CAPITULO 20 — PROBLEMA NÚMERO 2. SU SOLUCIÓN

Iba caminando Bob cuando se le ocurrió una idea. Se detuvo para hacerle una pregunta al Cazador…

—Si nosotros lográramos que nuestra presa se sintiera tan incómoda que le resultara imposible seguir dentro del cuerpo de papá ¿cómo se las arreglaría para salir? ¿Hay alguna posibilidad de que le causara daño?

—No. Si llegara a encontrarse en tal situación, o si nosotros encontráramos una droga adecuada, tendría que retirarse, simplemente. Si tu padre hiciera algo que a nuestro amigo no le gustara, podría aumentar el espesor de la película que ha colocado sobre sus ojos, impidiéndole ver, y también podría paralizarlo, de la manera que te he referido anteriormente.

—¿Estás seguro de que esa parálisis no tendría consecuencias posteriores?

—No lo estoy completamente, al menos en seres de tu raza —advirtió el Cazador—. Ya te dije el motivo.

—Ya lo sé. Por eso quiero que pruebes primero conmigo, apenas me interne en el bosque. Allí no nos verá nadie desde el camino.

La actitud de Bob difería fundamentalmente de la que adoptó algunos días antes, cuando le hizo al Cazador la misma pregunta, pero chacoteando.

—Ya te dije hace mucho tiempo por qué no quiero hacerlo.

—Si no quieres que yo me arriesgue, yo no quiero que papá corra ningún peligro. Se me ha ocurrido una idea pero no moveré un dedo hasta que no esté completamente seguro sobre esa cuestión. Vamos.

Se sentó detrás de un matorral que ocultaba la visión desde el camino.

El Cazador experimentaba siempre la misma repugnancia ante la posibilidad de hacer algo que pudiera dañar al muchacho. Pero en este caso, no había otra disyuntiva. La amenaza de no llevar adelante su propio plan no era tan grave; pero sí lo sería, si Bob rehusaba cooperar con los planes del Cazador. Después de todo —se dijo el simbiota— esta gente es muy distinta a los otros anfitriones que nosotros conocíamos y es mejor andar con cuidado. Aceptó.

Bob, que se hallaba sentado muy erguido, a la expectativa, esperando la decisión del Cazador, experimentó de pronto una insensibilización total en la región de su cuerpo situada debajo de la garganta. Trató de moverse pero descubrió que sus brazos y piernas no le respondían; era como si pertenecieran a otra persona. Esa extraña situación duró aproximadamente un minuto, aunque a la víctima le pareció que había transcurrido un tiempo mucho mayor; luego recuperó la sensibilidad, sin pasar por esa fase que esperaba, durante la cual le parecía que su carne era atravesada por agujas y alfileres.

—Muy bien —dijo al incorporarse—. ¿Te parece que estoy peor que antes?

—Aparentemente no. Has manifestado menos sensibilidad ante el tratamiento que mis antiguos anfitriones y te has recuperado más rápidamente que ellos. Pero no podría afirmar si se trata de una particularidad tuya o es una característica de tu especie. ¿Estás satisfecho?

—Creo que sí. Si eso es lo único que va a sentir papá, no tengo objeciones que formular. Sin embargo, sigo temiendo que pueda causarle la muerte, pero…

—Por supuesto, podría hacerlo si obstruyera alguna arteria importante o imprimiera una presión excesiva sobre los nervios. Sin embargo, esos dos métodos no serían tan efectivos, desde el punto de vista de nuestro enemigo, y además le llevarían más tiempo. Me parece que no debes preocuparte.

—Muy bien.

El joven salió nuevamente al camino, montó sobre la bicicleta que había dejado a un costado del mismo y prosiguió su trayecto hacia la escuela. Estaba demasiado ensimismado en sus pensamientos como para prestar atención al manejo de su bicicleta.

¿Así que si el simbiota enemigo era inteligente permanecería dentro del cuerpo del señor Kinnaird por constituir el refugio más seguro? ¿Qué haría si ese refugio perdiera de pronto su seguridad? La respuesta era obvia. El único problema radicaba en la manera de provocar una situación que fuera peligrosa para el simbiota pero no para el señor Kinnaird y ese problema parecía insuperable, al menos por el momento.

También existía otro problema que Bob evitaba cuidadosamente mencionar a su huésped; ni siquiera ahora Bob sabía con exactitud si el Cazador era en realidad lo que afirmaba ser. El joven no podía sentirse plenamente confiado al respecto ante la perspectiva, nada imposible, de haber sido engañado con una falsa historia para obtener su ayuda. Cualquier plan que Bob adoptara ulteriormente debía dar respuesta también a ese punto… una respuesta mejor que el vago experimento de unos días antes, cuando le pidiera al Cazador que lo paralizara. La actitud del detective había sido convincente, por cierto, pero… podía haber simulado. Era preciso comprobar si estaba dispuesto a mantener esa actitud en la práctica.

Bob prestó poca atención en el colegio ese día y, durante el almuerzo, su indiferencia mantuvo apartados a sus compañeros. No mejoró su disciplina durante las clases de la tarde y se le previno que debería quedarse fuera de hora para completar algunos trabajos atrasados. Sus pensamientos le exigían hallarse libre cuanto antes.

Al salir del colegio procedió sin demora. Dejó su bicicleta donde estaba y se dirigió, a pie, hacia el sur, cruzando los jardines. Tenía un doble motivo para no usar su bicicleta: no sólo le resultaría inútil para lo que proyectaba realizar, sino que eso le serviría también para que sus compañeros creyeran que regresaría muy pronto. En ese caso, evitaría alguna probable compañía.

Caminó por los senderos, entre los jardines, y cuando algunas casas lo ocultaron de la vista del colegio dobló en dirección al este. Por supuesto, no pudo evitar que algunas personas lo vieran, ya que en la isla casi todos se conocían; pero aquellos a quienes Bob saludó a su paso eran relaciones circunstanciales y no temía que se le acercaran o se interesaran por sus actividades. Veinte minutos después de haber abandonado la escuela se hallaba a una milla de aquélla, y a una distancia aproximada: igual de la costa, al sur del muelle. En ese dobló hacia el noreste, a lo largo del brazo más de la isla, y muy pronto la vegetación del cerro se interpuso entre él y las casas. Los matorrales eran tupidos pero no había árboles. Esta sección era estrecha y originariamente conducía a los campos de cultivo destinados a alimentar a los tanques.

Cuando Bob llegó a un punto que quedaba exactamente al sur de la parte más elevada de la montaña, dobló, dispuesto a iniciar el ascenso de la ladera.

Sólo pudo salir de entre las malezas al llegar a la cima del cerro. Allí buscó un lugar desde donde pudiera observar la ladera opuesta. Se hallaba muy cerca del sitio en que se acostara a dormir unas noches atrás, antes de presenciar el trabajo realizado en el tanque.

Como siempre, había gran actividad. Los hombres trabajaban, rodeados por niños llenos de curiosidad.

Bob buscó entre ellos a sus amigos y, finalmente decidió que debían haber ido a trabajar con el bote o en el acuario. No estaban allí abajo. Sin embargo, pudo ver a su padre. Bob no le sacaba la vista de encima, a la espera de la oportunidad que, con toda seguridad, se presentaría muy pronto. La pared aún no había sido terminada y era muy probable que los obreros estuvieran trabajando. Pronto necesitarían una nueva provisión de mezcla. No podía estar absolutamente seguro de que su padre iría a buscarla con el automóvil, pero había grandes posibilidades de que lo hiciera.

Su incertidumbre respecto a este asunto, afectaba notablemente a Bob; el Cazador, que se hallaba en una posición inmejorable para observar, reparó que su anfitrión era presa de gran excitación; nunca o lo había visto así, desde el día que lo conoció. La expresión de su rostro era muy seria; sus ojos no se despegaban de la escena, como si trataran de corregir o de llenar los pocos detalles de su plan que aún le faltaban precisar. No había dirigido ni una sola palabra al Cazador desde que salieron del colegio. El simbiota sentía una gran curiosidad. No cesaba éste de repetirse a sí mismo que el muchacho no era nada tonto y que su experiencia sobre la Tierra, seguramente lo capacitaba para realizar con mayor éxito que él la actividad que se proponía. El detective se había sentido muy orgulloso por haber sido capaz de elaborar una hipótesis acerca del probable comportamiento miento del fugitivo, cosa que Bob había considerado más allá de su alcance. Pero ahora debía reconocer que el joven se hallaba desarrollando pensamientos quizá más avanzados que los suyos.

De pronto, Bob comenzó a moverse, aunque el Cazador no percibía un cambio en la escena que se encontraba más abajo. Sin tratar de ocultarse descendió por la ladera. Sobre el terreno, junto a las máquinas mezcladoras, se hallaban diseminadas las camisas de los obreros; Bob, sin preocuparse de las miradas, comenzó a revisar los bolsillos de las mismas. En uno de ellos encontró una caja de fósforos. Echó un vistazo alrededor y vio al dueño de la camisa que lo miraba. Se la mostró, mientras hacía un gesto interrogante con las cejas. El hombre asintió y continuó su trabajo.

El muchacho se guardó los fósforos en el bolsillo y ascendió algunos metros, para poder ver en perspectiva la superficie interior del tanque. Allí se sentó y una vez más concentró su atención en las acciones de su padre.

Finalmente ocurrió lo que estaba esperando. El señor Kinnaird apareció llevando sobre los hombros un barril de metal y, cuando Bob se levantó para verlo con mayor claridad, desapareció por el extremo más alejado del piso del tanque, en dirección al lugar donde acostumbraba estacionar el jeep.

Bob comenzó a moverse hacia el tanque vecino, sin despegar la mirada de su objetivo. Pocos segundos después, vio aparecer el jeep manejado por su padre. Al lado de éste, a la vista, se encontraba el barril. Bob sabía hacia dónde iba; por lo menos, demoraría media hora. Desapareció en seguida debajo del tanque vecino y, debido a su ubicación no volvió a verlo mientras se alejaba.

Bob usó ese tanque para ocultarse. Anduvo con paso moderado hasta que pudo colocarse fuera de la vista de los hombres que trabajaban; luego comenzó a correr a toda velocidad.

Pocos minutos después había llegado al extremo, del camino pavimentado. Allí comenzaban los galpones de chapas acanaladas; y, con gran asombro del Cazador, Bob comenzó a inspeccionarlos detenidamente. Los primeros se usaban habitualmente para guardar la maquinaria de construcción; había allí máquinas mezcladoras de distintas clase y estantes; algunos de éstos estaban vacíos, pues lo que en ellos se guardaba se hallaba en uso. Otros galpones, más cercanos al distrito residencial, contenían latas de gasolina, fuel-oil y aceites lubricantes. El muchacho los examinó uno por uno, deteniéndose sólo para pensar algunos segundos antes de reiniciar en seguida una actividad más febril.

Cuando encontró un cobertizo desocupado, comenzó a llevar allí latas de unos veinticinco litros capacidad y a colocarlas junto a la entrada. El Cazador estaba asombrado por la fuerza que demostraba Bob, pero luego comprendió que las latas estaban, vacías al sentir el ruido que producían cuando Bob las dejaba sobre el suelo. Este parecía muy satisfecho con la pirámide que se estaba formando. Cuando alcanzó una altura superior a la estatura de Bob, se dirigió a otro galpón y empezó a leer con gran minuciosidad las abreviaturas que se hallaban escritas sobre otro conjunto de latas. Pero éstas no estaban vacías como las anteriores. Contenían un líquido parecido al querosén. Bob colocó dos latas llenas en puntos estratégicos de su pirámide; luego abrió otra y vertió su contenido sobre las latas vacías y también sobre el piso adyacente. El Cazador conectó de pronto esta maniobra con los fósforos.

—¿Estas por hacer una fogata? —le preguntó—. ¿Para qué pones latas vacías?

—Sí, pienso hacer una fogata —fue la respuesta.

—Pero, ¿qué te propones? No podrás eliminar a nuestro enemigo sin causar un tremendo daño a tu padre.

—Ya lo sé. Pero si él piensa que papá se encuentra imposibilitado de escapar al fuego, tratará de escapar. Pero yo estaré al lado, con otra lata de combustible y más fósforos.

—Fantástico —expresó con indescriptible sarcasmo el simbiota—. ¿Cómo colocarás a tu padre en una situación semejante?

—Ya verás —dijo Bob sombríamente.

El Cazador comenzó a asustarse seriamente por lo que estaba sucediendo en la mente del joven. Bob volcó un último recipiente de combustible sobre la pira; esta vez usó un líquido que normalmente servía como lubricante. Luego tomó una lata de querosén, aflojó la tapa y se colocó en medio del camino, en un punto desde donde podía ver el muelle. Allí fijó la mirada; apenas despegó la vista un instante para posarla sobre el nuevo tanque. Si alguien llegaba a descubrirlo, se vería en un serio apuro.

No se había acordado de ver qué hora era cuando salió su padre y no tenía ninguna idea acerca del tiempo que le llevó la construcción de la pira, de modo que no sabía cuántos minutos debía esperar.

Por consiguiente, no se atrevió a cambiar de posición. El Cazador no volvió a interrogarlo. Por otra parte, Bob tenía intenciones de contestarle sólo cuando conviniera a sus propósitos. No le gustaba proceder así con el simbiota ya que sentía por él un verdadero aprecio; pero ahora que el hecho era inminente, se sentía muy perturbado por tener que dar muerte a un ser inteligente y quería estar seguro de que estaba por atacar al verdadero malhechor. Roberto Kinnaird poseía una mente notablemente objetiva para su edad.

Por fin, experimentó un inmenso alivio cuando vio aparecer el jeep por el lado del muelle. El joven comenzó a incorporarse lentamente en el mismo momento en que el automóvil entraba al caminó, Bob se encaminó hacia la pira sin perder de vista al jeep.

Cuando éste desapareció momentáneamente detrás de los primeros galpones, Roberto sacó la caja de fósforos de su bolsillo. Entonces expresó la respuesta, largamente preparada, a la pregunta del Cazador.

—Verás, Cazador. Será muy fácil hacerlo venir hasta aquí. ¡Voy a colocarme en el interior del galpón!

Extrajo un fósforo de la caja cuando terminó de hablar. Bob creía que en ese momento no podría controlar el movimiento de sus miembros; si el Cazador no era lo que parecía sino lo que el joven temía que fuera, no le hubiera permitido encender el fósforo. Deliberadamente, había evitado que su huésped conociera la existencia de unas ventanas en la pared posterior del galpón. A Roberto no se le ocurrió en ese momento que un criminal de esa clase pudiera poseer una rapidez mental que le permitiera reconocer el bluff. Por eso había demorado Bob su respuesta: para que el otro no tuviera tiempo de pensar. O confiaba en el muchacho o lo paralizaba instantáneamente. El plan tenía algunas fallas, y por supuesto, y Bob no las ignoraba pero, en conjunto, parecía destinado a tener éxito.

Encendió el fósforo.

Se agachó para acercar la llama al combustible.

El fósforo se apagó.

Casi temblando por la ansiedad, ya que el jeep aparecería en cualquier momento, encendió otro. Esta vez lo tiró al suelo, que estaba impregnado de liquido combustible y se produjo, una gran llamarada. Unos instantes después el fuego se había trasmitido a la pirámide de latas.

Bob se metió en el galpón, antes de que las llamas obstruyeran la entrada, y desde adentro, se puso a observar el camino.

Por primera vez, el Cazador habló:

—Confío en que sabrás lo que estás haciendo. Si de pronto ves que no puedes respirar extraeré él humo de tus pulmones.

Además, el Cazador hacía todo lo posible por evitar que la vista del joven se nublara. Bob estaba satisfecho; los acontecimientos se estaban produciendo demasiado rápidamente.

Antes de que pudiera divisarlo, oyó el sonido del jeep que se aproximaba. Evidentemente, el señor Kinnaird había visto el humo y aceleraba el vehículo todo lo que podía. Adentro del mismo no había un extinguidor capaz de hacer frente a un incendio de la magnitud del que se presentaba ante él. Bob vió que su padre se disponía a ir hasta el lugar de la construcción en busca de ayuda. Pero estaba seguro de que podría impedir esa dilación.

—¡Papá! —gritó.

No dijo nada más. Si su padre pensaba que él se encontraba en peligro, mejor; pero no tenía intenciones de mentirle fríamente. Estaba seguro de que el señor Kinnaird, al oír la voz de su hijo que salía de ese infierno, detendría el coche y se acercaría caminando para examinar las posibilidades de rescate. Pero Bob subestimó la velocidad de reacción de su padre y también sus recursos.

Kinnaird sacó el pie del acelerador e hizo girar con fuerza el volante hacia la izquierda. Su intención fué comprendida inmediatamente por Bob y el Cazador: quería acercar el vehículo hasta la puerta del galpón con lo cual protegería momentáneamente al muchacho y a sí mismo del alcance de las llamas. Una vez que éste lograra subir al jeep retrocedería de inmediato. El plan era simple y parecía muy bueno. Hubiera funcionado perfectamente y, en tal caso, Bob y su ángel guardián tendrían que elaborar una nueva ofensiva.

Afortunadamente, desde el punto de vista de ellos, un nuevo factor apareció en la situación. El oculto huésped del señor Kinnaird comprendió lo que estaba sucediendo o, al menos el plan de su anfitrión casi con igual rapidez que los otros dos espectadores; pero el Matador no tenía deseos de exponerse acercándose a una pila de latas de combustible que, al parecer, estaban a punto de estallar. Si ello sucediera, en cualquier momento tendrían que hacer frente a una verdadera lluvia de fuego. Se encontraban ya a unos veinte metros del galpón y, tanto el hombre como el simbiota, podían sentir el calor. A este último le era completamente imposible torcer la voluntad de su anfitrión, obligándolo a cambiar la dirección del vehículo. Al parecer, tampoco tenía medios para forzarlo a que detuviera el jeep; pero el simbiota no advirtió esto, dada la tensión del momento. De todos modos, hizo lo que le parecía mejor.

El señor Kinnaird sacó una de sus manos del volante y se restregó los ojos. Los que se hallaban dentro del galpón comprendieron lo que estaba sucediendo: pero él no necesitaba ojos para imaginarse a su hijo acorralado por las llamas y no disminuyó la velocidad del jeep ni alteró su dirección. El simbiota debió haber advertido, casi inmediatamente, que la ceguera no bastaba, y cuando se hallaba a unos doce metros del galpón, el señor Kinnaird se desmayó sobre el volante.

Desgraciadamente para el simbiota, el jeep seguía en marcha y cualquier persona, por mínima atención que prestara a los asuntos terrestres, hubiera reparado en este detalle, a menos que el pánico lo invadiera, impidiéndole razonar. El pequeño automóvil continuó, pues, en movimiento, desviándose ligeramente hacia la izquierda, y un instante después chocaba contra la pared de metal acanalado, a varios metros de la puerta del galpón. El señor Kinnaird se salvó de sufrir heridas graves sólo porque su pie se zafó del acelerador en el momento en que fué paralizado por el simbiota.

Los acontecimientos se sucedían con mayor rapidez de la que Bob esperaba. Estaba seguro que su padre se acercaría caminando y que se detendría a algunos metros del fuego. Había planeado dirigir la propagación de las llamas por medio de la lata de combustible que tenía al alcance de su mano, de modo que el enemigo creyera que su anfitrión no podría escapar a una muerte segura. Pero ahora no podía cumplir este plan, ya que el fuego no le permitía acercarse a la puerta para ver qué ocurría con el jeep. La situación se volvió aún más terrible cuando una de las latas llenas que Bob había colocado en la pila comenzó a arder. Había tenido la previsión de no usar gasolina, de modo que el recipiente se rajó, solamente y comenzó a verter oleadas de líquido encendido sobre las demás latas y sobre el piso, llegando más cerca del jeep de lo que Bob hubiera supuesto.

Con el frenesí que le imprimía su propia ansiedad, el joven recordó súbitamente la existencia de las ventanas posteriores, que tan cuidadosamente ocultara durante la preparación de su estratagema. Se acercó corriendo a la más cercana, sin soltar la lata de combustible, y gritando al mismo tiempo en el dialecto francés de la isla:

—¡No te preocupes! Hay una ventana.

Pudo salir a través de la abertura sin vidrios, cayendo al suelo ya en el exterior. Se incorporó y corrió a toda velocidad alrededor del galpón. El espectáculo que se presentó ante su vista le hizo albergar nuevas esperanzas acerca del éxito de su plan.

El fuego no había alcanzado al jeep, aunque estaba ya bastante próximo; pero no fué eso lo que atrajo la mirada del muchacho como un imán.

Su padre yacía sobre el volante y su figura se destacaba claramente sobre ese fondo luminoso. Junto a él, usando su cuerpo como escudo contra el feroz calor y la irradiación, había algo más. El Cazador había permitido a Bob que lo viera, pero el muchacho podía imaginarse el aspecto del simbiota: era una masa de sustancia blanduzca, casi opaca, una especie de gelatina verdosa, que se hinchaba por momentos a medida que nuevas cantidades de su masa seguían saliendo de entre las ropas del hombre. Bob retrocedió rápidamente, ocultándose detrás de la esquina del galpón, aunque a simple vista no descubrió nada que se pareciera a un ojo. Desde allí atisbó cautelosamente.

El extraño ser parecía estar concentrando su masa con el propósito de desplazarse. Un fino tentáculo se separó del núcleo principal, deslizándose hacia afuera por el costado del jeep. Pareció que se estremecía al sentir la radiación pero, aparentemente el simbiota consideró que era preferible exponerse ahora y no después a los efectos del calor y el seudópodo descendió hasta el suelo. Allí su extremo comenzó a hincharse, y en el mismo momento la masa principal, que se encontraba sobre el asiento, disminuía paulatinamente de volumen. Bob se preparó para intervenir.

El simbiota demoró alrededor de un minuto para conducir toda su masa hasta el suelo.

En el instante en que éste perdía el último punto de contacto con el jeep, Bob salió de su escondite y dió un salto, acercándose al automóvil y llevando siempre consigo la lata de combustible. El Cazador esperaba que el joven volcara el contenido de la misma sobre ese ser que huía despavorido, alejándose de las llamas; sin embargo pasó a su lado, casi sin mirarlo, dirigiéndose hacia donde estaba su padre. Empujó a su padre hacia un costado, colocándose él frente al volante. Puso el jeep en marcha y lo apartó unos treinta metros del edificio. Sólo entonces prestó atención a los asuntos del Cazador.

El fugitivo había recorrido una pequeña distancia durante este lapso. Se hallaba aun muy cerca de la pared del galpón y tratando de escapar al calor, que se había intensificado al desaparecer la protección del vehículo. Aparentemente vió venir a Bob, pues detuvo su movimiento, concentrando su masa que tomó el aspecto de una bola, rodeada de gran cantidad de finos tentáculos dirigidos hacia el ser humano que se aproximaba. Debió pensar que éste sería un anfitrión satisfactorio, al menos hasta que lograra salir de ese lugar endemoniado. Luego pareció percibía la presencia del Cazador e inició un movimiento de huída; pero en seguida, al verificar la lentitud de su movimiento, en comparación a su adversario, trató de replegarse nuevamente sobre sí mismismo. Por los relatos del Cazador acerca del comportamiento de los seres de su raza, supuso que el simbiota procuraba introducirse en la tierra.

Sin embargo había una gran diferencia entre la consistencia de ese piso compacto y apisonado y la arena suelta de la playa. Los espacios entre las partículas eran menores y en su mayor parte estaban llenos de agua. Bob volcó sobre el simbiota parte del combustible contenido en la lata que llevaba consigo mucho antes de que pudiera apreciarse una disminución considerable en el tamaño del Matador.

Derramó el líquido, hasta que el recipiente quedó casi vacío. El piso quedó empapado alrededor del simbiota en una superficie de varios pies cuadrados. Y usó el último resto para trazar un reguero que unía el charco que acababa de formar con el fuego que crepitaba un poco más lejos. Retrocedió para observar el hilo de fuego que se acercaba lentamente hacia el nuevo objetivo.

Pero Bob estaba sumamente impaciente. Sacó la caja de fósforos, le prendió fuego y la arrojó, con la mayor puntería posible, hacia ese montón de sustancia viscosa que ocupaba el centro del charco de combustible. Esta vez quedó ampliamente satisfecho.

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