CAPITULO 10 — EL INFORME DEL MÉDICO

A mediodía Bob procuró disimular su preocupación. Durante la mañana, su madre había imaginado algo para distraerlo del nuevo problema que lo obsesionaba. Buscando la manera de persuadirlo para que fuera a ver al médico de la isla y obtuviera de él un permiso de licencia, había comprendido, de pronto, que la quemadura de sol sería una excusa estupenda. Como Bob llegó temprano a almorzar, no tuvo oportunidad de consultar la idea previamente con su marido, pero estaba segura de su aquiescencia. En cuanto terminó la comida planteó la cuestión.

Grande fué su sorpresa al ver que Bob accedía sin mayor oposición; no ignoraba que estaba avergonzado de su quemadura y deseoso de que sólo se enterasen de ella las personas estrictamente inevitables; se asombró, sin embargo, de que aceptara sin objeciones el consejo de consultar al doctor esa misma tarde, aunque mantuvo la presencia de ánimo y el control suficientes para no demostrar su extrañeza.

Bob había meditado mucho sobre la negligencia del Cazador, que parecía totalmente incapaz de contestar algunas de sus preguntas, y, en particular, aquellas relacionadas con la manera de llegar a reconocer su presa y, menos todavía, con lo que habría que hacer una vez que se la encontrara. Si el Cazador supiera la solución, todo hubiera sido cuestión de paciencia; pero la sospecha de que su huésped invisible no sabía algunas cosas iba en aumento. Bob dedujo que tenía que buscar una solución por su cuenta; y para ello era indispensable aprender todo lo posible sobre la especie a que pertenecía el Cazador. El simbiota había dicho que su naturaleza era semejante a la de los virus. Como primer paso, entonces, Bob haría averiguaciones sobre los virus, y el lugar más lógico para estas indagaciones era, indudablemente, el consultorio de un médico. De acuerdo con su temperamento, habría tardado en decidirse, pero aceptó con naturalidad que su madre lo decidiese por él: acató la proposición como un buen signo del destino.

El doctor Seever conocía muy bien a Bob, así como a todos los que habían nacido en la isla. Había leído el informe del médico de la escuela y estaba de acuerdo con la opinión del señor Kinnaird; pero se alegró de ver personalmente al muchacho. Tuvo un sobresalto, no obstante, al ver el color de su piel.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Esto se llama festejar el regreso!

—No me hable de ello, doctor. Demasiado lo sé…

—Así lo creo… Bueno… trataremos de curtirte el pellejo; no es ésta la mejor manera de tratarlo, pero te sentirás más cómodo.

El doctor se puso diestramente a la obra, hablando mientras tanto con la mayor seriedad…

—No eres el mismo de antes. Me parece verte cuando eras una de las personas más atentas y prudentes de la zona. ¿Has estado enfermo últimamente, mientras estabas en la escuela?

Bob no esperaba que le hiciesen tan pronto esa pregunta ni que se la formulasen justamente en esa forma, pero se había preparado para contestarla de la manera más provechosa para él.

—No, no he estado enfermo. Aunque me examinase durante todo un día no encontraría gérmenes en actividad.

El doctor Seever miró al joven por encima de sus anteojos:

—Eso es muy posible, en efecto, pero no es una garantía de que todo anda bien. No son gérmenes los que causan semejantes quemaduras de sol.

—Me disloqué un tobillo y me hice uno o dos tajos sin importancia. Pero usted hablaba de enfermedad… Esto se descubre con el microscopio, ¿verdad?

El doctor sonrió, imaginando adonde se dirigían las deducciones del muchacho.

—Es hermoso y emocionante encontrar tanta fe en la ciencia médica —dijo— pero temo defraudarte en este caso. Espera un minuto y te demostraré por que.

Terminó de aplicar el ungüento para las quemaduras, guardó el frasco y fué en busca de un excelente microscopio que sacó de un estuche. Después de revolver un poco en su archivo un tanto polvoriento encontró lo que deseaba y comenzó a deslizar los pequeños rectángulos de vidrio por el dispositivo correspondiente, a medida que le explicaba:

—Este se ve y se reconoce fácilmente. Es un protozoario —una ameba del tipo de las que producen una enfermedad llamada disentería—. Es de gran tamaño, siempre dentro de la escala de los organismos causantes de las enfermedades que conocemos.

—Los hemos visto en la clase de biología —comentó Bob—, pero no sabía que producían enfermedades.

—La mayoría de ellos son inocuos. Ahora bien, este otro —dijo el doctor deslizando otro vidrio bajo el objetivo— es de un tamaño mucho menor. En realidad, el otro no era precisamente un germen. Este, si consigue una oportunidad, ocasiona el tifus: por suerte no hemos tenido aquí ni un solo caso desde hace mucho tiempo. El siguiente es más pequeño, todavía, y produce el cólera.

—Parece una salchicha con el piolín colgando en un extremo —comentó Bob, levantando la cabeza, que había mantenido inclinada sobre el microscopio.

—Ahora lo verás mejor —insistió el doctor, haciendo girar una pieza en la parte inferior del aparato y volviendo a su asiento mientras Bob miraba nuevamente por el objetivo amplificado—. Hasta aquí, más o menos, es el máximo a que podemos llegar. Hay muchas bacterias de menor tamaño aún, algunas inofensivas y otras no. Existen las llamadas Ricketsia, más chicas aún; se discute si son o no bacterias; y por último tenemos los virus.

Bob se apartó del microscopio y se propuso la difícil empresa de manifestar interés sin descubrir que la conversación había llegado por fin al tema de sus desvelos.

—¿Entonces no pueden aún observarse los virus? —preguntó aunque conocía de antemano la respuesta.

—Iba a referirme a esto, precisamente. Han podido fotografiarse algunos virus con ayuda del microscopio electrónico; parecería que son unos organismos parecidos al microbio del cólera que te mostré. No sabemos mucho más. A decir verdad, la palabra «virus» fué, durante mucho tiempo, la confesión de nuestra ignorancia. Los médicos hablaban de «virus filtrables» en cuanto no aparecía en determinado, enfermos ninguno de los microorganismos del tipo que acabamos de ver en el microscopio, por más fino que fuese el filtro usado en el intento de captarlo. Se llegó a dividir químicamente los componentes de virus y también a cristalizarlos, comprobándose que los cristales disueltos en agua tenían también el poder de causar enfermedades. Mucho antes de llega a verlos se había realizado infinidad de experimento para obtener, siquiera, una idea de su aspecto de sus dimensiones. Algunos científicos pensaban, y sostienen todavía, que se trata de simples moléculas de las grandes, por supuesto, de mayor tamaño aún que las albúminas o sea la clara del huevo, como tu sabes. He leído algunos textos sobre el asunto; quizás te animes a estudiar alguno.

—Me agradaría —dijo Bob tratando de no demostrar su gran interés—. ¿Tiene alguno por aquí?

El doctor se levantó y buscó un momento en otra estantería, regresando con un grueso volumen que hojeó rápidamente.

—Aquí hay abundante material, pero temo que resulte demasiado técnico para ti. Puedes llevarlo, si te animas. Tenía algo más apropiado en todo sentido, desde un punto de vista más elemental, pero lo he prestado.

—¿Quién lo tiene?

—Uno de tus amigos, según creo: Norman Hay se había apasionado por la biología, últimamente. Quizás conoces su proyecto de ingresar en el museo de Tahití. No sé si aspira al puesto mío o al de Rance en el laboratorio. Hace mucho que tiene el libro en su poder, varios meses, me parece; procura que te lo entregue.

—Lo intentaré.

Bob quiso sacar rápidamente partido de la situación:

—¿No quiere anticiparme algunas nociones relacionadas con esa división por procedimientos químicos que usted mencionó? ¡Qué extraño parece identificar una criatura viviente por medio de la química!

—Como te dije, dudamos todavía en considerar a los virus como criaturas vivientes. Sea como fuere, estos experimentos no tienen nada de extraño. ¿Has oído hablar de los sueros?

—Hasta ahora creía que eran el material que ustedes utilizaban para inmunizar a las personas contra ciertas enfermedades.

—Con frecuencia es así, en efecto. Pero, además, resultan de la mayor importancia si se los emplea para conseguir unas especies de impresiones digitales químicas. Los tejidos de una criatura perteneciente a un tipo determinado rechazan los sueros obtenidos de los tejidos de otro tipo. Si por ejemplo tomamos un animal acostumbrado al suero humano y lo ponemos en contacto con alguna substancia desconocida podremos decir, de acuerdo con sus reacciones, si dicha substancia contenía elementos humanos o no. Los detalles varían, por supuesto, pero ésta es una manera de saber si una mancha de sangre u otra huella orgánica proviene de un hombre o de algún animal.

—Ya veo ya entiendo…

Los ojos de Bob se entrecerraban, pensativos.

—¿Encontraré en este libro algo sobre esto? —preguntó.

—No. Puedo facilitarte algo sobre el tema, pero te advierto que los conocimientos que trata van un poco más allá de los que se adquieren en un curso de química de enseñanza secundaria. Y tú, ¿detrás de qué andas?

—¿De qué? ¡Oh! No detrás de su puesto, doctor, desde luego. Se me ha cruzado un problema por delante y me agradaría resolverlo solo, si pudiera. Si no lo consigo, espero poder volver a pedirle ayuda. Muchas gracias, doctor.

Seever saludó con una inclinación de cabeza y en cuanto Bob se retiró volvió a su escritorio y permaneció unos minutos meditando.

El muchacho, indudablemente, se había vuelto más serio que antes. Hubiera sido interesante conocer su problema. El cambio de personalidad que había alarmado a las autoridades del colegio se relacionaba con esta transformación, seguramente. Este informe tranquilizaría de inmediato al padre del muchacho; y se apresuró a comunicárselo, esa misma tarde:

—Yo, en su lugar, Art, no me preocuparía. El chico parece deslumbrado por algo que suena a descubrimiento científico, lo mismo que le ocurrió al muchacho Hay hace unos meses, y está completamente absorbido por ello. Usted habrá actuado en forma semejante, con seguridad, la última vez que aprendió algo insospechado. En este momento se dispone a cambiar la faz del mundo, no lo dude, y ya oirá usted hablar de él a su debido tiempo.

Bob no intentaba cambiar la faz del mundo, ni siquiera la faz relativa a la humanidad. Sin embargo, algunos problemas que habían surgido en el curso de la conversación con el doctor podían ocasionar cambios individuales y se los explicó al Cazador sin demora.

—¿Hacemos el experimento del suero?

—No es tan fácil. Estoy familiarizado con esa técnica y sé que, habiendo permanecido juntos tanto tiempo, tu propio suero sanguíneo serviría por lo menos para un aspecto de la investigación; pero todavía queda por resolver adónde podríamos hacer el ensayo. Una vez solucionado ese punto, puedo hacer yo mismo la exploración, mucho más rápido, por contacto personal.

—Posiblemente tienes razón. No obstante, no deberías abandonarme. Yo tendría que ser capaz de someterme a la prueba.

—Quieres jugar tu parte. Bien, estudiaremos la posibilidad de que intervengas. ¿Has pensado cómo podríamos hacer para reunirnos con el joven Teroa? ¿Cuándo queda libre?

—El buque-tanque viene cada ocho días; falta una semana, a partir de hoy. Supongo que Teroa se irá entonces; no creo que parta antes. Al «Rayo de Luz» no se lo ve desde hace tiempo.

—¿El «Rayo de Luz»?

—Es el yate de uno de los jefes de la compañía que aparece de vez en cuando para echar un vistazo. Yo viajé en este barco el otoño pasado; por eso estábamos tan lejos de la isla cuando miraste por primera vez a tu derredor. Ahora que recuerdo, no está cerca de este lugar: atracó en los astilleros de Seattle adonde le están colocando una especie de draga en su parte posterior. Supongo que me preguntarás quién pudo haber estado en el barco después de nosotros.

—¡Por supuesto! Gracias por haber planteado la cuestión sin rodeos —dijo el Cazador, y hubiese sonreído de haberle sido posible.

Bob no tenía reloj pero presintió que se acercaba la hora de salida de la escuela; por lo tanto, encaminóse en esa dirección. Era temprano todavía y tuvo que esperar un rato, hasta que sus amigos se precipitaron en tropel a la calle con abundantes expresiones de envidia al verlo afuera.

—¡Qué importa la suerte que tengo por haber faltado a clase! —dijo Bob—. Vamos a trabajar en el bote. Tengo que volver al colegio el próximo lunes y quiero divertirme un poco, mientras tanto.

—Sea como sea, nos has traído suerte —dijo Hay—. Hemos buscado un tablón durante semanas y semanas y no lo encontramos hasta que viniste. ¿Qué dicen, muchachos? ¿Qué les parece si nos dirigimos al bote mientras la suerte nos ayuda?

Asintieron en coro y todos fueron en busca de sus bicicletas. Bob, que había ido a pie hasta el consultorio del médico, viajó sobre el manubrio de Malmstrom hasta su propia casa; allí trepó sobre su máquina provisto de unas cuantas herramientas. Esperaron en la alcantarilla hasta que Malmstrom y Colby regresaron de sus respectivos domicilios con diversos útiles de trabajo; entonces escondieron las bicicletas, se arremangaron los pantalones y se descalzaron. Un sendero conducía hasta el lugar en que se ocultaba la embarcación, pero había que atravesar pozos semiocultos por las malezas de la orilla y los muchachos no se habían preocupado en colocar puentes de ninguna clase.

Chapoteando y resbalando entre el agua y la vegetación descargaron por fin su colección de herramientas en el lugar donde el angosto curso de agua desembocaba en una laguna. Allí estaba el bote, encallado en la arena, con el tablón adentro. Los muchachos se alegraron ante la vista de este último; no había ningún peligro de que el bote fuese robado, aunque se hallase en mejores condiciones que en ese momento; pero la madera era un asunto más serio. Evidentemente, era cierto que Colby había pasado por el agujero del fondo del bote: el hueco debía medir unos diez centímetros de ancho y más de cincuenta de largo.

Los muchachos no eran carpinteros profesionales pero dieron vuelta al bote y sacaron los restos de la plancha deteriorada, a gran velocidad. En cambio reponer la plancha de madera recortándola del enorme tablón que habían encontrado no resultó tarea fácil. El primer madero les resultó demasiado estrecho en algunos tramos, a causa de su falta de práctica para serruchar. El segundo demasiado ancho, y sólo después de ser limado y cepillado enérgicamente pudo ser utilizado. Habían guardado uno por uno los tornillos de la pieza anterior y lograron ajustar el remiendo en forma satisfactoria.

Luego empujaron la embarcación al agua, traje ron los remos que habían escondido entre las plantas y todo el grupo se amontonó dentro de ella. Sabían que hubiera sido mejor dejar la nueva tabla en remojo para que se hinchara y poner así a prueba la resistencia de las juntas a los embates de las olas; pero todos eran excelentes nadadores y su impaciencia no daba cabida a tales consideraciones. Un mínimo de agua se filtraba a través de las uniones pero era simplemente cuestión de extraer el líquido. Los menores de la tripulación se encargarían de esto con sendas cáscaras de cocos; Bob y el Petiso remarían, mientras Rice se encargaba del timón.

De pronto, Bob notó que no iba con ellos el perro, que acostumbraba ubicarse en el banquillo de proa. Pensando retrospectivamente observó que no lo había visto desde su regreso.

—¿Qué ha sido de Tip? No lo he visto todavía dijo a Rice, que remaba frente a él.

El rostro del pelirrojo se ensombreció:

—Nadie sabe nada. Ha desaparecido desde hace bastante tiempo, desde mucho antes de la Navidad. Hemos recorrido toda la isla preguntando por él. Temo que haya intentado llegar a nado hasta el islote en que se encuentra el tanque de Norm (alguna vez lo hemos hecho nosotros sin él), y que haya sido atrapado por un tiburón, pero sería bastante raro. No es mucha la distancia y jamás he visto un tiburón tan cerca de la costa. Tip, verdaderamente, se ha esfumado.

—Es extraño. ¿Lo han buscado en los bosques?

—En algunos sitios. No siempre es posible buscar bien en el bosque. Y si hubiese estado vivo, habría oído nuestros gritos; no creo que en el bosque haya podido herirse de gravedad.

Bob sacudió la cabeza y dijo más bien para sí mismo:

—Pensándolo bien, es así; ni siquiera se ven culebras por acá.

—¿Cuál es el tanque de Norm? —preguntó un poco más alto—. ¿Se ha propuesto competir acaso con las instalaciones del Pacífico?

—No, de ninguna manera —contestó Hay interrumpiendo un instante su tarea de desagotar el bote—. Yo limpié uno de los pozos del banco de arena, a pocos metros de la playa, lo cerqué y efectué todo lo necesario para convertirlo en un acuario. Al principio lo hacía para divertirme, pero al enterarme de que unas revistas piden fotografías de la vida submarina he mandado a buscar película en colores. El inconveniente es que nada vive mucho tiempo en mi pozo: hasta el coral se muere.

—Se me ocurre que no lo habrás ido a ver desde que andamos con el asunto del bote. ¿Vamos ahora y echamos un vistazo?

—No creas; hemos ido nadando Hugh, el Petiso y yo cada dos o tres días. Se mantiene más o menos ¿Crees que tendríamos tiempo de ir y venir antes de comer? Hemos trabajado mucho tiempo con el bote y el sol está empezando a bajar.

Los muchachos alzaron la cabeza notando entonces que se aproximaba el crepúsculo. Hacía tiempo que sus padres se habían resignado a sus exploraciones por toda la isla y el arrecife, pero exigían puntualidad en las comidas. Sin otro comentario, Rice puso la proa en dirección a la ensenada y los remeros se acercaron a la costa remando lenta y pausadamente. Roberto remaba sin reflexionar demasiado. En cada lugar encontraba algo que le llamaba la atención, pero no sabía hasta qué punto los datos que recogía estaban relacionados con su problema. El Cazador parecía intuir que Teroa suministraría pruebas, pero no estaba completamente seguro, y, además, el muchacho se pondría muy pronto fuera de su alcance. El recordaba constantemente la conversación que había tenido con Carlos esa mañana. ¿Se habrían encontrado Rice y éste a la hora de almorzar?

—¿Nadie estuvo hoy con Carlos Teroa? —preguntó.

—No —respondió Malmstrom—. El viene a navegar un par de días por semana, pero hoy no le corresponde. ¿Ustedes creen que le interesará esto?

—Nadie que lo conozca puede pensarlo —dijo Rice despectivamente—. Preferiría contratar un jornalero que fuese capaz de no dormirse cuando asume una responsabilidad.

Roberto disimuló una sonrisa:

—Parece que ha logrado algunos resultados positivos en su jardín —comentó.

—Y… seguramente; con ayuda de las hermanitas y bajo la tutela materna. La vez pasada, cuando estaban despejando el canal Este, se quedó dormido en un bote cargado de dinamita.

—¡Estás loco!

—Como te parezca. Lo enviaron a buscar un cajón encargándole el máximo de precauciones y veinte minutos después mi padre encuentra el bote amarrado a un arbusto, y a él profundamente dormido y con los pies apoyados tranquilamente en el cajón. Por suerte no había tablones pesados a bordo y en ese lugar no corría el peligro de que una ola lo estrellara contra el arrecife.

—Quizá no fuese cuestión de suerte —destacó Roberto—. El sabía que no había tablones y pensó, quizás, que se hallaba en un lugar suficientemente seguro.

—Quizá —dijo Rice con una sonrisa burlona pero todavía no le he dado la oportunidad de rehabilitarse.

Roberto miró al pelirrojo, que era bastante bajo para su edad.

—Un día te va a tirar por la borda si no dejas de molestarlo. Además, esa ocurrencia de embarcarse como polizón ¿no surgió de ti?

Rice podía contestar, con cierto derecho, que eso nada tenía que ver con el asunto; pero se rió entre dientes, simplemente, y no dijo una palabra más.

Un momento después el fondo aplanado del bote rasó las arenas de la playa.

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