El sábado no fué un día provechoso para el Cazador y menos aún para Norman Hay. Los muchachos se encontraron en la alcantarilla como habían planeado. Norman llevó el pedazo de tela metálica, pero ningún otro había llevado nada que pudiera servir para extraer los bloques de cemento que Hay colocara en su piscina.
Decidieron, pues ir hasta otro extremo de la isla donde estaba construyendo un nuevo tanque de cultivo para ver si encontraban algo adecuado por allí. Fueron en bicicleta, atravesaron el arroyo pasaron junto a escuela dirección a la casa de Teroa. Allí en lugar de doblar continuaron derecho hasta el final del camino pavimentado, pasando junto a varios galpones de deposito. Un poco más abajo un grupo de tres pequeños tanques que estaban allí desde hacía algunos años; mucho más adelante se hallaba una nueva estructura algo más elevada, casi tan grande como los tanques que se encontraban en el lago. Esta última construcción había sido terminada uno o dos meses antes; otra, que los muchachos conocían, se hallaba en construcción precisamente detrás de ésta. Allí se dirigieron.
Al final de los galpones terminaba el camino; de allí en adelante había que seguir por una vereda improvisada. Los muchachos advirtieron que sería mejor seguir a pie. Dejaron a un costado del camino las bicicletas y comenzaron a caminar. No tenían que ir muy lejos: apenas los separaban unos trescientos metros del tanque mas grande, setenta metros más a lo largo de su pared inferior y otro tanto hasta el lugar donde estaba concentrada toda la actividad.
Igual que su vecino, el nuevo tanque estaba colocado sobre la ladera de la montaña, enterrado en parte, como los demás. Las secciones de pared que descansaban sobre la ladera ocupaban en ese momento la atención de los operarios. Los muchachos repararon con alivio en que las excavaciones parecían haber terminado; sería entonces, posible conseguir que les prestaran las herramientas que ellos necesitaban. No les costó ningún trabajo conseguir lo que querían. Enseguida encontraron al padre de Rice, quien inmediatamente localizó un para de barras de hierro y les dio permiso para llevárselas.
Los jóvenes tomaron las barras y volvieron por donde habían llegado.
Era un buen comienzo. Pero el resto de la mañana no fué tan fructífero. Llegaron sin demora a la laguna y comenzaron a trabajar sumergiéndose por turno para golpear con las barras de hierro la superficie de cemento. No podían hacer fuerza contra el borde que daba al mar, ya que hubieran sido arrojados por la primera ola que rompiera allí contra los puntiagudos bordes del coral. Descansaron un poco a la hora del almuerzo, pero aún faltaba mucho que hacer.
Después de comer se encontraron en el lugar acostumbrado. Allí vieron un jeep estacionado al lado de la alcantarilla. Junto al mismo estaban parados Rice y su padre y en el asiento de atrás podía verse un equipo que los muchachos reconocieron al instante.
—¡Papá hará volar la entrada! —gritó Rice mientras los otros se aproximaban—. Pidió permiso para salir del tanque por un par de horas.
—Haría cualquier cosa con tal que dejaran de fastidiarme un buen rato —observó su padre.
—Será mejor que suban a sus bicicletas… tú también, ven. Yo llevaré las barras de dinamita en el coche.
—¡Pero si no hay ningún peligro! —se quejó Bob, que quería examinar más de cerca el émbolo del detonador.
El hombre lo miró.
—Nada de peros —dijo—. Tu padre sería el primero en no permitir a ninguno de ustedes que fueran con él. Y así debe ser.
Tomó el volante, sin mayores explicaciones, y Bob, que sabía que el señor Rice decía la verdad, montó en su bicicleta dirigiéndose hacia el noroeste. Todos lo siguieron.
En la casa de Hay dejaron estacionado el jeep después de descargarlo. El señor Rice insistía en llevar él mismo la dinamita y los cartuchos aunque a Bob le parecía que no convenía llevarlos juntos. Bob y Malmstrom se hicieron cargo del detonador y los alambres. El grupo se dirigió a pie hacia la playa. Se desviaron un poco del camino que los muchachos habían seguido el miércoles y salieron al extremo meridional de la franja de arena.
Allí, igual que en la laguna, los arrecifes reaparecían, curvándose hacia el sur y al este, bordeando casi completamente la isla. La laguna se estrechaba en la parte sur; el arrecife nunca se extendía a más de una media milla de la costa y, hasta el momento, no se había intentado realizar construcciones en esa zona. En el lugar en que comenzaba el banco de corales, en el extremo sur de la pequeña playa, se encontraba un pasaje que comunicaba el mar con la laguna, similar al que separaba a esta última de la isla; pero éste era mucho más estrecho y, en su base, sólo permitía el paso de un bote de remos.
Esta era la «entrada» a la que Rice se había referido. Desde cierta distancia, se la veía claramente; pero examinándola desde más cerca podía verse la obstrucción aludida por Rice. El extremo del pasaje que comunicaba con la playa recibía el oleaje del mar y había sido bloqueado prácticamente por un banco de coral de unos seis metros de diámetro; lo más probable era que proviniera de un punto más lejano del arrecife y que por la acción de sucesivos temporales hubiera ido a parar allí, donde las olas odian ya moverlo. Desde el primer momento los muchachos comprendieron que no podrían desplazar esa masa enorme sin dinamitarla; sin embargo, intentaron durante un instante abrir un boquete con los medios rudimentarios con que contaban.
Por supuesto, era posible llegar a la laguna meridional dando vuelta, en bote, por el otro costado de la isla, pero decidieron que lo mejor sería desembarazar la entrada de ese obstáculo.
El señor Rice pidió a Colby que colocara la carga siguiendo sus indicaciones, ya que él no quería entrar en el agua. Luego los invitó a resguardarse entre las palmeras para protegerse de la explosión.
Los resultados fueron muy satisfactorios: una columna de diminutos fragmentos de coral se desparramó por el aire, acompañada por un ruido bastante moderado, ya que el estruendo de la dinamita no suele ser muy intenso. Cuando la lluvia de fragmentos pareció haber terminado, los muchachos se acercaron corriendo hasta la entrada y comprobaron que no era necesaria un asegunda explosión. Sólo había quedado una cuarta parte de la masa originaria, que se hallaba a cierta distancia del lugar. El resto había desaparecido completamente. Había ahora espacio suficiente para que el bote pudiera pasar.
Los muchachos dominaron su entusiasmo mientras ayudaban al señor Rice a llevar al jeep el equipo utilizado, pero luego sus opiniones se dividieron: Hay y Malmstrom querían volver a trabajar en la laguna; Bob y Rice preferían aprovechar la entrada que acababa de abrirse para explorar la parte sur de los arrecifes; Colby, como de costumbre, no opinó. Pero ninguno de ellos pensó en la posibilidad de proceder por su cuenta. Prevaleció la propuesta de Hay, quien les hizo ver que no valía la pena comenzar a trabajar a esa hora de la tarde y que sería preferible comenzar a la mañana siguiente para poder pasar todo el día en los arrecifes.
Bob hubiera insistido más para permitirle al Cazador examinar la parte que aún faltaba de su posible área de aterrizaje, pero la noche anterior el Cazador le había asegurado que ese fragmento de metal, que indirectamente había causado el accidente de Rice, era la caja de un generador de una nave similar a la suya.
—Esos restos no pertenecen a mi nave. Estoy seguro de ello. Si me hubiera limitado a mirarlos hubiera existido alguna posibilidad de error —le había dicho—, ya que supongo que la gente de tu raza podría haber fabricado un aparato parecido. Pero he sentido su contacto cuando tirabas de ese fragmento metálico con tus manos. Tiene unas marcas grabadas; son letras de nuestro alfabeto.
—¿Cómo se explica que esté allí y que el resto de la nave no se encuentre en los alrededores?
—Ya te dije que el fugitivo era un cobarde. Debe haber sacado la caja de la nave llevándola consigo para protegerse, a pesar de la demora que una carga semejante puede ocasionar. Sin duda, es una buena coraza; no creo que ningún ser viviente pudiera quebrar o perforar ese material. Además, yendo muy cerca del fondo del mar, se hallaría a salvo de verse engullido por algún animal. No fué mala su idea; sólo que ahora nos permite saber con certeza que descendió en la isla.
—¿Qué crees que hizo luego?
—Exactamente lo que ya te he dicho: escoger lo antes posible un anfitrión. Tus amigos siguen hasta el momento siendo sospechosos, incluso el joven que durmió cerca del arrecife con un bote cargado de explosivos.
Como consecuencia de esta conversación, Bob prefería postergar la investigación en el arrecife meridional. Necesitaba cierto tiempo para pensar y no le convenía estar toda la tarde ocupado. Se le había ocurrido una buena idea, pero no podía comunicársela claramente al Cazador, ya que estaba rodeado por sus amigos. Estaba por ello muy nervioso, hasta que renunció finalmente a comunicarse con el simbiota verbalmente y se concentró por el momento a la tarea de romper el cemento.
A la hora en que debían regresar a sus casas para cenar, ya habían horadado aquella masa. Al menos cavaron un orificio lo suficientemente ancho como para dejar pasar una de las barras de hierro. Durante el viaje de regreso discutieron si el boquete sería bastante amplio. Cuando se separaron aún no se habían puesto de acuerdo.
Una vez que Bob se quedó solo, presentó su proyecto al Cazador.
—Me has dicho muchas veces que nunca abandonarías mi cuerpo ni entrarías dentro de él mientras estoy despierto. No quieres que te vea. Yo no creo que eso pudiera molestarme, pero prefiero no seguir discutiéndolo. Suponte que yo colocara un recipiente, una lata, una caja o cualquier cosa suficientemente grande en mi habitación, por la noche. Mientras yo durmiera, tú podrías salir y entrar en él. Te darías cuenta si estoy verdaderamente dormido, pero si prefieres, podría prometerte que no miraría en su interior. Luego iría dejándola cerca de la casa de cada uno de mis amigos para que aprovecharas las horas de la noche para realizar tus investigaciones. A la mañana siguiente volverías a tu refugio. También convendría que yo colocara algún indicador sobre la caja para saber si deseas volver a estar dentro de mi cuerpo o seguir inspeccionando otros lugares.
El Cazador se mantuvo pensativo durante algunos minutos.
—La idea es buena, muy buena —contestó finalmente—. Los mayores inconvenientes que puedo hallarle, al menos en este momento, son dos: sólo podría examinar una casa por noche y durante el día me hallaría más impotente que de costumbre. Y en segundo lugar, mientras me encuentre realizando esas investigaciones, tú quedarías sin protección alguna. En situaciones normales eso no revestiría mayor gravedad; pero debes recordar que tenemos sospechar que nuestra presa te ha identificado como mi anfitrión y si llegara a tenderte una celada durante mi ausencia sería muy peligroso para ti:
—En ese caso me convencería de que no soy tu anfitrión —observó Bob.
—Lo cual, joven amigo, no nos reportaría ni el mínimo beneficio.
Como de costumbre, las palabras del Cazador dejaban entrever un oculto significado.
Cuando regresó a su casa, Bob encontró a su padre sentado a la mesa. Algo sorprendido le preguntó:
—¿Me he atrasado?
—No. Volví antes a comer algo, pues tengo que regresar a trabajar en el tanque. Queremos dejar listo el último molde para la pared posterior para poder volcar esta noche el concreto; así fragua hasta el domingo.
—¿Puedo ir contigo?
—No creo que podamos terminar antes de medianoche. No hay peligro ninguno y si le pides permiso a tu madre seguramente te lo concederá y preparará una ración doble de sándwiches.
Bob corrió en dirección a la cocina pero, a mitad de camino, oyó la voz de su madre.
—Está bien por esta vez. Pero cuando vuelvas al colegio se acabarán estas cosas. ¿De acuerdo?
—Conforme.
Bob se sentó frente a su padre y comenzó a preguntarle más detalles. El señor Kinnaird fué contestando sus preguntas entre bocado y bocado. A Bob no se le ocurrió preguntar dónde estaba el jeep, pero minutos después oyó sonar la bocina afuera. Salieron juntos. Sólo quedaba lugar para una persona mas en el vehículo, en el que estaban ya instalados los padres de Hay, Colby, Rice y Malmstrom. El señor Kinnaird se dió vuelta y le dijo a Bob:
—Me olvidé de advertirte… Tendrás que ir en tu bicicleta. Además, al regresar, tendrás que traerla caminando si aún no has arreglado su farol. ¿Quieres venir, de todos modos?
—Seguro.
Bob fué a buscar su bicicleta. Los demás ocupantes del vehículo miraron a Kinnaird algo sorprendidos.
—¿Estará con nosotros mientras volcamos el cemento, Art? —preguntó Malmstrom, el mayor de ellos—. Tendrás que sacarlo con un anzuelo sí llega a caerse.
—Ya es hora de que sepamos, tanto él como yo, si es capaz de cuidarse a sí mismo — replicó el padre de Bob mirando en la dirección por donde había desaparecido su hijo.
—Si en realidad existe la herencia, puedes estar seguro de que no lo verás en situaciones difíciles —observó el corpulento Colby, mientras cambiaba de lugar para dejarle asiento en el jeep.
Sonreía, tratando así de disminuir el significado mordaz de sus palabras. El señor Kinnaird no se dió por aludido.
El pelirrojo conductor hizo girar el jeep y reinició la marcha. Bob pedaleaba furiosamente detrás de ellos. Cuando llegaron al camino principal, el automóvil le sacó rápidamente ventaja, pero a Bob eso no le importó mayormente. Atravesó el pueblo, hasta llegar al extremo del camino; estacionó su bicicleta y prosiguió el viaje a pie por el mismo sendero que sus amigos habían tomado por la mañana. El sol se ocultaba y la oscuridad iba envolviendo rápidamente el paisaje.
Sin embargo, no faltaba luz en el lugar de la construcción. Lámparas fluorescentes portátiles resplandecían por todas partes. Estaban alimentadas por un generador montado sobre una carretilla que se hallaba a un costado del piso ya pulido de la obra: durante un buen rato Bob trató de averiguar todo lo que pudo acerca de esa instalación. Luego se dirigió hacia la pared posterior, donde los obreros se hallaban levantando el molde y, de acuerdo con el principio que todos ellos habían adoptado desde hacía mucho tiempo, comenzó a ayudar acarreando los pilotes que se usaban para colocar en su lugar las grandes y chatas secciones prefabricadas. Varias veces se cruzó con su padre, pero no hubo ningún cambio de palabras ni signos de aprobación o de censura.
Como el resto del personal, el señor Kinnaird estaba demasiado ocupado como —para hablar. Era ingeniero civil, pero lo mismo que los demás técnicos de la isla, debía colaborar cada vez que se realizaba algún trabajo importante. Por primera vez la labor que desarrollaba estaba vinculada con su especialidad y por lo tanto, se exigía el máximo rendimiento. El Cazador podía verlo ocasionalmente cuando Bob miraba en la dirección en que su padre se encontraba; siempre estaba ocupado. Algunas veces el simbiota lo veía malamente afirmado sobre el extremo de una escalera, revisando la separación de los moldes otras, cruzando encima de ese hueco de más de nueve metros de profundidad que iba a ser rellenado con cemento, para pasar al otro lado y observar la eficiencia de los hombres que estaban a cargo de las máquinas mezcladoras; tomando ángulos con el teodolito, revisando el tanque de combustible del generador… trabajos todos que hubieran debido realizar diferentes personas y que atemorizaban al Cazador por el riesgo que significaban.
El simbiota comprendió que había sido demasiado apresurado al condenar a ese hombre por haber permitido a su hijo tomar parte en una actividad tan peligrosa. El señor Kinnaird no había pensado en ese aspecto del asunto y eso aumentaba la responsabilidad del Cazador. Quizás algún día podría educar al muchacho para que se cuidara; pero si ya había pasado quince años de su vida con ese ejemplo delante, no debían esperarse muchos cambios.
Sin embargo, el hombre no ignoraba por completo a su hijo. Bob logró ocultar un primer bostezo a todos los que lo rodeaban, salvo al, Cazador, pero su padre sorprendió el segundo y le ordenó que dejara el trabajo. Conocía el efecto que puede tener el sueño sobre la capacidad de coordinación de una persona y no tenía ningún deseo de que se cumpliera la predicción del señor Malmstrom.
—¿Tengo que volver a casa? —preguntó Bob—. Yo quería ver volcar el cemento.
—No podrás ver nada si no duermes antes. No necesitas volver a nuestra casa para ello. Deja un momento de trabajar y échate un sueñito. Hay un buen lugar en la cima de la colina: allí podrás, descansar tranquilamente y al mismo tiempo ver lo que estamos haciendo. Ya que insistes te despertaré antes de que vuelquen el cemento.
Bob no hizo ninguna objeción. No eran aún la diez de la noche y nunca se le hubiera ocurrido irse a dormir tan temprano, pero durante los último días se había producido un gran cambio en su actividad, después de haber abandonado la rutina del colegio, y ya comenzaba a sentir los resultados.
Trepó por la ladera y en la cima encontró un lugar que respondía a la descripción de su padre. Se recostó sobre el suave césped, y apoyó la cabeza entre las manos para mirar la brillante escena que aparecí abajo, ante su vista.
Desde allí podía ver simultáneamente todo lo que estaba sucediendo. Era como si se hallara en un palco, frente a un escenario iluminado. Sólo una reducida extensión quedaba oculta a su mirada. Además, podía contemplar el débil resplandor del agua de la laguna, sobre cuya superficie se proyectaba silueta de los tanques más cercanos, y una franja más luminosa que contorneaba el arrecife exterior. Si Bob hubiera prestado atención en ese momento hubiera percibido el ruido del oleaje pero, como todos los habitantes de la isla, estaba acostumbrado ese sonido constante, y raramente reparaba en él.
A su izquierda se distinguían unas pocas luces: algunas en el muelle y otras provenientes de la media docena de casas que no quedaban ocultas a su mirada. En dirección contraria, hacia el este, reinaba absoluta oscuridad.
Las máquinas que se usaban para cortar la vegetación destinada a alimentar los tanques de cultivo no funcionaban durante la noche y sólo se oía el susurro de los insectos y de la brisa al pasar entre el ramaje. Había también unos pocos mosquitos y moscas de la arena, pero el Cazador pensaba que su anfitrión necesitaba dormir y espantaba a los insectos que se posaban sobre la piel del muchacho, con sus diminutos seudópodos. A pesar de la firme determinación de Bob de tomarse un breve descanso, cuando llegó su padre a buscarlo estaba profundamente dormido.
El señor Kinnaird se aproximó silenciosamente y miro al muchacho durante algunos minutos con una expresión indefinible. Finalmente, cuando comenzó a oírse el fuerte ruido de las máquinas mezcladoras, lo empujó levemente con el pie, pero como eso no diera resultado, se agachó y lo sacudió suavemente; Bob emitió un sonoro bostezo y abrió los ojos. Tardó un par de segundos en despertarse completamente y en seguida se incorporo.
—Gracias, papá. No pensé que fuera a quedarme dormido. ¿Es tarde? ¿Ya están volcando el cemento?
—Acaban de comenzar.
El señor Kinnaird no hizo ningún comentario acerca del hecho de que Bob hubiera sido vencido por el sueño; aunque tenía un solo hijo, conocía bastante la psicología de los jóvenes de su edad.
—Tengo que volver; creo que preferirás mirar desde arriba. Asegúrate de que haya alguien cerca por si llegaras a caerte —prosiguió el padre.
Bajaron juntos por la ladera, en silencio.
Cuando llegaron, el señor Kinnaird descendió hasta el lugar de su trabajo, mientras Bob permanecía junto a las máquinas. Ya estaban funcionando y todas las operaciones eran claramente visibles pues habían traído varias lámparas de refuerzo. Las máquinas recibían, por su parte superior, enormes cantidades de arena y cemento y también de agua que era traída desde una bomba montada al lado de la laguna. Un río compacto de concreto, de color gris blancuzco, se volcaba en chorros dentro de los encofrados, mientras el espectáculo era oscurecido gradualmente por una bruma polvorienta. Los hombres llevaban gafas protectoras, pero Bob, que no las tenía, comenzó a sentir molestia en los ojos. El Cazador se desvivía tratando de ayudarlo, pero su acción se hubiera limitado a formar una película protectora sobre la parte exterior del globo ocular lo cual podía obstaculizar la visión de ambos—, por eso prefirió que las glándulas lacrimales resolviera ese inconveniente.
Le agradó que su anfitrión se desplazara algunos metros, hacia la parte superior de la ladera, par escapar de esa nube de polvo. Generalmente Bo no se preocupaba mayormente por su seguridad y era necesario que los demás le ordenaran varias veces que se retirara de los lugares peligrosos.
Poco antes de la medianoche, cuando el trabajo estuvo casi terminado, el señor Kinnaird volvió buscar a Bob, quien se había quedado nuevamente dormido. Afortunadamente, Bob no tuvo necesidad de regresar en bicicleta a su casa.