CAPITULO 16 — PROSPECTO

El martes transcurrió como de costumbre; sólo se diferenció de los demás por la creciente preocupación del Cazador acerca de Carlos Teroa. Este último debía abandonar la isla el jueves y, dentro de lo que el Cazador había podido observar, Roberto no había hecho ningún experimento con él ni había logrado demorar su partida. Ya no quedaban más que dos noches…

Los muchachos, ajenos a semejantes motivos de ansiedad, se lanzaron a la búsqueda de material —para arreglar la embarcación en cuanto terminó el horario de clases. Roberto iba con ellos pero se detuvo frente al consultorio del doctor, manifestando la necesidad de que su pierna fuese examinada.

Una vez allí, le explicó al doctor detalladamente tarde anterior y todo lo que estaba lo ocurrido la relacionado con su teoría. El detective comprendió entonces, por primera vez, que su anfitrión había estado indagando dentro de un sistema de ideas radicalmente opuesto al suyo. Se apresuró pues a llamar la atención del muchacho y le comunicó su punto de vista con las pruebas que lo consolidaban.

—Lamento no haber interpretado la dirección que tomaban tus pensamientos —dijo al terminar—. Recuerdo haberte dicho que no creí que el perro hubiese sido muerto por nuestro enemigo, pero no mencioné, tal vez, el hecho de que la trampa también parecía algo completamente natural. Se me ocurre que la rama estaba enterrada de aquella manera cuando el árbol se derrumbó. ¿Es a causa de esto que ignoras el asunto de Carlos Teroa?

—Así lo creo —replicó Roberto—. Debía venir a cazar conmigo mañana. ¿Tienes motivos para sospechar de él?

—Al principio sólo me importaba el dato de que se aprontaba a dejar la isla —dijo el Cazador—. Nosotros queríamos estar seguros antes de que se fuera de aquí. Supimos que había dormido por lo menos una vez en un bote amarrado al arrecife, lo que significaba una magnífica oportunidad para que nuestra presa se introdujera dentro de él. También se hallaba presente en nuestra aventura del canal, en el muelle, pero esto ya no le incumbe solamente a él.

—Perfectamente —dijo el doctor—. He aquí una lista completa de las que podríamos clasificar como posibilidades número Uno, con toda la gente de la isla a continuación, en un plano de probabilidades apenas un poco menos importante. Roberto: ¿no ocurrió nada anoche que te proporcionara nuevos indicios, de una u otra índole, acerca de alguno de tus amigos?

—Un hecho, únicamente —contestó el muchacho—. Cuando el Petiso Malmstrom retiró del matorral la calavera de Tip, las espinas lo llenaron de rasguños. ¡Viera cómo sangraban! Pero me dijo que no debíamos preocuparnos demasiado por él.

Seever frunció el ceño y se dirigió al detective:

—Cazador, ¿qué clase de conciencia posee tu congénere? ¿Permitiría él, por ejemplo, que una herida sangrase abundantemente si esto fuera necesario para convencer a Bob de que ninguno de la raza de ustedes se había alojado allí?

—No tiene conciencia —replicó el forastero—. Sin embargo, estamos tan habituados a curar las heridas pequeñas, que si él estaba allí creo que lo hubiera hecho. Si tuviese alguna razón para creer que se sospechaba de su anfitrión, no le prestaría ayuda ninguna aunque éste corriera un grave peligro. Roberto no ha obtenido aún una prueba positiva, pero podríamos anotar un punto a favor de Malmstrom.

El doctor sacudió la cabeza:

—Esto, más o menos, es lo que discurrí de acuerdo con el relato de ustedes —dijo—. Bueno, parecería que ahora nos abocamos al inmediato problema de examinar al joven Teroa. Sería hermoso conocer cuál es el efecto de la vacuna contra la fiebre amarilla entre ustedes, Cazador. Se le ha aplicado una dosis de ella esta mañana.

—Tengo el agrado de saber que esta experiencia se realiza bajo su responsabilidad, doctor, y no perjudicará a Roberto. Por otra parte, tengo la certeza de que nuestro enemigo, simplemente, se apartará del brazo que recibió la inyección y esperará hasta que el veneno pierda su virulencia. Además, la perspectiva de algo nocivo para nosotros es bastante remota. Sigo pensando que lo mejor es que vaya a examinarlo yo mismo. Una vez localizada la presa encontraremos la manera de destruirla.

—Cuando usted localice la presa debe tener las armas listas para vencerla —replicó el doctor—. Todo lo que puedo ofrecerle para atacar al enemigo sin dañar al anfitrión son unos pocos antibióticos y vacunas; y no podemos experimentar todas ellas a la vez en Roberto. Este asunto debiera haberse iniciado con anterioridad.

Reflexionó unos segundos, con la mayor intensidad, y continuó:

—Vamos a ver, Supongamos que comenzamos ahora, inyectando una substancia y luego otra, utilizando solamente las que son inofensivas para Roberto. Usted podría ir describiéndonos los efectos que le producen; no tema, nos arreglaríamos para que usted pudiese salir rápidamente de su cuerpo hasta que él eliminase la substancia que usted no pueda resistir. Dejaremos en paz a Teroa hasta encontrar el arma adecuada. Si nuestros ensayos fracasan, nada se habrá perdido mientras tanto.

—Pero, de acuerdo con lo que usted me explica, este proceso durará unos cuantos días y faltan menos de cuarenta y ocho horas para que Teroa se embarque.

—Esto no es inevitable. No me agradaría intervenir, porque sé que el muchacho está desesperado por embarcarse; pero podría retenerlo bajo observación, si fuese necesario, hasta que el vapor hiciese su próxima escala por aquí. Esto nos concedería un plazo de diez días; a razón de dos drogas por día, quizá tuviésemos suerte y lográramos un resultado. Iniciaremos con antibióticos, ya que las vacunas son generalmente muy diferenciadas en sus atracciones y en sus rechazos.

—Me parece espléndido, si Roberto está de acuerdo —fué la contestación—. Es una lástima que no abriéramos el fuego un tiempo atrás, doctor. ¿Hará usted una prueba ahora mismo?

—¡Por supuesto! —intervino Roberto.

Tomó asiento y el doctor colocó una toalla sobre sus rodillas.

—No creo que sea necesario quitarse los zapatos —dijo mientras frotaba un antiséptico sobre el brazo del joven—. En cuanto al amigo tuyo, de acuerdo con sus palabras, saldrá si lo precisa sin que lo molestemos para nada. ¿Listo?

Roberto inclinó la cabeza afirmativamente y Seever apoyó la jeringa hipodérmica contra su brazo y empujó el émbolo. El muchacho clavó los ojos en la pared y esperó el informe del Cazador.

—Esto sólo es otra clase de molécula proteínica —fué la frase que captó después de una intensa espera—. Pregunta al doctor si debo consumirla o dejar que se incorpore a tu organismo.

Bob remitió el mensaje.

—Por lo que sabemos al respecto, no importa mayormente —contestó el médico—. En todo caso, me haría un favor eliminándola y luego podría explicarme qué acción tiene en tus tejidos. Creemos en si inocuidad. Bueno, es mejor dejar la siguiente para mañana; es preferible que vuelvas a reunirte con tu compañeros. ¡Y abre bien los ojos! Teroa no es el único sospechoso.

Los muchachos permanecían aún en el lugar de la construcción. Roberto no había sacado sus ojo del camino, para poder estar seguro de ello. Al montar en su bicicleta sintió una puntada en la pierna. Comprobó, divertido, que el doctor había olvidado enteramente el asunto de la herida. Por suerte el recorrido era breve y pronto observó, con satisfacción, que el botín obtenido se apilaba en un gran montón junto a las bicicletas de los muchachos. Colocó la suya entre ellas y fué en busca de sus camaradas.

Según todas las apariencias, los cuatro muchacho había hecho un alto temporalmente en la búsqueda de materiales. Habían escalado la pared que Roberto había visto construir en la ladera de la colina.

La mezcla ya había fraguado y ahora estaban preparando los moldes para las paredes laterales; los muchachos se inclinaban hacia abajo y miraban la lisa superficie de cemento. Roberto los alcanzó y supo que la atracción consistía en una cuadrilla de hombres atareados allí, en el fondo, provistos de uno aparatos peculiares. Todos llevaban puestas las máscaras para gases, pero reconocieron fácilmente al padre de Malmstrom. Una bomba a presión estaba conectada por medio de una tubería flexible a un cilindro cargado con un líquido que, a su vez, era alimentado por una manguera. Uno de los hombres desparramaba el líquido sobre el cemento y los otros lo seguían con matafuegos. Los muchachos tenían una vaga idea de lo que estaban haciendo; muchas de las bacterias usadas en los tanques producían substancias extremadamente corrosivas. El barniz aplicado a las paredes tenía por objeto proteger a los obreros contra este peligro.

Los muchachos, situados a unos treinta metros de la escena, recibieron, de pronto, una bocanada de esos vapores. Ninguno de ellos, ni siquiera el Cazador, percibió el riesgo que corrían; pero otros se dieron cuenta:

—Primero, un solazo como para tostarlos vivos y ahora esto. ¿Ya no les preocupa nada de lo que pueda sucederles?

El grupo se dió vuelta, sorprendido, y vió la elevada estatura del padre de Bob que se levantaba delante de ellos. Lo habían visto, también a él, ocupado, aparentemente, con el piso del tanque, pero ninguno había notado que se aproximara al grupo.

—¿Por qué creen ustedes que el señor Malmstrom y su cuadrilla usan máscaras? Lo mejor que pueden hacer es seguirme. A esa distancia estarán a salvo; no tiene sentido arriesgarse de esta manera.

Les dió la espalda y encabezó la marcha por el borde del muro. Los jóvenes marcharon detrás en silencio.

Al llegar al final de la sección terminada, el señor Kinnaird agitó una mano en dirección al lugar donde estaban desmoldando:

—Me encontraré con ustedes abajo dentro de unos minutos —dijo a los muchachos—. Voy a casa a buscar algo que necesito. Si tienen interés en cargar su botín en el jeep puedo ir con ustedes hasta la ensenada.

Contempló un instante a los muchachos que descendían velozmente la ladera y se encaminó por uno de los senderos diagonales en dirección a la base. Se puso la campera que se había quitado para mayor comodidad, y se dirigió hacia el punto que había señalado a los jóvenes, donde había dejado su jeep. Sólo su hijo se encontraba allí; los demás se habían adelantado para recoger los materiales. El señor Kinnaird se dirigió a la ensenada costeando la playa.

El cargamento se efectuó con gran rapidez; los muchachos lo esperaban con las manos llenas de pequeños fragmentos de hierro y el señor Kinnaird llevó lo más pesado de una sola brazada. Puso en marcha el motor y las cinco bicicletas siguieron al jeep. Los muchachos por supuesto, se lanzaron a toda carrera; como la distancia no era larga, no quedaron tan apartados en el momento de la llegada y el jeep no tuvo que esperar demasiado.

El señor Kinnaird, al ver que los chicos se quitaban los zapatos y arrollaban las piernas de sus pantalones, los imitó y cargando como antes, chapoteó detrás de ellos por la caleta rumbo al teatro de sus operaciones. Examinó el esqueleto de la embarcación, sugirió algunas ideas para la reconstrucción y se volvió por el mismo camino, manoteando y diciendo:

—Ya veo que se han rodeado de insectos para descorazonar a los voluntarios que desearan acompañarlos.

Los muchachos contestaron con chistes y comenzaron a trabajar.

Alternaban la tarea con la natación y durante una de esas zambullidas el Cazador aprendió por qué los seres humanos evitan a las aguavivas. En un momento dado, Roberto se descuidó y el huésped conoció el contacto íntimo de las irritantes células de la Coelenterata. Inmediatamente se interpuso para protegerlo, no porque creyese beneficioso que la presencia de estas criaturas permaneciese ignorada, sino por una reacción un tanto sentimental, al recordar los errores que había cometido el primer día de su llegada a la tierra. Quiso pagar el precio de la sabiduría adquirida.

A pesar de haberse producido diversas interrupciones, una gran parte del trabajo se concluyó en una hora, más o menos. Y entonces otro bote hizo su aparición, tripulado por Carlos Teroa, despertando el consiguiente interés del detective y su anfitrión.

—¡Hola, dormilón! —exclamó Rice saludando al recién llegado estrepitosamente y blandiendo una sierra a guisa de saludo—. ¿Echando un último vistazo de despedida?

Teroa lo miró con cara de pocos amigos:

—Es una lástima que seas un lengua larga —observó—. ¿Qué tal, muchachos — agregó después de un breve silencio—, otra vez atareados con el bote? Creía que ya lo habían dejado listo.

Cuatro vehementes pares de pulmones competían en relatar los últimos acontecimientos, mientras Rice se enfrascaba en el silencio. Cuando los narradores terminaron, el visitante lo miró sin dirigirle la palabra mientras la expresión de su rostro pasaba del fastidio a la diversión. Ninguna frase hubiera expresado con mayor fidelidad su pensamiento o hubiera conseguido que Rice se sintiera más estúpido. La relación se mantuvo tirante entre los dos durante la media hora que Teroa permaneció allí.

Mucha conversación y poco trabajo hubo durante esa media hora. Teroa se explayaba sobre sus provectos futuros con lujo de detalles, interrumpido de vez en cuando por las observaciones de Hay y de Colby. Roberto, molesto porque recordaba las intenciones del doctor, no hablaba casi: no hacía más que repetirse por lo bajo que, con ese plan, se procuraba favorecer a Teroa. Rice se había visto obligado a silenciar sus baterías desde el primer intercambio y el mismo Malmstrom estaba menos charlatán que de costumbre. Roberto atribuyó su laconismo a la impresión que debía causarle la próxima partida de su amigo, de quien era más íntimo que de cualquier otro de los camaradas. Como para confirmarlo, cuando Teroa desamarró su bote, Malmstrom, lo acompañó y pidió a Colby que le llevase la bicicleta hasta su casa desde el sitio en que la había dejado, entre la ensenada y el camino.

—Carlos dice que vayamos adonde está el lanchón y le pidamos que nos remolque hasta los campos de cultivo. Quiere ver a los muchachos del lanchón y volver luego a la colina del tanque y saludar a los compañeros de allá. Yo lo acompaño, y regresaré a casa caminando. Puede ser que llegue tarde.

Colby asintió y partieron los dos, remando con fuerza para salir de la laguna e interceptar el paso del lanchón basurero que efectuaba en esos momentos una de sus periódicas giras por los tanques. Los otros se quedaron mirando silenciosos.

—Resulta divertido despedirlo, pero es una lástima que se vaya —dijo Rice por fin—. Pero vendrá a vernos lo más a menudo que pueda. ¿Regresamos al bote?

Hubo un murmullo de aquiescencia, pero el entusiasmo por el trabajo se había disipado por el momento. Insistieron un rato todavía, nadaron otra vez, aserraron un par de tablones y, cosa extraña, sorprendieron a sus padres llegando a sus casas con bastante anticipación, antes de la hora de comer.

Roberto no se puso a estudiar después de la cena sino que volvió a salir. A su madre que, por costumbre, le preguntó adónde iba le contestó que «bajaba a la villa». Era verdad, en cierto modo, y no deseaba alarmar a sus padres informándoles que intentaba ver al doctor Seever. El médico no quería inocular la droga siguiente hasta el próximo día y Roberto, en realidad, nada especial tenía que contarle; pero estaba inquieto, sin saber exactamente por qué. El Cazador era un buen amigo digno de confianza, sin duda, pero no siempre era fácil conversar con él; y Roberto necesitaba hablar.

El doctor lo recibió ligeramente sorprendido.

—Buenas tardes, Roberto. ¿Te impacientas y quieres que experimentemos sin demora, o me traes algunas noticias? ¿O, simplemente, te sientes sociable? Sea lo que sea, bienvenido.

Cerró la puerta detrás de su joven visitante y le señaló una silla.

—No sé exactamente por qué he venido, doctor. Cuando mucho, lo sé relativamente. Es por la trampa que le vamos a tender a Carlitos. Tenemos las mejores intenciones y no le molestará permanentemente, pero me siento incómodo.

—Comprendo. No creas que a mí me agrada mucho: tengo que mentir y proceder a contrapelo; voy a dar un diagnóstico falso y te aseguro que preferiría equivocarme honestamente —sonrió oblicuamente Por otra parte, no veo alternativa y en lo más profundo de mí mismo reconozco que no obramos mal. Debes estar seguro de ello tú también.

—¿Y esto es todo lo que te preocupa?

—No sé, verdaderamente —fué la contestación pero no puedo decir de qué se trata. No puedo tranquilizarme.

—Bueno, lo encuentro bastante natural; te hallas envuelto en una situación de gran tensión, mayor aún que la mía, y te interpreto, por cierto. Pero es posible que, además, te preocupe algo importante que has visto y no puedes recordar; algo cuyo significado no captaste en aquel momento, pero que se relacionaba con nuestro problema. ¿Examinaste atentamente todo lo que ha ocurrido desde tu regreso?

—No sólo esto sino todo lo que ocurrió desde el otoño pasado.

—¿Has reflexionado sobre esto o lo has discutido con tu amigo?

—He reflexionado, principalmente.

—Sin embargo, a menudo hace bien hablar; eso nos obliga, muchas veces, a poner en orden nuestros pensamientos. Podríamos también comentar los casos de los amigos tuyos para ver si tuviste en cuenta todos los datos. Hemos concentrado nuestra atención sobre el joven Teroa casi exclusivamente, me parece, y en realidad toda su culpabilidad reside por el momento en haber dormido cerca del arrecife y haber presenciado tu accidente en el muelle. Además, ya contamos con un plan de acción para acapararlo. Señalamos también un punto a favor de Malmstrom cuando se lastimó con las espinas. ¿No se ha encontrado otro dato a su favor o en su descargo? ¿El no durmió nunca por ejemplo, cerca del arrecife?

—Todos nosotros estábamos durmiendo en la playa el día que llegó el Cazador, pero ahora me doy cuenta de que ese día faltaba el Petiso. De cualquier modo, no tiene importancia. También le he dicho a usted que encontramos aquella pieza de la nave; se hallaba a una milla de la playa y aunque el Cazador no afirma lo mismo, debe haberle llevado mucho tiempo a esa criatura llegar a tierra. Debe haber atracado bastante después.

Roberto hizo una pausa y prosiguió:

—Lo único que puedo agregar sobre el Petiso es que nos dejó y partió con Carlos esta tarde después de almorzar, siempre fueron muy amigos, de modo que no vimos nada extraño en su deseo de charlar con él antes de despedirse.

El doctor desenmarañó ese discurso y asintió:

—Bien, podríamos decir que lo que has averiguado acerca del joven Malmstrom no tiene consistencia o constituye, más bien, un punto a su favor. ¿Qué sabes del pelirrojo, de Ken Rice?

—Lo mismo que de los otros, con poca diferencia: que también frecuenta el arrecife y que también se hallaba en el muelle. Nunca lo vi lastimarse, aunque… ahora que lo pienso mejor, recuerdo que se golpeó malamente el pie con un peñasco, con una rama de coral. Llevaba sus zapatos gruesos —los que usamos siempre en el arrecife— de modo que no creo que se le haya producido tajo alguno. Y, seguramente, esta contusión tampoco tiene valor para nosotros; ni esto, ni los rasguñones del Petiso.

—¿Cuándo tuvo lugar este pequeño accidente? No lo habías mencionado hasta ahora.

—Fué en el arrecife, la vez que encontramos la caja del generador. Allí, en el mismo sitio; debería haberlo recordado antes…

Roberto refirió la aventura con todos sus detalles:

—Nos callamos la boca; para decir la verdad, estuvo muy cerca de ahogarse.

—Es un relato muy interesante. Cazador, ¿tendría inconveniente en exponer una vez más las razones que tiene para sospechar de las personas que han dormido en el arrecife exterior?

El forastero captó las miradas del doctor, pero se limitó a contestar estrictamente la pregunta formulada:

—Debe haber atracado en algún lugar del arrecife; no es presumible que pudiese penetrar en un ser humano que lo hubiese visto antes; y no creo que asediase a un huésped consciente y que penetrase en él sin su consentimiento porque su obsesión debía ser, en ese momento, ocultarse sin dejar el menor rastro. Físicamente estaba facultado para hacerlo y debía querer ejecutarlo dentro del mayor secreto. Aterrorizar al huésped no le importaría mucho, pero no le convenía que alguien tuviese el deseo y la posibilidad de notificar sus andanzas, a un médico especialista, por ejemplo. Supongo, doctor, que si una porción de gelatina se hubiese introducido bajo la piel de algún habitante de esta isla usted hubiera tardado muy poco en enterarse.

El doctor asintió:

—Es lo que yo pensaba. Pero se me ocurre, al mismo tiempo, que el joven Rice pudo ser invadido fácilmente sin tener conciencia de ello mientras su pie permanecía sujeto debajo del agua. Entre el susto, la excitación y el dolor producido por el peso del cascote sobre el pie, las sensaciones derivadas de un ataque como el que presumimos podrían haber pasado inadvertidas.

—Es perfectamente plausible —admitió el Cazador.

Roberto trasmitió este comentario, como había hecho con todos los demás y agregó una opinión personal:

—Si esta criatura penetró en el cuerpo del pelirrojo la tarde que presumimos, no estaría vinculada a los hechos que ocurrieron en el muelle unos minutos después. Primeramente, tardaría varios días para aclimatarse y poder asomarse al exterior, como ocurrió con el Cazador; y segundo, no tenía motivos para realizarlo, pues no creo que sospeche la presencia del Cazador dentro de mi organismo.

—Es posible, Roberto; pero lo sucedido en el muelle puede haber sido, en realidad, un accidente. Todas las peripecias que les están ocurriendo a ti y a tus amigos no pueden haber sido planeadas. Los conozco desde que vinieron al mundo y si alguno me hubiese comentado antes que ustedes la situación, hubiese declarado que las cosas que están sucediendo no me sorprendían en absoluto. Todos lo chicos de la isla se caen y se hacen tajos y contusiones todos los días; lo sabes tan bien como yo.

Bob tuvo que admitir este razonamiento.

—Ken hizo naufragar el bote esta vez —dijo— y no veo qué puede tener en común con nuestro problema.

—Tampoco yo, por el momento, pero lo recordaremos. Así que, en la actualidad, el joven Rice es quien concentra el mayor número de datos. ¿Qué hay de los demás? ¿De Norman Hay, por ejemplo? No se me borra de la cabeza desde que viniste a verme me hiciste aquel relato estrafalario.

—¿Qué piensa usted?

—Como tengo algo en el cerebro, ahora veo el motivo de tus averiguaciones acerca de los virus. Y se me ha ocurrido que Hay pudo tener motivos similares para consultarme; como recordarás, se llevó un de los libros que yo te hubiese prestado. Admito que su interés repentino por la biología pudo ser espontáneo, pero también pudiera haber disimulado, como tú. ¿Qué opinas?

Roberto hizo un movimiento afirmativo:

—Hay que meditarlo. Hay tenía muchas oportunidades de encontrarse con nuestro enemigo; a menudo estaba en el arrecife, ocupado en su acuario experimental. No sé hasta qué punto trabajaba desinteresadamente, pero todo puede ser. También se ofreció para investigar en mi compañía cuando imaginamos la probabilidad de descubrir gérmenes de enfermedad en su acuario.

El doctor alzó las cejas en señal de interrogación y Roberto se enfrascó en una prolija descripción de lo ocurrido.

—Roberto —dijo el médico después de escucharlo atentamente—, yo sabré más en materia de ciencia, pero reconozco que los datos registrados por tu memoria serían suficientes para esclarecer el problema si pudiese jerarquizarlos convenientemente. Lo que acabas de referir es endemoniadamente importante. Significaría, nada menos, que Norman está en comunicación con su huésped como tú lo estás con el Cazador. Lástima haberlo supuesto sin poner a prueba alguno de los factores decisivos. La criatura puede también haber fabricado una historia para conquistarse la simpatía de Hay.

Al llegar aquí se le cruzó al doctor Seever, por primera vez, el pensamiento de que el Cazador podía haber procedido de la misma manera; como Roberto, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para no dejarlo traslucir; y, como Roberto, resolvió comprobarlo en la primera ocasión.

—Me imagino que Norman, como los otros, andaba rondando el muelle ese día, así que tuvo las mismas oportunidades que los otros —prosiguió el doctor después de una pausa imperceptible—. ¿No recuerdas nada especial acerca de él, a favor o en contra? ¿Nada por el momento? Hugh Colby pertenece al grupo de ustedes y ya lo tenemos en cuenta; pero no olvidemos que hay muchos en la isla que trabajan o van en busca de entretenimiento al arrecife.

—Descontemos a los trabajadores —dijo Bob—, y a los más chicos porque nunca están en ese lado de la isla, por lo menos con la asiduidad que vamos nosotros. Bueno, convengamos en ello por el momento, y pensemos en Colby. Yo no lo conozco suficientemente, no creo haber cambiado con él más de dos palabras. Profesionalmente nunca se ha dirigido a mí y, exceptuando la vacuna, nada he tenido que hacer con él.

—Así es Hugh, en efecto —dijo Roberto—. Nosotros le hemos oído más de dos palabras, pero no muchas más. Es lacónico y se coloca siempre en segundo plano. Sin embargo, es rápido para pensar. Se ocupó de la cabeza del pelirrojo antes de que ninguno de nosotros se diera cuenta de lo sucedido. También se hallaba en el puerto, por supuesto, pero no recuerdo nada más acerca de él. Esto no me sorprende; suele pasar inadvertido, pero es una excelente persona.

—Entonces nos dedicaremos a Rice, a Hay, y más especialmente a Carlos Teroa. No sé hasta qué punto se han aliviado tus preocupaciones, pero yo he aprendido muchas cosas. Si recuerdas algún otro dato vuelve y charlaremos nuevamente. No creía que fuéramos a vernos otra vez hoy y ya hace varias horas que te coloqué la última inyección; es muy probable que ya se haya eliminado.¿No convendría que probáramos la siguiente?

Roberto aceptó de buen grado y el experimento se repitió en la misma forma. Los resultados fueron idénticos; solamente comentó el Cazador que la nueva droga era más «sabrosa» que la anterior.

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