Faltan nueve minutos para que amanezca en la gran ciudad de Ulan Bator, capital del mundo reconstituido. Ya hace un rato que el doctor Sadrac Mordecai se despertó. Está acostado en su hamaca, tenso y desvelado. Su mirada sombría no se aparta de la pared, en donde resplandece un círculo verde, la luminosa superficie de la pantalla informativa, que con grandes letras rojas anuncia el nuevo día:
Como de costumbre, el doctor Mordecai no logró dormir más que unas pocas horas. El insomnio no lo ha dejado en paz en todo el año, lo cual ha de ser, seguramente, algún tipo de mensaje que le envía la corteza cerebral, mensaje que aún no ha logrado descifrar. Hoy, por lo menos, tiene una excusa para levantarse temprano, ya que le esperan grandes desafíos y tensiones. Es el médico personal de Genghis II Mao IV Khan, príncipe de los príncipes y presidente de los presidentes, es decir, el soberano de la Tierra. Hoy el anciano Genghis Mao será sometido a un transplante de hígado, el tercero en siete años.
El líder del mundo duerme a menos de veinte metros de distancia de Mordecai, en la habitación contigua. Dictador y médico ocupan aposentos residenciales en el piso setenta y cinco de la Gran Torre del Khan, un soberbio edificio de paredes de ónix, cuya estructura, que se asemeja, a la de un delgado obelisco, se eleva imponente sobre la polvorienta altiplanicie marrón de Mongolia. En este preciso momento, Genghis Mao duerme profundamente; sus ojos permanecen inmorales detrás de los párpados gruesos; la columna, totalmente relajada; la respiración, lenta y regular; el pulso, uniforme; el nivel hormonal asciende normalmente. Mordecai sabe todo esto porque en los brazos, muslos y glúteos lleva varias docenas de diminutos nódulos de percepción, insertados quirúrgicamente, que le proporcionan minuto a minuto información telemetrada sobre los signos vitales de Genghis Mao. Sólo después de un año de preparación intensiva, Mordecai logró aprender a leer la información que proporcionan estos nódulos, las contracciones y vibraciones y ondulaciones e irritaciones, que son los equivalentes analógicos codificados de los procesos físicos vitales del presidente. Ahora, sin embargo, Mordecai no tiene ninguna dificultad en percibir e interpretar la información. Un cosquilleo aquí significa trastornos digestivos, un latido allá significa oliguria, un pinchazo en algún otro lado indica desequilibrio salmo. Para Sadrac es algo así como vivir en dos cuerpos a la vez, fiero ya se ha acostumbrado. De esta manera, la preciosa vida del presidente está protegida por su médico, siempre alerta. Se dice oficialmente que Genghis Mao tiene ochenta y siete años e incluso es posible que sea mayor, pero su cuerpo, un conjunto de transplantes y órganos artificiales, tiene la fuerza y sensibilidad del de un hombre de cincuenta. El deseo del presidente es posponer su muerte hasta tanto no finalice su labor en la Tierra, lo que significa, en otras palabras, no morir nunca.
¡Con qué placidez descansa ahora! Mordecai recorre las lecturas una y otra vez: todos los sistemas autonómicos, el respiratorio, el digestivo, el endocrino, el circulatorio, funcionan a las mil maravillas. Es evidente que Genghis Mao no siente aprensión alguna por la operación a la que será sometido, ya que está acostado, como de costumbre, sobre el lado izquierdo (presión aórtica normal), no está soñando (ojos inmóviles) y emite un suave ronquido (reverberaciones en la caja torácica). Mordecai envidia la calma del presidente, para quien los transplantes son, por supuesto, una historia ya conocida.
En el preciso momento en que amanece, Mordecai sale de la hamaca. se despereza y se dirige, desnudo, hacia el balcón, caminando sobre el frío piso de piedra de su habitación.
Sale al balcón, desde donde puede observar, en el oeste, tonalidades de azul matutino que bañan el aire claro, encrespado y frío. El viento, impetuoso, atraviesa las llanuras: una brisa intensa que se precipita por toda Mongolia desde la Gran Muralla hasta el lago Baikal. Las banderas negras de Genghis Mao en la plaza Sukhe Bator, la principal de la capital, flamean desordenadas en el vaivén del aire, y los tamariscos de flores rosadas agitan sus ramas. Sadrac Mordecai respira profundamente mientras observa el lejano horizonte, como si buscara señales de humo más allá de la China. No aparece ninguna señal, salvo los latidos y hormigueos de los nódulos que entonan el canto de la buena salud, irreprimible por cierto, de su paciente.
Todo descansa allí abajo. La ciudad entera duerme, excepto los que tienen que ir a trabajar. Los mogoles no sufren de insomnio; Mordecai, sí. Pero Mordecai no es mogol. Es un negro, negro como los negros africanos, aunque tampoco es africano. Es delgado, de extremidades alargadas, alto (unos cuantos centímetros de altura), tiene la cabellera espesa y encrespada, ojos grandes, labios carnosos, nariz ancha aunque respingada. En esta tierra, donde habitan individuos vigorosos, de piel dorada, nariz afilada, cabello lacio y brilloso, el doctor Mordecai es una figura conspicua, más conspicua, quizás, de lo que le gustaría ser.
Hoy, como todas las mañanas, Sadrac hace gimnasia, desnudo, en el aire helado del balcón, rutina calisténica con la que empieza su día: flexiona abajo, arriba, abajo, arriba, acompañando con un movimiento rítmico de brazos. Tiene treinta y seis años, y a pesar de que su puesto en el gobierno le garantiza el libre acceso al Antídoto Roncevic, con lo que queda librado de la descomposición orgánica, enfermedad que obsesiona a los dos mil millones de habitantes del mundo, es hora de que comience, seriamente, a tomar medidas para proteger su cuerpo de todo lo que el tiempo puede desentrañar. Mens sana in corpore sano. Sí, Sadrac, sigue con tus flexiones y torsiones, deja que circule el líquido de tus tejidos, deja que el ying compense al yang. Mordecai goza de una salud perfecta y los órganos de su cuerpo son los mismos que tenía cuando emergió de las entrañas de su madre una helada mañana de 1976. Un, dos, un, dos, vamos, sin piedad. A veces, le resulta extraño que Genghis Mao no se despierte con esta gimnasia matutina, vigorosa y violenta. Pero, claro, la corriente de información telemetrada tiene una sola dirección y, mientras Mordecai lleva a cabo sus enérgicos ejercicios en el balcón, el presidente sigue durmiendo plácidamente, ajeno a todo lo que sucede.
Por fin, después de agitarse, transpirar, tiritar, sentirse vivo, abierto y receptivo, sin preocuparse por la prueba quirúrgica que lo aguarda, Mordecai decide que ya se ha entrenado bastante por hoy. Se lava, se viste, toma su desayuno liviano, como de costumbre, y se dispone a emprenderlas tareas rutinarias de la mañana.
Así pues, el doctor hace frente a la Interfaz Tres, a través de la cual entra todas las mañanas a la habitación en donde vive su amo, el Khan: Es una enorme puerta en forma de diamante, que mide dos metros y medio de altura, de cuya superficie de bronce, suave como una seda, sobresalen una docena y media de protuberancias cilíndricas de tres a nueve centímetros de alto. Algunas de ellas son radares y sensores, o audiocircuitos; otras son armas que provocan la muerte ineludiblemente, pero Sadrac no tiene idea de cuál es cuál. Esto es. perfectamente aceptable, ya que lo que hoy cumple la función de radar mañana puede llegara ser un cañón láser. Estos cambios imprevisibles son un ardid de Genghis Mao para confundir a los asesinos desconocidos a quienes tanto teme.
—Sadrac Mordecai para servir al Khan —dice Mordecai con voz firme y clara en lo que probablemente hoy sea el fonocaptor.
Interfaz Tres emite, entonces, un zumbido suave y somete el anuncio de Mordecai al análisis del espectrograma de la voz. Al mismo tiempo controla la temperatura del cuerpo de Mordecai, la fatiga de posición, la textura olfatoria y muchos otros detalles más. En caso de que cualquier dato no responda a las características normales de Mordecai, ondulantes chorros de espuma le impedirán moverse mientras los guardias se disponen a investigar la información. Si llegara a ofrecer resistencia en esta etapa, sería inmediatamente destruido. Cinco de estas interfaces protegen las cinco entradas a los aposentos del presidente Genghis Mao. Nunca se han inventado puertas con tanta astucia e ingenio. Ni el mismo Dédalo hubiera sido capaz de idear barreras más ingeniosas para custodiar al Minotauro.
En apenas un micrón de segundo, reconocen a Mordecai y descubren que es él y no un ingenioso simulacro enviado en misión especial para matar al presidente. Con un tenue silbido de engranajes perfectamente ensamblados y un suave murmullo de cojinetes en condiciones inmejorables, la plancha externa de la interfaz se desliza, abriendo así el acceso a un cuarto interior de paredes de piedra, cuyas dimensiones son apenas más grandes que las del doctor. No es precisamente un vestíbulo para darle la bienvenida a un claustrófobo. Aquí, Mordecai vuelve a detenerse y en un micrón de segundo se repite todo el proceso de vigilancia, y sólo después de ser sometido a esta segunda inspección, puede pasar a la residencia imperial propiamente dicha. "La redundancia —dijo el presidente alguna vez— es nuestro principal sendero de supervivencia." Mordecai está de acuerdo. Este complicado proceso de pasar por todas las interfaces le resulta insignificante, un elemento más de las leyes naturales del universo, tan molesto como girar la llave en la cerradura.
La habitación siguiente, una esfera cavernosa conocida como Vector de Vigilancia Uno, es, literalmente, la ventana por la que Genghis Mao ve el mundo. Un deslumbrante despliegue de pantallas de cinco metros cuadrados cada una, ordenadas en hilera, se eleva desde el piso hasta el cielo raso, ofreciendo un variado panorama dé las imágenes transmitidas por los miles de ojos espías distribuidos en todo el planeta. No hay edificio público que no esté vigilado por estos ojos secretos, en todas las calles principales hay radares acechantes y, además, un cuerpo constante de ingenieros oficiales alternan la ubicación de las cámaras o instalan cámaras nuevas en lugares que carecían de control. No todos los ojos secretos mantienen una posición fija: son tantos los satélites espías que se desplazan por el espacio, que si sus órbitas se transformaran en seda, la tierra quedaría envuelta en un espeso capullo. En el centro del Vector de Vigilancia Uno hay un inmenso panel de control por medio del cual Genghis Mao controla la corriente de información que le proporcionan todos estos ojos secretos. Se sienta horas y horas en un elegante sillón similar a un trono y con sólo rápidas pulsaciones emite señales que le permiten ver, a voluntad, todo lo que sucede en Tokio y Bangkok, Nueva York y Moscú, Buenos Aires y El Cairo. La captación de las cámaras es tan aguda, que le permite ver el color de los ojos de un hombre a una distancia de cinco kilómetros.
Cuando el presidente no usa el Vector de Vigilancia Uno, las pantallas continúan funcionando sin interrupción, al tiempo que el mecanismo central recopila, sin orden ni concierto, la información que le proporcionan los dispositivos captadores. Las imágenes aparecen y desparecen, a veces son pantallazos de uno o dos segundos, a veces se prolongan y proporcionan secuencias consecutivas. Al tener que pasar todas las mañanas por esta habitación para llegar a la de su amo, Sadrac Mordecai se ha creado el hábito de detenerse unos minutos a observar este vertiginoso y llamativo despliegue de proyecciones. En sus pensamientos, se refiere a este interludio diario como "El Control de la Sala de Traumas". La Sala de Traumas es el nombre secreto con que Mordecai denomina al mundo en general, ese gran valle de dolor y corrupción física.
De pie en medio de la habitación, Sadrac observa los pesares del mundo. Hoy, las escenas aparecen agitadas. No cabe duda de que la gigantesca computadora que maneja este sistema tiene un día alterado: los controles se dirigen sin descanso de un ojo a otro, y las imágenes aparecen y desaparecen en pantallazos alocados. Sin embargo, se pueden distinguir algunas proyecciones claras: un perro angustiado renquea, lento, por una calle atorada con suciedad; en una cañada polvorienta, un niño negro de ojos saltones y vientre dilatado llora, desnudo, mientras se muerde el pulgar; una anciana de hombros hundidos camina por una plaza llena de guijarros en una ciudad europea, cargando bultos cuidadosamente envueltos mientras jadea agitadamente agarrándose el pecho, finalmente cae y los paquetes ruedan por el suelo. Otra pantalla refleja la imagen de un hombre de rasgos orientales, de piel curtida por el sol, de barba blanca y escasa que lleva una diminuta gorra verde; se lo ve salir de un negocio en el momento que tose y arroja bocanadas de sangre. Una multitud (¿mejicanos?, ¿japoneses?) se agrupa en torno a dos niños que, atacándose con trinchantes, tienen los brazos y el pecho cubiertos de tajos sangrientos; tres niños se acurrucan en el techo de una casa deshecha, arrastrada por la corriente de un río desbordante de aguas grises y blanquecinas; un mendigo de ojos perdidos tiende la mano, una garra acusadora; una mujer joven de pelo negro se arrodilla sobre el borde de la acera y, angustiada, se retuerce de dolor en el suelo mientras dos niños la observan.
En otra de las pantallas se alcanza a ver un automóvil que se desplaza por una carretera a una velocidad vertiginosa, para luego desaparecer en una zanja cubierta de arbustos. El Vector de Vigilancia Uno es como un inmenso tapiz lleno de compartimientos, en cada uno de ellos una historia, un fragmento de vida que constituye un tormento y un desalo al intelecto. Allí, en el resto del mundo, en la gran Sala de Traumas que es el mundo, los dos mil millones de súbditos de Genghis II Mao IV Khan mueren hora a hora, a pesar de los inmejorables intentos del Comité Revolucionario Permanente. No hay nada de nuevo en eso: todos los que viven y han vivido mueren y murieron hora a hora a lo largo de todas sus vidas. Sin embargo, en estos años posteriores a la Guerra del Virus, la muerte parece tomar características diferentes: la podredumbre en que la humanidad está inmersa evidencia una muerte mucho más inmediata y, esta cantidad innumerable de ojos que contemplan el panorama en su totalidad hace que la decadencia general sea más conmovedora. Los radares del Khan captan todo, sin hacer comentarios, sin emitir juicios, limitándose simplemente a colmar estas paredes con imágenes desconcertantes y aterradoras de la condición humana en la postguerra a comienzos del siglo XXI.
Esta habitación determina la naturaleza de los espectadores, ya que las reacciones de cada uno de ellos revelan características de su personalidad. Para Mordecai, este remolino de escenas es repugnante y fascinante al mismo tiempo, una muestra de la podredumbre y la derrota, el coraje y el sufrimiento: ama y compadece a todas esas víctimas que se reflejan en cada pantalla y, si pudiera, los abrazaría a todos, ayudaría ala anciana a levantarse, pondría monedas en la mano venosa del mendigo, frotaría el vientre dilatado del niño. Sin embargo, no puede hacerlo; su función es otra: él es por profesión y vocación un médico, es el que cura a enfermos. Para otros, el Vector de Vigilancia Uno es un teatro brutal que sólo sirve para recordarles su buena suerte: ¡Que actitud inteligente la de ellos!… Adquirir un cargo encumbrado en el gobierno para poder así disponer constantemente de los suministros del Antídoto Roncevic y gozar de la protección del presidente. libres del dolor. del hambre y de la descomposición orgánica, aislados de esa pesadilla que es la vida real. Otros no pueden soportar las imágenes que se reflejan en las pantallas. Manifiestan, en linar de una sensación de superioridad reconfortante, un sentimiento de culpa intolerable: ellos aquí adentro, sanos y salvos, mientras los demás… Hay otras personas, sin embargo, a quienes las escenas les resultan sencillamente aburridas: muestran dramas sin argumentos, un desarrollo de acciones sin un propósito concreto, tragedias sin significado moral, jirones extraviados de la vida, una trama deshilachada. Resulta imposible, no obstante, determinar qué es la reacción de Genghis Mao ante el Vector de Vigilancia Uno, ya que el Khan, como en tantas otras instancias, se muestra inescrutable cuando maneja los controles.
Es evidente que Sadrac Mordecai no tiene apuro esta mañana, ya que permanece cinco, ocho, diez minutos en la enorme habitación. Después de todo, según la información que le suministran los pequeños nódulos que lleva injertados, Genghis Mao todavía duerme. Nadie se libra de ser vigilado en este mundo: Genghis Mao controla el mundo entero, y él, a su vez, es controlado por su médico. Mordecai, inmóvil al lado del trono tapizado del presidente, recibe información interna y externa: el desarrollo metabólico del Khan hace vibrar los nódulos, el material resplandeciente de pantallas le inunda la mirada. Está apunto de irse cuando en una pantalla, en el ángulo superior izquierdo, aparece una escena en una ciudad que, con toda seguridad, es Filadelfia, la inconfundible Filadelfia, su ciudad natal. Atraído por la imagen, se detiene. Él fue un bebé Aniversario, ya que nació en el año en que los Estados Unidos de América cumplían doscientos años de vida. Entró al mundo en la misma ciudad que Ben Franklin, en el Hospital Hahnemann. Y ahora, Filadelfia, ante sus ojos, girando en el ojo de algún satélite, ojo que acecha con una sutileza indefinible. Mordecai ve aquellos tótems que recuerda de la niñez, el City Hall, el Independence Hall, el Penn Center y la Iglesia de Cristo. Pasó mucho tiempo desde que estuvo en Filadelfia por última vez. Ya hace diez años que vive en Mongolia, y pensar que alguna vez le costó creer que existiera un lugar como Mongolia, la tierra de fantasía de Prestar John y Genghis Khan. Ahora, en cambio, la fantasía parece surgir de Filadelfia. ¿Y los Estados Unidos de América? ¿Tienen sentido estas sílabas, todavía? ¿Quién iba a imaginarse que la Constitución de Jefferson y Madison quedaría en el olvido, y que América rendiría obediencia a un soberano mogol? En realidad, eso sería exagerar la verdad, porque Mordecai sabe que los Estados Unidos, como todas las demás naciones, están regidos por una sección local del Comité Revolucionario permanente, una alianza de grupos reaccionarios y radicales que funciona a través de una serie de rudimentarias instituciones cuasidemocráticas, y que el anciano Genghis Mao, recluido en un mundo propio, no es más que el presidente del Comité: una figura remota y semimística que gobierna indirectamente y no tiene influencia inmediata alguna sobre la vida diaria de los que alguna vez fueron compatriotas del doctor Mordecai. Es probable que ningún norteamericano se detenga a considerar que Genghis Mao representa la autoridad del Comité Revolucionario Permanente y que es. por lo tanto, el único conductor del cuerpo político, en la misma medida en que nadie considera que el presidente de la mesa directiva de la compañía local de electricidad es el que suministra y controla la corriente de energía que se obtiene al pulsar una perilla. Sin embargo, Genghis Mao es la autoridad, pero no hay por qué pensar que a los norteamericanos les molestaría saber que deben rendir homenaje a un mogol. Lo que sucede es que el mundo entero ha abdicado, el juego de la política terminó, Genghis Mao gobierna porque hay negligencia, porque a nadie le importa, horque todos se alivian ante la idea de que alguien, cualquiera, esté dispuesto a cumplir la función de dictador en este mundo agotado, destrozado, cuyos habitantes mueren día a día de descomposición orgánica.
Filadelfia desaparece de la pantalla para dar lugar a una idílica escena tropical: una playa rosada, blanquecina, se extiende bajo la luz del semilunio, con palmeras frondosas y flores escarlatas y amarillas. No se ve ninguna persona; Mordecai se encoge de hombros y se va.
El aposento imperial es de estructura circular y ocupa la totalidad del último piso de la Gran Torre del Khan, a excepción de los cinco departamentos cuneiformes distribuidos, equidistantes, en torno a la circunferencia, dentando así sus bordes. Sadrac ocupa una de esas habitaciones. Mordecai atraviesa el Vector de Vigilancia Uno y se dirige hacia la habitación que está más aleada de la interfaz por la que entró. Allí, enfrenta tres puertas macizas, dispuestas a ocho metros de distancia una de la otra. La puerta de la izquierda lleva a la habitación de Genghis Mao, pero Mordecai no piensa atravesarla: hoy es conveniente que el presidente duerma todo lo que necesite. Tampoco elige la puerta del medio, que lleva a la oficina privada del presidente. Se dirige, en cambio, a la puerta de la derecha, que abre el camino al Vector de Comité Uno, habitación por la cual tiene que pasar para poder llegar a su oficina.
Espera unos segundos mientras la puerta lo examina y aprueba. Todas las habitaciones internas de la residencia imperial están divididas entre sí pop esas barreras impermeables, de menor envergadura que las puertas principales en las cinco interfaces, pero con la misma desconfianza: nadie puede Pasar de una habitación a otra sin ser controlado. Después de un momento, la huerta le da acceso al Vector de Comité Uno, una habitación amplia, iluminada, esférica como todas las habitaciones principales de la residencia de Genghis Mao. Constituye el efe del departamento, el punto central en torno al cual gira todo lo demás y, en un sentido menos literal, es el centro motor de la estructura que gobierna el planeta, el Comité Revolucionario Permanente. Día y noche llegan aquí comunicados urgentes que envían los núcleos de control del Comité en todas las ciudades; día y noche, las autoridades del Comité se sientan ante intrincados paneles de control que resplandecen con terminales de memoria, elaboran políticas y las comunican a los sátrapas de las distintas provincias. Todas las solicitudes para el tratamiento del Antídoto Roncevic se tramitara en esta habitación; todos los pedidos para transplante de órganos, terapia regenerativa u otros servicios vitales se consideran en el Vector de Comité Uno; todas las disputas jurisdiccionales balo la dirección local del Comité se solucionan aquí, de acuerdo con los principios de la depolarización centrípeta, la mayor ofrenda filosófica que Genghis Mao haya hecho a la humanidad. Sadrac Mordecai es un hombre ajeno a la política no está muy al tanto de las actividades que se llevan a cabo en el Vector de Comité Uno, pero como la disposición de las salas le obliga a pasar por esta habitación muchas veces al día, suele detenerse y observar a los burócratas en su trabajo, como quien examina el comportamiento de extraños insectos en un tronco a punto de desintegrarse.
Ahora no hay mucha actividad. En épocas de plena crisis, en cambio, los doce asientos del panel de control están ocupados y Genghis Mao dirige la marcha de la estrategia, desde su escritorio ubicado en el centro, donde manea, enérgico, el formidable despliegue de sofisticados aparatos de comunicación. Ésta es una época de tranquilidad: la única crisis trascendente en el mundo es la del hígado del presidente, pero pronto será superada. Ya hace varias semanas que Genghis Mao no se ha tomado la molestia de ocupar su puesto en el Vector de Comité Uno. Prefiere cumplir con sus responsabilidades de soberano desde la otra oficina más pequeña, contigua a su habitación. Esta mañana funcionan tres paneles de control solamente. Los vicepresidentes que los manejad, dos hombres y una mujer, están agotados hasta el punto que el cansancio no les permite mantener la cabeza erguida; entre bostezos, reciben los mensajes y formulan respuestas adecuadas.
Mordecai atraviesa la habitación a paso ligero. Llega al centro de la sala y escucha que alguien lo llama. Al volverse, ve a Mangú, el heredero aparente del Khan, que viene de la oficina privada del presidente y se dirige a él.
—¿Hoy operan al Khan? —pregunta Mangú, preocupado.
Mordecai hace un gesto afirmativo con la cabeza y dice:
—Dentro de tres horas aproximadamente.
Mangú parece preocupado. Es un joven mogol, elegante y buen mozo, casi tan alto como Mordecai, rasgo poco común en los hombres de su raza. Tiene la cara redonda, rasgos agradables, simétricos, ojos vivaces y alegres. En este momento está tenso, nervioso y alarmado.
—¿Saldrá todo bien, Sadrac? ¿No hay riesgos?
—No te preocupes, que no te nombraran Khan hoy. Después de todo es un transplante de hígado, nada más.
—¡Nada más!
—Genghis Mao pasó por muchos transplantes de esta naturaleza.
—Pero, ¿cuántas operaciones más puede aguantar? Genghis Mao es un anciano.
—¡Será mejor que no te oiga decir eso!
—Probablemente me esté escuchando en este preciso momento —responde Mangú, indiferente. Con una sonrisa en los labios y expresión más relajada dice—: De todos modos, el Khan nunca toma en serio lo que digo. Pienso que a veces cree que soy un poco tonto.
Mordecai sonríe con cautela: a veces él también piensa que Mangú es un poco tonto, y tal vez algo más que un poco. Recuerda aquella oportunidad, unos meses atrás, en que la doctora Crowfoot de¡Proyecto Avatar, Nikki Crowfoot, su Nikki (si no hubiera sido por la operación de Genghis Mao, habría pasado la noche anterior con ella), le contó acerca del funesto destino reservado para Mangú. Mordecai sabe, así como Mangú probablemente no lo sepa, que Genghis Mao planea ser su propio sucesor, utilizando como medio, el cuerpo joven, fuerte y sano de Mangú. Si el Proyecto Avatar llega a feliz término, y si las condiciones son favorables, la recia figura de Mangú será, en efecto, la que ocupe el trono del Khan, pero Mangú no estará allí para disfrutar de la ocasión. Para Mordecai, pues, cualquier individuo que marche alborozado hacia su propia destrucción como lo hace Mangú, sin percibir la realidad, sin sospechas, sin temores, es un tonto o peor que un tonto.
—¿Dónde estarás durante la operación? —pregunta Mordecai.
Mangú hace un gesto señalando el escritorio de comando mayor del Vector de Comité Uno.
—Allí, fingiendo ser el director del espectáculo.
—¿Fingiendo?
—Sabes que todavía tengo mucho que aprender, Sadrac. Pasarán años antes de que esté preparado para reemplazar al Khan. Es por eso que desearía que no lo sometan a todos estos transplantes.
—No lo hace por deporte —dice Mordecai— Ya hace varias semanas que el hígado no funciona bien; es hora de reemplazarlo, pero ya te dije que no debes preocuparte.
Mangú sonríe y oprime el brazo de Mordecai en un apretón afectuoso, pero doloroso al mismo tiempo.
—No lo haré. Tengo fe en ti, Sadrac, en todo el equipo de médicos que cuida de la vida del Khan. Avísame ni bien concluyan, por favor.
Se dirige a pasos agigantados hacia el puesto de comando mayor en donde jugará al monarca del mundo.
Mordecai mueve la cabeza como si lamentara todo lo que ve. Mangú es una figura atractiva, cordial y simpática. Podría decirse incluso, que es una imagen carismática. En esta época de tinieblas, en la que sólo iluminan los resplandores cadavéricos y deformados de una pesadilla, Mangú es algo así como un héroe popular. En los últimos diez meses, el joven heredero se ha transformado en el reemplazante público del presidente: ocupa el lugar de Genghis Mao en el desempeño de funciones formales, en congresos y en otras reuniones de ese tipo, y todos lo aman como nadie nunca ha amado a Genghis Mao, ni por un instante; todos aman al ostentoso príncipe que espera, tan ingenuo, sencillo y comunicativo con la plebe. Los que han observado a Mangú de cerca saben bien que es un hombre vacío, pura imagen carente de sustancia, de alma frívola y superficial, un atleta amable que vive un enigma poco razonable. Pero, si bien Mangú es una figura trivial, no es de ningún modo desdeñable. Mordecai siente verdadera compasión por él. ¡Pobre Mangú!… Preocupándose ante la posibilidad de suceder al Khan en el día de hoy sin haber concluido su aprendizaje. ¿Se imaginará alguna vez que nunca, ni en un ano, ni en diez años, ni en crol años, estará preparado para ser el sucesor del Khan, que es fundamentalmente incapaz de ejercer esa terrífica autoridad de la cual es, pretendidamente, heredero? Aparentemente no, porque de lo contrario, consciente de sus propias limitaciones, Mangú hubiera comenzado a preguntarse cuáles son realmente los planes que el Khan tiene con respecto a él, por qué Genghis Mao eligió como sucesor a un simple muchacho apuesto, completamente distinto a él en todos los aspectos mas significativos. ¿Es su intención prepararlo para ser el soberano supremo? No, no. Para ser un títere, simplemente; para bailar ante la gente y ganar su amor, y para que algún día su personalidad quede anulada, desechada y su cuerpo se convierta, entonces, en la morada de la mente astuta y el alma turbia de Genghis Mao, cuando la corteza añosa y averiada del presidente ya no pueda repararse. Pobre Mangú. Mordecai tiembla.
Se dirige de prisa a su oficina, cierra la puerta y pone las trabas.
Siente una vibración violenta y repentina en el muslo, cerca de la cadera, el lugar en donde recibe la energía producida por el cerebro de Genghis Mao: en una de las habitaciones, el Khan se está despertando.