CAPITULO 15 — UN ALIADO

El Cazador, que había examinado cuidadosamente los huesos del infortunado Tip y la rama que produjera el accidente de Bob, consideraba que todos esos hechos eran meras coincidencias. Estaba tan seguro de que su presa no tenía nada que ver en ese asunto, que nunca se le hubiera ocurrido hacer referencia a ello. El pensamiento del joven, en cambio, comenzó a divergir con el del detective… lo cual resultó, más adelante, una verdadera suerte.

Un rato después de haberse recostado a descansar, Bob oyó que lo llamaban por su nombre. El joven quiso incorporarse pero estuvo a punto de desfallecer de dolor.

—¡Me olvidé que tenía que encontrarme con Norman! —exclamó—. Debe haberse cansado de esperar y ahora viene a nuestro encuentro.

Se puso de pie. Ningún médico le hubiera recomendado una actitud semejante y hasta el mismo Cazador formuló sus objeciones.

—No puedo evitarlo —dijo Bob—. Si descubren que renqueo me obligarán a quedarme en cama y entonces no podremos hacer nada. Trataré de disimular todo lo posible. Mientras tú estés conmigo no hay peligro de infección ¿verdad?

—¿No crees que te estás excediendo? Admito que es posible evitar un daño irreparable, pero…

—Nada de peros. Si alguien llega a enterarse, me mandarán a ver al doctor; y no habrá manera de convencerlo de que pude llegar a mi casa sin desangrarme. Tú has intervenido en tal medida que ya no podrás permanecer ignorando en caso de que me hicieran una revisión.

Bob comenzó a descender, renqueando, por la ladera. El Cazador lamentaba carecer de mayor ascendiente sobre su anfitrión.

Después pensó que no sería tan grave como se imaginaba al principio el hecho de que el doctor se enterara de su presencia; por el contrario, podrí ser una ayuda muy valiosa. Existían evidencias suficientes en ese momento como para probar a cualquier persona, aunque fuera mucho menos inteligente que el doctor Seever, que el Cazador no era un mero producto de la imaginación de Bob. Pero, desgraciadamente, ya era tarde para hablar de ello. Bob y Hay se encontraron.

—¿Dónde estuviste? —fué el saludo de Norman ¿Qué te pasó? Yo tomé mi bicicleta y me cansé de esperar frente a tu casa. ¿Te quedaste enganchado en las espinas, o qué?

—Me caí —replicó sinceramente Bob— y me lastimé la pierna. Tuve que esperar un rato ante de seguir.

—¡Oh! Ya veo… ¿Y ahora te sientes bien?

—Todavía no. Pero creo que puedo seguir andando. En todo caso, subiré en mi bicicleta. Vamos hasta mi casa a buscarla.

El encuentro tuvo lugar a poca distancia de la casa de los Kinnaird. Hay no se había animado adentrarse demasiado en la selva por temor de no encontrar a Bob. A pesar de su cojera, tardaron apenas uno o dos minutos para llegar a la casa. Un vez allí, Bob comprobó que podía andar perfectamente en bicicleta, montando por el costado izquierdo y pedaleando con la parte interior de su pie derecho, en vez de usar la punta.

Se dirigieron hacia el lugar de la construcción.

Durante el trayecto se divertían pensando en las dificultades que los otros habrían tenido para transportar el bote inundado entre el oleaje de la playa. Llegaron y en seguida comenzaron a seleccionar el material. Este abundaba y, mucho antes de la hora de cenar, habían colocado los objetos escogidos en varios escondites insospechados, para asegurarse de que nadie los usaría hasta que salieran del colegio al día siguiente. Los muchachos eran honestos… a su manera.

Pero sucedieron dos cosas que impidieron que Bob regresara allí después del colegio. El lunes por la mañana, al verlo renquear cuando bajaba las escaleras para tomar el desayuno, su padre lo interrogo. Bob repitió la historia que le contara a Hay. Pero el próximo pedido fué más embarazoso:

—Déjame ver la herida.

Bob levantó la pierna de su pantalón, dejando ver solamente la entrada de la herida. El aspecto no tan malo como podía esperarse, ya que el Cazador había colocado la piel desgarrada en su lugar y se mantuvo en su puesto durante toda la noche. Bob se sintió aliviado pues su padre no hizo mayores averiguaciones acerca de la profundidad de la herida, dando por sentado que al no existir coágulos de sangre ni infección evidente, el corte no podía ser profundo. Sin embargo, la tranquilidad le duró muy poco. El padre se alejó, mientras decía:

—Muy bien. Si sigues renqueando, la próxima vez que te vea tendrás que consultar al doctor Seever.

El respeto que el Cazador sentía por el señor Kinnaird se acrecentaba día a día.

Bob partió hacia el colegio muy preocupado. Era evidente que el músculo desgarrado de su pantorrilla lo obligaría a renquear durante varios días, no obstante la presencia del Cazador; además, su padre estaría, con toda seguridad, en el lugar de la construcción, esa tarde. Al salir del colegio se produjo una nueva causa de demora: uno de los profesores le pidió que se quedara un rato más para determinar su ubicación dentro de algunos grupos. Bob tuvo que explicar la situación a sus camaradas, a quienes vió partir en seguida en dirección al nuevo tanque; luego volvió al aula, disponiéndose para el examen. Este demoró cierto tiempo. Como sucede frecuentemente cuando un alumno pasa de una escuela a otra, la diferencia de programas lo hacía encontrarse muy adelantado en algunas materias, pero muy atrasado en otras. Bob pensaba, mientras tanto, que sus amigos ya habrían obtenido lo que necesitaban y estarían transportando la madera hasta el arroyo. Un vez terminado el examen, el profesor pudo elaborar un programa adecuado a su preparación escolar.

Pero Bob seguía preocupado con el problema su renquera y el ultimátum de su padre. Todo día había estado tratando de caminar como si nada le sucediera y sólo logró llamar más la atención. Se paró en la puerta de la escuela y allí estuvo algunos minutos, reflexionando. Finalmente, comunicó su problema al Cazador. Se sorprendió enormemente con su respuesta.

—Sugiero que hagas exactamente lo que te dijo tu padre: que vayas a ver al doctor Seever.

—Pero, ¿qué le diré? No es ningún tonto y nadie le va a hacer creer en milagros. Tampoco se conformará con ver el orificio de entrada del palo; querrá examinar toda la pierna. ¿Cómo podré explicarle el estado de la misma sin mencionar tu presencia?

—He estado pensando en eso, precisamente. ¿Qué tiene de malo que le cuentes todo acerca de mí?

—No tengo ningún interés en que me tome por un chiflado. Ya es bastante que yo crea en ti.

—Nunca tendrás una oportunidad mejor para demostrar la evidencia de tus afirmaciones. Puedo probar mi presencia a cualquier persona que lo desee, si es necesario. Ya sé que hasta ahora hemos estado realizando tremendos esfuerzos para mantenerme de incógnito. No pretendo que se lo cuentes a todo el mundo; sin embargo, considero que un doctor podría ser un socio excelente en nuestro trabajo. Ninguno de nosotros dos posee sus conocimientos y, oportunamente, estoy seguro de que los necesitaremos… No es exagerado afirmar que nuestra presa podría ser la causa de una enfermedad muy peligrosa.

—¿Y si fuera él el anfitrión de nuestro enemigo?

—El doctor Seever es uno de los candidatos menos probables de la isla. Sin embargo, si ése fuera el caso, creo que yo podría averiguarlo rápidamente y con gran exactitud. Podemos tomar esa precaución.

Bob asintió con un lento movimiento de cabeza.

El consultorio del doctor no quedaba lejos de la escuela. Hacia allí se dirigieron. Había un paciente en la sala de espera. Apenas éste salió del consultorio, Bob y su invisible huésped entraron en la agradable habitación que el doctor Seever había convertido en sala de consulta y dispensario.

—¿Tan pronto por aquí, Bob? —lo saludó el doctor—. ¿Sigue molestándole la quemadura de sol?

—No, doctor. Ya me he olvidado de eso.

—Espero que no lo hayas olvidado enteramente.

Ambos sonrieron cordialmente.

—Ahora me pasa algo distinto. Ayer tuve una caída en el bosque y papá me aconsejó que viniera a verlo si seguía renqueando.

—Muy bien. Veamos la herida.

Bob se sentó en una silla, frente al doctor y se enrolló la pierna del pantalón. Al principio, el doctor Seever no vió el orificio de salida producido por la rama, pero no tardó en descubrirlo. Examino cuidadosamente las dos aberturas. Luego se echó hacia atrás en su asiento y, mirando al muchacho, le dijo:

—Ahora cuéntame cómo fué.

—Estaba en el bosque, cerca de la cabecera del primer arroyo. La orilla había sido excesivamente socavada por el agua y cedió bajo mi peso. Una rama de agudos contornos penetró en mi pierna.

—Continúa.

—No tengo mucho más que agregar. No me siento dolorido. Por eso no vine aquí por mi cuenta. Papá me mandó…

—Ya veo.

El doctor guardó silencio durante algunos minutos. Luego dijo:

—¿Te sucedió algo parecido mientras te hallabas en el colegio, en los Estados Unidos?

—Es… te…

A Bob no se le ocurrió fingir ignorancia al respecto.

—Mire esta herida —dijo, extendiéndole el brazo que se hiriera la primera noche, cuando el Cazador intentó comunicarse con él.

El doctor examinó en silencio la fina y casi invisible cicatriz.

—¿Cuánto tiempo hace de esto?

—Unas tres semanas.

Luego se produjo otro lapso de silencio. Bob hubiera querido saber qué pensaba el doctor. El Cazador creía adivinarlo.

—Has descubierto, entonces, que te sucede algo muy particular… algo que no puedes comprender algo que hace que heridas que precisarían ser cerradas con puntadas, aparezcan como simples rasguños. Y eso, según parece, te preocupa. ¿Eso fue lo que te perturbó cuando estabas en el colegio?

—No exactamente, doctor. Usted tiene gran parte de razón, pero… Yo conozco la causa.

Una vez que Bob hubo cruzado el Rubicón, continuó rápida y claramente con su historia. El doctor lo escuchaba absorto y en silencio. Al final, le hizo algunas preguntas.

—¿Acaso has visto tú a ese… Cazador?

—No. No quiere que lo vea, pues dice que me perturbaría emocionalmente.

—Se comprende. ¿Me dejas que te tape la vista un momento?

Bob aceptó y el doctor le ató una venda sobre los ojos.

—Por favor, coloca una de tus manos, cualquiera de ellas, sobre la mesa, con la palma para arriba. Trata de relajar el brazo. Ahora… Cazador, ¿comprende lo que deseo?

El Cazador comprendió perfectamente y actuó en consecuencia. Bob no podría ver, por supuesto, pero después de un rato sintió un leve peso sobre la palma de su mano extendida. Sus dedos comenzaron a cerrarse instintivamente, pero la mano del doctor los mantuvo en su lugar.

—Un momento, Bob.

Durante un corto lapso, sintió ese peso. Luego, el joven, comenzó a dudar. Era algo semejante a lo que se siente cuando, después de tener un rato un lápiz detrás de la oreja, se tiene la impresión de que aún sigue allí aunque en realidad se lo haya retirado. Cuando el doctor le sacó la venda de los ojos ya no había nada, pero el rostro del facultativo tenía una expresión muy seria.

—Muy bien, Bob —dijo—. Esta parte de tu historia parece verdadera. Ahora ¿podrías relatarme algo acerca de la misión de tu amigo?

—Primero deseo decirle algo —replicó Bob—. Trataré de repetir las palabras que él me dicte. Usted acaba de convencerse, al menos en una parte esencial, de la veracidad de esta historia. Supongo que comprende los motivos que hemos tenido para mantenerla oculta durante tanto tiempo y el riesgo que afrontamos al contársela a usted. Existe una posibilidad, si bien sumamente pequeña, de que nuestra presa haya elegido su cuerpo, doctor, para refugiarse. En tal caso, nosotros vemos dos posibilidades. O usted está enterado de su presencia y coopera conscientemente con él, por estar convencido de la justicia de su posición o no sabe nada. En el primer caso, usted estaría en este momento buscando la forma de deshacerse de mí. Su huésped estaría deseando realizar un atentado contra mi anfitrión. Eso lo coloca a usted en un problema que le llevará tiempo resolver y que probablemente me revelará la verdad durante sus intentos de resolverlo. En el segundo caso, doctor, su huésped sabe ahora dónde me encuentro. También sabe que usted es médico y encontrará la forma de hacerle sentir su presencia en su cuerpo. Temo haberlo colocado a usted en una situación peligrosa, ya que el no escatimará medios para escapar. No puedo sugerirle ninguna medida de precaución. Debe encontrarla usted mismo. Pero, por favor, no diga nada en voz alta. Lamento haberlo expuesto a semejante riesgo pero, por otra parte, considero que su profesión lo exige. En caso de que no esté dispuesto a afrontarlo, le rogaría que lo dijera, y nos retiraríamos inmediatamente. Si el fugitivo pierde el temor de ser descubierto, saldrá de su cuerpo sin causarle ningún daño. ¿Cuál es su decisión?

El doctor Seever no dudó ni un instante.

—Afrontaré todos los riesgos. También se me ha ocurrido la forma de detectar su presencia dentro de mi cuerpo. De acuerdo con su historia, usted ha vivido cerca de seis meses dentro del cuerpo de Bob; si su presa se encontrara dentro de mi organismo, probablemente está ahí por lo menos desde hace varias semanas. Un tiempo suficiente para la formación de anticuerpos específicos. Usted dice que pertenece a una especie semejante a los virus. Podría preparar un suero con la sangre de Bob y la mía. De ese modo sabremos en seguida lo que ocurre. ¿Conoce suficiente medicina como para comprender lo que le digo, en nuestro idioma?

Bob replicó lentamente, leyendo siempre las palabras del Cazador:

—Sí, comprendo. Desgraciadamente su plan es inadecuado. Si no hubiéramos aprendido desde hace siglos la manera de prevenir la formación de anticuerpos no hubiéramos podido sobrevivir.

El doctor quedó consternado.

—Debía haberlo pensado. ¿Cómo piensa identificarlo, entonces? Usted debe conocer algún método. Bob explicó las dificultades del Cazador en este sentido. Luego el simbiota prosiguió:

—Cuando esté razonablemente seguro, pienso realizar una inspección personal. Lo descubriría inmediatamente.

—Entonces, ¿por qué no se introduce dentro de mi cuerpo? Ya sé que usted no tiene razones especiales para sospechar de mí, pero de ese modo podríamos estar seguros.

—La idea es buena —dijo Bob—. Pero el Cazador no quiere entrar ni salir de un cuerpo humano mientras la persona esté despierta. Usted dijo que resultaba muy comprensible.

El doctor asintió, mirando pensativamente a su interlocutor.

—Sí. Entiendo sus razones. Sin embargo, se puede intentar algo.

El doctor Seever se levantó de la silla, dirigiéndose hacia la puerta principal. Al pasar junto a un armario, sacó un pequeño letrero y lo colgó de un clavo, en la parte exterior de la puerta. Luego cerró ésta con llave y volviéndose nuevamente hacia el joven, le preguntó:

—¿Cuánto pesas, Bob?

El muchacho contestó su pregunta. El doctor Seever hizo un rápido cálculo mental y luego fué a buscar una botella que contenía un líquido transparente.

—Cazador: ignoro si esta sustancia puede actuar sobre sus tejidos. Le sugeriría que se retirara de los sistemas circulatorio y digestivo de Bob antes de que comencemos a beberla. Dormiremos durante una o dos horas… Creo que sobra tiempo para su investigación. Pero no puedo garantizar la acción de una dosis más pequeña. Usted puede realizar su prueba mientras estemos inconscientes. ¿De acuerdo?

—Aún no estoy completamente convencido —fué la respuesta—. Eso significa que mi anfitrión quedará inerme mientras dure el examen de su cuerpo. Sin embargo, le concedo que es necesario realiza la prueba y estoy dispuesto a transigir. Si usted y Bob se sientan uno al lado del otro, se toman fuertemente de las manos y me prometen que no la separarán durante veinte minutos, yo deslizaré un parte de mi cuerpo y realizaré la inspección.

El doctor estuvo de acuerdo. Su idea de emplea la droga respondía a la insistencia del Cazador en exigir que sus anfitriones no lo vieran mientras se mudaba de un cuerpo a otro. Pero esta solución era menos peligrosa y más agradable. El médico acercó su silla a la de Bob, tomó una de las mano del muchacho con la suya y las cubrió a ambas con la venda que utilizara momentos antes para taparle los ojos. De ese modo, el Cazador podría sentirse más seguro y tranquilo.

La operación duró algo más de veinte minutos pero ambos se sintieron muy aliviados cuando el Cazador les comunicó que el resultado era negativo. Por primera vez durante la entrevista, Bob y el médico discutieron libremente, examinando las condiciones generales del problema. Tan entusiasmada se hallaba el doctor Seever que casi había olvidado la pierna herida de Bob. Sólo al final de la visita se refirió a eso.

—Según tengo entendido, Bob, tu amigo no puede hacer nada para acelerar el proceso de cicatrización; él simplemente evita la hemorragia y la infección. Yo te aconsejaría que dieras reposo tu pierna.

—Pero eso es imposible —dijo Bob—. En esta guerra, yo desempeño el importantísimo papel de vehículo del comandante en jefe. No puedo inmovilizarme.

—Entonces la herida cicatrizará muy lentamente; por ahora, no creo que haya otras consecuencia más importantes. Guíate por tu propio juicio. Trata de hacer trabajar tu pierna lo menos posible.

El doctor cerró la puerta después que se fueron sus visitas y volvió a su consultorio. Allí se entregó inmediatamente al estudio de la inmunología. Quizá los congéneres del Cazador eran capaces de resistir los anticuerpos… pero un médico podía hallar otras trampas.

Como no era aún hora de cenar, Bob y el Cazador se dirigieron al arroyo donde debían hallarse los demás muchachos. Desde lejos se oía el ruido de la sierra. Apenas vieron a Bob dejaron de trabajar.

—¿Dónde estuviste? ¡Cuánto trabajo te ahorraste esta tarde! ¡Mira el bote!

Bob miró. Había muy poco para ver, en realidad, ya que toda la madera podrida —que era la mayor parte— había desaparecido. Hasta ese momento la colocación de la madera nueva no había adelantado mucho. Pero Bob en seguida descubrió la causa de este atraso: contaban con muy poco material.

Dónde están las maderas que separamos anoche? preguntó Bob a Hay.

—Qué pregunta… —contestó el otro secamente—. Encontramos una parte en el lugar en que las dejamos. Son las que hemos traído. El resto desapareció. No sé si los chicos las sacaron o si los obreros, al encontrarlas, las usaron. Pensamos que era preferible traer lo que había hasta aquí en vez de perder más tiempo buscando otras maderas. Pero tendremos que volver a buscar más; las que tenemos no alcanzan para terminar.

—¡Qué contrariedad! —exclamó Bob, mientras miraba el pelado esqueleto del bote que yacía sobre la playa, delante de ellos. Recordó algo que lo había impresionado. Se volvió hacia Rice y le dijo:

—Pelirrojo, creo que ayer he encontrado los restos de Tip.

Todos dejaron las herramientas con que se hallaban trabajando y escucharon con gran interés.

—¿Dónde?

—En el bosque, cerca del nacimiento del arroyo. Me caí pocos minutos después y por eso olvidé todo; si no te lo hubiera contado esta mañana. No puedo estar completamente seguro de si era o no Tip, ya que quedaba muy poco de su cuerpo, pero era al menos, un perro de igual tamaño. Si ustedes quieren, podemos ir a verlo después de cena. Ahora ya no hay tiempo.

—¿No pudiste averiguar la causa de su muerte? —preguntó Rice, a quien le costaba acostumbrarse a la idea de que el perro había muerto.

—No. Veremos qué opinan ustedes. Creo que ni Sherlock Holmes podría decirlo… pero no por es nos rendiremos, ¿verdad?

Con la llegada de esas noticias se dió por finalizado el trabajo en el bote por esa tarde. Se aproximaba la hora de cenar y el grupo comenzó a remontar el arroyo hasta salir al camino. Allí sus miembros se dispersaron en dirección a sus casas. Antes de separarse, Rice le recordó a Bob la cita en el bosque, después de la cena.

Todos fueron. La sintética descripción de Bob había despertado la curiosidad de los jóvenes. Bob los condujo lentamente por el sendero hasta el arroyo. Luego siguieron por la orilla hasta llegar lugar donde Bob tuvo el accidente. Hay metió el brazo dentro del hoyo producido por la caída de amigo. Haciendo un esfuerzo considerable consiguió sacar la porción vertical de la rama.

—Hubieras podido herirte gravemente con esto observó, sosteniéndola en alto, para que la vieran sus compañeros.

Bob señaló su pierna. Ya los muchachos habían visto la herida inferior; tal como procediera con su padre, evitó mencionar la otra.

—¿Te parece poco esto? —dijo.

Hay examinó detenidamente la rama. A pesar de que el sol ya se estaba ocultando y de la poca luz que había a esa hora en el bosque, pudo ver las manchas de sangre.

—Tienes razón —reflexionó Rice—. Seguramente, estuviste un buen rato para sacar la pierna de aquí: la sangre corrió unos treinta centímetros más abajo del extremo puntiagudo del palo. No puedo comprender cómo no vi manchas de sangre en la pierna de tu pantalón, cuando te encontré ayer.

—No lo sé… —mintió Bob, comenzando a dirigirse hacia el matorral. Los otros tres lo siguieron y Hay, que había quedado como ensimismado, se encogió de hombros, arrojó la rama a un costado y se unió a los demás.

Todos rodearon el esqueleto del perro y comenzaron a formular hipótesis. Bob, que los había llevado con un propósito definido, los observaba atentamente. Estaba completamente seguro, a pesar de lo que el Cazador dijera acerca de esos huesos, que Tip había muerto por el simbiota fugitivo, quien asimismo había preparado la trampa que causó su caída. Tenía también una explicación para el hecho de que el enemigo no intentara introducirse en su cuerpo en el momento en que se hallaba inerme.

Bob suponía que el simbiota había encontrado otro anfitrión: debía ser una persona que solía utilizar el arroyo como camino a través de la selva, del mismo modo que Bob y sus amigos. Eso significaba que uno de los jóvenes había estado inmóvil, durante algunos momentos, en las inmediaciones del arroyo, permitiéndole al enemigo la realización de sus propósitos. Bob no había oído hablar de un incidente semejante, pero estaba seguro que, llegado el momento, alguien se referiría a ese hecho.

Oscurecía rápidamente y la única conclusión deducida por los jóvenes era que el perro había muerto víctima de algún insecto ponzoñoso. Hasta ese momento, ninguno se había acercado para tocar los huesos pero, como la luz era cada vez más escasa, Malmstrom decidió acercarse para examinarlos mejor. El esqueleto se hallaba entre las malezas y era necesario pasar entre ramas espinosas para llegar hasta él.

Resultó más fácil acercarse que salir de allí, pues las espinas estaban orientadas hacia adentro, convirtiendo el lugar en una verdadera trampa. Malmstrom sufrió profundos rasguños al sacar el esqueleto con sus manos. Se lo alcanzó a Colby.

—Estas espinas servirían para anzuelos —observó— Las malditas parecen estar achatadas contra las ramas, pero cuando uno tira en sentido contrario, se levantan. Estoy seguro de que eso fué lo que le ocurrió a Tip… Se introdujo allí buscando algo y no pudo salir.

La teoría parecía bastante razonable y hasta Bob estaba impresionado por la misma. Recordó, repentinamente, que no le había contado su nuevo proyecto al doctor. ¿Cuál sería la opinión de Seever? Quizás habría llegado a encontrar una solución dentro de la medicina, y no le sería difícil en su situación encontrar un pretexto para ensayarla. Roberto creyó, en un momento dado, que podría sugerirle un primer candidato para el experimento; ahora ya no sabía qué pensar. Emprendió el camino de regreso, cuesta abajo, mientras su cerebro se afanaba empeñosamente.

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