CAPITULO 3 — FUERA DE JUEGO

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

Para la mayoría de los seres de la especie del Cazador ni siquiera existía el deseo de violar esta ley, ya que acostumbraban a vivir en términos de con los seres cuyos cuerpos calurosa camaradería con los seres cuyos cuerpos compartían. Los pocos individuos que constituían una excepción eran mirados con el mayor horror y congéneres. Era precisamente a uno de éstos a quien perseguía el Cazador en el momento de chocar contra la Tierra; y ese individuo que el conocía tan bien, debía ser localizado y apresado aunque sólo fuera para proteger a su raza de los ataques de esa criatura irresponsable ¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero! Desde la llegada del Cazador, aparecieron enjambres de glóbulos blancos en la saludable sangre del muchacho. Hasta el momento había evitado permaneciendo alejado del centro de las arterias, pero ahora varios de ellos se movían libremente en el tejido linfático y constituían un serio inconveniente para el Cazador. Sus células no eran inmunes al poder de absorción de los glóbulos blancos y debía esquivarlos constantemente para evitar una lesión en su cuerpo. Sabía que esto no podía seguir así indefinidamente; era necesario que ocupara también de otros asuntos, ya que si continuaba evadiéndose o comenzaba a luchar contra los leucocitos se produciría invariablemente un acrecentamiento de los mismos y, tal vez, acarrearía así un estado patológico a su anfitrión. Su raza había tenido que luchar para solucionar problemas de este tipo y, en consecuencia, existía cierta técnica ya elaborada, pero en cada caso individual debía procederse con cuidado. Después de realizar algunos ensayos, el Cazador determinó la naturaleza de las reacciones químicas que se producían en el cuerpo humano para contrarrestar la acción de los leucocitos; seguidamente, expuso cada una de sus células al influjo de los compuestos químicos adecuados que se hallaban en la sangre del joven.

En seguida experimentó un gran alivio. Los leucocitos dejaron de molestarlo y desde ese momento pudo transitar a salvo a través de los vasos sanguíneos de mayor tamaño; eran verdaderas avenidas por las cuales sus infatigables seudópodos se deslizaban, explorándolo todo.

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

Tenía tanta necesidad de ingerir alimento como de oxígeno. Con gusto hubiera saboreado cualquiera de los distintos tejidos que lo rodeaban, pero la ley de su especie lo detuvo: era necesario seleccionar.

En el cuerpo del muchacho existían algunos organismos extraños; éstos debían constituir la principal fuente de alimentación para el Cazador, ya que al ingerirlos eliminaría una amenaza latente para la salud de su anfitrión y le pagaría, en cierto modo, su manutención. Era fácil identificarlos; cualquier cosa que un leucocito atacara podría ser presa legítima para el Cazador. Probablemente, los microbios locales alcanzarían para alimentarlo durante un tiempo muy corto —no obstante sus reducidas necesidades— y más adelante tendría, quizá, que taladrar el tubo digestivo. Pero eso no causaría ningún daño a Roberto; a lo sumo, sentiría un ligero aumento de apetito.

Esta labor de exploración y reconocimiento del terreno duró varias horas. El Cazador advirtió que el joven se había despertado y reanudaba su actividad, pero no hizo ningún esfuerzo por mirar al exterior. Tenía un problema que debía ser resuelto con cuidado y precisión, aunque pudiera parecer lo contrario si se considera la lucha que debió desplegar para zafarse de millares de leucocitos al mismo tiempo, su poder de atención era muy limitado. Aquélla fué simplemente una acción automática comparable a la de un hombre que puede sostener una conversación mientras sube unas escaleras.

Gradualmente, los filamentos de los tejidos del Cazador, más finos que las neuronas humanas, formaron una red que se extendía por todo el cuerpo de Bob, desde la cabeza hasta los pies; a través de esos delgados hilos, el Cazador fué compenetrándose del funcionamiento ordinario de cada músculo, glándula y órgano de ese cuerpo. Durante este período, la mayor parte de su masa permaneció en la cavidad abdominal y sólo después de más de setenta y dos horas de convivencia con el cuerpo del joven pudo sentirse seguro como para prestar atención a los asuntos exteriores.

Como hiciera con el tiburón, comenzó por llenar los espacios intercelulares de la retina del joven con su propia sustancia. De este modo pudo servirse de los ojos de Bob mejor aún que su mismo dueño, ya que los ojos humanos sólo pueden ver con el máximo detalle aquellos objetos cuyas imágenes caen dentro de una superficie retinal de menos de un milímetro de diámetro. El Cazador, en cambio, podía usar toda el área focal de sus lentes, que era decididamente mayor. En consecuencia, podía examinar, con los ojos de Bob, objetos que el joven no alcanzaba a mirar directamente. Esto resultaba ventajoso, ya que la mayor parte de las cosas que interesaban al observador oculto eran demasiado simples como para atraer especialmente la mirada de un ser humano.

El Cazador percibía confusamente los sonidos desde el interior del cuerpo de Roberto; por ello, consideró que sería útil establecer un contacto físico directo con los huesos del oído medio. Siendo capaz de oír y de ver tan bien como su anfitrión, se sintió excelentemente equipado para iniciar la búsqueda de su presa. No existían, pues, otras razones para demorar esa búsqueda y destruir cuanto antes al criminal de su propia raza que hasta ahora se hallaba en libertad. Comenzó a mirar y a escuchar con atención.

Hasta el momento había considerado que la búsqueda sería un mero trabajo de rutina. Ya había tenido problemas similares en otras ocasiones. Se proponía observar el exterior desde el cuerpo de Bob hasta encontrar lo que buscaba: entonces, saldría y eliminaría al opositor por los medios acostumbrados, a pesar de que todo su equipo se encontraba en el fondo del mar. En resumen, su punto de vista era el de un navegante interplanetario y no el de un detective: se imaginaba que un planeta era un objeto pequeño y que va no tendría mayores problemas para ubicar al fugitivo desde el momento en que se encontraba en un mundo limitado.

Experimentó, pues, una gran conmoción cuando miró por primera vez el ambiente que lo rodeaba. Lo que vió le recordó vagamente la forma cilíndrica de su nave interplanetaria. Ese objeto alargado estaba lleno de asientos colocados en varias filas y ocupados por seres humanos. Junto al observador había una ventana por la cual Bob miraba en ese momento: la sospecha que se acababa de despertar en el Cazador fué confirmada por el paisaje que se distinguía a través de la ventana. Se hallaban a bordo de un aeroplano y viajaban a gran altura; el extranjero no podía determinar la dirección que llevaban ni la velocidad, por el momento. ¿Cómo buscar a su presa? ¡En primer lugar, debería ubicar el continente en que podría hallarse!

El vuelo continuaba desde hacía varias horas.

El Cazador renunció a su intento de memorizar los paisajes que atravesaban. Uno o dos de ellos impresionaron fuertemente su retina y podrían constituir más tarde una clave para orientarse si le fuera posible identificarlos; pero apenas confiaba en esa posibilidad. Sería más conveniente verificar la distancia que la posición, ya que más adelante, cuando se familiarizara con la vida de los hombres, podría averiguar con más facilidad dónde estuvo su huésped en la época en que ingresara a su organismo.

El paisaje resultaba interesante aun cuando parecía menos variado. Era un planeta hermoso. Podían verse innumerables montañas y llanuras, ríos y lagos, bosques y praderas, a través de una atmósfera; de varias millas de extensión de tanto en tanto aparecían espumosas nubes de vapor de agua que interrumpían parcialmente la visión. La máquina que los conducía constituía también un objeto digno de atención; a pesar de lo poco que podía apreciar desde la ventana de Roberto, le bastó para tener una idea bastante clara del vehículo.

Podía ver un fragmento de un ala metálica que en cierto punto se encontraba unida a un motor; adelante, giraba a gran velocidad una hélice también metálica. La nave parecía ser simétrica: el Cazador supuso que, por lo menos, debía haber cuatro motores como éste. No hubiera podido calcular con precisión cuánta energía gastaban esos motores en forma de sonido y de calor, sospechaba que la cabina en que viajaban debía estar muy bien aislada. La máquina, como un conjunto, le hizo pensar que esta raza había alcanzado evidentemente un grado considerable de progreso mecánico. Por eso lo fustigó una duda: debería, acaso, comunicarse con el ser que hacía las veces de anfitrión y asegurarse su cooperación activa en la búsqueda. Era un punto digno de ser considerado.

Tuvo mucho tiempo para pensar antes de que el avión comenzara a descender gradualmente. El Cazador no podía ver hacia adelante. Además, entraron en una capa de nubes que le impidió formarse una idea del lugar antes de aterrizar. Anotó una nueva característica de esta raza: o bien poseían sentidos que a él le faltaban, o eran sumamente hábiles e ingeniosos para construir instrumentos que permitieran ese suave descenso entre las nubes.

Poco después, la máquina volvió a encontrarse en el aire cristalino. Mientras el avión describía un amplio giro, distinguió una gran ciudad construida alrededor de un populoso puerto. Luego, el ronco zumbido de los motores subió de intensidad y aparecieron dos grandes ruedas en la parte inferior del aparato; la máquina se deslizó blandamente hasta apoyarse sobre una pista de superficie muy dura. En ese momento los pasajeros sintieron solo una leve trepidación del aparato. El aeródromo se hallaba ubicado cerca del puerto, alejado de los edificios de mayor altura.

Cuando Roberto desembarcó, se dió vuelta par mirar una vez más el aeroplano, entonces pudo el Cazador formarse una idea más exacta de su tamaño y de los detalles de su construcción. Como le resultaba imposible apreciar el poder de los cuatro voluminosos motores, no pudo estimar la velocidad la fluctuación de las capas de aire que se hallaba en contacto con las enormes máquinas le hizo pensar que éstas debían haber desarrollado una considerable temperatura; por lo menos, estaba segur de que no eran como los transformadores de palma usados por los seres de su raza y sus aliados. De cualquier modo, era evidente que la máquina podía recorrer una fracción respetable de la circunferencia del planeta sin tener que descender para proveerse de combustible.

Después de bajar del avión el joven tuvo que realizar los trámites para obtener su equipaje; luego tomó un ómnibus que lo condujo a la ciudad.

Allí caminó un poco y entró en un cine. Todo resultaba divertido para el Cazador. Aún no había oscurecido cuando salieron para regresar a la estación de ómnibus. Después de recoger las valijas que había depositado allí, tomaron otro ómnibus.

Esto resultaba una verdadera expedición; el vehículo salió de la ciudad y recorrió varios pueblecitos. El sol se había ocultado, casi, cuando se apearon.

Un camino lateral más pequeño, bordeado de amplios y cuidados jardines, conducía hacia una suave ladera; en la cima de la misma se apreciaba un gran edificio, o un grupo de edificios… El Cazador no podía precisarlo. Roberto tomó sus valijas y se dirigió hacia allí. El extranjero comenzó a pensar que el viaje había terminado. Ya se hallaba a gran distancia de su presa.

Para el joven, el regreso al colegio, la instalación en una nueva pieza, el encuentro con sus viejos conocidos, eran acontecimientos naturales; para el Cazador, cada actividad, cada cosa que veía y oía, constituía una novedad interesante.

No tenía intenciones, todavía, de realizar un estudio detallado de la raza humana, pero empezaba a oír una voz interior que le anunciaba que su trabajo no sería tan rutinario como se había imaginado y que debería echar mano a todos los conocimientos que pudiera obtener sobre la Tierra. Aún no lo sabía, pero acababa de llegar al lugar más indicado para la absorción de conocimientos.

Miraba y escuchaba febrilmente mientras Bob vaciaba las valijas en su habitación, y luego, cuando recorría el edificio en busca de sus antiguos compañeros. Varias veces trató de conectar las palabras que oía con su posible significado; pero le resultaba muy difícil, ya que casi todas las conversaciones versaban sobre las vacaciones pasadas y los objetos a que se referían se hallaban distantes. Sin embargo se enteró de los nombres de alguno entre otros, el de su anfitrión.

Después de una hora o dos, decidió que lo mejor sería dedicar toda su atención al problema del lenguaje. Por el momento, nada podía hacer en lo concerniente a su misión; en cambio, si pudiera entender lo que hablaban le sería posible enterarse cuándo volvería Roberto al lugar donde lo encontró por primera vez. Antes de que ello sucediera, el Cazador se hallaría fuera de juego; no podría hacer absolutamente nada para ubicar y eliminar a su presa.

Una vez que se convenció de esto, dedicó las horas en que Roberto dormía a organizar las pocas palabras que había aprendido, de deducir algunas reglas gramaticales y una campaña definida para aprender mucho más en el menor tiempo posible. Puede parecer extraño que un ser incapaz de controlar sus propios desplazamientos pudiera soñar en planes… pero no olvidemos la extraordinaria amplitud de su visión lateral.

Todo hubiera resultado incomparablemente más simple si sólo fuera capaz de fiscalizar los movimientos de su anfitrión, o interpretar e influir las múltiples reacciones que se cumplían en su sistema nervioso. Por supuesto, controlaba al perit, pero no de una manera directa: la pequeña criatura había sido entrenada para responder a estímulos mecánicos aplicados directamente sobre sus músculos así como se enseña a un caballo a responder a una presión de las riendas. Los congéneres del Cazador usaban perits para ejecutar actividades delicadas o inadecuadas para sus propios cuerpos semilíquidos algunas veces, los anfitriones inteligentes, que casi siempre se unían a seres como el Cazador, no podían penetrar en vehículos tan diminutos como el que llevó a éste a la Tierra; entonces debían recurrir también a los perits.

Desgraciadamente, Roberto Kinnaird no era un perit y no podía ser tratado como tal. Por el momento, no había esperanzas de poder influir en sus acciones y, en el futuro, habría que apelar a la razón del muchacho y no usar la fuerza. Entonces, el Cazador se encontraba en la misma situación de un espectador de cine que quiere cambiar el argumento de la película que está viendo.

Las clases comenzaron al día siguiente. El sentido de las mismas era accesible al alumno aunque los temas, en particular, resultaran generalmente oscuros. Roberto tomaba cursos de Inglés. Física, Latín y Francés, entre otros. De estas cuatro materias, la Física resultó la más útil en el aprendizaje del idioma inglés para el Cazador. Es fácil comprenderlo.

Aunque el Cazador no era un científico tenía algunas nociones sobre ciencias— sería imposible manejar una nave interplanetaria sin saber en absoluto cómo funciona. Los principios elementales de la Física son los mismos en todas partes y, aun aquellos conceptos aceptados por los autores de los textos de estudio de Bob que diferían de los del, Cazador podían hacerse comprensibles a través de los gráficos. Esos diagramas iban casi siempre acompañados por explicaciones escritas, que constituían verdaderas claves para la comprensión de una gran cantidad de palabras.

Un día, durante la clase de Física, el profesor mostró un dibujo salpicado de gruesas letras para explicar un problema de mecánica. El observador oculto comprendió súbitamente la conexión entre letras y sonido y, pocos días después, era capaz de visualizar la escritura de cualquier palabra nueva que ola.

El aprendizaje fué cada vez más veloz. A medida que aumentaba la cantidad de palabras conocidas, prendía mejor las explicaciones. A principios de Noviembre, dos meses, después del comienzo de las clases —el vocabulario del Cazador era semejante en cantidad al de un niño de diez años, aunque su contenido no fuera el mismo. Poseía una reserva, quizás excesiva, de términos científicos y, en cambio, grandes lagunas en terrenos menos especializados. Además, varios términos sólo tenían para él una acepción: la científica— así, por ejemplo la palabra «trabajo» significaba: «fuerza por distancia», etc.

Cada vez eran más frecuentes las oportunidades que tenía de descubrir el significado de los textos explicativos: lo hacía con gran habilidad y de este modo podía enterarse más a fondo de las costumbres humanas que ignoraba.

A comienzos de diciembre, cuando la extraña criatura había olvidado todos sus planes debido al interés que despertaba en él el aprendizaje su educación se interrumpió. Esto sucedió —el Cazador lo sabía— por propia negligencia; fué una buena oportunidad para volver a la senda del deber. Roberto Kinnaird había integrado el equipo de fútbol de su escuela durante el otoño. El Cazador, que siempre se preocupaba intensamente por la salud de su anfitrión, desaprobaba en cierto modo esta actividad. El partido final de la temporada escolar se jugó el día de Acción de Gracias: cuando el Cazador estuvo seguro de que realmente era el último, nadie estuvo más contento que él. Sin embargo, se regocijó demasiado pronto.

Un día, mientras Bob reconstruía uno le los momentos más apasionantes del juego para demostrar su razón con un argumento, resbaló y se torció seriamente un tobillo, por lo cual debió guardar cama varios días. El Cazador se sentía un poco culpable ya que, al advertir con dos o tres segundos de anticipación el peligro, hubiera podido «afianzar» la red de su tejido que rodeaba las articulaciones y tendones del joven. Por cierto que, dada su reducida fuerza, la ayuda podría no haber resultado suficiente, pero valía la pena haberlo intentado. Ahora que el daño ya estaba hecho, debía permanecer inactivo. Por otra parte, no existía un peligro inminente de infección puesto que no había heridas.

Este incidente le hizo reflexionar no sólo acerca de los deberes que tenía para con su anfitrión, sino también lo que debía realizar como agente de policía; una vez más comenzó a pensar en los distintos conocimientos que había adquirido en ese lapso y que podrían ayudarle en su investigación. Con sorpresa quizá y pesar descubrió que era muy poco lo que sabía, pues ni siquiera conocía el lugar en que se encontraba el joven cuando él se introdujo en su cuerpo.

Mientras conversaba Bob con un amigo, supo que aquel era a una isla. Si su presa había aterrizado en la misma zona debía hallarse aún allí o, por lo menos habría dejado algún rastro. El Cazador recordó su experiencia con el tiburón y pensó que el otro no podría escapar con la ayuda de un pez, ya que hasta el momento no estaba enterado de que existiera en el agua un animal de sangre caliente que respiraba oxígeno del aire. En las conversaciones y lecturas de Bob no había oído mencionar focas y las ballenas, o, en caso contrario, no había comprendido lo que decían.

Si el otro se en encontraba dentro de un ser humano, esa persona sólo podría alejarse de la isla por medio una embarcación, lo cual significaba que sería posible seguir su pista. Este pensamiento lo reconfortó.

Era, pues, necesario ubicar la isla como medida preliminar para poder volver a ella. Bob recibía a menudo cartas de sus padres, pero el Cazador no advirtió, al comienzo, que éstas podrían ser una clave para su problema; le daba bastante trabajo leer la escritura a mano e ignoraba el parentesco que existía entre el muchacho y los remitentes de la carta. No tenía especiales escrúpulos en leer la correspondencia del joven; simplemente le resultaba difícil. También Roberto escribía a sus padres con intervalos algo irregulares, Pero ellos no eran los únicos destinatarios de sus cartas. Hacia fines del mes de enero el Cazador descubrió que la mayor parte de la correspondencia de Bob provenía de la misma dirección.

Se convenció de ello cuando su amigo recibió una máquina de escribir como regalo de Navidad. Quizá hubiera en ese regalo una leve alusión a la pereza epistolar del joven pero, desde entonces, al Cazador le resultó mucho más fácil leer las cartas que este último escribía. Pronto supo que casi todas las misivas estaban dirigidas al señor y a la señora Kinnaird. Ya sabía que existía la costumbre de que el apellido del padre pasara a los hijos. Este detalle y los saludos con que comenzaban y terminaban las cartas borraron toda duda acerca de su identidad. Era presumible que el muchacho pasaría con sus padres las vacaciones de verano. Si sus conjetura eran verdaderas, el nombre de la isla era el mismo que figuraba en los sobres.

Aún no sabía dónde quedaba aquélla o cómo llegar hasta allí; sólo podía estar seguro, a juzgar por la duración del viaje en avión, que se hallaba a un distancia considerable de su actual ubicación. Bob volvería posiblemente durante las próximas vacaciones, pero el fugitivo tendría, en tal caso, cinco meses más para esconderse… como si los cinco que ya habían pasado no fueran suficientes.

En la biblioteca del colegio había un gran globo terráqueo y una infinidad de mapas en las paredes Roberto sólo les daba un rápido vistazo de vez en cuando; entonces el Cazador creía enloquecer. A medida que pasaba el tiempo, tomaba más fuerza en la tentación de controlar los pequeños músculos que determinaban el movimiento de los ojos de su anfitrión. Era una idea mala y peligrosa.

Seguía conteniéndose, pero… parcialmente. Al principio se dominaba, pero cuando sintió que le flaqueaba la paciencia comenzó a considerar como posible lo que antes le parecía una idea alocada… de ponerse en comunicación con su anfitrión y solicitar su ayuda. Después de todo, decíase a sí mismo podría pasar largos años —todo el tiempo que durara la vida del muchacho, que prometía ser muy larga, pues adentro de su cuerpo se encontraba él para luchar contra los microbios— mirando el mundo través de los ojos de su compañero, sin que le fue posible ubicar a su presa o, en caso de encontrarla, sin poder hacer nada para apoderarse de ella. Tal como estaban las cosas hasta ese momento, el otro podría presentarse en público y hacerle muecas de burla sin que el Cazador pudiera tomar medida alguna. ¿Qué solución debía intentar?

Con los seres que la especie del Cazador adoptaba generalmente como anfitriones, la comunicación solía alcanzar un alto grado de rapidez y comprensión. La unión se realizaba con el completo conocimiento y consentimiento del anfitrión: estaba sobreentendido que el ser de mayor tamaño se ocuparía de conseguir el alimento y además tendría a su cargo la movilidad y la utilización de su fuerza muscular cuando fuera necesario, en tanto que el otro lo protegería contra las enfermedades y accidentes mientras le fuera posible. Ambos ponían sus desarrolladas inteligencias al servicio de su compañero y, en la mayor parte de los casos, la relación se caracterizaba por una notable amistad y camaradería. El simbiota se entendía con su compañero por medio de determinados movimientos por los cuales entraba en contacto con los órganos sensoriales del mismo: por lo general, después de varios años de convivencia, una multitud de señales que pasarían inadvertidas para cualquier otro ser, servían a los dos compañeros para desarrollar una velocidad extraordinaria en sus conversaciones, sólo comparable con las comunicaciones telepáticas. Estas señales eran variadísimas; podía el simbiota provocar una contracción en alguno o en todos los músculos de su anfitrión, o ensombrecer las imágenes formadas en su retina, o hacer caer un poco del pelo con que la otra raza estaba espesamente cubierta…

Tratándose de Bob, las cosas eran un poco distintas, pero, no obstante, existía la posibilidad de apelar a sus sentidos. El Cazador percibió difusamente que en el primer momento, el muchacho experimentaría algunas perturbaciones dé tipo emocional. Pero estaba seguro de que conseguiría reducir al mínimo dicha perturbación. Su raza había practicado la simbiosis durante tanto tiempo que no existía para ellos el problema de establecer contacto con un ser que no estuviera acostumbrado a eso.

Había tejido una malla «protectora» entre los músculos del muchacho, que podía contraerse del mismo modo que los músculos, aunque con mucha menos fuerza, Además… contaba con la máquina de escribir. Si Bob se hallaba frente a la máquina en un momento determinado, sin saber qué escribir, el Cazador podría mover algunas teclas a su favor. El éxito del experimento dependería casi exclusivamente de la reacción del muchacho cuando comprobara que sus dedos se movían sin intervención de su voluntad. El Cazador hacía todo lo posible para sentirse optimista.

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