CAPITULO 18 — ELIMINACIÓN

El doctor se detuvo al escuchar el tono excitado de la voz de Bob; luego, terminó de cerrar la puerta detrás de él y se dirigió hacia su asiento acostumbrado.

—Me alegro de saberlo —dijo—. Yo también tengo algunas noticias. Pero primero quisiera escuchar algunos detalles. ¿Acaso el Cazador ha realizado investigaciones por su cuenta?

—No. Son comprobaciones mías… Algo que vi. Sólo ahora comprendo su significado. Carlos y el Pelirrojo tuvieron una pelea cerca del tanque nuevo. Comenzó cuando el Pelirrojo se burló de él, al enterarse de que había postergado su partida… Supongo que acababa de salir de su consultorio. Se enredaron con todas sus ganas. No escatimaron golpes; Rice quedó con los ojos en compota y, cuando los separaron, les chorreaba sangre de las narices a más no poder.

—¿Y tú atribuyes semejante despliegue de magulladuras a la ausencia del simbiota? Yo creía que ya habíamos dado por sentado que el fugitivo se refrenaría en casos como éste y dejaría correr la sangre para no traicionarse. En tal caso, tu historia no probaría absolutamente nada.

—No me ha comprendido, doctor. Ya sé que una cortadura o un rasguño podrían probar algo en ese sentido pero ¿no acierta a ver la diferencia que existe entre ese tipo de heridas y una hemorragia por la nariz?. En una hemorragia no existe una herida exterior, visible; no sería raro que a un individuo le dieran un sopapo en la nariz y luego no perdiera sangre. Estos dos muchachos eran verdaderas canillas. ¡Si el fugitivo estaba dentro de uno de ellos, debía haber detenido la hemorragia!

Se produjo un silencio. El doctor consideraba esta última hipótesis.

—Sin embargo, aún puede hacerse una objeción —dijo finalmente—. ¿Y si el enemigo ignorara que un golpe en la nariz no produce, necesariamente, una hemorragia? Después de todo, él carece de la experiencia humana suficiente como para saberlo.

—También lo pensé —contestó Bob triunfante—. ¿Cómo es posible que sea tal cual es y se encuentre tan bien escondido si no sabe estas cosas? No hay duda que conoce perfectamente las causas de una hemorragia nasal. Aún no he conversado de esto con el Cazador pero parece bastante probable. ¿Qué opinas, Cazador?

Aguardaba la respuesta, al principio completamente confiado y luego algo dudoso, al ver que el simbiota pensaba demasiado en las palabras con que le contestaría.

—Creo que tienes razón —replicó finalmente.

Yo no había considerado una posibilidad semejante y, probablemente, nuestro enemigo tampoco; pero aun en ese caso debería haber comprobado que no había peligro alguno en detener la hemorragia en cualquier momento. A los muchachos que disputaron, la hemorragia les duró bastante tiempo y no cedía, a pesar del agua fría que les aplicaron y de los demás remedios. Bien pensado, Bob. Por mi parte, yo descartaría a esos dos.

Bob repitió estas palabras al doctor Seever, quien recibió la información con un grave movimiento de cabeza.

—También tengo un candidato para ser eliminado —contestó—. Dime, Bob, ayer Ken Malmstrom te llamó la, atención, ¿verdad?

—Si… Un poco. Parecía desganado para trabajar en el arreglo del bote, pero supuse que sería a causa de la partida de Carlos.

—¿Cómo estaba hoy?

—No sé. No lo he visto desde que salimos del colegio.

—Claro que no lo viste —dijo Seever secamente—. Tampoco fué a la escuela. Esperó tener una fiebre altísima para decir a sus padres que no se sentía bien.

—¿Qué…?

—Tu amigo tiene malaria y quisiera saber adónde diablos se la contagió.

El doctor fijaba su mirada en Bob, como si éste fuera el responsable.

—Hay muchos mosquitos en la isla —observó el joven, incómodo ante esa mirada.

—Ya lo sé, aunque hasta ahora nos defendemos bastante bien… Pero ¿dónde se habrán infectado esos insectos? Siempre reviso a todas las personas que se van de la isla o que llegan; la tripulación del buque-tanque… algunos de ellos bajan a la isla y pasan aquí cortos lapsos. Pero tengo la seguridad que no son ellos los portadores: conozco perfectamente sus historias clínicas. Tú has permanecido fuera de la isla un tiempo suficientemente largo como para contagiarte la enfermedad, pero tampoco eres tú el contaminador… a menos que el Cazador esté cultivando los microbios— en tu sangre para divertirse un poco.

—¿Es una infección producida por un virus? —preguntó el Cazador.

—No. Es causada por un flagelado… un protozoario. Mire estas microfotografías —dijo el médico abriendo un libro—. Quiero que me diga, Cazador, si en la sangre de Roberto hay organismos semejantes.

La repuesta fué muy rápida.

—En este momento no los hay, pero ya no recuerdo todos los tipos de microorganismos que destruí hace algunos meses. Usted debe saber si Bob tuvo alguna vez síntomas de la enfermedad. Su propia sangre, doctor, contiene innumerables microbios que tienen un aspecto parecido al de estas figuras. Pude comprobarlo ayer, cuando entré en contacto con usted. Pero las fotografías no bastan para asegurar si eran o no idénticos. Me agradaría mucho prestarle una ayuda más activa si mi propio problema no fuera tan apremiante.

—Bob —dijo el doctor, después de recibir el mensaje—, si tú no vas, junto con tu invisible amigo, a la Facultad de Medicina, una vez que él haya resuelto su problema, serás un traidor a la civilización. No me gusta nada lo que acaba de insinuar el Cazador, pero no puedo negar nada sin realizar los ensayos pertinentes. En eso consiste mi trabajo. Lo que yo quería decir era que el fugitivo no puede hallarse en el cuerpo de Malmstrom; todo lo que has dicho acerca de la hemorragia nasal vale doblemente para las enfermedades infecciosas. No es posible sospechar de una persona porque no se encuentre enferma; el amigo de ustedes debe saberlo.

Después que el médico hubo pronunciado esta última frase, se produjo un silencio que denotaba amplia aceptación. Fué Bob quien lo rompió diciendo:

—Quiere decir que ahora los que encabezan nuestra lista de sospechosos son Norman y Hugh. Esta tarde hubiera dicho que era Norman; pero ahora no estoy seguro.

—¿Por qué no?

El joven repitió las palabras que el Cazador le dijera minutos antes. El doctor se, encogió de hombros.

—Si tiene sus propias ideas y no nos las comunica Cazador, es porque sólo desea que trabajemos en base a nuestras hipótesis —dijo.

—Exactamente —observó el detective—. Ustedes dos tienen tendencia a considerarse como un sabelotodo en éste asunto. Y eso no es verdad. Estamos en el mundo de ustedes entre sus congéneres. Yo desarrollaré y pondré a prueba mis ideas, con la ayuda de ustedes si fuera necesario, pero quiero que procedan del mismo modo con las suyas. Si se dejarán influir por mis opiniones, no lo lograrían.

—Estoy de acuerdo —opinó Seever—. Muy bien, tanto Bob como yo deseamos que usted realice una comprobación personal en Norman Hay, cuanto antes. El otro candidato de nuestra lista siempre parece el menos probable. Si esto fuera una novela policial, le aconsejaría que se ocupara de él en primer lugar. Roberto puede conducirlo hasta la cercanía de la casa de Hay, tal como planeamos anteriormente, para que usted investigara esta noche.

—Olvida su propia objeción: que debo estar preparado para actuar, en caso de que encuentre allí a nuestro enemigo —respondió el detective—. Creo que será mejor continuar los experimentos con las drogas mientras Roberto, usted y yo, seguimos alertas.

—Me maldeciría si se llegara a propagar una epidemia de malaria, sólo por ésta —dijo el doctor—. Sin embargo, creo que usted tiene razón. Ensayaremos con otra droga… y no me diga que le agrada su sabor; es demasiado cara como para tomarla en vez de caramelos —dijo, poniéndose a trabajar—. A propósito, ¿no fué Norman quien se introdujo en el barco como polizón, hace algún tiempo?

—Sí —replicó Bob—, pero no veo su relación con lo que estábamos hablando. La idea fué del Pelirrojo y él se echó atrás a último momento, según tengo entendido.

Seever aplicó la aguja hipodérmica.

—Quizá el simbiota vivió algún tiempo en el cuerpo de Teroa y luego se pasó al de Hay. Alguna vez deben haber dormido muy cerca uno de otro, mientras estaban escondidos en el buque.

—¿Por qué iba a cambiar de ubicación?

—Pudo haber pensado que Hay tenía más probabilidades de volver pronto a tierra. Recuerda que Norman quería visitar el museo de Tahití.

—Esto significaría —anotó Bob— que estuvo con Carlos un tiempo suficiente como para aprender el idioma inglés; también se deduce de allí que el interés de Norman por la biología no tiene nada de sospechoso ya que fué anterior a su posible coexistencia con el simbiota.

El doctor tuvo que darle la razón.

—Muy bien —dijo—, no era más que una idea. No dije que tuviera plena seguridad. Es una lástima que no podamos encontrar la droga que estamos buscando. Este asunto de la malaria me daría el pretexto que necesitaría para inyectarla al por mayor, si llegara a producir una cantidad suficiente.

—Hasta ahora no hemos progresado mucho en ese sentido —observó el Cazador.

El doctor hizo un gesto.

—Y no progresaremos, tampoco. Su estructura, Cazador, es muy diferente a la de los seres terrestres. Necesitamos que nos comunique sus ideas; estamos trabajando a la buena de Dios.

—Hace mucho tiempo discutí mis ideas con Bob —replicó el Cazador—. Las he estado siguiendo hasta ahora pero, infortunadamente, conducen a un campo de posibilidades tan amplio que me asusta comenzar a comprobarlas. Por eso prefiero, agotar primero las hipótesis de ustedes.

—¿Acaso ustedes han discutido algo que aún no me han comunicado? —preguntó Seever al muchacho—. Lindo momento para enterarse de que me falta conocer algunos datos.

—No es exacto —contestó Bob, perplejo—. Sólo recuerdo haber discutido con el Cazador el método que seguiríamos en nuestra búsqueda; es decir, debíamos imaginar qué movimientos realizaría el fugitivo y, en relación a ellos, dirigir la investigación. Comenzamos a seguir sus posibles pasos y fué así como encontramos la caja del generador… Supongo que aún seguimos procediendo consecuentemente.

—Muy, bien. Haremos lo que dice el Cazador. Sus razones para no comunicarnos lo que piensa son muy comprensibles, excepto lo del campo de posibilidades tan amplio. Ese no es motivo para demorar la investigación.

—Ya la he comenzado —anotó el Cazador. Aún no he averiguado nada que merezca ser dicho. Opino que hay que observar muy de cerca a Hay y a Colby. En realidad, Rice nunca me pareció muy sospechoso.

—¿Por qué no?

—El argumento principal en su contra era que había permanecido durante un rato, completamente indefenso, cerca del lugar de la playa en que nuestra presa probablemente tocó tierra. Sin embargo, siempre pensé que el enemigo no se arriesgaría a penetrar en el cuerpo de una persona que se hallara en un peligro físico considerable, como Rice en ese momento.

—No existía peligro alguno para tu congénere, sin embargo.

—No. Pero, ¿para qué le serviría un anfitrión ahogado en esas circunstancias? No me sorprende en absoluto que el Pelirrojo sea inocente… o no se encuentre infectado, como diría el doctor Seever.

—Bueno. Investigaremos cuanto antes a los otros dos, para poder comenzar a trabajar en serio —dijo el doctor—. A pesar de todo, no me parece muy lógico lo que usted dice.

Bob sentía lo mismo pero, al mismo tiempo, estaba inclinado a confiar plenamente en el Cazador… excepto en un punto. No intentó, pues, modificar las decisiones de aquél. Salieron del consultorio del doctor cerca de la puesta del sol. Era necesario encontrar a. Hay y a Colby y observarlos cuidadosamente; nada más podía hacerse por el momento.

Se había separado de ellos en el tanque. Debían hallarse todavía allí; de todos modos, en ese lugar había quedado su bicicleta y tenía que ir a buscarla a la casa de Teroa, vió a Carlos que se encontraba trabajando en el jardín, y lo saludó. El joven polinesio parecía haber recobrado la, calma. Bob recordó que no habían decidido si lo dejarían partir. En realidad, no era necesario retenerlo ahora y esperaba que el doctor lo recordaría.

Su bicicleta estaba donde la había dejado. Las bicicletas de los otros muchachos habían desaparecido y no podía saber hacia dónde podrían haberse dirigido. Recordó que Hay deseaba trabajar en su acuario; montó pues en su bicicleta e inició la marcha por el mismo camino por donde había venido. Al pasar frente al consultorio del doctor se acercó para asegurarse de que Seever no se olvidaría de dar a Carlos la autorización para viajar; en el segundo arroyo se detuvo para mirar si estaban las bicicletas, aunque tenía casi la seguridad de que sus amigos no se hallarían trabajando en el bote. Parecía que estaba en lo cierto.

Norman había dicho que, en caso de que fueran, nadarían hasta el islote. Eso significaba que sus máquinas debían encontrarse, probablemente, en la casa de Hay, al extremo del camino. Roberto se dirigió hacia allí. La residencia de los Hay era un edificio de dos pisos, con amplías ventanas, bastante parecido a la casa de los Kinnaird. La principal diferencia consistía en que no se hallaba rodeado por la selva. Estaba situada al pie de la ladera, donde el terreno comenzaba a descender, en suave declive, hacia la playa. El suelo más arenoso no permitía que prosperasen las plantas espinosas que crecían en las zonas más altas. No obstante, había suficiente vegetación como para esparcir una agradable sombra. En la parte posterior de la casa habían construido un soporte para acomodar varias bicicletas. Fué lo primero que Bob miró. Le agradó comprobar que sus deducciones eran exactas, al menos en parte. Allí estaban las máquinas de Rice, Colby y Hay. Bob dejó la suya junto a las demás y se encaminó hacia la playa. No se sorprendió al divisar las figuras de sus tres amigos en el islote de la estrecha franja de agua en el extremo norte de la isla donde volvían a aflorar los arrecifes.

Todos miraron cuando Bob los saludó y le respondieron con movimientos de manos. Se disponía a reunirse con ellos pero le gritaron:

—¡No vale la pena que vengas! ¡Ya hemos terminado!

Bob comprendió y permaneció allí, esperando. Los otros dieron un último vistazo a su alrededor, para asegurarse de que no dejaban nada, y se lanzaron al agua. Debían pasar entre los bancos de coral, y antes de introducirse en aguas más profundas estudiaron la forma de atravesar esa zona. Minutos después llegaron a la playa, adonde Bob los aguardaba.

—¿Ya colocaste el alambre? —dijo Roberto, iniciando la conversación.

Hay asintió.

—Hemos agrandado un poco la abertura. Ahora tiene cerca de quince centímetros de diámetro. He conseguido un poco de cemento y un tamiz de cobre.

—¿Ya tienes algunos ejemplares interesantes? ¿Sigues pensando en filmar una película en colores?

—Hugh me trajo un par de anémonas. Debería estarle muy agradecido, pero me guardaré bien de tocarlas.

—Yo tampoco lo volveré a hacer —agregó Colby—. Pensaba que siempre se replegaban cuando percibían algo grande en su proximidad. Una de ellas lo hizo, pero la otra… ¡Uhh!…

Levantó su mano derecha y Bob emitió un silbido. La yema del dedo pulgar y los dos dedos siguientes estaban salpicados de puntos rojos en el lugar en que habían entrado en contacto con la anémona de mar; la mano, hasta la muñeca, estaba visiblemente hinchada y dolorida. El cuidado con que Hugh la movía lo demostraba.

—A mí me han pinchado algunas veces, pero nunca con tanta intensidad —comentó Bob ¿De que clase era?

—No sé. Pregúntale al profesor. Era muy grande.

Bob movió la cabeza. Tenía la sensación de que día iba a suceder algo importante; todo parecía confirmar que las cuatro o cinco personas más sospechosas quedaban ahora eliminadas. Si Hugh había transportado una de las anémonas, sin causarse ningún daño, su huésped hipotético no tenía razones para no haber actuado, en la misma forma, con la segunda. Aunque fuera indiferente al dolor de su anfitrión, probablemente hubiera tratado de evitar la inutilización de su mano, aunque sólo fuera en forma transitoria.

Por eliminación, Norman Hay resultaba ahora el más sospechoso. Bob resolvió hablar de ello con el Cazador en la primera oportunidad.

Al mismo tiempo, era necesario conservar las apariencias.

—¿Qué saben sobre el Petiso? —preguntó.

—Nada. ¿Le ocurrió algo? —replicó Rice.

Bob olvidó inmediatamente sus preocupaciones ante el placer de proporcionar a sus amigos noticias sorprendentes. Les contó con lujo de detalles la enfermedad de su amigo y las dudas del doctor acerca de su origen. Todos estaban muy impresionados; Hay parecía algo inquieto. Su interés por la biología le había hecho conocer algo acerca de los mosquitos que propagan la malaria.

—Quizá sea necesario recorrer el bosque y desinfectar todos los depósitos de agua estancada que encontremos —sugirió—. Si hay malaria en la isla, y al Petiso llegara a picarlo un mosquito, tendremos líos.

—Podemos preguntarle al doctor —replicó Bob—. Tu idea me parece buena. Será un trabajo arduo.

—No importa. Por las descripciones que he leído creo que podremos hacerlo.

—¿Será posible ver al Petiso? —dijo Rice—. Seguramente convendría preguntárselo al doctor. Vamos a verlo ahora mismo.

—Primero hay que fijarse en la hora. Ya es un poco tarde.

Esta observación era razonable y todos esperaron al lado de sus bicicletas en la puerta de la casa de Hay, mientras este último entraba a verificar tan importante detalle.

Un momento después asomó la cabeza por la ventana.

—Mis padres están por comenzar a cenar. Los veré después, frente a la casa de Bob. ¿De acuerdo?

Y sin esperar respuesta desapareció nuevamente. Rice tenía una expresión seria.

—Si él ha llegado justo a tiempo para sentarse a la mesa, eso significa que yo llegaré tarde —observó—. Vamos. No iré después, muchachos. Ya saben por qué.

Tenía que recorrer aproximadamente una milla, casi tanto como Bob. Hasta Colby, que vivía más cerca, no perdió ni un instante, y las tres bicicletas comenzaron a descender por el camino a toda velocidad. Bob no sabía qué les ocurriría a los demás, en cuanto a él, tendría que ir a sacar su comida de la heladera y luego lavar los platos.

Cuando salió finalmente de su casa sólo Hay lo estaba esperando; permanecieron allí algunos minutos pero no llegó ningún otro a la cita. Todos habían recibido ultimátum de sus respectivas familias respecto a las tardanzas, y parecía que las copas habían desbordado.

Norman y Bob decidieron que no valía la pena esperar más tiempo y se dirigieron a la casa del doctor. Allí estaba Seever, como de costumbre, aunque ellos juzgaban más probable que estuviera en la casa de Malmstrom.

—¡Hola, muchachos! Adelante. El trabajo se puso hoy muy animado. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Queríamos saber si el Petiso puede recibir visitas —respondió Hay—. Nos enteramos que estuvo enfermo y nos pareció conveniente conversar con usted antes de ir a su casa.

—Buena idea. No creo que sea peligroso ir a ver… La malaria no se contagia a través del aire.

Ahora está mejor. Actualmente contamos con buenas drogas antiinfecciosas. Hace tiempo que le bajó la temperatura. Estoy seguro de que se alegrará de verlos.

—Muchas gracias, doctor —dijo Bob—. Norman, si quieres ir saliendo, te alcanzaré dentro de un minuto. Tengo que hacer algo aquí.

—Yo puedo esperar —contestó Hay, desconcertado.

Bob pestañeó al hallarse repentinamente frente a un dilema. El doctor salió en su ayuda.

—Creo que Bob se refiere a la curación que tengo que realizar en su pierna, Norman — dijo—. Si no te ofendes, prefiero trabajar sin testigos.

—Pero… bueno… es que… yo quería también consultarle algo.

—Esperaré afuera hasta que tú termines —dijo Bob, levantándose.

—No. Está bien. Demoraría un rato, y quizá sea mejor que tú también lo sepas. Puedes quedarte.

Hay, volviéndose hacia el doctor Seever, le preguntó:

—¿Podría decirme, doctor, cuáles son los síntomas de la malaria?

—Bueno. Yo nunca padecí esa enfermedad, gracias al cielo. Hay un período de escalofríos. Luego desaparecen y, generalmente, alternan con fiebre y sudores. Eso provoca el delirio del paciente. La enfermedad tiene un período definido de duración, que es el mismo que el ciclo vital del protozoario causante de la infección. Cuando se desarrolla una nueva generación de organismos, todo comienza nuevamente.

—¿Siempre son tan intensos los chuchos y la fiebre… es decir, la persona se siente realmente enferma… o puede pasar un largo tiempo sin percibir los síntomas?

El doctor se estremeció cuando comprendió la verdadera intención de las palabras del muchacho. Bob estaba tenso, como si se hallara presenciando el final de un encarnizado partido de hockey. Y tenía aún un importante dato para comunicarle al doctor.

—A veces puede permanecer en estado latente durante un largo tiempo, de modo que las personas que una vez tuvieron la enfermedad, años más tarde pueden experimentar nuevamente los mismos síntomas. Existen teorías que explican la forma en que esto sucede y no recuerdo haber oído hablar de una persona infectada que no hubiera experimentado alguna vez los síntomas.

También Hay se estremeció. Parecía indeciso acerca de lo que estaba por decir.

—Bueno —dijo finalmente—. Bob nos contó que usted no sabía bien dónde podía haberse contaminado el Petiso. Yo sé que el microbio es trasmitido por mosquitos, los que a su vez se contaminan al picar a alguna persona que ya tiene la enfermedad. Temo que esa persona sea yo.

—Jovencito, te conozco casi desde que naciste y he seguido viéndote desde entonces. Nunca tuviste malaria.

—No estuve nunca enfermo, pero recuerdo haber tenido escalofríos y fiebre como los que usted describe. Duraban muy poco tiempo y no llegaban a molestarme demasiado. No había referido a nadie estos síntomas, pues nunca les di demasiada importancia. Luego, cuando Bob nos contó esta tarde esa historia, en mi mente se produjo una asociación de las cosas que había leído y las que recordaba y pensé que convenla venir a verlo. ¿Tiene algún medio de verificar si estoy enfermo?

—Personalmente creo que te equivocas, muchacho; por supuesto, no pretendo ser un experto en esta materia, ya que la malaria ha sido casi extirpada, pero no me parece posible que estés enfermo. No obstante, si eso te tranquiliza, puedo hacerte un análisis de sangre.

—Me gustaría.

Tanto Bob como el doctor Seever no sabían si preocuparse o asombrarse ante las palabras y las acciones de Norman. La presencia de un muchacho de catorce anos que pensaba con el mismo sentido analítico y la conciencia social de un adulto, deslumbraba al médico y dejaba atónito a Bob, quien no olvidaba que su amigo era menor que él.

Su comportamiento era realmente extraordinario. Quizá, si la víctima de la enfermedad no hubiera sido uno de sus mejores amigos, Hay no se hubiera esforzado por recordar sus escalofríos de la infancia. Parecía que su conciencia lo hostigaba. Si no se hubiera decidido a ver esa misma noche al doctor, lo más probable era que se arrepintiera a la mañana siguiente. Seguía ansioso los movimientos de Seever, quien se disponía a extraerle sangre para el análisis; necesitaba saber si era o no responsable de la enfermedad de Malmstrom y de ese modo sentía que realizaba una buena acción.

—Me llevará un rato hacer el análisis —dijo el doctor—. Quizá sea necesario efectuar también un ensayo con el suero. Si no te opones, quisiera examinar la pierna de Bob antes de trabajar en tu análisis. ¿De acuerdo?

Norman asintió. Parecía algo decepcionado y, al recordar la conversación que tuvieran un momento antes, salió de mala gana de la habitación.

—No demores, Bob —le gritó—. Yo empezaré a caminar muy despacio.

El doctor cerró la puerta y prestó atención a Bob. Este comenzó a hablar:

—Despreocúpese ahora de mi pierna, si es que realmente pensaba hacerle algo. ¡Hablemos de Norman! Si él tiene razón quedaría eliminado, en consecuencia.

—Yo pensé lo mismo —replicó Seever—. Es por eso que extraje bastante sangre a Norman. El cuento del examen del suero no era más que una excusa. Quisiera que el Cazador analizara también su sangre.

—Pero él no conoce el parásito de la malaria, al menos, no tiene experiencia en el asunto.

—Si es preciso, le conseguiré sangre de Malmstrom para que compare. Yo realizaré ahora mismo el examen microscópico. La dificultad consiste en que, probablemente, la enfermedad existe en una forma muy leve en Norman y tendré que hacer, entre una docena y un centenar de muestras para llegar a descubrir al microbio. Por eso prefería que el Cazador examinara también la muestra, ya que puede hacerlo mucho más rápidamente que yo. Recuerdo aquella maniobra que realiza para neutralizar los leucocitos en tu cuerpo. Si puede hacer eso, es capaz también de revisar cada una de las células de la sangre en un tiempo récord.

El doctor quedó silencioso. Trajo el microscopio y otro aparato y comenzó su tarea.

Después de examinar dos o tres muestras, levantó la vista y dijo:

—Quizás una de las razones por las cuales no logro encontrar nada es porque no espero, en realidad, encontrarlo.

El doctor continuó trabajando. Mientras, Bob pensó que Norman debía haberse cansado de esperar y que habría hecho la visita sin su compañía. Seever se incorporó una vez más.

—Resulta difícil creerlo, pero puede ser que tenga razón. Hay uno o dos glóbulos rojos que parecen no comportarse como los demás. Nunca termino de maravillarme —agregó, echándose hacia atrás en la silla y asumiendo aire de conferenciante, completamente olvidado de la impresión que podían causar sus palabras en Bob— de la extraordinaria variedad de organismos extraños que se encuentran hasta en la sangre de los individuos más sanos. Si todas las bacterias que he detectado durante esta media hora pudieran reproducirse sin control, Norman se vería afectado de tifoidea, dos o tres tipos de gangrena, alguna forma de encefalitis y otra media docena de infecciones. Sin embargo, ahí lo tenemos con unos levísimos escalofríos cada tanto tiempo, y nada más. Supongo que tú…

Se detuvo, como si hubiera captado el pensamiento que trataba de aflorar en la mente de Bob.

—Por el amor de Dios. ¡En su sangre falta un microbio infeccioso! ¡Y pensar que he estado rompiéndome los ojos durante una hora, con todo lo que hay en su sangre!… Debo parecerte un idiota, no… veo que has comprendido inmediatamente: el simbiota enemigo no puede estar en el cuerpo Norman.

Guardó silencio un momento, mientras sacudía la cabeza.

—Este experimento puede dar magníficos resultados. No me imagino a nuestro enemigo dejando una cantidad normal de gérmenes en la sangre de su anfitrión sólo para disimular; eso sería llevar precauciones demasiado lejos. Si pudiera realizar análisis de sangre de todos los habitantes de la isla… De todos modos, queda ahora un solo sospechoso en la lista… Espero que el principio de eliminación sea bueno.

—Usted ignora algo todavía. No queda ninguno en la lista… Yo eliminé a Hugh antes de la cena.

Bob le explicó sus razones y el doctor tuvo admitir su exactitud.

—Espero que vendrá a mostrarme su mano. Me saldrá una mancha de sangre, como a Ananías sigo mintiendo. Pero al menos hay algo útil en esto: nuestras ideas se han agotado y el Cazador tendrá finalmente que poner a prueba las suyas. ¿Qué le parece, Cazador?

—Me parece que tiene razón —replicó el detective—. Si me permite elaborar un plan esta mañana le diré el resultado.

Sabía perfectamente que la excusa para justificar una demora tenía poca fuerza, pero había un motivo muy importante para no decirles todavía a sus amigos que ya sabía dónde se encontraba su presa.

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