Medica de Martin Sehurig, 1730, rico en detalles de defloración, seducción, peros captivus y otras maravillas! Y aquí está el viejo libro de Rudolf Virehow: Die Cellular-pathologie, que afirma que todo organismo viviente es "un estado de células en que cada estado es un ciudadano", y que una enfermedad es "un conflicto de ciudadanos provocado por la acción de fuerzas externas". ¡Aux armes, citoyens! ¿Qué nombre hubiera dado Virchow a los hígados transplantados, a los pulmones ajenos? Los hubiera llamado mercenarios contratados, seguramente: visitantes de Hesse en la metáfora médica. Las guerras celulares son honestas al menos, sin defenestraciones indignas ni francotiradores apostados en puntos estratégicos. Y aquel otro libro inmenso es de Grootdoorn, Iconographia Medicalis, exquisitos grabados antiguos. Aquí están San Cosme y San Damián en un retrato del siglo XVI, injertando la pierna de un moro muerto a una víctima de cáncer. Profético. Un póstumo transplante realizado en año 500 d. C. aproximadamente, por nada menos que los médicos sagrados. Si alguna vez llego a encontrar el original de este grabado, piensa Sadrac, se lo regalaré a Warhaftig para Hanukkah.

Le lleva media hora poner al día la historia clínica de Genghis Mao: dicta un informe sobre la operación de hígado y agrega una posdata en la que hace referencia ala breve alarma de esta mañana. La historia clínica del Khan será, alguna vez, un clásico de la medicina, junto con el Papiro de Smith y Fabrica. Por lo tanto, Sadrac prepara su lugar en la historia de su arte, elaborando cuidadosamente cada palabra. Justo cuando termina con el informe, Katya Lindman lo llama por teléfono.

—¿Puedes venir al laboratorio Talos? —le pregunta—. Me gustara mostrarte nuestro último simulacro.

—Sí. ¿Te enteraste de lo de Mangú?

—Por supuesto.

—No pareces muy preocupada.

—¿Que era Mangú? Mangú era una ausencia, y ahora la ausencia está ausente. Su muerte fue mucho más trascendental que toda su vida.

—No creo que él viera las cosas de ese punto de vista.

—Eres tan compasivo, Sadrac —dice Katya en ese tono insulso que, como Mordecai sabe, reserva para las burlas—. Me gustaría amar a los hombres como lo haces tú.

—Te veré en quince minutos, Katya.

El laboratorio de Katya, en el noveno piso de la Gran Torre, es una maraña impenetrable de cables, conectores, barras colectoras, coaxiles, obleas de burbujeo, todo un engranaje electrónico rapaz de destruir a un brontosaurio. Entre todo este laberinto caótico, se asoma Katya Lindman, que se acerca a Sadrac con su andar característico, zancadas precipitadas, atropelladoras. La doctora Lindman es el símbolo de la actividad, de la energía, la típica mujer de ciencia. Viste una pollera corta de tela marrón, una blusa blanca y un delantal color lavanda descotado. Ni los muslos desnudos, ni la pollera ceñida, ni la unión de los pechos parcialmente descubiertos, mitiga el efecto austero, sin gracia y grotesco de todo el conjunto. Katya no es, de ninguna manera, una mujer que proyecta sexualidad. Tampoco necesita hacerlo con Sadrac, ya que, aunque él no logre comprender la razón, Katya le inspira una suerte de autoridad física maligna. Siempre que se encuentra en compañía de ella, siente que debe estar a la defensiva de ese algo indefinible.

—Mira —le dice Katya con aire triunfador, extendiendo el brazo en un ademán majestuoso como si arrollara el aire. Sadrac sigue con la vista el trayecto del brazo de Katya, que se detiene finalmente en una especie de entarimado, el único claro en la maraña electrónica, sobre el cual se eleva entronizado el modelo del autómata Genghis Mao, iluminado por un reflector y conectado a la unidad de potencia por un grueso cable amarillo y rojo. El autómata, mas grande que el Genghis Mao real, es una imitación maciza del presidente, de material plástico estructurado sobre una armazón de metal. El rostro es realmente una réplica convincente, los hombros y el pecho también parecen humanos, pero la parte inferior, debajo del diafragma, es una estructura incompleta de apoyaderos y alambres y circuitos descubiertos, desprovista de piel e incluso de la musculatura mecánica interna que se observa en la parte superior. Sadrac contempla el presidente artificial, que extiende el brazo derecho en dirección a él y agitando la mano en un gestó de impaciencia, típicamente humano, le ordena que se acerque.

—Acércate —dice Katya Lindman.

Sadrac camina unos pasos, pero cuando está a tres o cuatro metros de distancia del robos se detiene y espera. La cabeza del robot gira lentamente en dirección a Mordecai. Los labios comienzan a moverse hacia atrás en una mueca cruel:… no, es una sonrisa, la inconfudible sonrisita gélida y terrible de Genghis Mao, esa sonrisa afectada de autoaprobación que se dibuja lentamente abultando las mejillas curtidas, una sonrisa regia, una sonrisa despótica y monstruosa. Los rasgos retoman su posición original casi imperceptiblemente, casi sin transición. Ahora el robot frunce el ceño y la cólera de Genghis Mao oscurece la habitación. "Decapítenlos." Sí, eso es. Luego, otra sonrisa, una sonrisa fría, porque, ¿qué otra sonrisa se puede esperar de Genghis Mao? Una sonrisa helada que, sin embargo, tranquiliza. La sonrisa del robot es una pavorosa réplica de la sonrisa de Genghis Mao. Por último, el guiño, el famoso guiño del Khan, ese movimiento astuto del párpado que cancela toda la ferocidad, que disipa el terror, que comunica un sentimiento redentor de perspectiva y autoadmiración: "No me tomes tan en serio, amigo, no siempre soy el megalómano que tú crees". Y finalmente, cuando el guiño ya cumplió con su función y el terror que Genghis Mao puede generar con una mirada ha desaparecido, el rostro retoma su expresión original, fría, remota y extraña.

—¿Y bien? —pregunta la doctora Lindman después de un rato.

—¿No habla?

—Todavía no. El audio es una de las cosas más fáciles de lograr. Por ahora no nos preocupamos por eso.

—¿Este es todo el espectáculo, entonces?

—Así es. Pareces desilusionado.

—Esperaba algo más. Ya lo vi sonreír.

—Pero el guiño no. El guiño es nuevo.

—Aun ase, Katya… agregas una plumita aquí, otra plumita allá, pero nunca terminas el águila.

—¿Qué esperabas? ¿Ver un Genghis Mao que hable o que camine? ¿Esperabas que concluyera todo el simulacro en una noche? —Es obvio que la desilusión de Sadrac la enerva. Su boca se mueve en articulaciones nerviosas, echando los labios hacia atrás, dejando al descubierto las encías de donde se desprenden incisivos puntiagudos—. Todavía estamos en las etapas preliminares. Yo pensé que te gustaría el guiño. A mí me gusta, me gusta el gueto, Sadrac —su voz se suaviza y la expresión se calma, finalmente. A Sadrac le parece oír el cambio en el mecanismo interno de Katya—. Siento haberte hecho perder el tiempo. Estaba contenta con el guiño y quería compartir mi alegría contigo:

—Es un guiño fantástico, Katya.

—Como tú sabes, el proyecto Talos será más importante, ahora que Mangú ha muerto. Todo lo que la doctora Crowfoot ha estado haciendo hasta ahora tenía como objetivo integrar la personalidad del presidente con las respuestas neuronales de la mente y el cuerpo vivo de Mangú, pero eso ya no tiene sentido, habrá que descartar ese proyecto.

Sadrac sabe lo suficiente acerca de la actividad de Nikki como para ser consciente de que Katya está equivocada: Mangú era, en efecto, el modelo sobre el cual se elaboraba el programa de codificación de la personalidad del Proyecto Avatar, pero no significa que Mangú fuera el único cuerpo donante, ya que si se realizan los ajustes apropiados al proyecto, éste podrá ser reestructurado en torno a otro cuerpo donante. Pero no hay necesidad de decírselo a la doctora Lindman, si ella quiere creer que su proyecto, hasta ahora periférico, se ha transformado de pronto en la mayor esperanza de Genghis Mao de sobrevivir después de la muerte. Es obvio que, en los últimos minutos, ella se ha esforzado fiara mostrarse menos intimidatoria, menos agresiva, y así es como él la prefiere; por lo tanto, no hará nada que pueda incitarla a reaccionar o a exasperarse.

El ánimo de Katya ha cambiado hasta el punto que ahora parece estar coqueteando. Sí, su voz ha tomado un tono vivaz, juvenil, poco característico en ella. Lo lleva a Sadrac por todo el laboratorio en un paseo agitado y sin sentido, mostrándole diagramas de circuito, calas con plaquetas de memoria, prototipos de pelvis y columna vertebral del próximo modelo de Genghis Mao y otros efectos del proyecto Talos que no tienen importancia significativa en este momento. Finalmente, Sadrac se da cuenta de que la única intención de Katya es detenerlo, gozar de su compañía unos minutos más. Esto lo desconcierta: por lo general, la doctora Lindman se muestra agresiva y dominante, pero ahora se comporta con timidez, como si quisiera coquetear. Se acerca furtivamente a Sadrac, lo mira con ojos penetrantes y respira con intensidad. Mientras examinan una serie de diagramas dispersos sobre la mesa, ella roza con sus pechos el codo, de Mordecai, que no logra entender la actitud de Katya, como nunca ha logrado entender otras tantas de sus actitudes. ¿Acaso espera que él suspire, que transpire, que se inquiete, que se abalance sobre su cuerpo palpitante? Cualquiera sea el plan que Katya esté organizando, Mordecai no logrará descubrirlo, ya que en ese momento suena el chirrido de la alarma de bolsillo, que aparentemente, ha estado tratando de localizarlo por todo el edificio. Sadrac conecta el teléfono portátil y se escucha la voz de Avogadro.

—¿Puede venir al Vector de Seguridad Uno, doctor?

—¿Ahora?

—Si es posible.

—¿Qué sucede? —pregunta Sadrac.

—Hemos estado interrogando a Buckmaster y surgió su nombre.

—Ah. Ah. ¿Yo también soy uno de los sospechosos ahora?

—No precisamente. Un testigo, tal vez. ¿Podemos contar con su presencia dentro de cinco minutos?

—Tengo que irme —dice Sadrac dirigiéndose a Katya, que. está sonrojada y excitada—. Era Avogadro. Es algo sobre la investigación del caso Mangú. Parece urgente.

El rostro de Katya se oscurece. Comprime los labios, pero sólo se limita a decir que espera verlo pronto y oculta su desilusión detrás de una máscara de desinterés. Una vez en libertad, Sadrac siente que todo su cuerpo se expande, como si en compañía de Katya hubiera estado contraído bajo una intensa presión.

Mordecai nunca ha tenido oportunidad de ir al piso sesenta y cuatro, donde se encuentra el Vector de Seguridad Uno. Por lo tanto, no sabe qué es lo que encontrará allí, además de los utensilios corrientes que puede llegar a usar un detective que protege las personas físicas de Genghis Mao y del CRP. Seguramente, el lugar está repleto de lupas, de almohadillas para las impresiones digitales, fotos de subversivos famosos adheridas en pizarras, manojos de expedientes y copias, terminales de electrodos y aparatos espías. Tal vez todo eso esté en el Vector de Seguridad Uno, pero, si es que lo está, Mordecai no lo ve. En la mesa de recepción lo saluda un joven oriental, felino y de voz suave —su aspecto revela que no es mogol; probablemente sea chino— que lo conduce por un laberinto de pasillos con paredes lisas. Esto podría muy bien ser la central de una compañía de seguros, de un banco, de una casa de cambio, piensa Mordecai al ver el nido de pequeñas oficinas en donde trabajan los burócratas sumergidos en pilas de papeles.

Finalmente, llegan a la celda de interrogatorios donde lo están esperando Avogadro y Buckmaster; sólo entonces, Sadrac siente que está entre defensores de la ley. La habitación es realmente claustrofóbica, rectangular, sin ventanas, con paredes verdes y sucias y un cielo raso bajo del cual se desprenden brazos metálicos movibles, en cuyos extremos cuelgan reflectores. Las luces están ubicadas frente a Buckmaster, que está tendido en una silla angosta y dura con apoyabrazos de aluminio y respaldo alto, detrás del cual desaparecen los cables de los electrodos conectados a las muñecas y sienes de Buckmaster. Es obvio que ya hace unos cuantos minutos que Avogadro lo está interrogando, porque está pálido y transpirado y tiene la cara cubierta de manchones, los ojos vidriosos y la expresión abatida.

Avogadro, que está de pie junto a Buckmaster, está lívido, molesto y desgastado, aunque no tan abatido como el sospechoso.

—Esto es un manicomio —murmura el jefe de seguridad, dirigiéndose a Sadrac— Cincuenta arrestos en una hora. Todas las celdas de interrogatorio están repletas y todavía siguen llegando sospechosos. Lunáticos, mendigos, ladrones, toda la resaca de Ulan Bator. Y los radicales, por supuesto. Yo voy de celda encelda, de celda en celda, y ¿para qué? ¿Para qué? —una risa áspera—. Habrá kilos de carne para el deposito de órganos antes de que todo esto termine —se vuelve lentamente hacia Buckmaster. Su figura pesada se mueve como arrastrada por doble gravedad ¿Bien, Buckmaster? Tiene visitas. ¿Lo reconoce?

—¿Para qué me lo pregunta si sabe que lo conozco? —dice Buckmaster, sin apartar la mirada del piso.

—Dígame quién es.

—Déjeme en paz.

—Dígame quien es —la voz de Avogadro, aunque abatida, es apremiante y amenazadora.

—Mordecai. Sadrac Inmundo Mordecai.

—Gracias, Buckmaster. Ahora dígame cuándo lo vio al doctor Mordecai por última vez.

—Anoche —la voz resquebrajada y enfermiza de Buckmaster apenas se oye.

—Más fuerte.

—Anoche.

—¿En dónde?

—¡Usted sabe en dónde, Avogadro!

—Quiero que me lo diga usted.

—Ya se lo dije.

—Dígamelo otra vez. Delante del doctor Mordecai.— Dígamelo.

—¿Por qué no me descuartizan y terminamos con todo esto de una vez?

—Es peor para usted, Buckmaster, si se comporta así. Y peor para mí, también.

—¡Qué pena!

—Yo no tengo nada que ver con todo esto. No soy el que toma las decisiones —dice Avogadro.

—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo esto? —dice Buckmaster, levantando la cabeza. Su mirada es fría, furiosa y penetrante—. Ya conozco el juego. Me interrogarán por un rato, me acusarán de conspirador y me sentenciarán a muerte y luego, al depósito de órganos, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Y seré un cadáver pero no un cadáver muerto: mi cuerpo mantendrá la temperatura normal, seguiré respirando y el organismo seguirá funcionando. Seré parte de las reservas, fiara que cuando Genghis Mao necesite un pulmón, un riñón o un corazón recurran a mi cuerpo, ¿No es verdad?

—Buckmaster…

—Genghis Mao teme que disminuyan las reservas —continúa Buckmaster, riendo entre dientes—, y como no puede aprovecharse de la pobre gente que día a día muere de descomposición orgánica en todo el mundo, recurre a nosotros, a su propia gente, ¿no es verdad? Muy bien, ¡que me lleven al depósito! ¡Qué me conviertan en alimento para caníbales! Pero terminemos con esta farsa de una vez por todas. Terminen con estas preguntas idiotas.

Avogadro suspira.

Continuemos, entonces. Usted vio al doctor Mordecai en…

—Timbuku.

Avogadro hace una seña con la mano izquierda, y un individuo que está sentado frente a una consola de control, en el otro extremo de la habitación, oprime un botón. Buckmaster se sacude y corcovea y un espasmo breve, pero terrible, cubre el costado izquierdo de su rostro.

—¿En dónde lo vio?

—En Piccadilly Circus.

Avogadro vuelve a levantar la mano izquierda, esta vez más alto. Vuelven a activarse los controles. Se repite el espasmo facial, mucho más intenso que el anterior. Sadrac Mordecai comienza a inquietarse, se apoya en un pie, luego en el otro.

—Quizás no sea necesario… —dice en voz baja.

—Sí, es necesario —le dice Avogadro—. El proceso de interrogatorio debe cumplirse al pie de la letra —luego se dirige a Buckmaster—. Estoy dispuesto a seguir con esto todo el día. Me aburre, pero es mi trabajo. Si es necesario lastimarlo, lo lastimare, si me obliga a dejarlo inválido, pues quedará inválido, porque no puedo hacer otra cosa. ¿Me entiende? No puedo hacer otra cosa. Bien, usted se encontró con el doctor Mordecai en…

—Karakorum.

—¿En qué parte de Karakorum?

—AL salir de la carpa de los transtemporalistas.

—¿A qué hora, aproximadamente?

—No sé. Era tarde, pero antes de la medianoche.

—¿Es verdad lo que dice Buckmaster, doctor Mordecai? Piense que grabaremos todo lo que usted conteste.

—Todo lo que ha dicho hasta ahora es verdad —responde Sadrac.

—Bien. Adelanta, Buckmaster. Repita lo que me dijo hoy. Usted se encontró con el doctor Mordecai y, ¿qué le dijo?

—Dije una serie de estupideces.

—¿Qué clase de estupideces, Buckmaster?

—Cosas sin sentido, Aún estaba bajo el efecto de la droga transtemporalista.

—¿Qué fue exactamente lo que le dijo al doctor?

Buckmaster, silencioso, no aparta la mirada del piso.

Avogadro levanta la mano derecha casi hasta la altura del hombro. El asistente activa los controles y Buckmaster da un salto como si acabaran de acuchillarlo, agitando el brazo derecho como una víbora enfurecida.

—Contésteme, Buckmaster. Por favor.

—Lo acusé de hacer el mal.

—Siga.

—Le dije que era un Judas.

—Y un negro miserrable —dice Sadrac. Avogadro lo codea sútilmente, indicándole que su intervención es inoportuna.

—Dígame exactamente de qué lo acusó al doctor Mordecai.

—De hacer su trabajo.

—¿Qué quiso decir?

—Lo acusé de mantener al Khan con vida. Le dije que si el presidente no había muerto hacía cinco años, era por culpa de él.

—¿Es verdad eso, doctor Mordecai? —pregunta Avogadro.

Sadrac duda antes de responder. En realidad, no querría colaborar para que envíen a Buckmaster al depósito de órganos. Pero sería una tontería tratar de protegerlo en este momento. Sabe que el incidente de anoche fue grabado y revisado. Buckmaster es el único culpable de su condena. Por lo tanto, ya no hay esperanzas de salvarlo, ni con una mentira, y si puente lo único que logrará es poner en peligro su propio pellejo.

—Si, es verdad —responde finalmente.

—Muy bien, Buckmaster. ¿Entonces usted lamenta que Genghis Mao no haya muerto hace cinco años?

—Déjeme en paz, Avogadro.

—Contésteme. ¿Usted quiere que el presidente se muera? ¿Es ésa su posición?

—¡Anoche estaba drogado!

—Ahora no está drogado, Buckmaster. ¿Cuál es su actitud con respecto al presidente, en este momento?

—No sé. Sencillamente no lo sé.

—¿Lo ve como un enemigo, quizás?

—Quizás. Mire, Avogadro, no me obligue a hablar más. Ya estoy en sus manos, esta noche me entregarán a los caníbales. ¿No le basta con eso?

—Podemos terminar con todo esto cuanto antes, siempre que usted colabore.

—Muy bien —dice Buckmaster. Levanta la cabeza, demostrando que aún tiene dignidad—. No tengo nada en contra del régimen de Genghis Mao, pero no estoy muy de acuerdo con la política que sigue el CRP. Lamento haber dedicado tanto esfuerzo para servirles. Reconozco que anoche estaba sobreexcitado y que le falté el respeto al doctor Mordecai, de lo cual estoy muy avergonzado. Pero, a pesar de eso, ¡escúcheme bien, Avogadro!, a pesar de eso no fui desleal en ningún momento. No sé nada acerca de la muerte de Mangú. Juro que no tengo nada que ver.

Avogadro hace un movimiento afirmativo con la cabeza y, dirigiéndose a Mordecai, pregunta:

—¿El prisionero mencionó a Mangú anoche?

—Creo que no.

—¿No puede dar una respuesta más precisa?

Mordecai queda pensativo unos minutos, al cabo de los cuales responde:

—No. Por lo que puedo recordar, no mencionó a Mangú.

—¿Hizo alguna amenaza en contra de la vida de Genghis Mao?

—Ninguna que yo recuerde.

—Piense, doctor.

Sadrac menea la cabeza.

—Usted tiene que entender, Avogadro, que yo también estaba bajo el efecto de la droga transtemporalista y no presté mucha atención a lo que dijo Buckmaster. Sí, criticó al gobierno, pero no creo que haya hecho amenazas directas. No.

—Tendré que refrescarle la memoria, entonces —dice Avogadro al tiempo que le hace una seña a su asistente. A continuación se oye un sonido sibilante y, de un parlante invisible, el sonido de una voz, extraña y familiar al mismo tiempo. Es la voz de Sadrac.

—…La manera en que te comportas, Buckmaster, es realmente suicida. Mañana el presidente recibirá un informe de todo lo que has dicho, Roger. Te estás destruyendo.

—…Yo lo destruiré a él. A ese vampiro que nos tiene a todos como rehenes a nuestros cuerpos, a nuestras almas…

—Otra vez —dice Avogadro—. Esa última parte.

—…Yo lo destruiré a él. A ese vampiro que nos tiene a todos…

—¿Reconoce esas voces, doctor?

—La mía y la de Buckmaster.

—Gracias. La identificación es importante. ¿Quién fue el que dijo "Yo lo destruiré a el"?

—Buckmaster.

—Sí. Gracias. ¿Era ésa su voz, Buckmaster?

—Usted sabe que sí.

—¿Una amenaza en contra de la vida de Genghis Mao, tal vez?

—Estaba sobreexcitado y, además lo dije en sentido figurado.

—Sí —interviene Sadrac—. Así es como lo entendí yo. Yo insistí en que dejara de gritar esas estupideces. No veo que sea una amenaza tan seria como para tomarla en cuenta. ¿Tiene una cinta de toda la conversación?

—Sí, íntegra —responde Avogadro—. Tenemos muchas conversaciones grabadas y hemos apartado las que nos parecían subversivas… Ésta fue una de las primeras que apartamos. El espectrograma de la voz indicaba que se trataba de usted y de Buckmaster, pero, desde luego, su corroboración directa es muy útil…

—Claro —dice Buckmaster— como si fueran a hacer un juicio, con jurado y abogados. Como si no me fueran a transformar en un cadáver antes del amanecer.

—¿No dijo nada acerca de Mangú ¿no es así? —pregunta Sadrac.

—No. Por lo menos, no se, grabó nada.

—Era lo que yo pensaba. ¿Entonces, por qué retenerlo?

—¿Por qué defenderlo, doctor? De acuerdo con la cinta, él lo insulto y lo ofendió.

—Sí, No crea que lo he olvidado, pero, sin embargo, no guardo rencor. Anoche se comportó muy mal conmigo, pero no creo que el hecho de que se haya comportado mal conmigo sea una razón lo suficientemente válida como para enviarlo al depósito de órganos.

—¡Repítelo! —grita Buckmaster—. ¡Por Dios, repítelo!

—Por favor —dice Avogadro. La reacción de Buckmaster parece causarle dolor. Le hace una seña a su asistente, quien, activando los controles correspondientes, libera a Buckmaster de los electrodos y de las correas. Dos ayudantes de seguridad lo ayudan a levantarse y lo sacan de la habitación. Antes de llegar a la puerta, Buckmaster vuelve la cabeza: tiene la cara húmeda, distorsionada por el miedo, los labios le tiemblan, está a punto de llorar.

—¡Yo no soy el asesino! —grita. Finalmente desaparece arrastrado por los ayudantes.

—Él no es el culpable —dice Sadrac— Estoy seguro de eso. Anoche estaba fuera de sí, desvariaba y gritaba, pero no es un asesino. Tal vez no esté conforme con el régimen de Genghis Mao, pero no es un asesino.

Avogadro se hunde en la silla en donde estaba sentado Buckmaster y, jugueteando con los electrodos, enróscandose los cables en los dedos, dice:

—Ya lo sé.

—¿Qué harán con él?

—Y, lo llevarán al depósito de órganos. Antes del amanecer, probablemente.

—¿Pero por qué?

—Genghis Mao escuchó la grabación y considera que Buckmaster es peligroso.

—¡Dios mío!

—Discuta con Genghis Mao, si quiere.

—Parece que todo esto no le preocupa, Avogadro —dice Sadrac.

—No hay nada que yo pueda hacer, doctor.

—¡Pero no podemos dejar que lo asesinen!

—¿No podemos?

—Yo no puedo.

—Si quiere tratar de salvarlo, vaya a hablar con el Khan.

Le deseo suerte.

—Pero podría intentarlo. Tan sólo intentarlo.

—Buckmaster le dijo que era un negro miserable y un Judas, dice Avogadro.

—Pero por eso no voy a permitir que lo descuarticen. —Usted no permite nada. Las cosas son así y punto. El problema es de Buckmaster, ni suyo ni mío.

—Ningún hombre es una isla.

—¿Es posible que haya escuchado eso antes?

—¿Pero no esta preocupado? —le dice Sadrac mirándolo fijamente—. ¿No le importa la justicia?

—La justicia es para los abogados y los abogados son una especie extinguida. Yo no soy más que un funcionario de seguridad.

—Usted dice eso, pero no lo piensa.

—¿Ah, no?

—Por Dios, Avogadro. No empiece con eso de "Yo no soy más que un policía". Usted es demasiado inteligente para pensar así, y yo soy demasiado inteligente para creerle. Avogadro se incorpora. Se ha enroscado dos cables alrededor del cuello. Parece un payaso cómico y ridículo con la cabeza inclinada hacia un costado como un ahorcado.

— ¿Quiere que vuelva a pasar la cinta de Buckmaster? Hay una parte en la que usted dice que nosotros no somos culpables de que el mundo este como está, que aceptamos nuestro drama, que todos servimos al Khan, porque no nos queda otra salida. La otra alternativa es morir de descomposición orgánica, ¿no es así? Por lo tanto, bailamos al son del Khan y no nos cuestionamos problemas de moral, ni nos preocupamos por culpas o responsabilidades.

—Un momento. Usted lo dijo. Esta en la cinta, dottore. Ahora se lo digo yo a usted. Ya no puedo darme el lujo de tener remordimientos. Perdí ese derecho desde el momento que empecé a trabajar para el Khan. Por lo tanto, no puedo detenerme a considerar si hice bien o mal al mandar a Bucky al depósito de órganos.

—¿Ha visto alguna vez un depósito de órganos?

—No —responde Avogadro—, pero me dijeron…

—Yo sí. Es una sala larga, silenciosa, como la habitación de un hospital, pero muy silenciosa. Sólo se escucha el murmullo de la maquinaria que mantiene a los cadáveres con vida. Hay una doble hilera de tanques abiertos separados entre sí por un pasillo ancho. En cada tanque hay un cuerpo que flota en líquido fisiológico caliente azul y verde, un baño nutritivo. El piso está colmado de tubos intravenosos, como un espagueti rosado. Entre cada par de tanques, hay máquinas de diálisis. Antes de colocar el cuerpo en el tanque correspondiente, matan el cerebro, lo anulan a través del foramen magnum, pero el resto sigue viviendo, Avogadro. Vegetales en forma de animales. Sólo Dios sabe lo que perciben, pero viven, necesitan alimentarse, digieren, excretan. El cabello y las uñas siguen creciendo, las enfermeras afeitan y acicalan los cuerpos periódicamente. Están todos ordenadnos según el tipo de sangre y el tipo de tejido, disponibles para cada transplante. Gradualmente los van despojando de sus miembros y órganos, esta semana un riñón la semana que viene un pulmón, y así los reducen poco a poco a torsos. Les quitan los ojos, los dedos, los órganos genitales, el corazón, el hígado…

—¿Y? ¿Qué me quiere decir con eso, doctor? ¿Qué los depósitos de órganos son lugares horribles? Ya lo sé, pero es la mejor manera de conservar los órganos para luego utilizarlos en transplantes. ¿No es preferible hacer recircular un cuerpo que desperdiciarlo?

—Y transformar a un inocente en un zombie, cuyo único propósito es ser un receptáculo viviente de órganos en reserva.

—Buckmaster no es inocente.

—¿Y es culpable? ¿Culpable de qué?

—De— tener una mala opinión, de tener mala suerte. Buckmaster ya está perdido, doctor. —Avogadro se pone de pie y apoya ligeramente la mano en el brazo de Sadrac—. Usted es un hombre sensato, ¿no es así, dottore? Buckmaster pensó que usted era un cínico malvado, un sirviente desalmado del Anticristo, pero no, se equivocó: usted es un hombre decente, atrapado en una época sucia, que trata de dar lo mejor de sí. Y bien, doctor, yo soy como usted. Y repito sus palabras: sentirnos culpables es un lujo que no nos podemos dar. Amén. Ahora vaya y deje de preocuparse por Buckmaster. Buckmaster buscó su propio destino. Y cuando oiga las campanas, recuerde que las campanas doblan por el, y eso no lo disminuirá ni a usted ni a mí, porque ya nos hemos disminuido todo lo posible —la sonrisa de Avogadro es cálida, casi compasiva—. Vaya, doctor. Vaya y descanse, que yo tengo mucho que hacer. Aún tengo que interrogar a doce sospechosos antes de la cena.

—Y el verdadero asesino de Mangú…

—Fue el mismo Mangú, estoy seguro. Pero eso no significa nada para mí. Yo seguiré buscando al culpable y seguiré con los interrogatorios y seguiré condenando a inocentes al depósito de órganos, hasta que me den la orden de parar. Ahora vaya, doctor, Vaya, vaya.

Загрузка...