CAPITULO 9 — LOS ACTORES

Bob calculó bien la hora de llegada; las clases terminaron sólo uno o dos minutos después e inmediatamente se vió rodeado por una multitud de conocidos. En la isla había una proporción considerable de niños y jóvenes en edad escolar. Hubo apretones de manos, bullicio, preguntas mutuas. Finalmente, el grupo se disolvió y Bob quedó rodeado por algunos amigos más íntimos.

El Cazador sólo reconoció a uno de ellos; pertenecía al grupo que estaba nadando aquel día que él encontró a Bob. En esa época, el simbiota carecía de la necesaria experiencia para distinguir rasgos humanos, pero era muy difícil olvidar la desgreñada cabellera rojiza de Kenny Rice. Por la conversación, el Cazador se enteró en seguida de que los otros también habían estado aquel día en el picnic: Norman Hay y Hugh Colby eran sin duda los que Bob había mencionado mientras describía la situación de la isla. El único a quien hasta ahora el Cazador no había visto nunca era Kenneth Malmstrom; éste era un muchacho rubio de unos quince años que medía más de un metro ochenta de altura; todos lo llamaban por su sobrenombre: «Petiso». Los cinco amigos eran viejos compañeros de andanzas por la isla. Había sido una verdadera coincidencia que el simbiota los encontrara nadando cerca del lugar de su naufragio. Cualquier isleño, enterado del punto en que el Cazador fué a parar, habría apostado que uno de estos muchachos sería su primer anfitrión. A ninguno de ellos le pareció extraño que Bob comenzara a pedirles noticias:

—¿Estuvieron cerca del arrecife, últimamente?

—No —replicó Rice—. Hugh rompió el piso del bote hace unas seis semanas y, desde entonces no hemos podido encontrar una tabla que le ande bien.

—¡Ese piso estaba flojo desde hacía mucho tiempo! —arguyó en su defensa Colby, el más joven de los cinco, que se caracterizaba por su modalidad pacífica y su timidez.

Nadie discutió su afirmación.

—De todos modos… ahora tendríamos que recorrer la costa sur para poder salir en bote —agregó Rice—. En diciembre hubo una tormenta muy fuerte que empujó un banco de coral contra la salida. Papá nos prometió dinamitarlo, pero hasta el momento no ha ido por allí.

—¿No podrías persuadirlo de que nos dejara hacerlo a nosotros? —preguntó Bob—. Una carga bastaría y, además, todos sabemos manejarla.

—Trata tú de convencerlo… Su única respuesta fué: «Cuando seas mayor».

—Vamos a la playa entonces —dijo Bob.

Había varias playas en la isla, pero esa palabra tenía un solo significado para el grupo.

—Podríamos caminar por la playa en dirección al sur y darnos un baño por allí — prosiguió Bob—. Desde que me fui de aquí no he estado en agua salada.

Los otros aceptaron la propuesta. En seguida se dispersaron para recoger sus bicicletas que habían quedado apoyadas contra la pared exterior de la escuela.

El Cazador aprovechó en buena forma los oídos y los ojos de Bob durante el trayecto. Se enteró de pocas cosas pero, en cambio, la imagen visual que tenía de la isla se aclaró bastante. Bob no le había mencionado el riachuelo que desembocaba en la laguna a unos doscientos metros de distancia de la escuela. Tampoco lo había visto el Cazador cuando fueron hasta la casa del muchacho; pero ahora, el puente de madera que estaban atravesando atrajo su atención. En seguida pasaron por el lugar donde Bob había parado el jeep. Luego, a unos tres cuartos de milla de la escuela, los otros muchachos se detuvieron y esperaron mientras Bob iba a buscar su traje de baño. Un cuarto de milla más adelante, Rice hizo lo mismo. Luego pasaron por encima de otro arroyuelo que corría por un desaguadero de cemento. El Cazador dedujo, a partir de varias frases que había escuchado, que el bote al cual Rice se refiriera anteriormente se hallaba en la boca de esa corriente de agua.

Malmstrom y Colby, por turno, dejaron su libros y recogieron su ropa de baño en sus casas; finalmente, el grupo llegó a la residencia de Hay, al final del camino pavimentado y a unas dos millas de distancia de la escuela. Allí dejaron las bicicletas.

Luego se dirigieron a pie hacia el oeste, dando la vuelta a la colina que constituía la espina dorsal de la isla y donde se hallaban todas las casas.

Llegaron a la playa, después de caminar alrededor de media milla, en parte a través de la espesa vegetación de la colina y, por momentos, atravesando unos bosquecillos bastante ralos de palmera, al fin encontraba el Cazador un lugar conocido. La laguna donde encallara el tiburón había desaparecido —las tormentas y las mareas no dejaban nunca de modificar los bancos de arena—, pero el bosquecillo de palmeras y la playa eran las misma. Había llegado por fin al lugar donde encontrara Bob; el lugar donde debió haber comenzado su búsqueda a no ser por su increíble mala suerte; el lugar donde debería comenzar inexorablemente su búsqueda.

Sin embargo, ninguno de esos muchachos pensaba en detectives y en crímenes por el momento.

En un minuto estuvieron listos para ir al agua.

Bob se adelantó en dirección a la orilla. Su piel blanca contrastaba con el tinte bronceado de su jóvenes amigos.

La playa, que era de arena muy fina, contenía no obstante, filosos fragmentos de coral. Con el apuro, el muchacho pisó sin cuidado encima de éstos.

El Cazador cumplía con su deber en esos momentos de modo que Bob no encontró señales de las heridas al examinarse la planta de los pies; pensó que su sensibilidad se le había agudizado después de tantos meses de usar zapatos. Siguió, pues, corriendo en dirección al agua. Naturalmente, no quería que sus amigos lo consideraran un flojo. El Cazador, en cambio, estaba bastante fastidiado. ¿No era suficiente un sermón, acaso? Aplicó entonces las contracciones musculares que su primer anfitrión acostumbraba a interpretar como la señal de que se estaba propasando; pero Bob se hallaba tan tenso que ni siquiera sintió el aviso; aunque hubiera sentido el tirón, difícilmente habría entendido su significado. Se metió en el agua hasta que ésta le llegó a la altura de la cadera y se lanzó de cabeza contra una ola que se aproximaba. Los otros jóvenes lo seguían. El Cazador renunció a sus intentos de llamar la atención del muchacho, limitándose a mantener cerradas las heridas y a contener su enojo. Aunque su anfitrión era aún muy joven, debería tener mayor control sobre sus actos y no descargar el peso de la conservación de su salud enteramente sobre el Cazador. Era necesario tomar alguna medida.

Nadaron muy poco; tal como Bob dijera, ésta era la única parte de la isla que no se hallaba protegida por los arrecifes y, como consecuencia, el oleaje era muy intenso. Los jóvenes salieron del agua pocos minutos después, envolvieron sus ropas en sus respectivas camisas y empezaron a caminar por la playa en dirección al sur. Antes de que se alejaran demasiado, el Cazador aprovechó el momento en que Bob miró hacia el mar para aconsejarle, con términos muy severos, que se calzara los zapatos. El sentido común del muchacho tuvo más peso que su vanidad y obedeció al Cazador.

Después de caminar unos pocos cientos de metros, los arrecifes comenzaban nuevamente y la playa se alejaba cada vez más, con la consiguiente disminución de la resaca; a pesar de esto, tuvieron una suerte excepcional, pues encontraron una tabla de más de tres metros de largo y cuarenta centímetros de ancho que se hallaba sobre la arena. Los muchachos se abstuvieron de pensar que podría haber sido arrancada por la corriente de la construcción que se estaba levantando en el otro extremo de la isla. La imagen del bote que era necesario reparar no se separaba de sus mentes. Arrastraron la tabla lejos del agua y Malmstrom escribió su nombre sobre la arena, al lado de la misma. La dejaron en ese lugar para recogerla cuando pasaran de regreso.

La «costa sur» no les proporcionó mayores novedades a los jóvenes exploradores. Cerca del fina de su recorrido, encontraron una raya enterrada, en la arena. Bob examinó cuidadosamente el pez pues recordó la forma en que el Cazador llegó hasta la costa. Evidentemente, esos restos se hallaban allí desde hacía algún tiempo y el examen de los mismos resultaba bastante desagradable.

—Linda forma de perder el tiempo —observo el Cazador mientras Bob se incorporaba, y Bob es tuvo a punto de contestarle afirmativamente y en voz alta, sin darse cuenta de que no estaba solo.

Roberto volvió muy tarde a su casa para cenar. Entre todos habían llevado la tabla hasta la desembocadura del arroyo, donde se hallaba el bote. El único recuerdo concreto que conservaba de las actividades de esa tarde era el ardor de una intensa quemadura solar. Ni el mismo Cazador pudo apreciar o detectar los síntomas antes de que el daño estuviera consumado.

Pero el simbiota, a diferencia de Bob, veía algo positivo en el incidente. La quemadura tendría mucho más efecto que los sermones para conseguir que el muchacho no descargara completamente el cuidado de su salud sobre el Cazador. Por eso esta vez no dijo nada y se limitó a esperar que las propias cavilaciones del joven actuaran saludablemente sobre su conducta. Bob estaba muy fastidiado consigo mismo. Nunca, en largos años, se había descuidado tanto como aquella tarde y la única excusa que encontraba era su llegada al hogar en una época tan rara. Pero como sabía que ésta no era una verdadera excusa, su desazón aumentaba.

Cuando bajó a tomar el desayuno a la mañana siguiente se sentía de mal humor. Estaba disgustado consigo mismo, también un poco con el Cazador y no demasiado conforme con el resto del mundo. Al mirarlo, su padre comprendió que no convenía sonreír. No obstante, se dirigió a él con evidente cordialidad.

—Bob, pensaba sugerirte que fueras hoy al colegio, pero quizá tú prefieras esperar un poco. No habrá gran diferencia si lo dejas para el lunes.

Bob asintió, aunque esto no le causara, en realidad, ningún alivio, ya que había olvidado completamente la escuela.

—Creo que tienes razón —contestó—. No aprovecharía gran cosa esta semana. Ya estamos a jueves. En cambio, quisiera salir a caminar un poco.

El padre le miró de soslayo.

—Si yo estuviera como tú, con la piel tan quemada, lo pensaría dos veces antes de salir —observó el señor Kinnaird.

—¡Pero no va a quedarse en casa! —interrumpió la señora Kinnaird.

El padre no se opuso a que saliera y volviéndose hacia Bob le dijo:

—Trata de andar bien cubierto y si quieres explorar los alrededores, ve hacia los bosques. Por lo menos allí hay bastante sombra.

—Es cuestión de elegir entre dos cosas: o se quema la piel, o se lastima —dijo la señora Kinnaird.

Cuando se quema, al menos la ropa queda sana; en cambio, si va al bosque las espinas le desgarrarán la piel y la ropa.

Ella sonrió. Era fácil descubrir que con ese pretexto trataba de ayudar a su hijo. Bob le agradeció con un gesto cariñoso.

Muy bien, mama. Haré todo lo posible por mantenerme en un término medio.

Cuando terminó su desayuno, subió a su cuarto y se cambió la camisa que llevaba por una color caqui, de mangas largas, de su padre. Después volvió a bajar y ayudó a su madre a levantar los platos de la mesa, pues el señor Kinnaird ya había salido. Luego cortó algunas ramas que amenazaban con invadir la casa y, finalmente, desapareció entre los arbustos.

Se alejaba gradualmente del camino y comenzaba a subir una cuesta. Caminaba con decisión, como si estuviera impulsado por un propósito definido. El Cazador evitaba interrogarlo, ya que el fondo ofrecido por la selva no se prestaba para su método de comunicación. Poco después de abandonar la casa, cruzaron un arroyo. El simbiota juzgó con razón que debía ser el mismo que un poco más lejos pasaba por debajo del camino. Un tronco de árbol servía para pasar de un lado a otro.

La señora Kinnaird no exageraba cuando se refirió a la naturaleza del bosque. Había pocos árboles realmente altos, pero el suelo estaba literalmente cubierto por arbustos achaparrados, muchos de ellos con agudas espinas. Bob se deslizó entre los arbustos con una rapidez y seguridad que denotaban larga experiencia. Un botánico se hubiera quedado fascinado por la variedad de plantas; en la isla había un laboratorio de bacteriología y otro de botánica, donde se realizaban trabajos relacionados con el mejoramiento de las bacterias productoras de aceite y el crecimiento de las plantas destinadas a alimentar los tanques.

Bob se dirigía hacia un lugar que quedaba a unos ochocientos metros de la casa. Pero demoró más de media hora para llegar hasta allí. Cuando estuvo en la cima de la montaña, la vegetación se volvió mucho más escasa. Desde allí se podía ver toda la zona poblada de la isla. En un lugar donde la selva había sido raleada para dar paso a los jardines, se hallaba un árbol mucho más alto que los que había en la selva misma, aunque no llegaba a tener la altura de las palmeras que crecían cerca de la playa. Las ramas más bajas habían desaparecido y en su lugar densas enredaderas se enroscaban en el tronco. Era muy fácil trepar por allí. Bob lo hizo sin dificultad.

En las ramas superiores había una tosca plataforma. El Cazador dedujo que los muchachos estaban acostumbrados a ir a ese lugar. Desde allí, por encima del nivel de la selva, toda la isla era prácticamente visible. Bob dirigió lentamente su mirada en círculo para permitir al Cazador que apreciara los detalles que faltaban en el mapa.

Tal como el Cazador observara el día anterior, después de dar un rápido vistazo por el camino, había también algunos tanques sobre la playa, en el extremo noreste de la isla. Cuando Bob fué interrogado, contestó que esas bacterias trabajaban mejor a elevadas temperaturas. Por eso estaban colocadas a pleno sol; su actividad se detenía durante la noche.

—Parece que hay algunos más —agregó—. Pero siempre realizan el mismo tipo de trabajo. Es arriesgado asegurarlo, pero la mayor parte de los tanques se encuentran sobre la ladera más alejada de la montaña queda al noroeste. Esa es la única parte de la isla que no podemos ver desde aquí.

—Y también los objetos que se encuentran dentro y cerca del borde de la selva — observó el Cazador.

—Por supuesto. Bueno… no esperarás que encontremos a nuestro enemigo si lo buscamos desde una gran distancia. Vine aquí para que tuvieras una idea mas exacta de la isla. Tendremos que intensificar la búsqueda en los tres días próximos. No puedo postergar más allá del lunes la ¡da a la escuela —dijo señalando el largo edificio que se extendía al pie de la montaña—. Si el bote estuviera en condiciones podríamos revisar ahora los arrecifes.

—¿No hay otros botes en la isla?

—Por supuesto. Podría pedir uno prestado, aunque no conviene andar por allí sin compañía. Si llegara a sucederle algo al bote nos veríamos en apuros. Generalmente andamos en botes pesados.

—Al menos, podríamos mirar un poco en las zonas menos peligrosas. También podrías ir caminando hasta el arrecife que queda junto a la playa.

—No, es imposible. Hay que nadar bastante para llegar a la parte más cercana. Hoy no puedo nadar… a menos que tú fueras capaz de hacer algo por la quemadura de sol; ayer no me ayudaste absolutamente nada.

Hizo una pausa y prosiguió:

—¿Y los otros muchachos? ¿No encontraste en ellos nada especial, ayer? Quizá convendría investigar primero por ese lado…

—No, no vi nada. ¿A qué te refieres?

Bob no le contestó. Después de pensar un momento, comenzó a descender lentamente por el tronco del árbol. Cuando estuvo al pie del mismo, vaciló un instante más, como si estuviera indeciso. Luego echó a andar cuesta abajo, abriéndose paso entre las plantas y acercándose gradualmente al camino. Explicó su vacilación con las siguientes palabras:

—Creo que no vale la pena buscar la bicicleta.

Salieron al camino a unos doscientos metros de la escuela hacia el este. Luego siguieron en esa dirección. Bob miraba las casas que iban encontrando y hacía un esfuerzo por estimar las posibilidades que existían de conseguir un bote prestado. Así llegó al camino que conducía al muelle. La casa de Teroa quedaba en la intersección. Bob apuró el paso.

Dió vuelta a la casa, esperando encontrar a Carlos trabajando en el jardín, pero allí sólo estaban las dos hermanas del muchacho, quienes le avisaron que él estaba adentro. En el momento en que Bob se encaminaba hacia la entrada, la puerta se abrió de golpe y apareció Carlos.

—¡Bob! ¡Tendrás que creerme! ¡Ya lo tengo!

Bob parecía algo confundido y miraba a las chicas que reían abiertamente.

—¿Qué es lo que tienes?

—¡El trabajo, cabeza dura! ¿De qué hablábamos ayer, entonces? Esta mañana llegó un radiograma. Yo ni sospechaba que el asunto marchaba… Creía que no conseguiría nada.

—Yo ya lo sabía —dijo Bob sonriendo—. Tu padre me lo contó.

—¿Y no me lo dijiste? —le reprochó Teroa acercándose.

Bob retrocedió rápidamente.

—El me pidió que no te lo dijera… no tenías que enterarte. ¿No es mejor así?

Teroa se tranquilizó y continuó con gran contento:

—Sí, creo que tienes razón. Tu amigo, el pelirrojo, lo lamentará… ¡eso le pasa por echarse atrás!

—¿El pelirrojo? ¿Ken? ¿Qué tiene que ver con esto? Yo creía que iba Norman contigo.

—Así era, pero como la idea provenía de Rice, estaba sobreentendido que él también vendría. Luego se pescó un catarro, o qué se yo, y no volvió a aparecer. ¡Cómo me reiré ahora!

Y, poniéndose repentinamente serio, continuó:

—No le digas nada de este trabajo. ¡Quiero contárselo yo mismo!

Comenzó a caminar en dirección al muelle y luego se dió la vuelta para decir:

—Voy hasta el Cuatro a recoger algo que le presté a Hay hace mucho tiempo. ¿Quieres venir?

Bob miró el cielo, pero el Cazador no dio su opinión. Tuvo que decidirse solo.

—No puedo —dijo—. Además, me parece que la lancha no está en condiciones.

Siguió con la mirada al bronceado muchacho de dieciocho años mientras desaparecía entre los galpones del depósito. Luego volvió lentamente por el camino.

—Esta era la única oportunidad real que teníamos de conseguir un bote —le dijo al Cazador—. Ahora tendremos que esperar hasta que los muchachos salgan de la escuela. Yendo en grupo es más fácil que nos presten uno o que podamos arreglar el nuestro. No tuve tiempo de examinarlo detenidamente ayer cuando llevamos la tabla.

—¿Este muchacho iba a usar su propio bote?

—Sí. ¿Oíste cuando dijo que iba al Cuatro para traer algo? Quería decir: al Tanque Cuatro. La persona que mencionó trabaja con la lancha que usan para transportar los desechos de los tanques. Carlos quiere pedirle lo que le prestó, antes de que se vaya de la isla.

El Cazador se puso alerta:

—¿Deja la isla? ¿Te refieres al barquero?

—No, a Carlos. ¿No oíste, acaso, lo que decía?

—Escuché algo acerca de un trabajo, nada más.

—¿Por eso se va?

—¡Por supuesto! Carlos es el hijo del contramaestre de ese navío: el muchacho que se embarcó como polizón con la esperanza de obtener más adelante algún trabajo como tripulante. ¿No recuerdas? Su padre nos contó la historia, a bordo.

—Recuerdo que conversaste con un oficial la primera noche que pasamos en el barco —replicó el Cazador— pero no sabía ni sé de qué se trataba. No hablaban en inglés.

Bob se quedó cortado y trató de recordar:

—Ya lo había olvidado —dijo.

Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y relató la historia en la forma más breve y más clara que pudo.

Cuando terminó de hablar, el Cazador permaneció un momento pensativo:

—Entonces —comentó—, Carlos Teroa se fué de la isla una vez antes de mi llegada, y se apronta a partir nuevamente. Tu amigo Norman Hay partió también. ¡En el nombre de Dios, si sabes de otros que lo han hecho, tienes que decírmelo!

—No hay otros, con excepción, claro está, del padre de Carlos que no creo que haya atracado aquí a menudo. ¿Por qué te preocupas por aquel primer viaje? No desembarcaron nunca, y tampoco anclaron en ningún puerto. Por lo tanto, si nuestro enemigo estaba con ellos sólo pudo haberlos abandonado en el mar.

—Puede ser que tengas razón, pero debemos saber la verdad acerca del individuo que acabamos de ver. Tenemos que sondearlo antes de que se vaya. Aguza el ingenio, te lo ruego.

Por primera vez en el día, mientras regresaba escalando la cuesta del camino, Bob olvidó completamente su quemadura de sol.

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