Una vez en su casa, Roberto recordó que no le había hablado a Hay del libro del doctor; pero pensó que ya tendría tiempo de sobra, al día siguiente, para pedírselo. No creía, por otra parte, que en la actualidad lo sacase de apuros. Pasó toda la tarde en su casa, para variar un poco, y se entretuvo leyendo y conversando con sus padres. El Cazador, forzosamente, no hizo otra cosa que escuchar y reflexionar.
En la mañana siguiente, la situación mejoró un poco, desde el punto de vista del detective. Roberto trabajó hasta mediodía en los alrededores de la casa mientras sus amigos se hallaban en el colegio, y a ninguno de los dos se le ocurrió la manera de acercarse a Teroa y estar con él el tiempo necesario para averiguar lo que necesitaban saber. Roberto sugirió, solamente, que podría depositar al Cazador esa tarde en la vecindad del otro muchacho y volver en su busca al día siguiente, pero el simbiota se negó no quería bajo ningún pretexto colocarse en un trance que permitiera a Roberto verlo entrar o salir No dudaba acerca del efecto emocional que esto causaría en su portador. Roberto descartó este proyecto cuando el Cazador le hizo notar que él carecía de medios para asegurarse de que la linfa gelatinosa que retornara a él, después del experimento, fuese realmente el detective. No deseaba, por cierto, el muchacho, que el simbiota enemigo entrara en su propio cuerpo.
La tarde comenzó favorablemente. Roberto se unió a sus camaradas como de costumbre y se encaminaron en seguida en dirección al bote. Esta vez disponían de mucho tiempo y zarparon hacia el noroeste, manteniéndose a pocos metros de la costa. Hay y Colby empuñaban los remos, el nuevo tablón se había hinchado y el bote casi no hacía agua.
Debían recorrer cerca de una milla de distancia y va habían dejado atrás la mayor parte del trayecto antes que el Cazador llegara a darse cuenta de la situación geográfica. Poco a poco consiguió reconstruirla de acuerdo con algunos fragmentos de la conversación general. Según interpretaba, la isla donde Hay había construido su acuario se encontraba próxima a la playa; era la primera sección del arrecife que se curvaba hacia el norte y hacia el este, desde el extremo de la franja de arena donde los muchachos solían encontrarse para nadar. Estaba separada de la costa propiamente dicha por una aja de agua de no más de veinte metros de ancho, un estrecho canal que se hallaba protegido del oleaje por otros cordones coralíferos que emergían apenas sobre el agua a cierta distancia de allí. El cazador pensó que ese canal debía ser el mismo en que el perro fuera atacado por un tiburón según la suposición de los muchachos; pero al recordar el monstruo que lo había transportado hasta la playa y al ver el borboteo de la corriente sobre las partes más salientes del arrecife, compartió las dudas de Rice acerca de esa teoría.
El islote era de coral, aunque había acumulado tierra suficiente como para albergar algunos matorrales. No tenía más que unos treinta o cuarenta metros de longitud y diez de ancho. El acuario, era casi circular, de unos seis metros de diámetro. Parecía no tener ninguna conexión con el mar que se extendía a pocos metros de distancia; Norman dijo que había bloqueado dos o tres pasajes submarinos con cemento, de modo que las olas rompieran a una altura suficiente para mantenerlo lleno. También dijo que parecía que algo andaba mal allí pues había encontrado cerca de una de las orillas un pez mariposa muerto, que flotaba sobre el agua; además, el coral que constituía las paredes del acuario no acusaba rastros de pólipos vivos.
—Estoy convencido de que esto se debe a algún tipo de enfermedad —dijo—, pero nunca oí hablar de una enfermedad que ataque estos organismos. ¿Y tú?
Bob movió la cabeza:
—No. ¿Es por eso que le pediste prestado el libro al doctor?
Norman lo miró fijamente.
—Así es. ¿Quién te lo dijo?
—El mismo doctor. Yo quería averiguar algunas cosas acerca de los virus y él me dijo que te había prestado a ti el mejor de los libros que poseía sobre ese tema. ¿Lo necesitas aún?
—Creo que no. ¿Por qué estás interesado en los virus? Yo leí todo lo que dice al respecto y no entendí mucho.
—Oh, no podría explicártelo exactamente. Oí decir que, hasta el momento, los científicos no había podido averiguar si son realmente seres vivos. Me pareció muy raro. Si comen y crecen, deben estar vivos.
—Recuerdo algo acerca de eso…
En ese punto, la conversación se interrumpió; Bob no tuvo que seguir inventando otros pretextos.
—Por el amor de Dios, Norm, dale el libro cuan vuelvas a tu casa, pero no hablen de cosas tan elevadas. Ejercita tu cerebro en la piscina, si quieres recorramos el arrecife para ver qué podemos encontrar.
Era Malmstrom quien los interrumpía. Rice apoyó. En cambio, Colby permaneció como de costumbre silencioso.
—Creo que tienes razón —dijo Hay, dándose vuelta—. Sin embargo, no comprendo por qué se me ocurrió hablar ahora de estas cosas. Tenía la esperanza de que Bob me diera alguna idea.
—Conozco muy poco de biología… nada más que lo que estudiamos en el colegio — replicó Roberto—. ¿Has bajado al fondo para ver si encuentras algo interesante? ¿No pensaste que convendría recoger un pedazo de coral para averiguar lo que sucedió con los pólipos?
—No. Nunca he nadado allí. Al principio, no quería hacerlo para no perturbar a los peces, pero luego pensé que una enfermedad capaz de afectar tantas cosas y tan diferentes, podría alcanzarme a mí también.
—¡Qué ocurrencia tienes! Antes de que las cosas anduvieran realmente mal, debes haber tocado el agua un millón de veces y no te sucedió nada. Si quieres, puedo bajar yo.
El Cazador estaba a punto de perder su control.
—¿Qué quieres que tome de allí? —prosiguió Bob.
Norman lo miró fijamente.
—¿Crees que no hay ningún peligro? Muy bien, iré yo, si lo prefieres.
Bob experimentó una sacudida; él se sabía protegido de todos los gérmenes, pero Hay no tenía un simbiota en su interior que lo preservara igualmente.
Esto originó otra duda… ¿Acaso su coraje estaba originado por…? Más bien parecía que no, ya que el anfitrión de su presa no estaría enterado, posiblemente, de la presencia del simbiota enemigo dentro de su cuerpo; pero, no obstante, valía la pena pensar un poco en estos datos cuando tuviera más tiempo. Por el momento, tenía que decidir si le permitía a Hay seguirlo cuando entrara en el agua.
Como el argumento que había usado para demostrar que era improbable la presencia de un germen infeccioso no le parecía convincente, Bob aceptó el ofrecimiento de su amigo. Además, había un doctor en la isla.
—Muy bien —dijo comenzando a desvestirse.
—¡Esperen un momento! ¿Están locos? —gritaron Malmstrom y Rice casi al mismo tiempo—. Si el agua ocasiona la muerte de los peces, es una locura meterse allí.
—No hay peligro —contestó Bob—. No somos peces.
Tenía conciencia de la vulnerabilidad de su argumento pero no se le ocurrió ninguno mejor en ese momento. Los dos Kenneths seguían exhortándolos a que desistieran cuando Bob introdujo los pies en la piscina. Norman lo siguió. Ambos sabían moverse dentro de una laguna de coral. Colby, que permaneciera al margen de la discusión, se paró en el bote, tomó un remo, volvió a su lugar en la popa y se puso a observar atentamente.
Bob nadó hasta el medio de la laguna y se zambulló. En condiciones ordinarias, una maniobra semejante le hubiera permitido descender sin ningún esfuerzo hasta el fondo, a unos tres metros y medio de profundidad, pero en este caso no sucedió nada semejante. Su impulso apenas le alcanzó para sumergir sus pies en el agua. Luego, con un par de brazadas llegó al fondo, desprendió una gorgona y luego subió rápidamente a la superficie. Como de costumbre no le bastó el aire y, a último momento, tragó un poco de agua. Eso fué suficiente.
—¡Norm! ¡Prueba esta agua —gritó—. Ahora comprendo por qué murió el pez.
Hay obedeció, algo vacilante y, haciendo una mueca, preguntó:
—¿De dónde salió tanta sal?
Bob nadó hasta el borde de la laguna, trepó la pared de la misma para salir y comenzó a vestirse. Solo entonces le contestó:
—Debíamos haberlo imaginado —dijo—. El agua del mar penetra aquí cuando las olas son demasiad altas y sólo desaparece por evaporación; pero la sal queda. No tendrías que haber bloqueado todos los pasajes que comunican con el mar. Ahora será necesario encontrar un pedazo de alambre tejido… si sigues pensando aún en tomar esas fotografías.
—¡Dios santo! —exclamó Hay—. Y eso que el año pasado tuve que escribir una monografía en el colegio sobre el Gran Lago Salado.
Empezó a vestirse sin fijarse que aún tenía la piel mojada, tal como hiciera Bob un instante antes.
—¿Qué haremos ahora? ¿Volver a buscar una barra de hierro o algo parecido, o quedarnos a explorar el arrecife, ya que estamos aquí?
Después de una breve discusión, se decidieron por lo segundo. El grupo volvió al bote. En el camino, Norman se detuvo para sacar un gran balde escondido entre los arbustos; estaba bastante desvencijado. Sonriendo, dijo:
—Con esto llenaba la laguna a veces… cuando me parecía que el nivel del agua estaba bajando. Creo que encontraremos otra ocupación ahora para el señor Balde.
Lo arrojó a la proa del bote después que los otros subieron. La pequeña embarcación partió.
Durante una hora, aproximadamente, estuvieron navegando en el interior de los arrecifes; ocasionalmente, desembarcaban en alguna isleta de los alrededores. Pero casi todo el tiempo remaron a lo largo de la orilla de los bancos de coral, ayudándose con una pértiga para transitar por los lugares más peligrosos. Se alejaron a cierta distancia de la isla propiamente dicha y llegaron a un islote relativamente grande —allí habían crecido seis palmeras—, donde desembarcaron. Arrastraron el bote sobre la orilla arenosa. El botín que habían reunido hasta ese momento no era muy importante y consistía principalmente en unas pocas conchillas y fragmentos de coral de extraño colorido que Malmstrom había extraído del agua, a unos cuatro metros de profundidad. Tampoco el Cazador había sacado gran provecho de la expedición; esto le disgustaba notablemente, ya que esperaba que la exploración del banco de coral le proporcionaría algunas claves para su problema.
No obstante, aprovechó al máximo los ojos de Bob. Estaban aproximándose al límite arbitrario de una milla al norte de la costa, lo cual significaba que ya habían recorrido cerca de la mitad de la región en la que esperaban encontrar rastros de la presa. Ya no quedaba mucho para ver. En una de las orillas del islote se oía el ruido de las olas; sobre la otra orilla daba el agua relativamente calma de la laguna; a pocos centenares de metros de distancia se distinguía uno de los grandes tanques de cultivo. La barca del basurero se encontraba junto al tanque en ese momento y las pequeñas figuras de su tripulación se distinguían mientras cruzaban por los puentecillos; más allá, diminutas, a causa de la distancia de tres millas a que se encontraban, se distinguían apenas las casas de los pobladores de la isla.
Al cazador le pareció que no valía la pena distraer la atención en ellas y que más convenía fijarse en los alrededores. El terreno en que se encontraban era muy semejante a aquel en el que Hay había construido su laguna. También tenía bordes irregulares y grietas tapizadas de corales vivos en las cuales el agua borboteaba en el fondo, más allá de donde alcanzaba la vista y saltaba hacia arriba, a la cara de los observadores cuando una ola golpeaba fuertemente contra la muralla. Algunas grietas eran muy estrechas en la parte exterior y se agrandaban al aumentar la profundidad. El agua en su interior estaba más tranquila, a pesar del sube y baja incansable de las olas.
Era en esas aberturas mayores donde los muchachos realizaban la mayor parte de sus exploraciones, ya que hubiera sido imposible extraer algo de las otras grietas.
Rice, el primero en salir del bote, se encaminó hacia una de las mayores mientras los otros se ocupaban en arrastrar la embarcación a la orilla y colocarla con la quilla hacia arriba. Miró con atención el agua y, cuando sus compañeros se acercaron ya estaba quitándose la camisa para introducirse allí.
—Yo primero —dijo rápidamente, mientras otros se agachaban para ver lo que había conseguido interesarle tanto.
Antes de que ninguno lograra ver claramente en el interior de la grieta, Rice se deslizó por la misma, alterando la tranquilidad del agua de tal modo que ya nada era visible en su superficie. Permaneció abajo durante algunos momentos y, por fin, reapareció para pedir a sus amigos una de las pértigas que llevaban en el bote.
—No puedo desprenderlo —dijo—. Parece que estuviera soldado al fondo.
—¿Qué es? —preguntaron varios al mismo tiempo, algo confusos.
—No estoy seguro. Nunca vi nada semejante. Por eso quiero sacarlo de allí.
Tomó la pértiga que Colby le extendía y volvió a sumergirse en el agua. El objeto que trataba de desprender se hallaba a unos cinco pies de profundidad.
Kenneth subió varias veces a la superficie para tomar aire, sin haber podido arrancar el misterioso objeto. Finalmente, Bob bajó para ayudarlo. Tenía una ventaja sobre el otro muchacho: gracias a la presencia del Cazador, la curvatura del cristalino de sus ojos se modificó rápidamente —por medio de la materia corporal del simbiota— permitiéndole ver debajo del agua con mucha mayor claridad. Con gran facilidad, pudo establecer la forma del objeto que Kenneth trataba de mover, aunque sin reconocerlo. Era un hemisferio hueco de metal opaco; medía unas ocho a diez pulgadas de diámetro y media pulgada de espesor; la cara chata se hallaba protegida en la mitad de su superficie aproximadamente por una chapa de un material semejante. Pendía de una rama no puntiaguda de coral y se hallaba a pocas pulgadas del fondo y parecía un sombrero colgado de una estaca de madera; otro pedazo del objeto, había caído o crecido más abajo, de tal modo que hacía las veces de cuña sobre el primero. Rice tironeaba del fragmento superior ayudándose con la pértiga que funcionaba como palanca.
Después de algunos minutos de esfuerzo inútil abandonaron la tarea para tomar aliento y planear un método de trabajo basado en la cooperación. Se decidió que Bob descendería hasta el fondo para colocar la pértiga detrás del objeto; Kenneth, después de recibir su señal, tendría que hacer fuerza con el pie contra el borde más alto de la laguna —ambos llevaban los zapatos puestos, como haría cualquier persona en su sano juicio dentro de una laguna de constitución semejante— y empujaría hacia afuera para desprender el objeto. La primera vez el intento falló; Bob no había colocado bien la pértiga y se salió de su lugar. La segunda vez, sin embargo, salió demasiado bien. El pedazo de metal se desprendió, hundiéndose hasta el fondo; Bob, que tenía necesidad de respirar, emergió a la superficie. Después de llenar de aire sus pulmones comenzó a hablar a Rice; entonces advirtió que el pelirrojo no estaba en el mismo lugar. Por un instante, supuso que el muchacho había subido rápidamente a tomar aliento y descendido luego a rescatar su trofeo. Pero, en un momento en que el nivel del agua bajó bruscamente, pudo ver la cabeza del pelirrojo.
—¡Ayúdenme! ¡Mi pie…!
Sus palabras se interrumpieron cuando el agua subió nuevamente, pero la situación se había aclarado. Bob se sumergió inmediatamente; apoyó un pie en el fondo e hizo fuerza tratando de levantar el fragmento de coral que, después de haber sido liberado por la extracción de la placa metálica, fué a parar encima del pie de Kenneth. Pero no consiguió zafarlo. Cuando el agua volvió a descender, Kenneth trató de decir algo.
—¡No hables! ¡Toma aire! —gritó Malmstrom.
Mientras tanto, Bob buscaba la pértiga que había desaparecido. Vió que flotaba a pocos metros de distancia y allí se dirigió a rescatarla, Colby desapareció en dirección al bote sin decir una palabra; cuando Bob volvió con la pértiga y se preparaba para sumergirse nuevamente, volvió Colby trayendo el balde que Hay recogiera de la laguna.
Todo había sucedido con tanta rapidez, que Malmstrom y Hay apenas lograban comprender lo que estaba sucediendo. Miraron llenos de sorpresa a Hugh Colby cuando apareció con su balde. Este no perdió tiempo en dar explicaciones. Se tiró de cabeza al agua y llegó hasta donde estaba atrapado Rice. En el momento en que el agua bajó de nivel colocó el balde invertido encima de la cabeza del joven y le dijo:
—¡Sujétalo así!
Fueron sus únicas palabras durante todo el incidente. Rice entendió y obedeció la orden; cuando el agua volvió a subir por encima de su cabeza, se encontró con el rostro metido dentro de un balde lleno de aire. Bob no había visto la maniobra ya que se hallaba bajo el agua tratando de desprender el fragmento de coral pero, cuando subió a la superficie un rato después, se quedó muy sorprendido; luego comprendió el objeto de la operación.
—¿Entramos? —preguntó Hay, ansiosamente.
—Creo que ahora lo sacaré —replicó Bob—. Al principio me preocupaba que no le alcanzara la respiración, pero ahora andará todo bien. Espera un momento, pues yo también necesito tomar aire.
Descansó unos instantes, mientras Hay gritaba para darle valor a su compañero, en los intervalos en que la cabeza estaba sobre el nivel del agua. Roberto encontró la oportunidad de murmurar al Cazador:
—Es por esto que no quería venir solo aquí.
Luego tomó la pértiga y volvió a sumergirse.
Esta vez pudo encontrar un punto de apoyo mejor y utilizó todas sus fuerzas. La rama de coral comenzó a moverse; cuando ya parecía que el trabajo estaba a punto de terminar, la pértiga se rompió y el extremo astillado golpeó sobre el pecho de Bob. Esta vez, el Cazador no protestó; la herida se había producido «en cumplimiento del deber». Cerró los rasguños sin resentimiento. Bob subió a la superficie.
—Creo que será mejor que ustedes sigan con esto. Comencé a mover el coral pero la pértiga se rompió. Traigan las otras pértigas. También podrían buscar un remo… o los dos. Y luego, a sumergirse.
—Quizá convendría que trajéramos una barra de hierro —sugirió Malmstrom.
—Será mejor que nos ocupemos sólo nosotros de este asunto —replicó Bob—. La marea está subiendo y el balde servirá apenas durante los pocos segundos que el agua baje periódicamente. Vamos.
Poco rato después, los cuatro muchachos, empuñando pértigas y remos, estuvieron en el agua junto a su camarada: Bob, en el fondo, buscaba los mejores puntos de apoyo para aplicar los palos, y los otros, que los sostenían, esperaban una orden suya para levantarlos con fuerza. Ellos no estaban enterados de la capacidad de Bob para ver debajo del agua, y si aceptaron ser dirigidos por éste fué simplemente porque Bob se adelantó a decirles lo que había que hacer y a nadie se le hubiera ocurrido discutir en momentos semejantes.
A pesar del tamaño y del peso del bloque coralífero, éste cedió a sus esfuerzos concentrados, aunque la operación casi les costó un remo. Cuando el fragmento de coral se levantó, sólo un instante, Kenneth pudo sacar su pie entumecido. Con la ayuda de sus amigos, salió del agua y quedó tendido sobre la orilla, restregándose el pie mientras los otros se reunían a su alrededor.
Rice estaba muy pálido y pasó un buen rato antes que su respiración y el ritmo de sus latidos se normalizaran, permitiéndole incorporarse. Los otros muchachos estaban casi tan asustados como él y, por el momento, a ninguno se le ocurrió volver al agua a rescatar la placa de metal que originara tantos inconvenientes. Después de unos diez minutos, Rice sugirió que sería una pena desperdiciar todo ese trabajo: Bob no esperó que se lo dijeran dos veces y se metió de nuevo al agua. Pero el objeto se había perdido de vista entre las gorgonas y las ramas de coral que cubrían el fondo de la laguna. Sólo dejó de buscar a tientas debajo de todas las cosas que veía después de encontrar un erizo de mar que, seguramente, era partidario de la resistencia pasiva. De toda la aventura que habían corrido esa tarde, a Rice sólo le quedaba como saldo un temor indescriptible… y no era ése, precisamente, el sentimiento que le hubiera gustado exhibir ante sus padres.
Apenas eran las cuatro y media de la tarde, o sea que disponían aún de mucho tiempo hasta la hora de la cena, pero ninguno se sentía con ganas de continuar la exploración del arrecife. Nadie se opuso cuando uno de ellos, sugirió remar los cinco o seis kilómetros que los separaban del muelle principal.
—Eso debe estar muy tranquilo; el barco no llegara hasta dentro de una semana — recalcó inocentemente Hay.
Ninguno contestó aunque todos, probablemente, habían pensado lo mismo.
El Cazador tampoco prestó mayor atención a estas palabras; durante el último cuarto de hora, su mente había estado muy, preocupada en la caja de un generador que acababa de ver y palpar y que no provenía de los restos de su propia nave.