CAPITULO 2 — REFUGIO

Los primeros visitantes que llegaron fueron las gaviotas. Bajaron una a una, atraídas por el olor que despedía el pez en descomposición, y comenzaron a despedazarlo. El Cazador se replegó hacia las partes interiores del tiburón y no intentó siquiera arrojar de allí a las aves, aun cuando lo privaron del contacto visual con el mundo exterior al abalanzarse sobre los ojos del enorme pez. De todos modos, le sería igualmente posible advertir la llegada de otros visitantes; si no venían, le convenía que estuvieran las gaviotas allí.

Los voraces pájaros continuaron su tarea hasta la mitad de la tarde sin realizar progresos notables, ya que la áspera piel resistía a los picotazos. Sin embargo no cejaron en su empeño y, de pronto, cuando se fueron volando en un solo grupo, el Cazador pensó que debía haber algo más interesante en la vecindad. Rápidamente, rompió un fragmento del tejido de las branquias para fabricarse un ojo y miró con precaución a través de él.

Entonces comprendió por qué se habían ido las gaviotas. Una cantidad de seres de tamaño considerablemente mayor llegaban desde la zona arbolada. Eran bípedos. El Cazador calculó, con su facilidad habitual, que el mayor de ellos debía pesar unas ciento veinte libras, esto significaba que si agregaba su propia masa a la de aquél, la diferencia de peso sería casi inestimable. Un cuadrúpedo más pequeño se adelantaba y corría en dirección al tiburón muerto emitiendo largos y agudos gritos. El Cazador le adjudicó alrededor de cincuenta libras y clasifico mentalmente esta información para emplearla ulteriormente.

Los cuatro bípedos también corrían, pero no tan rápidamente como el animalito que los precedía. Cuando se aproximaron, el observador oculto los examinó cuidadosamente, a medida que los veía mejor sentíase más contento. Eran capaces de desplazarse a una velocidad regular; el tamaño de sus cráneos prometía una inteligencia considerable; si estaba ubicado allí el cerebro en esa raza; carecían, aparentemente, de toda protección para su piel, lo cual dejaba entrever que el acceso a través de los poros sería muy sencillo. Cuando se detuvieron junto al cuerpo del pez martillo, dieron otra manifestación de inteligencia al intercambiar sonidos articulados que, sin duda, constituían su lenguaje. El Cazador estaba encantado. Nunca hubiera sospechado que semejante anfitrión — verdaderamente ideal— aparecería tan pronto.

Por cierto que aún le quedaban problemas por resolver. Era casi imposible que estas criaturas estuviesen acostumbradas a la simbiosis, al menos a la forma de simbiosis practicada por los congéneres del Cazador. El extranjero estaba seguro de que nunca había visto anteriormente otros seres de esta raza y len estaba seguro de conocer todas aquellas criaturas con las cuales sus compañeros se asociaban normalmente. En consecuencia, si los recién llegados lo veían aproximarse, se alejarían bastante para así evitar el contacto. Tampoco trataría de penetrar en ellos por la fuerza porque evidenciaría de este modo una actitud indeseable que estropearía toda futura cooperación. Parecía, por lo tanto, que debería proceder con cierta sutileza.

Los cuatro bípedos miraban al tiburón mientras cambiaban impresiones. Pocos minutos después se alejaron un corto trecho caminando por la playa. El Cazador dedujo de sus actitudes que les desagradaba el paraje. El cuadrúpedo demoró un poco más para irse, pues seguía examinando detenidamente el esqueleto del pez; pero no pareció notar el ojo que, desde tan curiosa ubicación, seguía todos sus movimientos. Por fin, un llamado de los otros seres atrajo su atención y se alejó saltando en la misma dirección que aquellos habían tomado, mientras el Cazador lo acompañaba con su mirada. Luego vió, con sorpresa, que entraban en el agua y nadaban con gran facilidad. Anotó este hecho como otra circunstancia favorable; durante el cuidadoso análisis de sus cuerpos que hiciera un momento antes, no había observado ni siquiera vestigios de branquias. Podía deducir, es, que estos seres presentaban un margen considerable entre su habilidad para absorber oxígeno y la cantidad del mismo que necesitaban para vivir; por eso les era posible permanecer tanto tiempo debajo del agua, como vio que uno de ellos hacía. Al mismo tiempo, advirtió una nueva ventaja: sería mucho más fácil aproximarse a ellos mientras estuvieran en el agua.

Su comportamiento al nadar hacía pensar que no podían ver —o veían muy poco— debajo del agua, pues invariablemente sacaban la cabeza sobre la superficie para orientarse y lo hacían con considerable frecuencia. Al cuadrúpedo le sería aún más difícil verlo, cuando se aproximara, va que nadaba manteniendo todo el tiempo la cabeza sobre el agua.

Este pensamiento lo impulsó a actuar inmediatamente. Un seudópodo delgado como un hilo, comenzó a deslizarse rápidamente en dirección a la laguna, debajo de la arena, a una o dos pulgadas de la superficie. El ojo siguió funcionando, hasta que la mayor parte de ese cuerpo gelatinoso cruzó ese espacio de unas cuatro yardas: luego formó un nuevo ojo, a ras del agua, y el Cazador reunió su cuerpo en una masa compacta, debajo del mismo. Esta operación duró algunos minutos; por cierto que el viaje a través de los granos de arena había resultado terriblemente tortuoso.

El agua estaba bastante clara y no era necesario que el ojo estuviera encima de la superficie para dirigir la acción. La masa de gelatina se moldeó rápidamente adquiriendo una forma alargada, semejante a la de un pez, con un ojo en la parte anterior; el Cazador nadó hacia el muchacho. Era muy sencillo para él ver debajo del agua. Podía usar un lente cóncavo de aire recubierto por una película de su propios tejidos; esta circunstancia lo volvía mucho más transparente que si estuviera compuesto solamente de aire.

Se proponía nadar en línea recta en dirección uno de los jóvenes, esperando pasar inadvertido también contaba con que sus esfuerzos para atravesar la piel del elegido no fueran notados en medio del agua que se arremolinaba y de los juegos de los muchachos, que se entregaban con placer a realizar movimientos de considerable violencia mientras nadaban y se sumergían. No tardó en advertir que la suerte dependía de la posibilidad de un contacto con una de aquellas criaturas, pues nadaban mucho más rápidamente que él. Entonces le pareció haber de cubierto un medio excelente para aproximarse. Vio que estaba a su lado una gran medusa, que se movía sin rumbo determinado, como lo hacen los seres su especie. Al desviar un momento su atención, reparó en que había una cantidad de cosas en las inmediaciones de ese lugar. Los bípedos debían considerarlas inofensivas puesto que de otro modo no estarían nadando allí.

El Cazador modificó su forma y su movimiento para adaptarlos a los de la medusa; así pudo acercarse, lentamente, a la zona en donde jugaban los muchachos. Su color apenas difería del de los aguamares; pensó que sería mucho más importante cuidar la forma que el matiz. Sin duda pasaba inadvertido, pues se acercó bastante a uno de los bípedos sin causarle, aparentemente, ningún temor. Albergaba enormes esperanzas de establecer contacto de inmediato; extendió con gran precaución, un tentáculo y descubrió que el tegumento multicolor que recubría una parte de sus cuerpos era un producto artificial. Antes de que pudiera actuar, el objeto que analizaba se desplazó hacia un costado, alejándose varios centímetros. No obstante, no demostraba estar alarmado. El Cazador intentó acercarse una vez más, pero obtuvo igual resultado. Luego ensayó, por turno, con cada uno de los otros muchachos, experimentando la misma sensación de un cercano éxito, tan desagradable, por otra parte. Entonces, confundido por un fenómeno que parecía exceder los generosos límites de la fortuna, se alejó unos metros para observar y tratar de comprender la causa de lo que ocurría. En el término de cinco minutos llegó a la conclusión de que, si bien estas criaturas parecían no experimentar ningún temor a las medusas, evitaban su contacto. Por lo visto, había elegido un infortunado camouflage.

Roberto Kinnaird evitaba las medusas casi inconscientemente. Había aprendido a nadar a los cinco años; desde entonces, y en los nueve años siguientes, había acumulado suficiente experiencia respecto a esos molestos tentáculos y evitaba su proximidad. Se hallaba muy ocupado, tratando de hundir a uno de sus compañeros, cuando el Cazador lo rozó por primera vez y, aunque en seguida se movió al sentir en el agua, junto a él, aquella presencia gelatinosa, no le prestó mayor atención al hecho. Olvidó muy pronto el incidente, pero su atención se había dispersado a consecuencia del mismo y no se preocupó en evitar que esa cosa volviera a arrimársele.

Precisamente en el momento en que el Cazador se daba cuenta de la falla, los muchachos, cansados de nadar, salieron del agua. Los miró alejarse con creciente cólera y siguió observándolos mientras corrían hacia atrás y hacia adelante, jugando a un extraño juego sobre la arena. ¿Acaso nunca se quedaban quietas estas locas criaturas? ¿Cómo podría ponerse en contacto con semejantes seres activos e infernales? Sólo podría observar y hacer planes. Cuando la sal se secó sobre sus bronceadas pieles, los muchachos comenzaron a tranquilizarse y a dirigir ansiosas miradas hacia el bosquecillo de palmeras que se extendía entre ellos y el centro de la isla. Uno de ellos se sentó frente al océano y, de pronto, dijo:

—Bob, ¿cuándo llegará tu familia con la comida?

Roberto Kinnaird se extendió al sol, boca abajo, y contestó:

—Mamá dijo que vendrían alrededor de las cuatro o cuatro y media. ¿Sólo piensas siempre en comer?

Su pelirrojo interlocutor masculló una desarticulada respuesta y se recostó de espaldas, mirando de tanto en tanto el cielo azul y despejado. Otro de lo muchachos siguió la conversación:

—Es una pena que debas regresar mañana —dijo—. A mí me gustaría ir contigo. Desde que mi familia se instaló aquí no he vuelto a los Estado Unidos. Entonces apenas era un niño —agregó con serenidad.

—No estaría mal —replicó Bob lentamente— Hay una cantidad de buenos muchachos en la escuela; en el invierno patinamos y practicamos aquí… De todos modos, volveré el próximo verano.

La charla se apagó lentamente y los jóvenes se estiraron al sol, a esperar la llegada de la señora Kinnaird con la comida para el picnic de despedida. Bob era el que estaba más cerca del agua, completamente expuesto a los rayos solares; los otros buscaron la precaria sombra de las palmeras. Ya estaba bien tostado pero quería sacar todo el provecho posible de ese sol tropical que le faltaría en los diez meses venideros. Hacía calor, acababa de pasar una media hora muy activa y no había nada que pudiera mantenerlo despierto…

El Cazador seguía observando, ahora ansiosamente. ¿Acaso habían decidido descansar por fin esos peripatéticos seres? Por lo menos, eso parecía. Los cuatro bípedos se habían acomodado sobre la arena en distintas posiciones que debían resultarles muy confortables; el otro animal se acostó junto a uno de ellos, dejando descansar su cabeza sobre sus patas delanteras. La conversación que hasta ese momento había sido incesante se interrumpió, y el amorfo observador decidió actuar. Se desplazó rápidamente hasta el borde de la laguna.

El más próximo de los muchachos estaba a unas diez yardas de la orilla. No era posible seguir vigilando y al mismo tiempo deslizarse entre la arena hasta hallarse debajo del inmóvil cuerpo de su supuesto anfitrión. Debía, sin embargo, observar a los otros. Nuevamente, la mejor solución parecía ser el camouflage y, una vez más, la infaltable medusa resultaba adecuada. Había varias sobre la arena quizá si se moviera lentamente, imitando su forma, el Cazador podría aproximarse bastante como para iniciar un ataque subterráneo.

Debía ser extremadamente cauteloso. Ninguno de los jóvenes miraba en esa dirección; estaban casi dormidos. Pero nunca la precaución resulta excesiva: el Cazador no lamentó demorar cerca de veinte minutos en recorrer el espacio que había entre la orilla y un punto situado a unas tres yardas del lugar donde se encontraba Roberto Kinnaird. Por cierto, la travesía resultaba desagradable, ya que su cuerpo, desprovisto de epidermis, presentaba menor protección contra el sol que el de la medusa que procuraba imitar; no se rindió, sin embargo, y así pudo alcanzar un punto que, de acuerdo con su reciente experiencia, juzgó suficientemente cercano al objetivo.

Si alguien hubiera estado mirando la gran medusa que yacía, aparentemente inofensiva, a pocos pasos del muchacho en ese momento, hubiera advertido una peculiar disminución en su tamaño. La contracción no significaba nada anormal, ya que ése es el inevitable destino de una medusa sobre una playa caliente; los miembros más ortodoxos de la tribu suelen adelgazarse hasta quedar convertidos en un ligero esqueleto de consistencia parecida a la de una tela de araña. El caso es que nuestro espécimen comenzó a achicarse en todos sentidos hasta que no quedó absolutamente ningún rastro. Durante este proceso, hubiera podido observarse un extraño bultito en el centro que conservaba su forma y tamaño mientras el cuerpo desaparecía a su alrededor: pero también éste se desvaneció y sólo quedó una leve depresión en la arena. Un observador atento hubiera advertido que esa depresión se extendía hasta el borde del agua.

El Cazador siguió usando el ojo durante la mayor parte de su viaje subterráneo. Su apéndice explorador encontró finalmente una masa de arena más compacta; continuó avanzando con gran sigilo y llegó por fin a tener contacto con algo que sólo podía ser carne viva. Como Roberto estaba acostado boca abajo, tenía los dedos de los pies enterrados en la arena; el Cazador se regocijó al comprobar que podría operar sin salir siquiera a la superficie. Una vez seguro de ello, disolvió el ojo y hundió la pequeña porción de su masa que aún estaba sobre la superficie. Experimentó un alivio extraordinario al salir de la influencia de los rayos solares.

No se animó a penetrar hasta que todo su cuerpo estuvo concentrado bajo la arena, alrededor del pie semienterrado. Rodeó el miembro con extremo cuidado, estableciendo contacto con la piel sobre una superficie de varios centímetros cuadrados. Sólo entonces comenzó a introducirse, deslizando las células ultramicroscópicas de su carne a través de los poros, entre las células epidérmicas, bajo las uñas, en el millar de aberturas sin resguardo que encontró en ese tosco organismo.

El muchacho seguía dormido; sin embargo, el Cazador trabajaba a gran velocidad, va que hubiera sido terrible para él que Roberto moviera el pie antes de que hubiera penetrado completamente. Con toda la rapidez que le permitía su extremada cautela, el organismo intruso se deslizó suavemente a lo largo de los huesos y tendones del pie y del tobillo; luego ascendió entre los músculos de la pantorrilla y el muslo; remontando la pared exterior de la arteria femoral y atravesando los canales internos del hueso del muslo; rodeando las articulaciones y deslizándose por los vasos sanguíneos. Se filtró en el peritoneo sin causar ningún daño ni molestias a su víctima; finalmente, concentro sus cuatros libras de vida ultraterrenal en la cavidad abdominal sin perturbar siquiera el sueño del joven. Allí permaneció un rato, para descansar.

Esta vez poseía una mayor reserva de oxígeno, por haber estado en contacto con el aire durante algunos minutos. Todavía no necesitaba extraerlo de su anfitrión. De ser posible, hubiera querido quedarse en donde estaba durante un día entero; así podría memorizar el ciclo de procesos fisiológicos que se cumplían en el cuerpo de Bob, procesos enteramente nuevos para el Cazador. Por el momento, estaba durmiendo pero seguramente su sueño no duraría mucho. Estos seres parecían desarrollar gran actividad.

Bob se despertó, igual que sus compañeros, al oír la voz de su madre. Esta había llegado silenciosamente. Extendió un mantel a la sombra y dispuso la comida sobre el mismo antes de hablar; sus primeras palabras fueron: A la mesa.

No pensaba quedarse a comer. Los muchachos insistieron para que lo hiciera, pero prefirió regresar a su casa por el camino de palmeras.

—Trata de volver temprano —le gritó a Bob por encima del hombro al llegar a la arboleda—. Todavía tienes que preparar las valijas y mañana debes levantarte temprano.

Bob asintió, con la boca llena, y se arrimo al grupo que estaba alrededor del mantel.

Después de comer, los jóvenes conversaron un rato y luego se echaron a dormitar; una hora después volvieron al agua, donde continuaron sus juegos violentos, finalmente, al advertir la proximidad de la abrupta noche tropical, levantaron sus cosa y emprendieron el regreso a sus respectivos hogares. Las despedidas fueron breves y se oyeron abundantes promesas de «escribir cuanto antes».

Bob continuó su camino solo hasta su casa. Sen tía esa mezcla de pena y de placer anticipado que es común en ocasiones semejantes. Cuando llegó la casa, el último sentimiento había vencido y esperaba ansioso el momento de volver a encontrar a sus amigos de la escuela, a quienes dejara de ve durante aquellos dos meses. Cuando atravesó la puerta silbaba alegremente.

Con la oportuna ayuda de su madre empacó rápidamente sus cosas y a las nueve de la noche y estaba en cama, durmiendo. En realidad, pensaba que era demasiado temprano para acostarse, pero ya conocía el valor de la obediencia.

Tal como había planeado, el Cazador permaneció inactivo durante algunas horas, hasta que Bob se durmió. Pero le era imposible continuar de ese modo un día entero; aunque no se moviera, por el solo hecho de vivir, gastaba cierta cantidad de energía y, por ende, de oxígeno. Al advertir que su provisión decrecía cada vez más, pensó que sería necesario reforzarla antes de que la situación se volviera desesperante.

A pesar de que su anfitrión se hallaba dormido no fue menos prudente. Por el momento se encontraba debajo del diafragma y no deseaba, de ningún modo, perturbar el corazón que sentía latir más arriba; pudo localizar sin esfuerzo una gran arteria en el abdomen que ofrecía mucha menos resistencia a la penetración que otras zonas cercanas de organismo. Descubrió, con gran regocijo, que podía extraer suficiente oxígeno de los glóbulos rojos (no los reconocía por su color ya que ni siquiera lo había visto) para llenar sus necesidades, sin disminuir seriamente la cantidad de ese gas que atravesaba este el conducto. Comprobó cuidadosamente este hecho. Su comportamiento era muy distinto al había observado con el tiburón, ya que comenzaba considerar a Roberto como su compañero permanente durante su estada en la Tierra, y sus acciones actuales estaban regidas por una ley tan antigua y rígida de su especie que asumía casi las proporciones de un instinto.

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

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