A pesar del cansancio, a Bob le costaba conciliar el sueño. El efecto del anestésico local que el doctor le aplicó para coserle la herida comenzaba a desaparecer y, a medida que transcurría la noche, el dolor se hacía más intenso. Casi había olvidado el motivo que originó su visita al dispensario. Ahora estaba en condiciones de pensar con mayor claridad. No se había vuelto a repetir la molestia. Quizá sería mejor no volver a preocuparse por eso. Además, si no experimentaba nuevamente aquellos tomas, ¿qué le diría al doctor?
También el Cazador tuvo tiempo suficiente para cambiar de opinión. Cuando el doctor aplicó la anestesia sobre el brazo de Bob, tuvo que retirarse allí y dedicarse a considerar sus propios problemas. Se convenció, finalmente de que cualquier perturbación de un órgano sensorial o de alguna otra función de su anfitrión, originaría en el mismo serias complicaciones emocionales. Entonces comenzó sospechar que no convendría que Bob se entera de su presencia, ya que el conocerla, aunque experimentara por esa causa ninguna anormalidad, le traería grandes preocupaciones. Además, ahora le parecía imposible que el muchacho lograra interpretar sus intentos de comunicación por medio de mensajes a través de su cuerpo. La simbiosis entre dos seres inteligentes era extraña a su raza y el Cazador empezaba a darse cuenta de lo que esto significaba en términos de actitudes mentales. Se reprochaba a sí mismo no haber comprendido la situación mucho antes.
Había permanecido ciego para todo lo que no fuera establecer una comunicación entre ambos y sólo había considerado dos factores: el instinto de conservación y su deseo de permanecer dentro del cuerpo del joven. Trató de elaborar un plan que no implicara su retiro del cuerpo de Roberto. Se imaginaba verse desterrado del hogar donde ya se sentía tan cómodo, arrastrándose como un simple montón de gelatina en un mundo extraño y adverso, buscando afanosamente un anfitrión que lo condujera otra vez a la isla donde había aterrizado, tratando de descubrir sin ayuda de nadie los rastros de un fugitivo que probablemente debía hallarse tan oculto como él mismo… Apartó con decisión este cuadro de su mente.
Sin embargo, era necesario que se comunicar con el muchacho. Había ya comprobado que desde adentro le sería imposible realizar esta empresa. ¿Cómo procedería, entonces? ¿Cómo podría entablar una conversación inteligente con Roberto Kinnaird, o con cualquier otro ser humano, desde afuera? No podía hablar, carecía de aparato vocal; a pesar del extraordinario control que poseía sobre su forma corporal, no conseguiría realizar una réplica del aparato humano de la fonación, desde los pulmones hasta los labios. Podría escribir, si el lápiz no fuera demasiado pesado; pero, ¿acaso tendría alguna vez oportunidad para hacerlo? ¿Algún ser humano, al ver cuatro libras de sustancia gelatinosa empeñada en manejar un lápiz y papel, esperaría un resultado legible…? Quizá, aunque lograra leer algo, no lo creería.
Y, sin embargo, debía haber alguna forma. Todos los peligros que había contemplado y que estaba dispuesto a afrontar estaban condicionados por algo: no podría volver al cuerpo del joven, si él lo veía acercarse; ningún ser humano creería en sus sentidos si viera escribir al Cazador; ningún hombre creería en un mensaje escrito por el Cazador si no lo escribiera en su presencia… si el Cazador no proporcionara la evidencia sustancial de su naturaleza y existencia. A pesar de que las dos últimas dificultades parecían poseer soluciones que se excluían entre sí, al atareado detective se le ocurrió de pronto una idea afortunada.
Podría salir del cuerpo de Bob mientras éste durmiera; escribiría un mensaje y volvería a entrar a su refugio antes de que el joven se despertara. Ahora todo le parecía demasiado sencillo. Nadie lo vería en la oscuridad; en cuanto a la autenticidad de la nota, Roberto Kinnaird, entre todos los hombres del planeta, sería el único que podría encarar con seriedad un mensaje semejante. Sólo a él, tal como las cosas se desarrollaban hasta el momento, podía probar el Cazador su existencia y, si fuera necesario, revelar su escondite. Si se decidiera a decirle dónde se encontraba, sería deseable, al menos, que el joven no lo viera para que tal conocimiento no le causara un impacto emocional.
La idea le pareció excelente, aun admitiendo que tenía algunos riesgos. Un buen agente de policía es, a menudo, refractario a todo lo que le signifique exponer gratuitamente su vida. No obstante, el Cazador no vaciló en adoptar el plan. Con un plan de acción firmemente impreso en su mente, comenzó una vez más a observar lo que le rodeaba.
Aún podía ver. El joven tenía los ojos abiertos; todavía estaba despierto. Esto significaba una demora y un esfuerzo mayor para la paciencia del Cazador. Era absurdo que especialmente esa noche Bob tardara tanto en dormirse. En realidad, como el simbiota conocía la causa, se sentía un poco culpable. Era cerca de medianoche. El Cazador moderaba penosamente los impulsos que le exigían actuar. Cuando la respiración y los latidos del corazón de Bob se regularizaron, el Cazador comprendió que su anfitrión se había dormido. Entonces se atrevió a iniciar sus planes. Abandonó el cuerpo de Bob en la misma forma en que había entrado, a través de los poros de la epidermis de los pies. Estaba bastante familiarizado con los hábitos del muchacho durante el sueño, y sabía que era muy poco probable que moviera los pies. La maniobra dió resultado. Sin perder tiempo, el detective se deslizó hacia abajo, atravesando las sábanas y el colchón hasta llegar al suelo, debajo de la cama.
Aunque la ventana estaba abierta y las persianas se hallaban levantadas, estaba demasiado oscuro para ver con claridad, era una noche sin luna y además, no se distinguía ninguna luz próxima al edificio de los dormitorios. Sin embargo, pudo ubicar el escritorio de trabajo de Bob. Allí estaba seguro de que encontraría todo lo necesario para escribir. Se encaminó hacia el mueble adoptando la forma de una ameba. Pocos minutos después se hallaba entre los papeles y libros que cubrían prácticamente el escritor.
Le resultó fácil encontrar papel limpio; al borde de la mesa, frente a una silla, se encontraba un block de papel borrador. También había lápices y lapiceras; pero, después de experimentar un rato con los mismos, el Cazador decidió que eran imposibles de manejar a causa de su longitud y de su peso. No obstante, encontró una solución. Había, entre el montón, un lápiz mecánico barato; varias veces vió a Bob mientras lo cargaba de minas y le pareció que podría arreglárselas para sacar una mina de su interior. Después de examinarlo algunos minutos consiguió extraer un trozo de grafito, fácilmente manejable, que le permitiría trazar una marca visible sobre el papel aun con la débil presión que el Cazador podía ejercer.
Comenzó a trabajar sobre el block de papel. Dibujaba las letras con gran lentitud pero claramente. No importaba que él apenas pudiera ver lo que estaba escribiendo ya que había extendido su cuerpo sobre toda la hoja de papel y sentía perfectamente la posición de la punta del lápiz y la grieta que este iba abriendo. Demoró largo rato en decidir lo que diría la nota.
«Bob» comenzó (el Cazador aún no sabía que en ciertas ocasiones suele emplearse un encabezamiento más formal): «estas palabras son para pedirte disculpas por las molestias que te causé anoche. Tenía necesidad de hablarte; intenté hacerlo por medio de aquellos tirones que sentiste en los músculos y también trabando tu voz. No tengo espacio aquí para decirte quién soy y dónde me encuentro; sólo puedo asegurarte que estoy en condiciones de oírte hablar en todo momento. Si deseas que yo vuelva a comunicarme contigo no tendrás más que decírmelo y sugerir el método que prefieras; podría hacerte señales contrayendo tus músculos, siempre que éstos se hallen completamente relajados o dibujar signos y letras en tu retina cuando fijes la vista en un objeto iluminado en forma pareja. Haré todo lo que esté en mi poder para probarte la veracidad de mis palabras, mas espero que tú mismo me indiques algunas sugestiones acerca de la realización de dichas pruebas. Es sumamente importante para los dos. Por favor, déjame que vuelva a establecer la comunicación».
El Cazador quería firmar la nota, pero no se le ocurría la forma de hacerlo, ya que no poseía un nombre personal. «Cazador» era solamente un apelativo originado en su profesión. Para los amigos de su primer anfitrión él era simplemente el compañero de Jenver, el subjefe de Policía; y le parecía que no convenía usar un título semejante en las circunstancias actuales. Por lo tanto, prefirió no firmar el mensaje. El problema siguiente era elegir el lugar donde dejarlo. No quería que el compañero de habitación de Bob lo viera, al menos antes que éste. Pensó que lo mejor sería llevar el papel a la cama y colocarlo encima o debajo de las sábanas.
Primero se dedicó a la tarea de arrancar la hoja del block de papel. Luego decidió que dejaría el mensaje dentro de uno de los zapatos del muchacho. Después de haberlo hecho, volvió a introducirse en el cuerpo de Bob. Sólo entonces pudo descansar. Era necesario esperar hasta la mañana siguiente. Pero no podía dormir en un ambiente semejante. El sistema circulatorio de Roberto podría incorporar ampliamente los desechos del metabolismo del visitante en el momento mismo de su formación. Por primer vez, el Cazador lamentó este hecho; hubiera sido maravilloso poder dormir hasta el momento en que Bo leyera la nota. A él sólo le era posible esperar.
Cuando el timbre del colegio sonó en el corredor para despertar a los muchachos —el día domingo no justificaba la permanencia en la cama— Bob abrió lentamente los ojos y se incorporó. Sus movimientos fueron lentos al comienzo; luego, al recordar que tenía algunas obligaciones, saltó de la cama descalzo, bajó la ventana, volviendo luego a la cama donde pausadamente, comenzó a vestirse. Su compañero de pieza, que gozaba del privilegio de quedarse unos minutos más en la cama, salió de entre las sábanas después que Roberto hubo cerrado la ventana y comenzó a buscar sus prendas para vestirse. No miraba a Roberto en el momento en que éste se demudó de sorpresa al encontrar la hoja de papel dentro de uno de sus zapatos.
Extrajo la nota, le dió un rápido vistazo y se la colocó en el bolsillo. Lo primero que pensó fué que alguien —probablemente su compañero— le quería hacer una jugarreta y, en ese caso, no le obsequiaría al autor del chiste con la satisfacción de ver la reacción esperada. Alrededor de las diez de la mañana, el Cazador creía que se volvía loco ante la indiferencia del muchacho. Pero éste no había olvidado la nota.
Simplemente, esperaba el momento de encontrarse completamente solo. Cuando su compañero salió de la pieza, sacó el mensaje y volvió a leerlo cuidadosamente. Al principio, siguió pensando como antes, pero luego se le planteó una duda. ¿Quién podría estar enterado de lo que le había sucedido la noche anterior?
Es verdad que le había contado todo a la enfermera; pero ni ella ni el doctor le hubieran gastado una broma semejante… y tampoco podían haber relatado sus dolencias a otra persona capaz de hacer un chiste de esa clase. Debía haber otras explicaciones. Pero, para comenzar, se limitaría a interpretar el contenido textual de la nota. Miró afuera de la habitación, buscó por todos lados, en el ropero, debajo de la cama; luego se sentó en la cama y, mirando la pared opuesta a la ventana, dijo en voz alta:
—Muy bien. Veamos tus dibujos de sombras en los ojos.
El Cazador lo complació.
Produce un placer especial obtener resultados descomunales con un pequeño esfuerzo. Así lo sentía ahora el Cazador. Todo su trabajo consistía en aumentar la densidad de algunos materiales semitransparentes que constituían el globo ocular de su anfitrión, de manera de cubrir las terminaciones de los nervios sensitivos correspondientes, interrumpiendo la entrada de luz según un molde preestablecido. Ya estaba acostumbrado a esa maniobra y podía realizarla sin ningún esfuerzo. En cambio, los resultados que produjo fueron de una magnitud sumamente satisfactoria. Bob se levantó, sin dejar de mirar a la pared; parpadeó varias veces y se frotó los ojos pero, al quedarse tranquilo unos instantes, percibió difusamente la palabra —«gracias»— que parecía proyectarse contra el muro. La palabra parecía «deslizarse» un poco mientras la miraba. No todas las letras quedaban sobre la fóvea —el pequeñísimo espacio de visión más clara de la retina humana— y cuando movió los ojos para verla mejor ya había desaparecido. Le hacía recordar las manchas de colores que se perciben a veces en la oscuridad.
—¿Quién… es usted? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo…? —dijo con voz insegura a medida que las preguntas se agolpaban en su mente, antes de que pudiera articularlas.
En su campo visual aparecieron las siguientes palabras:
—Siéntate tranquilo y observa. Trataré de explicártelo.
El Cazador ya había usado este método en otras oportunidades para hacerse entender por medio de otros idiomas escritos; en pocos minutos pudo acomodarse a la velocidad de lectura normal de Bob.
Una vez que hubo ajustado la velocidad, trataba a toda costa de mantenerla ya que apenas aceleraba o retardaba el ritmo, los ojos del muchacho se desconcentraban.
—Tal como te decía en mi nota, es muy difícil explicar quién soy. Mi trabajo se parece al de sus agentes de policía. No tengo un nombre, tal como ustedes acostumbran, pero puedes llamarme el Detective o el Cazador. No soy originario de este planeta. Llegué aquí persiguiendo a un criminal de mi propia raza. Aún sigo buscándolo. Tanto la nave de él como la mía se destrozaron al aterrizar en la Tierra. Las circunstancias me obligaron a alejarme del lugar de desembarco antes de que pudiera comenzar una búsqueda sistemática. Ese fugitivo representa una amenaza para mi pueblo y también para el tuyo. Es por eso que he solicitado tu ayuda.
—Pero, ¿de dónde vienes? ¿Qué clase de persona eres? ¿Cómo puedes formar estas letras frente a mis ojos?
—No te apresures. Venimos de un planeta que gira alrededor de una estrella que podría señalarte en el cielo, pero cuyo nombre ignoro en tu idioma. Soy una persona muy distinta a ti. Quizá no sepas suficiente biología como para entender una explicación completa, pero tal vez conozcas las diferencias que existen entre un protozoario y un virus. Del mismo modo que evolucionaron los seres del tipo de los protozoarios hasta dar origen a las células de mayor tamaño, provistas de un núcleo, características de los organismos de tu especie, mi raza evolucionó a partir de formas de vida aún más pequeñas denominadas virus. Posiblemente hayas leído algo acerca de estas cosas; si no fuera así, yo no conocería las palabras que se usan para denominarlas. Pero tú seguramente ya no recuerdas aquella lección.
—Me parece recordar —replicó Bob en alta voz—. Sin embargo, yo creía que los virus eran prácticamente líquidos.
—Con un tamaño semejante, la distinción casi no existe. En realidad, mi cuerpo no posee una forma definida. Si quieres imaginarte cómo soy, podrías pensar en una de las amebas de ustedes. En comparación con ustedes, yo resulto muy pequeño, a pesar de que mi cuerpo contiene millares de veces más células que el de tu raza.
—¿Por qué no me permites que te vea? ¿Dónde te encuentras?
El Cazador esquivó la pregunta.
—Debido a nuestro diminuto tamaño y endeble, a menudo nos parece terriblemente peligroso trasladarnos y trabajar por nuestra cuenta. Es por eso que hemos desarrollado el hábito de ir en compañía de otros seres… viviendo en el interior de sus organismos. Podemos hacerlo sin ocasionarles ningún daño, ya que ajustamos nuestra forma al espacio disponible y solemos prestar valiosa ayuda en la lucha contra las enfermedades infecciosas, al destruir gérmenes y otros cuerpos indeseables. De este modo, ese ser goza de mejor salud que ningún otro.
—Parece sumamente interesante. ¿Crees que es posible hacer lo mismo con algún animal de este planeta? Supongo que también para ti resultará muy distinto a lo que estás acostumbrado. ¿Dentro de qué especie te encuentras?
El Cazador trató de postergar el terrible momento, contestando primero a las primeras preguntas.
—El organismo se parecía a…
Ya no prosiguió; la memoria de Bob había comenzado a funcionar.
—¡Espera! ¡Espera un momento! —dijo el joven, parándose nuevamente—. Ya veo adónde quieres llegar… Tú vives en el interior de otros animales. El malestar de anoche… ¡Así que por eso estaba la herida cerrada! ¿Por qué te retiraste luego?
El Cazador se lo contó, inundado de alivio. El joven había comprendido la verdad antes de lo que él esperaba. Y parecía reaccionar favorablemente… Estaba más interesado que afligido. A pedido de Roberto, el simbiota repitió las contracciones musculares que le causaran tanta preocupación la noche anterior, pero seguía rehusando mostrarse. Se encontraba tan bien con el actual estado de cosas que no quería seguir experimentando con los sentimientos de Bob.
En realidad, había tenido una suerte increíble en la elección de su compañero. Una persona más joven o de menor educación no habría sido capaz de comprender la situación y se hubiera aterrorizado; un adulto hubiera corrido, quizá, a consultar a un psiquiatra. Bob era suficientemente crecido para comprender algo, al menos, de lo que el Cazador le había dicho y suficientemente joven como para no atribuir todo lo que le estaba sucediendo a un fenómeno de tipo subjetivo.
Bob escuchaba —mejor dicho, observaba— todo lo que el Cazador le contaba acerca de los sucesos que lo trajeron a la Tierra y que culminaron con su encierro en un colegio interno de Massachusetts. El Cazador le explicó la causa de su problema y las razones por las cuales podría interesarle a Bob ayudarle a solucionarlo. El joven lo comprendió perfectamente; le resultaba fácil percibir el daño que podría ocasionar el simbiota, dentro de su organismo, si no tenía un sentido moral muy aguzado, y la idea de un ser similar que no estuviera inhibido por una restricción semejante lo hizo estremecer.