CAPITULO 14 — ACCIDENTES

El domingo por la mañana los jóvenes se reunieron tal como lo habían planeado. Llevaban comida para pasar el día fuera de sus casas. Ocultaron la bicicletas, como de costumbre, y el grupo se dirigió a pie hasta el arroyo para buscar el bote; todos, con excepción de Bob, se colocaron sus trajes de baño.

A Bob no le convenía aún exponerse a los rayos del sol. Bob y Malmstrom empuñaron los remos y fueron bordeando la costa, en dirección al noroeste. Se detuvieron un instante junto al tanque de Hay, y probaron el agua que ahora no tenía diferencia con el agua de mar. Luego enfilaron la pequeña embarcación por el espacio que quedaba entre el islote y el extremo norte de la playa. Se vieron obligados a descender al final del pasaje, ya que el oleaje era demasiado intenso como para permitirles remar; bajaron al agua, que en ese momento les llegaba a las rodillas, y remolcaron el bote durante la media milla que les faltaba para llegar a la entrada. Allí volvieron a embarcarse y comenzaron la exploración del arrecife.

En ese lugar, el banco estaba mucho más cerca de la isla que en la sección norte y la laguna que formaba no llegaba a tener más que unos pocos centenares de metros de ancho y media milla de largo. Había pocos islotes y el arrecife estaba constituido, en su mayor parte, por un conglomerado de ramas coralíferas, que emergían sobre el agua sólo durante la baja marea, pero que bastaban para contener hasta los más fuertes oleajes.

En ese lugar era muy difícil conseguir un botín que pudiera interesar a los muchachos ya que todo lo que flotaba sobre el agua iba a parar dentro de un laberinto lleno de aristas y duro como el mármol.

Era imposible conducir el bote por allí y era necesario que alguno se bajara para remolcarlo calzando zapatos muy gruesos.

Bob, por supuesto, ya no seguía buscando indicios, pero Hay tenía una caja con algas y unos cuantos recipientes que esperaba llenar con especimenes destinados a su laguna. Los otros también tenían sus planes.

Ese paraje no estaba completamente inexplorado.

Otros jóvenes de la isla, que también tenían botes y no eran perezosos, solían llegar hasta allí por el camino más largo, pero seguramente concentraban su búsqueda en la parte este del arrecife. La jornada prometía ser muy provechosa y todos tenían un gran optimismo.

Se abrieron paso durante una milla a lo largo del arrecife. Hay tuvo una suerte singular. Sus tarros estaban llenos de agua de mar y de ejemplares variados y anunció a sus compañeros que se retiraría más temprano, para llevarlos a la laguna y poder colocar la tela metálica en su lugar. Los otros, naturalmente, querían continuar con el programa primitivo. Examinaron el problema mientras comían sobre uno de los poquísimos islotes que estaban cubiertos de arena y el resultado fue un empate. No continuaron la exploración y tampoco llevaron los ejemplares a la laguna.

La solución la dió involuntariamente Rice, quien se había parado sobre la proa del bote con el objeto de empujarlo y poder sacarlo del borde del banco de coral en que había quedado atascado. A ninguno se le ocurrió que era peligroso pararse en el mismo lugar en que la madera carcomida no había podido soportar el peso de un muchacho de catorce años.

Recordaron ese hecho cuando el pie izquierdo de Rice, luego de haberse oído un fuerte crujido, atravesó el tablón adyacente al nuevo; Rice se salvó de caer al agua, aferrándose rápidamente a la borda. Pero de nada le valió, pues en pocos segundos el bote se llenó de agua y todos fueron arrojados a la laguna. El agua les llegaba hasta la cintura.

En el primer momento se hallaban demasiado sorprendidos como para reaccionar. Luego Colby comenzó a reírse. Los demás, salvo Rice, se unieron a las carcajadas.

—Espero que ésta sea la última vez que alguien rompe el fondo del bote con su pie — dijo finalmente Hugh—. Menos mal que esto nos sucedió a poca distancia de la costa. No será difícil trasladarlo hasta allí.

Remolcaron el bote a uno o dos metros de la costa.

No había nada que discutir. Todos sabían nadar y todos tenían, además, experiencia con botes inundados y estaban seguros de que, aunque estuviera repleta de agua, la embarcación podía soportar perfectamente sus pesos si mantenían sus cuerpos debajo del agua. Comprobaron que la mayor parte dé su botín estaba a salvo —sólo Hay había perdido casi todos sus ejemplares— y volvieron a entrar al agua, atravesando la estrecha laguna en dirección a la isla principal. Cuando estuvieron lejos del arrecife y en aguas suficientemente profundas para nadar, se sacaron los zapatos y los colocaron en el bote. Cada uno de ellos se prendió de la borda con una mano y comenzaron a bracear con el otro brazo. No tuvieron ninguna dificultad a pesar de que alguno recordó, cuando se hallaban a la mitad de camino, que acababan de comer.

Cuando llegaron a la orilla se! produjo una nueva discusión. Esta vez tenían que decidir si dejaban en ese lugar el bote y luego volvían con la madera y las herramientas necesarias para arreglarlo o seguían remolcándolo hasta el arroyo. Cruzando el cerro, la distancia hasta las casas no era considerable, pero tenía el inconveniente de ser, en su mayor parte, un camino difícil de transitar a causa de la espesa vegetación; no era sencillo hacerlo llevando consigo un peso considerable. También podían traer las herramientas por la playa, pero ello implicaba tener que recorrer varios kilómetros de más. Como el día siguiente era lunes y tendrían que volver al colegio, decidieron finalmente llevar el bote hasta el arroyo ya que, de la otra manera, no bastaría un solo viaje.

Todavía les quedaba bastante tiempo. Antes de iniciar el regreso, arrastraron la embarcación hasta la orilla para examinar con mayores detalles el carácter de la avería. Era evidente que tendrían que reponer el tablón completo. La madera se había podrido alrededor de los tornillos que mantenían unido el piso a la sección lateral del bote próxima a la proa. Al rajarse entre ese punto y la primera barra transversal del piso, cedió al peso del joven, actuando como si fuera una trampa. Si Rice hubiera retirado su pie sin ningún cuidado, las dos maderas le hubieran desgarrado la pierna. Los muchachos opinaron que era una suerte que la embarcación fuera bastante pequeña y no llevara lastre.

Finalmente, decidieron examinar el bote y llegaron a la conclusión de que para dejarlo en perfectas condiciones casi sería necesario construirlo de nuevo. Además, antes de que pudiera hacerse a la mar era imprescindible realizar una compostura completa.

Bob sugirió:

—¿Por qué no lo dejamos aquí por ahora y vamos hasta el tanque nuevo?. Allí hay una gran cantidad de restos de madera. Podríamos tomar lo que necesitamos y llevarlo al arroyo. En cuanto al bote, podemos trasladarlo hasta allí esta noche o mañana.

—Eso implicaría un viaje adicional, ya que tendríamos que volver aquí —observó Malmstrom—. ¿Por qué no hacemos lo que hemos planeado y luego vamos al tanque?

—Además… no encontraremos a nadie en ese lugar —agregó Colby—. No sólo necesitamos restos de madera… y para tomar los trozos más grandes tendríamos que tener permiso.

Bob reconoció que su amigo tenía razón. Ya iba a dejar de lado su idea cuando Rice dijo:

—Lo que deberíamos hacer —dijo— es lo siguiente: la búsqueda de la madera adecuada nos llevará cierto tiempo. ¿Por qué no nos dividimos el trabajo? Uno o dos de nosotros podríamos ir al tanque, tal como dijo Bob; escoger el material necesario y apartarlo. Mientras tanto, los otros se ocuparán del bote. No será difícil de transportar. Mañana, después del colegio, vamos a pedir la madera que separamos y comenzaremos a trabajar sin pérdida de tiempo.

—Todo lo que dices está muy bien, pero ¿supones que será fácil que nos den toda la madera que necesitamos al mismo tiempo?. A veces resulta más conveniente pedir las cosas una a una —observó Hay.

—Podríamos hacer varias pilas de madera y pedírselas a distintas personas. ¿Quiénes irán al tanque y quiénes empujarán el bote?

Se decidió que Bob, y Norman se dirigirían de inmediato al lugar de la construcción, mientras los otros llevaban el bote hasta el arroyo. Ninguno tenía apuro en comenzar, pero después de un rato se pusieron a la tarea. Arrastraron el bote nuevamente hasta el agua para que flotara y los dos emisarios se encaminaron hacia el tanque. Rice iba adelante entonando el canto de los barqueros del Volga.

—Voy primero a casa a buscar mi bicicleta —dijo Norman—. Resultará más descansado de esa manera y, además, ahorraremos tiempo.

—Me parece muy bien —opinó Bob—. Perderemos un poco de tiempo al cruzar entre las malezas, pero luego lo recuperaremos con las bicicletas. Te esperaré junto al camino. ¿De acuerdo?

—Está bien… si es que llegas tú primero. Tu casa queda más cerca pero yo tengo un camino fácil. Iré por la playa y luego, cuando esté frente a mi casa, cortaré por adentro.

—Perfectamente.

Norman caminaba rápidamente por la playa en la misma dirección que habían tomado sus compañeros, a quienes alcanzó y dejó atrás en pocos minutos. Bob, en cambio, comenzó a escalar la ladera introduciéndose en la abigarrada masa de vegetación que días antes, le mostraba al cazador. Roberto conocía la isla tan bien como cualquiera de los muchachos que vivían allí todo el año, pero ninguno podía afirmar que conocía ese matorral. La mayor parte de las plantas crecían con extraordinaria rapidez y, para que un sendero permaneciera visible, era necesario usarlo constantemente. Los árboles grandes podrán haber constituido buenos puntos de referencia, pero las espinosas malezas impedían acercarse a ellos con facilidad. La única guía precisa era la inclinación del terreno; de ese modo, una persona podía seguir una línea de ascenso con la seguridad de que saldría de la selva en cualquier parte de la misma. Como Bob conocía la posición del lugar en que se encontraba, en relación con su casa, estaba seguro de salir al camino a pocos metros de su hogar, o aun exactamente, si tenía suerte encontrar el sendero que estuvo usando los días anteriores. Se internó entre los matorrales sin vacilar.

Al llegar a la cima se detuvo un momento, no porque sintiera necesidad de orientarse sino para recuperar el aliento. Más allá, abajo de la ladera, en el lugar donde debían encontrarse las casas, se divisaba una franja de tupida vegetación. Bob sé sorprendió y miró a ambos lados: el Cazador también se sobresaltó y se preparó para actuar. Por primera vez, durante su trayecto, Bob tuvo que arrodillarse y andar a gatas para abrirse paso. Resultaba más fácil desplazarse de esa manera, ya que los arbustos se volvían más espinosos a cierta altura del suelo. No obstante, la marcha distaba mucho de ser sencilla y muy pronto comenzó Bob a sentir el dolor de los rasguños. Iba el Cazador a reprocharle su obstinación en tomar el camino más difícil, cuando su atención fué atraída por algo que vió de soslayo, a través de los ojos de Bob.

Hacia su derecha se extendía una superficie que, si no fuera por las espinas, hubiera parecido una plantación de bambúes. Las plantas crecían muy erguidas y separadas entre sí. Como todos los ejemplares producidos durante los dos años de ensayos experimentales en la isla, estas plantas tenían espinas duras como el hierro y puntiagudas como agujas, que medían alrededor de una pulgada y media de longitud en las ramas principales y un poco menos en las ramas laterales, las cuales nacían a unos treinta centímetros del suelo. El objeto que atrajera la atención del Cazador se encontraba en el borde de ese macizo de vegetación. No podía saber exactamente de qué se trataba, ya que la imagen se formaba le fuera del campo visual de Bob; pero vio lo suficiente como para despertar su curiosidad.

—¡Bob! ¿Qué es eso?

El muchacho miró en esa dirección y ambos reconocieron inmediatamente la naturaleza de esa pila de objetos blancos. No era la primera vez que Bob veía algo semejante y el Cazador poseía abundantes conocimientos de biología como para saber lo que era. Bob se acercó rápidamente para contemplar el esqueleto que emergía, en parte, de la espesura.

—Esto es todo lo que queda de Tip —dijo lentamente el muchacho—. Dime, Cazador, ¿cuál crees que ha sido la causa de su muerte?

El Cazador no contestó inmediatamente, tan absorto estaba en el examen de los restos. La estructura ósea conservaba su posición originaria… hasta las uñas y el pequeño hueso que parecía corresponder al hioides de la lengua de su anfitrión. Aparentemente, el animal había muerto sin violencia, sin ser movido posteriormente.

—No parece haber sido devorado por un animal grande; ni siquiera de talla mediana — observó cuidadosamente el Cazador.

—Es probable. Las hormigas u otros insectos podrían haber limpiado los huesos después de su muerte, pero no existen en esta isla animales capaces de causarle la muerte. ¿Sabes lo que estoy pensando?

—No puedo leer en tu mente, a pesar de haber llegado a conocerte tanto como para predecir, en algunas ocasiones, tus actos. Sin embargo creo interpretar tu pensamiento. Admito que es perfectamente posible que el perro haya sido muerto y devorado por nuestro enemigo después de haber sido trasladado hasta aquí desde algún lugar de la playa. Pero te advierto que no logro descubrir por qué eligió este lugar para matarlo, supongo que debe haber pocos lugares peores que éste, en la isla, para conseguir un nuevo anfitrión. Además, el perro era alimento suficiente como para resistir varias semanas. ¿Por qué motivo se quedó aquí hasta consumirlo totalmente?

—Debido al pánico. Quizá se enteró de que ya estabas sobre su pista y quiso ocultarse en este lugar.

El Cazador no esperaba una respuesta tan rápida y tan aguda. Tenía que admitir que la sugestión de Bob era bastante aceptable. Antes de que el simbiota pudiera opinar. Bob tuvo otra idea.

—Examinando estos huesos ¿podría saber si el animal fue consumido por un ser de tú raza? Puedo tomar uno con la mano y sostenerlo todo el tiempo que haga falta, si necesitas introducirte en él. Hazlo, por favor. Es necesario verificarlo.

Bob levantó un fémur. Los huesos cercanos estaban apenas ligados a éste; podían verse en las articulaciones algunos restos de cartílagos. El joven lo apretó con fuerza para que el Cazador pudiera hacer el examen. Era la primera vez que se le presentaba la oportunidad de ver una parte del cuerpo del simbiota, pero resistió la tentación de abrir la mano. Por otra parte nada le hubiera servido, ya que el Cazador usaba filamentos muy finos para que pudieran pasar a través de los poros de la piel de Bob, y resultaban invisibles. La exploración duró varios minutos.

—Ya está. Puedes soltar el hueso.

—¿Descubriste algo?

—Muy poco. Pareciera que nuestro enemigo no fuera responsable. La médula de los huesos se ha descompuesto normalmente, lo mismo que la sangre y la materia orgánica restante. Sería difícil explicar por qué ha permanecido el tiempo suficiente como para consumir la mayor parte de la carne y ha dejado, en cambio, lo que he podido encontrar. Es probable que hayan intervenido las hormigas, como tú supiste.

—¿Pero no ha seguridad?

—No. Sería una coincidencia extraordinaria, pero si prefieres creer que nuestra llegada hizo huir al fugitivo antes de terminar su comida, no tengo razones para negar esa posibilidad.

—¿A dónde podría haber ido?

—Ya que insistes, te diré que su meta inmediata tendría que ser tu cuerpo; pero te garantizo que hasta el momento no ha intentado aproximarse.

Quizás porque ha pensado que tú estabas ocupándolo.

—Puede ser que en este momento esté desplazándose a gran velocidad a través de esta selva para escapar.

De se audible la voz del Cazador se hubiera percibido cierto cansancio en sus palabras. Bob sonrió y comenzó a descender por la ladera. Pero el detective observó que se mantenía cerca del borde del macizo de plantas que había llamado su atención.

Por más improbable que pudiera parecer una idea, Bob no iba a dejar de verificarla si le resultaba posible.

—Tu amigo debe estar esperándote.

—Ya lo sé. No demoraré mucho tiempo.

—Yo creía que pensabas dar una vuelta completa alrededor del matorral. Iba a advertirte que, si nuestras hipótesis son verdaderas, tú estás procurando caer en una trampa. No te pido que sea lógico pero al menos, deberías actuar consecuentemente.

—¿Dónde he leído esas palabras? —comentó Bob—. Sólo faltaría que comenzaras a darme clases de inglés. Se has escuchado mi conversación con Rice, debes darte cuenta de que vamos en dirección al arroyo y de allí al sendero que nos conducirá a mi casa. Ya sé que no es un camino directo, pero es seguro.

Bob dejó de hablar y se introdujo entre las plantas.

—Si hubiera un millón de seres como tú en esta isla, Cazador, nos veríamos sumamente beneficiados. Ustedes son tan inteligentes que ningún animal puede causarles daño.

—En lugares como éste, querrás decir —contestó el simbiota—. También tenemos pestes en nuestro planeta. Nos ocupamos de ellas cuando nos molestan demasiado o cuando tenemos otras cosas que hacer. Pero problema que nos ocupa ahora es más serio. Creo que tendremos que utilizar tu idea para examinar, por lo menos, al joven Teroa, durante las próximas noches.

Bob asintió pensativamente. Mientras avanzaban, iba pensando en los detalles de ese plan. Hacia la izquierda los matorrales ralearon y Bob pudo caminar nuevamente erguido en dirección al arroyo. A esa altura, el cauce tenía de medio metro de ancho; nacía en una vertiente que goteaba, muy cerca de la cima de la montaña y que se secaba ocasionalmente, cuando escaseaban las lluvias. Sin embargo las sequías eran muy raras y el arroyo había logrado cavar un lecho bastante profundo, sin extenderse demasiado; las raíces de la espesa vegetación evitaban el desmoronamiento de sus orillas; en vario lugares, arbustos caídos formaban puentes de lado a lado, y las orillas cubiertas de musgo descendían en pendiente hasta el borde del agua. Ocasionalmente árboles de mayor tamaño habían formado al caer saltos de agua. Pocos metros más arriba del lugar en que Bob y el Cazador se acercaron al arroyo había una de estas lagunas. El árbol que la originó había caído algunos años antes y la mayor parte de sus ramas había desparecido en ese suelo blando; las lluvias, los insectos y las lombrices contribuyeron en su medida en este proceso. El agua escapaba de la laguna por el costado por donde habían llegado Bob y el Cazador y había cavado profundamente la orilla en ese lugar; las ramas enterradas contribuían a agravar esta situación. Bob comenzó a seguir el curso del arroyo, a una prudente distancia de la orilla y, al apoyar el peso de su cuerpo sobre la piedra derecha el terreno cedió bruscamente. Bob cayó al suelo y sintió un fuerte golpe en el tobillo. Reaccionó suficientemente rápido como para sostenerse con sus manos y con la otra pierna, mientras la rodilla derecha se hundía en la tierra blanda.

Experimentó un terrible dolor en la pierna; al querer incorporarse lo interrumpió una apremiante observación del Cazador.

—Espera, Bob. ¡No muevas la pierna derecha!

—¿Qué pasó?. Me duele mucho.

—Ya lo sé. Te pido, por favor, que me dejes actuar para ayudarte. Te has herido malamente con una rama y si te mueves el daño será mayor.

El cazador tenía razón. Un delgado trozo de madera, enterrado casi verticalmente en el terreno, se había astillado en sentido transversal bajo el peso del cuerpo de Bob y el extremo roto se había introducido en su pantorrilla diez centímetros encima del tobillo, llegando hasta cerca de la rodilla. El tajo fue tan profundo que llegó hasta el hueso, seccionando una de las arterias principales. Si no hubiera recibido la ayuda del Cazador se habría desangrado antes de que alguna persona pudiera haberle prestado auxilio.

Pero Bob sólo perdió la sangre que quedó adherida al palo, ya que el Cazador intervino inmediatamente.

Tuvo que trabajar intensamente: obstruir las roturas del sistema circulatorio, destruir microorganismos que se habían introducido en la carne de su anfitrión y evitar que se produjera un shock. La tarea prometía ser muy difícil y el simbiota envió entonces tentáculos para explorar el terreno y verificar a qué profundidad estaba enterrado el palo en el suelo. Los resultados no fueron alentadores. Primero encontró agua; la rama se hundía, unos diez centímetros más abajo, en la tierra dura. A ese nivel estaba resquebrajada y presentaba agudos bordes.

Parecía que la rama hubiera estado profundamente afirmada y se hubiera quebrado con la presión, moviéndose ligeramente de lugar. De todos modos, no existía la posibilidad de arrancarla entera; al Cazador la faltaban fuerzas y Bob se encontraba inmovilizado, en una posición muy incómoda.

El simbiota quería ahorrarle a su anfitrión sufrimientos inútiles. Y como creía en el poder de la ignorancia, comenzó a explicarle la situación:

—Es la primera vez que me siento verdaderamente apenado por no poder suprimir tu dolor sin dañar tu sistema nervioso o, mejor dicho, sin arriesgarme a dañarlo. Tendrás que aguantar el sufrimiento. Ahora voy a separar el tejido muscular que ha quedado adherido al tronco para que puedas sacar tú pierna de ahí. Yo te iré diciendo cuándo y con qué intensidad debes tirar.

Bob estaba pálido, a pesar de que el Cazador trataba de mantener su presión sanguínea a un nivel normal.

—Estoy dispuesto a afrontar el riesgo, si es necesario —dijo el joven.

—Sólo lo haré como último recurso —contestó el Cazador—. No tienes que afligirte; si bien mi acción no producirá una alteración permanente en tu sistema nervioso, podría causar una inmovilidad momentánea de la pierna. Y yo no estoy capacitado para sacar tu pierna de este pozo sin tu ayuda.

—Muy bien. Procede entonces.

El Cazador comenzó a trabajar colocando la mayor parte de su masa corporal alrededor del palo astillado, para evitar ulteriores desgarramientos de la carne de su anfitrión. Centímetro a centímetro, con los labios apretados por el dolor, Bob retiró su pierna. Cuando el Cazador le avisaba, hacía el mayor esfuerzo y descansaba luego, hasta que recibía un nuevo aviso. Demoró varios minutos, pero finalmente lograron lo que se proponían.

Hasta el mismo Bob se sintió sorprendido al ver que la pierna de su pantalón sólo tenía manchas de barro. Iba a enrollársela para ver la herida, pero el Cazador lo detuvo.

—Más tarde. Ahora debes recostarte y descansar algunos minutos. Ya sé que no sientes esa necesidad, pero sería conveniente que lo hicieras.

Bob comprendió que el simbiota sabía lo que decía y le hizo caso. En una situación semejante, un desmayo hubiera sido inevitable, pues ante una herida de esa magnitud la fuerza de voluntad no cuenta.

Gracias al simbiota, Bob no sufrió desvanecimiento alguno. Después de recostarse obedientemente, Bob dejó correr sus pensamientos.

Los acontecimientos se habían sucedido con demasiada rapidez. Pero cada vez le resultaba más claro que los sucesos ocurridos durante la última media hora coincidían con fidelidad extraordinaria con las hipótesis que él y el Cazador habían estado discutiendo, casi en broma, pocos momentos antes.

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