CAPITULO 12 — LA CAÍDA

Al principio, mientras remaban, conversaron poco, ya que habían quedado muy impresionados por el incidente; pero cuando Norman Hay hizo una observación acerca de su acuario, la conversación estalló con gran entusiasmo.

—Quizá podríamos encontrar por aquí algo para sacar los tapones de cemento de la laguna —fueron sus palabras.

—Necesitarás algo muy fuerte —observó el Petiso—. El cemento submarino que tú empleaste es un material muy resistente… Lo usan en el muelle y no hay ninguna marca en el lugar en que el buque-tanque lo roza.

—El buque no toca al muelle, a menos que hay algún descuido —indicó Rice desde la proa—. No obstante, Norm tiene razón al decir que necesitaras herramientas buenas. Me parece que en casa no tenemos nada que pueda servir para eso.

—¿Qué usamos, entonces? ¿…martillo o formón?

—No se puede trabajar con el martillo debajo del agua. Precisamos una barra de hierro larga y pesada, con una buena punta. ¿Quién sabe dónde podemos conseguirla?

Ninguno contestó. Después de un rato, Hay prosiguió:

—Entonces les preguntaremos a los muchachos del muelle y si ellos no saben tendremos que ir buscar entre las herramientas de la construcción que están realizando en la montaña.

—Trabajaríamos mucho más rápido si tuviéramos una escafandra —opinó Rice.

—Las únicas escafandras que hay en la isla forman parte del equipo de salvamento y están en el muelle y en los tanques; y no nos las prestarían —dijo Bob—. Además, tampoco conseguiríamos el traje correspondiente… y, por otra parte, el único nosotros que podría ponérselo es el Petiso.

—¿Y qué tiene eso de malo? —inquirió Malmstrom.

—Tú andarías protestando porque casi todo el trabajo recaería sobre ti. Y, ¿para qué seguir hablando de ello, si sabemos que no nos prestarían lo que necesitamos?

—¿Por qué no fabricamos nosotros mismos equipo? No es tan difícil.

—Quizá tengas razón, pero hace cuatro o cinco años que venimos hablando de esto y siempre terminamos conteniendo la respiración para trabajar bajo el agua —dijo Colby.

Como en las poquísimas oportunidades anteriores en que éste intervino en la conversación, nadie tuvo una respuesta adecuada.

Rice rompió el breve silencio que se produjo con otra pregunta.

—¿Y qué piensan usar para mantener los peces encerrados? Bob dijo algo acerca de usar alambre tejido… pero ¿de dónde piensan sacarlo?

—Tampoco lo sé. En el caso de que hubiera alambre tejido en la isla, tendría que hallarse en los depósitos del muelle. Si lo encontrara allí, sacaría un pedazo; en caso contrario, trataré de fabricar alambre tejido con algún alambre bastante grueso. La abertura no será muy grande.

Atracaron al pie de una escalera que estaba al costado de la estructura, casi debajo del camino que comunicaba con la playa; Rice y Bob ajustaron las amarras de la proa y de la popa, mientras los otros subían a la plataforma principal, sin esperar. A Ken le costó un poco subir por la escalera a causa de su pie, pero lo disimulaba bastante bien. Cuando estuvieron sobre el muelle, se dedicaron a planear la acción inmediata.

El muelle era una estructura de gran tamaño. La producción semanal de aceite era considerable y seguía aumentando. Cuatro tanques cilíndricos enormes se destacaban en el conjunto; en comparación, sus bombas auxiliares y los mecanismos de control parecían muy pequeños. No había paredes contra incendios; la estructura estaba construida con acero y cemento y poseía numerosos desagües de gran tamaño que desembocaban en el agua, más abajo; los aparatos para combatir los incendios consistían principalmente en mangueras de alta presión con las que se empujaba el aceite ardiente hacia la laguna.

Alrededor y entre los tanques se veían algunos cobertizos construidos con chapas de hierro acanaladas, similares a los edificios que servían para depósito, que se encontraban en la playa y que cumplían la misma función; en el extremo opuesto del camino había un complicado aparato que se usaba para destilar gasolina y para el calentamiento o lubricación de los aceites obtenidos a partir de los productos crudos de los tanques de cultivo: resultaba más barato industrializar las pequeñas cantidades del producto que se consumían en la isla en vez de embarcar el aceite crudo a Tahití para su refinamiento.

En ese momento, los jóvenes estaban interesados principalmente en los galpones de depósito. A ninguno de ellos se le ocurría de antemano en qué podría utilizarse el alambre tejido en los trabajos realizados en la isla pero, para estar bien seguros, era necesario remover hasta la última piedra en su búsqueda. Se introdujeron, en fila, por el reducido espacio que quedaba entre los tanques.

Se detuvieron un instante antes de llegar al depósito; cuando pasaron junto a la esquina de uno de los cobertizos más pequeños, salió de pronto un brazo que se aferró al cuello de Rice, atrayéndolo hacia adentro. Los muchachos quedaron atónitos durante algunos segundos; luego intercambiaron sonrisas de comprensión al oír la voz de Carlos Teroa. Decía algo acerca de «polizones» y de «trabajos», y parecía hablar con mucho énfasis; por primera vez, se oyó una conversación de varios minutos de duración, en la que no interviniera Rice. Bob no sabía si convenía prevenir al muchacho acerca de las intenciones de Teroa, pero estaba seguro de que nadie se perjudicaría… y el de mayor edad parecía muy satisfecho de sí mismo. Sin embargo, el pelirrojo, muy avergonzado, se acercó al grupo. Teroa estaba detrás de él y en su rostro se dibujaba una tenue sonrisa. En un momento en que su mirada se cruzó con la de Bob, le guiñó el ojo.

—¿Qué hacen ustedes por aquí? —preguntó.

—¿Y qué haces tú —replicó Hay, que no tenía intenciones de irse sin conseguir lo que buscaba—. Tú tampoco trabajas aquí.

—¿Por qué no lo averiguas? —contestó Teroa con serenidad—. Al menos, estoy ayudando. Supongo que ustedes andan detrás de algo.

Esta última frase era una afirmación, aunque al final de la misma pudo percibirse un tono de pregunta.

—Nada que pertenezca a otra persona —replicó Hay, defendiéndose de antemano.

Iba a explayarse sobre ese tema cuando se oyó la voz de otra persona.

—¿Cómo podemos estar seguros de lo que dices?

Todos se dieron vuelta y vieron parado al padre de Bob detrás de ellos.

—No tenemos ningún inconveniente en prestar cosas —prosiguió— siempre que sepamos qué piensan hacer con ellas. ¿Para qué vinieron?

Hay se lo explicó con toda amabilidad. Tenía la conciencia tranquila, ya que pensaba pedir el alambre que necesitaba, aunque hubiera deseado primeramente elegir a quién se lo pediría.

El señor Kinnaird movió la cabeza comprensivamente.

—Me parece que tendrán que subir al tanque nuevo para conseguir una barra de hierro o algo semejante —dijo—. Aunque… quizá pueda ayudarles a encontrar el enrejado que buscan.

Todos, incluso Teroa, lo siguieron por la resbaladiza superficie que ofrecían las chapas de acero. Mientras caminaban, Hay explicaba lo que había sucedido en su laguna, y la forma en que descubrieron la causa de las anomalías. El señor Kinnaird solía ser un buen oyente, pero en el momento en que escuchó algo acerca de la posibilidad de introducirse en el agua infectada dirigió una mirada penetrante a su hijo que, afortunadamente, éste no percibió. La conversación hizo recordar a Bob que tenía que pedir el libro a Hay. Lo hizo apenas se produjo el primer silencio. El señor Kinnaird no pudo contener un comentario.

—¿Acaso piensas convertirte en médico? ¡No has estado portándote últimamente como tal!

—No, no es eso… sólo quería averiguar algo —dijo Bob, disculpándose.

Mientras tanto, el Cazador veía que los acontecimientos se presentaban antes de lo previsto y se desarrollaban a toda velocidad: hubiera querido comunicarse con su anfitrión pero las circunstancias no resultaban propicias.

El señor Kinnaird sonrió v, volviéndose hacia la puerta de uno de los galpones, dijo:

—Puede ser que haya algo aquí, Norman.

Abrió la puerta. Adentro reinaba una oscuridad casi absoluta, pero el padre de Bob encendió inmediatamente una lamparilla que colgaba en el centro del cielo raso. Todos los ojos se fijaron en lo mismo: un gran rollo de alambre galvanizado tejido de un cuarto de pulgada, que parecía hecho a propósito para satisfacer las necesidades de Norman. Hay se precipitó sobre él mientras el padre de Bob contemplaba la escena como si hubiera sido el inventor del alambre tejido.

—¿Cuánto necesitas?

—Un pedazo de cincuenta centímetros cuadrados será suficiente —fué la respuesta.

El señor Kinnaird tomó una pinza que se hallaba a un costado del galpón, sobre un banco, y comenzó a cortar el alambre. Era muy difícil cortarlo, ya que los extremos agudos del mismo obstaculizaban el manejo de la pinza. No obstante después de pocos minutos de trabajo, le extendió a Norman el fragmento deseado. Salieron todos del galpón.

—No sabía que usaban este material en la isla —dijo Bob a su padre, mientras cerraba la puerta detrás de él.

—¿Verdad? —preguntó el señor Kinnaird—. Tú has andado por la isla lo suficiente como para reconstruirla centímetro a centímetro si fuera necesario.

Y dirigiéndose hacia el tanque de depósito más próximo, les mostró uno de los desagües de emergencia.

—Allí se emplea el alambre tejido —dijo, señalando la abertura que tendría alrededor de un metro cuadrado de superficie.

Los muchachos se aproximaron. A unos setenta centímetros de la abertura, entre ellos y el agua que se hallaba a unos cuatro metros más abajo, se veía una rejilla protectora de alambre tejido igual al que Norman tenía entre sus manos.

—No creo que pueda soportar a una persona que llegara a caerse allí —observó Bob.

—Una persona no tiene por qué caerse allí —replicó su padre—. Y, en tal caso, sería deseable que supiera nadar. No se permite transitar cerca de estos lugares.

Se alejó de la boca de desagüe y los muchachos lo siguieron, enfrascados en sus pensamientos. Muy pronto apreciaron la exactitud de sus palabras.

Se resbaló; al menos, Malmstrom insistía en que fué el señor Kinnaird quien resbaló primero, pero ninguno podía tener seguridad absoluta al respecto. El grupo se vino al suelo, del mismo modo que cuando se acierta el blanco en una cancha de bolos. El único que quedó en pie fué Teroa y lo consiguió gracias a su rapidez de movimientos. Malmstrom se estrelló contra Hay; éste, al caer, golpeó con sus pies los tobillos de Bob y Colby, quienes a su vez no pudieron mantenerse en equilibrio encima de esa superficie metálica y aceitosa. Bob exhaló un grito cuando reparó que se hallaba en un tris de probar prácticamente la resistencia de la rejilla de alambre.

En el colegio, su velocidad de reacción le había permitido ocupar un importante puesto en el equipo de hockey; esto fué lo que lo salvó. Cayó parado y, cuando los dedos de sus pies se hubieron afirmado sobre la rejilla, extendió los brazos todo lo que pudo, tratando de alcanzar la parte sólida del muelle. El borde de la plataforma le produjo un fuerte dolor en la caja torácica, pero como una buena parte de su peso se descargó sobre sus brazos, la rejilla no cedió.

Su padre, apoyado sobre las rodillas y las mano trató de ayudarlo a subir, pero resbaló nuevamente y tuvo que renunciar a su intento. Malmstrom Colby, que habían caído muy cerca de allí, tomaron a Bob por las muñecas sin intentar siquiera modificar la posición, boca abajo, en que se encontraba. De este modo, el joven tuvo suficiente apoyo y pudo incorporarse.

Bob tenía la frente perlada de sudor y su padre se restregaba los ojos. Se miraban en silencio. Luego, el padre sonrió con embarazo y dijo:

—Era esto lo que temía.

Y en seguida, recobrándose un poco, continuó:

—Supongo que ese bote que está atado allí es de ustedes. Hay que llevarlo de vuelta hasta el arroyo. Yo llegaré a casa, para cenar, con algún retraso.

Todos estuvieron de acuerdo. El señor Kinnaird dijo, dirigiéndose a Bob:

—Es mejor que ahora se vayan enseguida, ante de que suceda otro percance. ¿Se lo contamos a tú madre? Será mejor que no…

No hubo ninguna pausa entre la pregunta y la respuesta. Todos se alejaron, casi sonriendo.

El Cazador no sonreía, sin embargo, y tenía buenas razones para no sentirse tranquilo. Era necesario que hablara con Bob, pero tenía tantas cosa que decirle que ni siquiera podía decidir por dónde comenzar. Se sintió intensamente aliviado cuando su joven anfitrión se instaló en la proa del bote, en vez de tomar los remos; en ese instante Bob no miraba a sus amigos. El Cazador atrajo su atención.

—¡Bob!

Las letras proyectadas eran gruesas, inclinadas y además, subrayadas. También habrían estado coloreadas si el Cazador hubiera tenido medios para hacerlo; de ese modo, el joven comprendió la urgencia del simbiota y fijó inmediatamente la vista en el horizonte.

—Dejaremos de lado —comenzó el Cazador— a menos por el momento, tu tendencia a exponerte a heridas menores porque confías en mi protección.

Si bien esa tendencia, en sí misma, es ya bastante perniciosa, lo más grave es que pareces complacerte en difundir a todos los vientos tu confianza en tu propia inmunidad. Te ofreciste públicamente a entrar en el agua, esta mañana, sin la menor vacilación; anunciaste a todos tu reciente interés por la biología, en general, y por los virus en particular. En varias oportunidades he estado a punto de olvidar mis atenciones para contigo y paralizarte la lengua. Al principio, creía que lo único que podía pasar era que atemorizaras a nuestra presa y la indujeras a buscar un escondite mejor; pero ahora no estoy muy seguro de que todo este asunto no nos traerá complicaciones más serias.

—Pero, ¿qué podría suceder? —murmuró Bob, en voz muy baja para que sus compañeros no lo oyeran.

—Por supuesto, todo lo que yo digo puede estar equivocado, pero ¿no es curioso que después de estar a punto de sufrir un accidente insistas en hablar de esas cosas… especialmente, hallándote al lado de una de las personas más sospechosas para nosotros?

Bob meditó en silencio uno o dos minutos. No había considerado previamente la posibilidad de exponerse a un peligro físico. Antes de que pudiera pensar algo para responder al Cazador, éste continuó:

—Un examen tan minucioso como el que tú hiciste del pez muerto puede fácilmente haber atraído la atención de cualquiera, especialmente de alguien tan sospechoso como lo es tu amigo para nosotros.

—Pero Norm lo observaba con el mismo interés que yo —opinó Bob.

—Ya me di cuenta.

El Cazador no se explayó sobre esta cuestión, dejando que su joven anfitrión extrajera libremente todas las conclusiones que quisiera.

—Pero, ¿qué hubiera podido hacer él? ¿Es posible que haya sido el causante de esa caída?… Tú me dijiste que no puedes causarme daño. ¿Acaso él es diferente a ti?

—No. Es verdad que él no hubiera podido forzar a ninguna de esas personas a que te empujaran, o algo semejante. Sin embargo, podría haberla persuadido; recuerda cuánto hiciste tú por mí.

—Pero tú me dijiste que él no se daría a conocer.

—Eso es lo más probable, ya que en caso contrario correría un gran riesgo. No obstante, podría haber intentado buscar colaboración… Quizá engañando a su anfitrión… No es tan difícil. ¿Cómo podría probar su anfitrión que él está mintiendo?

—No puedo contemplar esa situación a priori: pero ¿en qué se habría beneficiado tu enemigo si yo me caía allí adentro? Sé nadar y, además, todos saben. Y en caso que no supiera y me ahogara… eso tampoco impediría que tú siguieras viviendo tu vida.

—Así es; pero quizá él haya pensado que, en caso de que tú te lastimaras levemente, yo me traicionaría por mis actividades cicatrizantes. Después de todo, no importa lo que le haya dicho a su anfitrión, ya que no creo que trate de persuadir a uno de tus amigos para que te cause un daño serio o permanente.

—Entonces, ¿piensas que Carlos Teroa está tratando de conseguir ese trabajo fuera de la isla para servir a nuestro enemigo? Yo creía que Carlos quería desvirtuar todas esas historias acerca de su manía de dormir mientras trabaja porque realmente deseaba enmendarse.

—Esa posibilidad existe, indudablemente. Pero nosotros debemos encontrar la forma de examinarlo antes de que se vaya… o evitar su traslado de la isla.

Bob no prestó mayor atención a esto último, pues en ese momento estaba muy preocupado con otro pensamiento que irrumpió en su mente… algo que cambió su expresión a tal punto que no hubiera pasado inadvertida para sus amigos en caso de que se hallaran mirándolo en ese instante.

Algo que dijera el Cazador unos minutos antes había originado un pensamiento semejante: tardó un momento en definirse, pero ahora aparecía ante su mente con destellante claridad. El Cazador dijo que su presa era capaz de engañar a su anfitrión sin que hubiera forma alguna de evitarlo. Bob advirtió de pronto que tampoco él tenía medios para comprobar la veracidad de las palabras del Cazador, Y el ser que se hallaba dentro de su propio cuerpo podría ser también un criminal fugitivo, intentando escapar de una legítima persecución.

Iba a decir algo, pero su natural sentido común lo salvó a último momento. Esto tendría que comprobarlo por sí mismo; mientras tanto, debía aparentar la misma confianza y espíritu de cooperación que caracterizaban su trato con el Cazador hasta el momento.

En realidad, no desconfiaba seriamente del Cazador. A pesar de las limitaciones que existían en la comunicación, la actitud y el comportamiento del simbiota habían hecho que el joven se formara una idea excelente acerca de su personalidad. No obstante, la duda subsistía y era necesario resolver la situación en alguna forma.

Estaba muy preocupado cuando llegaron al arroyuelo y apenas habló, mientras entre todos arrastraron el bote sobre la orilla y guardaron los remos. Pero ninguno lo advirtió, pues los muchachos habían quedado muy cansados y algo sacudidos por los dos accidentes de esa tarde. Subieron hasta la alcantarilla y recogieron sus bicicletas, que habían quedado ocultas entre los matorrales. Luego se despidieron, separándose en varias direcciones, después de fijar el mismo lugar para reunirse en la mañana siguiente.

Al fin Bob pudo hablar libremente con el diminuto detective.

—Cazador —le dijo—, si crees que mis conversaciones y la investigación que estoy realizando entre mis amigos pueden volverme sospechoso para tu enemigo, ¿hay acaso motivo para preocuparse? Cualquier cosa que intente él hacer, nos servirá para localizarlo inmediatamente. Esa sería, quizá, la mejor manera de apresarlo. Úsame como cebo. Después de todo, la única forma inteligente de encontrar una aguja en un pajar es usar un imán. ¿Qué te parece?

—Ya lo había pensado. Es demasiado peligroso.

—¿Podría causarte algún daño?

—No espero que lo haga. Lo único que me preocupa es tu seguridad. Ignoro si tu actitud se debe a la valentía de la madurez o a la temeridad de la juventud, pero no te expondré a ningún peligro mientras tenga la posibilidad de escoger otra salida más adecuada.

Bob no contestó, pero el Cazador quizá pudo de cubrir, por la contracción de los músculos facial del muchacho, el esfuerzo de éste por reprimir una sonrisa de satisfacción. Había, además, otra cuestión que Bob quería aclarar. Cuando iba en dirección a su casa le preguntó:

—¿Bromeabas cuando dijiste que podías paralizar mi lengua?

—De ninguna manera. Puedo paralizar cualquier músculo de tu cuerpo oprimiendo el nervio correspondiente. Ignoro cuánto tiempo dura el efecto de pues de dejar nuevamente en libertad el nervio, que nunca he ensayado este experimento con gente de tu raza.

—A ver, muéstrame…

Bob se detuvo en el camino, con gran expectativa.

—¡A la casa a comer! ¡Y basta de hacer propuestas tontas!

Bob continuó su camino sonriendo ahora abiertamente.

Загрузка...