CAPITULO 6 — EL PROBLEMA NUMERO UNO

Bob comenzó a considerar los aspectos prácticos del asunto aun antes de que el Cazador se refiriera a los mismos.

—Supongo —dijo, pensativo— que tú deseas volver al lugar donde me encontraste para comenzar la búsqueda del prófugo en las islas. ¿Estás seguro de que él también desembarcó allí?

—No podré estarlo hasta encontrar sus rastros —fué la respuesta—. ¿Dijiste islas…? Yo me imaginaba que habría una sola isla y a una distancia considerable. ¿Cuántas hay en esa región?

—No sé; es un archipiélago bastante grande. La que queda más cerca de nuestra casa está a unas treinta y cinco millas hacia el noreste. Es muy pequeña, pero posee hasta una central eléctrica.

El Cazador reflexionaba. Había volado exactamente en la misma dirección del otro aparato hasta el momento en que aquél desapareció de su área de control. Recordaba que ambos vehículos se habían precipitado hacia «abajo» en línea recta, de modo que, aunque su nave hubiera girado sobre sí misma al caer, no podía haberse alejado de esa línea. Por medio de su pantalla para cortas distancias, había visto cuando el otro se hundió, después de chocar con el agua; sus puntos de aterrizaje no podrían, pues, hallarse a una distancia mayor de dos o tres millas. Explicó todo esto a Bob.

—Entonces —dijo el muchacho—, si logró llegar hasta la costa debe encontrarse en nuestra isla. Eso significa que tendremos que investigar a unas ciento sesenta personas. ¿Estás seguro de que usaría un cuerpo humano para vivir o tendremos que buscarlo dentro de todos los seres vivos que existen en la isla?

—Cualquier criatura capaz de proporcionarnos el alimento y el oxígeno que necesitamos nos puede servir. Pienso que el animal que estaba con ustedes aquel día debe ser uno de los más pequeños que existen con sangre caliente, como los hombres. Sin embargo, estoy seguro de que él se encuentra en el interior de un ser humano, aunque no se haya establecido allí desde el primer momento. De acuerdo con lo que sé hasta ahora, tú representas la única raza inteligente de este planeta; los míos siempre han considerado que los seres inteligentes constituyen la compañía más recomendable. Aunque el fugitivo no busque un verdadero compañero, debe haberse instalado en un organismo humano por considerarlo el anfitrión más seguro. No me cabe duda.

—…Siempre en caso de que haya llegado hasta la costa. Muy bien; nos ocuparemos, entonces, preferentemente de las personas. Será lo mismo que buscar una aguja en un pajar.

El Cazador ya estaba familiarizado con las expresiones que empleaba Bob, a causa de sus abundantes lecturas.

—La comparación es buena… pero habría que hacer la salvedad de que la aguja lleva un camouflage de paja —comentó el Cazador.

En ese momento fueron interrumpidos por el compañero de Bob que volvía para prepararse para comer. Aquel día no pudieron seguir conversando. Bob volvió a ver al doctor por la tarde para que le revisara el brazo. Como el Cazador carecía de poderes milagrosos y cicatrizantes, el doctor consideró que la herida se curaba normalmente. No había signos de infección «a pesar», destacó el doctor, «de la tontería que hizo».

—¿Con qué se quiso cerrar la herida?

—Yo no hice absolutamente nada —replicó el muchacho—. Me lastimé cuándo venía en dirección a la enfermería. Estaba convencido de que era un simple rasguño hasta el momento en que la enfermera comenzó a limpiar la herida y salió la sangre a borbotones.

Veía claramente que el doctor no creía en sus palabras y pensó que no valía la pena seguir usando ese argumento. El Cazador no le había pedido especialmente que guardara secreto sobre su existencia, pero a Roberto se le ocurrió que si se difundía la noticia —siempre en caso de que se aceptara la historia como verídica— podría obstaculizar seriamente las posibilidades de éxito en la búsqueda del prófugo. Por eso prefirió dejar que el doctor continuara con su discurso sobre primeros auxilios. Luego se fué del consultorio.

Poco después de la cena encontró una oportunidad para quedarse a solas. Entonces le preguntó al Cazador:

—¿Qué planes tienes para volver a la isla? Normalmente, yo debería ir allá dentro de seis meses, a mediados de junio. En ese tiempo tu enemigo tiene posibilidades de llegar a esconderse muy bien. ¿Piensas esperar mientras él se oculta más y más o has considerado ya otra forma de poder ir antes?

El Cazador esperaba esa pregunta y tenía lista la respuesta… la respuesta que le permitiría conocer mejor la personalidad del joven.

—Mi movimiento, de ahora en adelante, depende exclusivamente de ti. Si ahora te abandonara, perdería gran parte del trabajo que he realizado durante los últimos cinco meses. Es verdad que he aprendido el idioma de ustedes, lo cual podría ayudarme en otras partes, pero sospecho que me resultaría muy difícil conseguir la cooperación de otra persona. Tú eres el único ser humano de quien estoy seguro de obtener ayuda y comprensión. Al mismo tiempo, es verdad que cuanto antes vuelva a la isla será mejor; así que convendría que tú también fueras. No ignoro que no eres completamente libre para controlar tus propias acciones, pero si se te ocurre la forma de volver pronto allí, sería maravilloso. Yo puedo ayudarte muy poco para resolver este asunto; tú te has criado en este ambiente y puedes juzgar mejor las posibilidades de éxito de un plan determinado. Todo lo que puedo hacer es aconsejarte acerca de las acciones y de la naturaleza de nuestra presa y de lo que conviene hacer cuando nos lancemos en su búsqueda. ¿Qué razón válida podrías argumentar ante tus padres para regresar inmediatamente a la isla?

Bob no contestó en seguida. Antes no había pensado en tomar el asunto en sus propias manos; pero, a medida que reflexionaba, le parecía más atractivo. Indudablemente, perdería gran parte de sus estudios en el colegio, pero luego podría recuperarlos. Si el Cazador estaba diciendo la verdad, esta cuestión era realmente importante; y Roberto no veía por qué su nuevo amigo querría engañarlo. El simbiota tenía razón: era necesario encontrar la forma de volver inmediatamente al hogar.

No podía pensar en desaparecer del colegio. Además de las dificultades que tendría para cruzar todo el continente y una buena parte del océano Pacífico sin ayuda, no deseaba causar a sus padres preocupaciones innecesarias. Eso significaba que debía encontrar una buena excusa para viajar con aprobación oficial.

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que el único pretexto aceptable sería una enfermedad o un accidente. En uno o dos casos que él conocía, el pretexto fué la nostalgia del hogar, pero Roberto recordaba la mala impresión que le causaron esos individuos y decidió que evitaría adquirir semejante reputación. Lo mejor sería sufrir un accidente tratando de salvar a alguien o algo parecido, pero tenía juicio suficiente como para darse cuenta de que serían escasas esas oportunidades y que la idea, en realidad, carecía de valor práctico. La temporada de hockey no había finalizado aún; podría exponerse voluntariamente a un accidente en el juego.

En cuanto a una enfermedad, no era tan fácil adquirirla a voluntad. Quizá lograría engañar a sus amigos y profesores, pero no a un médico. Había que descartar también esto. Tuvo mil ideas: tele gramas falsos que reclamaban su presencia en el hogar, o anunciando malas noticias; pero nada le satisfacía. Después de pensar un largo rato, le dijo al Cazador que se encontraba en un dilema.

—Por primera vez, lamento haber elegido un compañero tan joven como tú —le contestó el simbiota—. Careces de la libertad de movimiento que tiene un adulto. Sin embargo, estoy seguro de que no has agotado tu reserva de ideas. Continúa pensando y avísame en caso de que consideres que puedo prestarte alguna ayuda en tus planes.

Así terminó la conversación. Bob abandonó entristecido la habitación.

Sin embargo, enseguida se animó; olvidó momentáneamente sus preocupaciones al entablar un partido de ping-pong con uno de sus compañeros de clase en la sala de juegos que quedaba junto al gimnasio. Este relajamiento favoreció su análisis subconsciente del problema. Cuando iba por la mitad del primer partido tuvo una idea. Como en ese momento no podía comunicarse con el Cazador ni siquiera reflexionar pausadamente sobre lo que se le acababa de ocurrir, se puso tan preocupado que perdió todo control sobre el juego que hasta entonces se desarrollaba con ventajas para él. Tuvo una rotunda derrota. Trató de dominarse mejor al comenzar el segundo partido; sabía que le sería imposible comunicarse inmediatamente con el Cazador, aunque abandonara el juego. Además, había comenzado ya a disimular todo lo que pudiera parecer anormal en su comportamiento; y no le parecía nada normal haberse dejado vencer de esa manera.

Pasó bastante tiempo antes de que consiguiera hablar nuevamente con el Cazador. Cuando volvió a la habitación, su compañero ya se encontraba allí, lo cual le impedía conversar no sólo mientras estuvieran las luces prendidas sino durante toda la noche. Bob no podía darse cuenta si su voz perturbaba a su compañero. Además, no le sería posible leer las respuestas del Cazador en la oscuridad. Al día siguiente, lunes, debía asistir a clase y no tendría un momento de soledad hasta después de la cena. Desesperado por estos movimientos, tomó unos libros y salió en busca de un aula desocupada. En voz baja, para no llamar la atención de los que pasaran por allí, dió salida, finalmente, a las preguntas tanto tiempo reprimidas.

—Tenemos que arreglar esto —dijo—. Tú puedes hablarme en cualquier momento en que me encuentro desocupado, yo, en cambio debo esperar a hallarme solo para hablar contigo; creerían que estoy loco. Anoche se me ocurrió una idea y estuve todo el tiempo pensando cómo hacer para comunicártela.

—El problema de la conversación no debería ser un inconveniente —contestó el Cazador—. Si te limitas a emitir un susurro inaudible para los demás, hasta podrías mantener los labios cerrados, si quisieras, yo podría aprender fácilmente a interpretar los movimientos de tus cuerdas vocales y de tu lengua. Ya lo había pensado, hace algún tiempo, pero entonces no le di mayor importancia a ese problema. Comenzaré ahora mismo. No me costará demasiado; tengo entendido que muchos hombres pueden adquirir gran rapidez y habilidad para «leer» los movimientos de labios. ¿Por qué estabas tan preocupado?

—No veía la forma de salir de aquí para volver a la isla, salvo fingiendo una enfermedad. No podría, seguramente, simular tan bien una enfermedad como para engañar a un médico… pero tú podrías crear en mí toda clase de síntomas… los suficientes como para enloquecerlos. ¿Qué te parece mi idea?

El Cazador vacilaba.

—Sin duda, se podría hacer…, pero hay algunas objeciones. Tú comprendes, por supuesto, cuánto nos repugna realizar algo que pueda dañar a nuestro compañero. En un caso de emergencia, tratándose sobre todo de un ser cuya estructura física conozco a fondo, cumpliría tu plan en última instancia; en tu caso, no puedo estar seguro de no inferirte un daño permanente. ¿Comprendes?

—Has vivido dentro de mi cuerpo durante más de cinco meses. Yo hubiera pensado que me conoces tanto o más que yo mismo —objetó Bob.

—Es verdad que conozco tu organismo, pero aun no sé cuánto puede tolerar. Tú representas una especie completamente nueva para mí; los datos que poseo hasta ahora provienen de un solo individuo y no es suficiente. Ignoro hasta qué punto podrían resistir las células vivientes la falta de alimento o de oxígeno; cuál es la concentración máxima de ácidos provocada por la fatiga en la sangre; que tipo de perturbación son capaces de soportar tus sistemas nervioso y circulatorio. Como es lógico, para comprobar todos esos datos tendría que experimentar contigo… y hasta podría causar tu muerte. Además, ¿cómo estás tan seguro de que te mandarían a tu casa en caso de enfermedad? Quizá preferirían hospitalizarte aquí mismo, en el colegio.

La pregunta enmudeció a Bob durante varios segundos; verdaderamente, no se le había ocurrido esa posibilidad.

—No puedo estar seguro, es verdad —dijo finalmente—. Tendremos que encontrar algo que necesite una cura de reposo —agregó, contrayendo el rostro en señal de repugnancia ante esa idea—. Sin embargo, sigo pensando que tú podrías hacer algo en ese sentido, sin llegar a producir en mí un agotamiento nervioso total.

El Cazador estaba a punto de ceder, pero se sentía aún poco decidido a interferir en los procesos vitales de su compañero. Dijo que lo «pensaría» y aconsejó al muchacho que hiciera lo mismo… y que, si fuera posible, buscara otra solución.

Roberto asintió, a pesar de que estaba seguro de tener muy pocas posibilidades de éxito. Tampoco el Cazador se sentía optimista. Aunque conocía rudimentariamente la psicología humana, no le cabía la menor duda de que Bob no podría dedicarse a buscar otras soluciones si no comprobaba la imposibilidad de poner en práctica la primera. El joven seguía pensando en que si el Cazador se lo proponía iba a poder ayudarlo en ese sentido.

El único progreso real registrado en los días subsiguientes consistió en una mejor comunicación. Tal como el detective esperaba, muy pronto fué capaz de interpretar los movimientos de las cuerdas vocales y de la lengua del muchacho, aunque éste tuviera casi cerrados los labios y hablara con un volumen inaudible para las personas que se hallaran próximas a él. El Cazador no tenía dificultades para hacerle llegar la respuesta, ya que bastaba que él dejara un momento lo que estaba haciendo y fijara sus ojos sobre una superficie lisa. Además, comenzaron a entenderse por medio de algunas abreviaturas que aligeraban notablemente el intercambio de ideas. No obstante, ninguno de los dos volvió a concebir un plan para abandonar el colegio.

Un observador que hubiera estado al tanto de lo que ocurría, no sólo entre Bob y su compañero, sino en las distintas oficinas del colegio, se hubiera divertido durante esos días. Por un lado, el Cazador y su nuevo amigo estaban enteramente concentrados buscando la excusa que le permitiera a Bob volver a su casa; por el otro, el director y los profesores se preguntaban cuál sería la causa del cambio producido en el muchacho; su atención había decaído y parecía completamente abstraído; todas sus calificaciones bajaban de un día a otro. Muchos de ellos pensaban que lo mejor sería mandar al joven a casa de sus padres, hasta que se repusiera. La mera presencia del Cazador —o, mejor dicho, el conocimiento que tenía Bob de esa presencia— iba produciendo las condiciones que desembocarían naturalmente en la situación que ambos deseaban. Si bien el simbiota no producía al joven un daño físico, la preocupación que lo embargaba y el número siempre creciente de conversaciones «públicas» con el Cazador llamaron la atención de aquellas personas que eran responsables del bienestar de Bob.

El doctor fué consultado sobre este asunto. El facultativo entregó la ficha médica del joven, según la cual se hallaba en perfectas condiciones físicas; durante la primera mitad del año escolar sólo había sufrido dos accidentes sin importancia. Volvió a examinar el brazo que aún no estaba completamente cicatrizado, sospechando que, quizá, las anormalidades actuales tenían origen en alguna infección; pero, como era de esperar, no encontró ninguna anormalidad. Su informe asombró a los profesores.

Bob había cambiado bruscamente convirtiéndose en un individuo solitario, hosco. A pedido del cuerpo directivo, el doctor tuvo una entrevista privada con Roberto.

No se enteró de nada concreto, pero se convenció de que Bob estaba preocupado con un problema que no quería compartir con nadie. El doctor se formó una teoría perfectamente justificada, pero errónea, por cierto, sobre la naturaleza del problema y recomendó a los profesores que enviaran al muchacho a casa de sus padres durante algunos meses. ¡Quién iba a suponer que todo sería tan sencillo!

El director del colegio escribió una carta al señor Kinnaird, explicándole la situación, tal como la expusiera el doctor, agregando que, si no se oponían, Roberto sería enviado de regreso al hogar, donde permanecería hasta el siguiente período escolar que comenzaba en el otoño.

El padre de Bob dudó, más bien, de las teorías del doctor. Conocía muy bien a su hijo, a pesar de lo poco que lo veía durante los últimos años; no obstante, estuvo de acuerdo con la sugestión del señor Raylance. Después de todo, si el chico no trabajaba bien en el colegio, nada ganaría permaneciendo allí, cualquiera fuera la razón de sus problemas. En la isla tenían un médico excelente y una escuela bastante buena. Podría llenar allí el hueco de su educación, mientras realizaba un estudio más cuidadoso de la situación. Además, aparte de todas esas razones, el señor Kinnaird gozaba por anticipado con la perspectiva de ver a su hijo. Telegrafió al colegio autorizando el regreso de Bob y comenzó a prepararse para su llegada.

Se sobreentiende que Roberto y Cazador se sorprendieron al recibir estas noticias. El muchacho miraba fijamente, sin articular palabra, al señor Raylance; éste lo había llamado a su escritorio para anunciarle su próximo viaje. El Cazador se desesperaba, infructuosamente, por leer los papeles que se encontraban sobre el escritorio de! director.

Pocos instantes después, Bob recobró el habla.

—¿Cuál es la razón de mi partida, señor? ¿Ha sucedido algo en mi casa?

—No. Todos están perfectamente. Nosotros penamos que te haría bien irte de aquí algunos meses: eso es todo. Últimamente no te portaste tan bien en los estudios… ¿verdad?

Estas palabras aclararon todo para el Cazador y, metafóricamente, se pateó a sí mismo por no haberlo previsto; Bob, por supuesto, lo comprendió algo más tarde.

—¿Quiere decir… que me echan de la escuela? Nunca supuse que estaba tan mal en los estudios… Además, hace tan pocos días de esto…

—No. Nada semejante. Hemos observado que te encuentras muy preocupado por algo y el doctor pensó que te hacía falta un poco de descanso. Nos alegrará mucho tenerte de nuevo con nosotros el próximo otoño. Si te parece bien, podríamos entregarte un programa de estudios; de ese modo, el profesor de la isla te ayudará a mantenerte al día. Si trabajas durante el verano, probablemente podrás reintegrarte a tu mismo curso cuando vuelvas. ¿Está bien? ¿O… —dijo sonriendo— es que no quieres ir a tu casa?

Bob se esforzó por retribuir la sonrisa.

—No…, me gustará ver a mis padres. Es decir…

Se detuvo, algo confundido, pensando en la mejor manera de expresar sus pensamientos.

El señor Raylance largó una carcajada.

—Está bien, Bob. No te preocupes… ya sé lo que quieres decir. Ahora es mejor que prepares las valijas y te despidas de tus amigos; trataré de conseguir que te reserven pasaje para el avión de mañana. Lamento que te vayas; sin duda, se notará tu ausencia en el team de hockey. Pero la temporada está a punto de terminar y volverás a tiempo para incorporarte al cuadro de fútbol. Buena suerte.

Se estrecharon las manos. Bob se dirigió, aún deslumbrado, a su habitación y comenzó a preparar su valija. No dijo nada al Cazador; no era necesario. Hacia tiempo que había dejado de considerar justas las imposiciones de sus mayores por el solo hecho de provenir de gente de más edad; pero esta vez se esforzaba por desentrañar algún significado oculto en las palabras del director y no encontraba nada sospechoso. Decidió, pues, aceptar su buena suerte sin más conjeturas y dejar que el Cazador se ocupara de lo demás.

El Cazador se sintió mucho más tranquilo después de comprender la importancia de las palabra del director. Al desaparecer una fuente de ansiedad constante en él, se sentía como si sus preocupaciones pertenecieran ya al pasado. Las cosas había salido tal como deseaba que sucedieran. Se acababa de portar como un excelente detective. Por cierto había tenido algunos fracasos muy pequeños en el camino pero, ahora que tenía la ventaja de posee un anfitrión inteligente y dispuesto a cooperar, sabía que podría equilibrar definitivamente los poderes físicos que no poseía. Bob no era como Jenver es verdad, pero se sentía estrechamente vinculad al joven.

El Cazador siguió felicitándose a sí mismo durante todo el tiempo que Bob dedicó a preparar su equipaje y también durante gran parte del viaje. El señor Raylance consiguió que le reservaran un pasaje y, al día siguiente, Roberto tomó el ómnibus para Boston, de donde siguió su viaje, en avión, hasta Seattle. Allí tuvo que trasbordar a un aparato más grande. Durante el viaje, el joven conversó con el simbiota tanto como le fué posible, pero la conversación se relacionaba exclusivamente con acontecimientos y escenas del viaje. Sólo volvieron a ocuparse de sus proyectos cuando se hallaban volando sobre el Pacífico, ya que Bob aceptaba sir reticencias la habilidad que tenía el Cazador para ocuparse de las cosas en el instante en que era posible actuar.

—Cazador, ¿cómo piensas encontrar a tu enemigo? ¿Qué le harás cuando lo encuentres? ¿Hay alguna forma de apresarlo sin perjudicar a su anfitrión?

Por primera vez, el cazador se alegró de que su método para comunicarse tuviera dificultades. De lo contrario, seguramente hubiera empezado a hablar sin darse cuenta de que no tenía nada que decir. En los cinco minutos siguientes, se preguntó si acaso no se habría dejado en alguna parte el trozo de tejido que le servía moralmente como cerebro.

Lo más probable era que su presa se encontrara establecida dentro de otro organismo, tal —como el Cazador lo estaba actualmente. No era nada extraordinario. Normalmente, sin embargo, un ser semejante —imposible de detectar por medio de la vista, del oído, del olfato o el tacto— era detectado por medio de experimentos químicos, físicos y biológicos, con o sin la cooperación del ser que hacía las veces de anfitrión. El conocía ese tipo de experimentos; en algunos casos, era capaz de aplicar la droga necesaria con tal rapidez que, en pocos segundos podía averiguar la presencia de uno de sus congéneres dentro de un organismo sospechoso v, también adelantar ciertos datos acerca de su identidad. Bob había dicho que vivían unas ciento setenta personas en la isla. Hubiera sido posible realizar una investigación en pocos días… ¡pero, desgraciadamente, no estaba en condiciones de llevar a cabo las pruebas!

Todo su equipo, junto con las provisiones, había desaparecido en el choque de su aparato interplanetario con la Tierra. Y aun en el caso inverosímil de volver a encontrar el casco de la nave, era absurdo suponer que los instrumentos pudieran hallarse en buen estado y que los reactivos químicos no se hubieran volcado o alterado con el choque y los seis meses de permanencia en el agua salada.

Nunca un policía se encontró tan librado a sus propios recursos como él; hallábase absolutamente aislado de los laboratorios de su planeta y sin posibilidades de recibir ayuda de su propia gente. Ni siquiera sabían dónde estaba: con los billones de soles que existen en la Vía Láctea…

Recordó, tristemente, que Bob le había formulado la misma pregunta algunos días antes; entonces pudo eludir cortésmente la respuesta, pero ahora comprobaba que lo que en aquel momento Bob había dicho acerca de la situación era completamente exacto: buscaban una aguja en un pajar… un inmenso pajar de seres vivientes; y esa aguja envenenada, mortal, se había introducido en uno de ellos.

Bob no tuvo ninguna respuesta a su pregunta.

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