CAPITULO 7 — EN CAMINO

El gran aeroplano los condujo desde Seattle hasta Honolulú, y de allí a Apia, donde trasbordaron a un avión más pequeño que los llevó a Tahití. Cuando llegaron a Papeete, veinticinco horas después de haber salido de Boston, Bob le mostró al Cazador el buque- tanque que hacía el recorrido entre las islas; en él deberían realizar la última etapa de su viaje. Era un vapor común de ese tipo y no parecía nuevo, según el Cazador, Dudo apreciar cuando volaron por encima del mismo. Dos horas después, Bob descendía del avión y, con su equipaje, se trasladó al puerto.

Una vez que se halló en el barco, el Cazador pudo observar algunos detalles del mismo. Era evidente que la nave había sido diseñada para cumplir la función de un buque de carga, ya que debía desarrollar escasa velocidad, con esa forma. Era bastante ancho y toda la sección central estaba ocupada por tanques cuyo nivel apenas sobrepasaba la superficie del agua. La proa y la popa se encontraban a mayor altura y estaban conectadas por medio de unos puentecillos metálicos que cruzaban por encima de los tanques. Bob subía y, bajaba las escaleras que conducían a la sala de máquinas. El Cazador sabía, por experiencia, que sería difícil impedir que el muchacho se apartara de las resbaladizas barandillas recubiertas de una capa de aceite y pensaba que algún día tendría que mandar una colección de huesos rotos al señor Kinnaird, padre.

—¡Hola, señor Teroa! —gritó Bob al subir al puente—. ¿Cree que podrá aguantarme un día entero?

El marinero se sonrió.

—Supongo que sí. Hay gente más molesta que tú, después de todo.

Bob abrió muy grandes los ojos, lleno de sorpresa. Luego prosiguió hablando en esa mezcla de francés y de dialectos polinesios que usan los isleños.

—¿Acaso ha llegado alguien que causa dificultades…? Usted debe presentarme a ese genio.

—Ya lo conoces… o, mejor dicho, los conoces. Carlos y Hay lograron meterse en el buque hace dos meses y se las arreglaron para no ser descubiertos hasta el momento en que no fuera posible ya deshacerse de ellos.

—¿Y por qué lo hicieron…? ¿Sólo por viajar? Cuando viajaron con usted, hace tiempo, conocieron todo lo que se podía conocer.

—Era más que eso. Carlos quería probar que podía ser útil y que era capaz de desempeñarse en un trabajo estable. Hay dijo que deseaba visitar el museo marino de Papeete sin que un montón de personas grandes le estén indicando qué es lo que debe mirar.

—No sabía que a Norman le interesaba la historia natural. Debe ser una afición muy reciente. Estuve cinco meses ausente… puede ser que durante este tiempo él haya comenzado a ocuparse de algo nuevo.

—Exactamente… Y cambiando de tema, no esperaba verte tan pronto de vuelta. ¿Qué pasó? ¿Te echaron de la escuela?

La pregunta, hecha con una mueca de desconfianza, ofendió al muchacho.

Bob gesticuló. No se había preocupado hasta el momento de inventar una historia que explicara su retiro del colegio, pero pensó acertadamente que si él mismo no había podido comprender los motivos del médico, no tenía nada de raro que no pudiera explicárselos a otras personas.

—El doctor del colegio dijo que me convenía volver a casa por un tiempo —replicó—. No me dió razones. A mí me parece que estoy bien… ¿Consiguió Carlos el trabajo que estaba buscando? —preguntó Bob. A pesar de que sabía la respuesta, tenía interés en cambiar el tema.

—Aunque parezca extraño, se desempeñaba bastante bien… pero no le digas esto, todavía —contestó el marinero—. Se ha convertido en un buen navegante, pero me parece que debo vigilarlo bastante; le gusta hacer piruetas peligrosas. Ya le llamé la atención al respecto y ahora se porta mejor. ¡Espero que, a pesar de lo que estoy contando, no se te ocurra meterte de polizón en un barco! —dijo Teroa, empujando amistosamente al joven en dirección a la popa donde se encontraban las pocas cabinas de pasajeros que había en el barco.

Bob había olvidado momentáneamente su problema principal. Se hallaba absorbido por el recuerdo de sus amigos y hacía conjeturas acerca de lo que habrían hecho durante su ausencia, ya que generalmente se escribían muy poco durante la época de clases. Aunque pasaba poco tiempo en la isla, Bob la consideraba su «hogar». Por el momento, sus pensamientos eran los de un muchacho de quince años, moderadamente nostálgico.

La pregunta del Cazador, proyectada contra el azul del puerto, mientras Bob se hallaba apoyado contra la barandilla de popa, no hubiera podido coincidir mejor con el estado de ánimo del muchacho. El simbiota había pensado afanosamente y llegó a una conclusión sobre su propia inteligencia; pero ésta no era realmente constructiva. Comprendió que no podría encontrar la pista de su enemigo antes de conseguir una buena cantidad de datos que le faltaban. Bob, seguramente, podría proporcionarle algunas informaciones.

—Bob, cuéntame más cosas acerca de la isla. Necesito conocer su tamaño, forma, el lugar donde habitan sus pobladores. Se me ocurre que nuestra tarea principal consistirá en reconstruir las acciones nuestro enemigo, en vez de tratar de localizarlo directamente. Cuando conozca más detalles, podremos decidir en qué lugares sería posible encontrar rastros.

—Por supuesto, Cazador.

Bob se hallaba muy bien predispuesto. Y prosiguió:

—Dibujaré un mapa; eso te aclarará más que las palabras. Creo que he traído algunos papeles entre mis cosas.

Se retiró de la barandilla, dirigiéndose hacia su cabina. Esta era una habitación pequeña en el castillo de popa. Allí había una litera; todo el equipaje de Bob estaba apilado en un rincón. Evidentemente, el barco no había sido concebido para pasajeros. Bob encontró un pedazo de papel bastante grande que podría servirle para sus propósitos y lo extendió sobre una valija. Comenzó a dibujar, mientras explicaba los detalles al Cazador.

La isla tenía forma de L mayúscula. El puerto se encontraba sobre el ángulo interior, de frente al norte. Los arrecifes que lo rodeaban tenían forma circular, de modo que la laguna que estos determinaban era muy ancha en la orilla que daba al norte.

Había dos aberturas principales en el arrecife; Bob dijo que la más occidental era la entrada que usaban generalmente los barcos, ya que había sido profundizada por extracción de los bancos de corales.

—Pero, de vez en cuando, tenemos que quitar algún banco coralífero del canal. También se podría pasar en barcos más pequeños, aunque nunca es posible descuidarse. La laguna es poco profunda; apenas tiene unos cuatro metros en la parte más honda. El agua siempre se mantiene caliente. Es por eso que los tanques se construyeron allí.

Roberto señaló algunos cuadraditos que había dibujado dentro de la laguna. El Cazador hubiera querido preguntarle para qué estaban allí esos tanques, pero decidió esperar a que Bob terminara de hablar.

—Aquí —dijo el muchacho señalando el recodo de la L— vive casi toda la gente de la isla. Es la parte más baja; el único lugar desde donde se puede ver de orilla a orilla. Allí hay unas treinta casas muy dispersas, con grandes jardines alrededor, de modo que están bastante alejadas unas de otras… Es algo muy distinto a las ciudades que has conocido.

—¿Allí viven ustedes?

—No —contestó Bob, dibujando con el lápiz una doble línea junto a la mayor parte del perímetro de la isla, cerca del borde de la laguna—. Este es el camino que va desde la casa de Norman Hay, próxima al límite noroeste, hasta los galpones de depósito que quedan hacia la mitad de la otra rama de la L. Ambas ramas poseen una cadena de montañas. La zona baja que te he señalado es una especie de valle. Varias familias viven también sobre las laderas septentrionales. La casa de Hay es la última, como te dije; bajando por el camino se pasa por la casa de Hugh Colby, por la del Petiso Malmstrom, la de Ken Rice y, por último, la mía. En realidad, esa parte de la isla está casi abandonada. Hay arbustos por todas partes, salvo alrededor de las casas, y es muy difícil limpiar esa zona. Por eso han empleado el otro extremo para los cultivos destinados a alimentar los tanques. Prácticamente vivimos en la selva. Casi es imposible ver el camino desde mi casa. Si tu amigo decidió probar suerte, escondiéndose allí, no creo que haya podido encontrar nunca un ser humano.

—¿Qué extensión tiene la isla? Tu mapa no tiene escala.

—La rama noroeste mide unas tres millas y media de longitud. La otra, alrededor de dos. Ese camino elevado que sale del puerto mide un cuarto de milla o algo más… quizá media milla. De allí sale otro camino pavimentado que lo conecta con la ruta principal, la cual llega casi hasta el centro del pueblo. Desde el empalme hasta mi casa hay una milla y media y, aproximadamente, la misma distancia al otro borde, donde vive Norman.

El lápiz se deslizaba desordenadamente sobre el papel mientras Roberto hablaba. Su entusiasmo crecía cada vez más.

El Cazador seguía las explicaciones con gran interés y pensó que había llegado el momento oportuno para preguntarle a Bob acerca de los tanques que mencionara tantas veces. El joven le contestó con detalles:

—Se llaman tanques de cultivos. Dentro de ellos hay pequeños organismos, gérmenes, que se alimentan prácticamente de cualquier cosa y producen aceite como desecho. Esa es la explicación de todo el negocio. Los desechos van directamente a los tanques y el aceite sube hacia la parte superior; de tanto, en tanto tienen que limpiar los residuos que quedan en el fondo. Es un trabajo asqueroso, verdaderamente. La gente se ha cansado va de protestar durante largos años por el peligro que significan los manantiales de ese aceite cuando salen al exterior. Cualquier enciclopedia dice que las luces que se ven irradiar de los pantanos son producidas por la descomposición de la materia orgánica contenida en los mismos. Alguien tuvo una idea genial quizá, al conectar entre sí algunos hechos. Los biólogos se dedicaron, entonces, a criar gérmenes especiales, capaces de producir aceites pesados, en vez de gases de pantano. Los desperdicios de toda la isla no alcanzan para alimentar los cinco grandes tanques, es por eso que necesitan recurrir a la vegetación del extremo noreste de la isla para alimentarlos. Los residuos industriales vuelven a la tierra y sirven como fertilizantes. Hay otra razón, aparte de la regularidad del suelo, por la cual se emplea solamente esa zona: es su lejanía de las viviendas. Cuando el residuo está fresco despide muy mal olor. Los tanques grandes están conectados al embarcadero por medio de cañerías especiales; de ese modo, no es necesario transportar el aceite a través de la isla; también hay lanchones de carga para transportar el fertilizante.

—¿No vive gente en la ladera sur de las montanas?

—No. Del lado donde vivimos nosotros soplan vientos muy fuertes y, periódicamente, eso ocasiona graves inconvenientes. Quizá te toque ver un huracán mientras estés aquí. Por otra parte, en la zona industrial es imposible vivir.

El Cazador no hizo comentarios al respecto. Pero le quedó una magnífica impresión — gracias a su mayor conocimiento de la biología— acerca de la principal industria de la isla, aunque no estaba todavía muy seguro de la utilidad de estos conocimientos. Por las apasionadas descripciones que había hecho Bob de las correrías de otrora, conocía a fondo las escolleras exteriores y todos sus intrincados rincones y se sentía capaz de orientarse solo por allí.

Cuando volvieron a subir a cubierta, se distinguía a sus espaldas el pico más elevado de Tahití. Bob apenas se detuvo para contemplarlo; se introdujo en la primera escotilla que encontró y descendió a la sala de máquinas. Había un solo hombre de guardia; al ver al muchacho se acercó al teléfono, como si fuera a solicitar ayuda; luego desistió, sonriendo.

—¿Otra vez por aquí? Anda con cuidado… si no tendré que librarte de algún enredo en las máquinas. ¿Acaso no has visto ya todo lo que hay por aquí?

—No. Nunca se termina de mirar.

Bob obedeció sin embargo al marinero y se limitó a devorar con la vista los aparatos, desde lejos. El podía comprender el mecanismo de algunos; el encargado de máquinas le explicó el funcionamiento de otros. Al desvanecerse el misterio que los envolvía al principio, también disminuyó el interés del joven, quien comenzó nuevamente a rondar de un lado a otro. En ese momento llegó otro hombre de la tripulación para inspeccionar, como de costumbre, y revisar las junturas y las pérdidas de combustible. Bob seguía observándolo todo con atención. Sabía lo suficiente como para prestar alguna ayuda y varias veces tuvo que hacer mandados durante el viaje. Ahora, mientras el tripulante trabajaba en los ejes, él se encontró sin vigilancia en las inmediaciones de la cámara de bombas.

El Cazador —cosa extraña— no advirtió plenamente el peligro de la situación. El estaba acostumbrado a ver máquinas menos voluminosas, cuyas partes en movimiento — si las tenían— se hallaban perfectamente protegidas. Vió el tiro de la chimenea, casi sin protección, y los engranajes, pero no pensó que podían resultar peligrosos hasta que oyó unos agudos gritos. En el mismo instante, Bob retiró bruscamente su mano y el Cazador, con la misma intensidad que su anfitrión, sintió un dolor intensísimo cuando el aceite caliente rozó la piel del muchacho. En la semioscuridad, el hombre había avanzado un poco más de lo necesario, llegando a rozar con la aceitera una de las máquinas. El violento tirón le hizo apretar la válvula de la aceitera, con lo cual dejó caer una cantidad excesiva de lubricante en la juntura que estaba revisando. El aceite caliente se extendió sobre su piel, con los dolorosos resultados consiguientes.

El marinero abandonó la posición en que se encontraba, dando salida a sus sensaciones dolorosas. El aceite lo había quemado en varios lugares. Cuando vió a Bob, pensó en seguida en el muchacho.

—¿Te lastimaste, criatura? —preguntó ansiosamente.

Suponía lo que sucedería si Bob se hubiera accidentado mientras estaba en su compañía. Le habían dado órdenes estrictas sobre lo que el muchacho podía o no hacer.

Bob también tenía buenas razones para no desear sufrir inconvenientes en el lugar en que se hallaba.

Sostuvo la mano quemada con la mayor naturalidad posible y replicó:

—No, estoy bien. ¿Qué le sucedió a usted? ¿Puedo ayudarlo?

—En el botiquín hay una pomada para las quemaduras. Me duele bastante, aunque no creo que me haya quemado seriamente. No vale la pena molestar a nadie.

Bob sonrió comprensivamente y fué a buscar el ungüento. Mientras lo traía, antes de dárselo al marinero, se colocó un poco del medicamento sobre sus propias quemaduras; pero, de pronto, tuvo un pensamiento que lo frenó en su decisión.

Siguió muy preocupado mientras ayudaba al marinero a curar sus heridas; tan pronto como pudo, salió de la sala de máquinas en dirección a su camarote. Tenía algo que preguntar y, a medida que el dolor se hacía más intenso, su urgencia aumentaba.

—¡Cazador! —exclamó, cuando se convenció de que no había nadie cerca—. Pensé que tú eras capaz de protegerme contra un accidente de este tipo. La cicatriz del brazo ya está casi cerrada…

—Todo lo que hice en aquel caso fué evitar la hemorragia y destruir las bacterias infecciosas —replicó el Cazador—. Para interrumpir el dolor hubiera tenido que cortar los nervios… Las quemaduras no son como las heridas comunes.

—Entonces, ¿por qué no los cortas? ¡Esto me duele demasiado!

—Ya te he dicho que no haré voluntariamente nada que pueda dañarte. Las células nerviosas se regeneran muy lentamente y, algunas veces, se pierden. Tú necesitas poseer una sensibilidad. El dolor es un aviso natural.

—¿Para qué preciso sentir dolor si tú puedes curar las heridas comunes?

—Tú debes evitar esas heridas. Yo no las curo… simplemente, detengo la infección y la pérdida de sangre, como te dije. No tengo poderes mágicos, aunque a ti te parezca lo contrario. Puedo impedir la formación de ampollas sobre la quemadura, bloqueando la salida del plasma; de ese modo, el dolor disminuye notablemente. No puedo hacer nada más. Haré todo lo posible para que sientas el dolor; necesitas algo que te haga ser más cuidadoso. Creía que no se presentaría nunca la oportunidad de decirte estas cosas, pero es preciso que insista en que tú debes tener en tus actividades cotidianas el mismo cuidado que tendrías si yo no estuviera aquí; quieres comportarte como una persona que ignora todas las reglamentaciones del tránsito porque alguien le ha garantizado un servicio gratis. ¡Yo no puedo ofrecerte tanto!

Había algo que el Cazador hizo pero que no quería mencionar. La quemadura es la herida que, con más facilidad puede ocasionar un shock. En tal caso, las grandes arterias abdominales se distienden, haciendo descender la presión sanguínea. La persona palidece, pierde temperatura y, a menudo, la conciencia. El Cazador sintió que estos fenómenos empezarían inmediatamente después del accidente; entonces, contrajo las arterias, del mismo modo que lo había hecho antes con los músculos de Bob. Esta vez, administró la presión con intermitencias, sincronizando las contracciones con el latido del corazón de Bob—, de ese modo, su joven amigo ni siquiera llegó a sentir la náusea, que es uno de los primeros síntomas del shock. Hizo esto, al mismo tiempo que soldó con su propia sustancia el tejido quemado, a fin de evitar la pérdida de plasma. Tampoco mencionó este detalle al muchacho.

Era la primera vez que se producía una discusión entre el simbiota y su anfitrión. Afortunadamente, Bob tenía suficiente sentido común como para comprender las razones que sustentaban los juicios del Cazador, y bastante autocontrol como para ocultar el leve fastidio que le produjo la negativa del Cazador. Por lo menos, se dijo a sí mismo, nada grave le ocurriría.

Pero esto le hizo revisar su decisión de compartir su vida con el Cazador. Se había imaginado que todo el tiempo que durara la búsqueda sería tan hermoso como estar en el Paraíso. Si bien ya conocía lo que eran las pequeñas heridas y accidentes, resfríos y otras molestias semejantes, hubiera preferido que nada de esto perturbara su felicidad. Varias veces pensó en preguntar al Cazador qué podía hacerse con plagas tales como los mosquitos y las moscas de la arena, pero ahora prefería callar. Era necesario esperar y ver qué sucedía.

La noche fué muy tranquila. Bob aprovechaba bien su libertad. Permaneció hasta muy tarde en el puente, por momentos observaba silenciosamente el mar; de tanto en tanto conversaba con el hombre que manejaba el timón. Alrededor de la medianoche se fué hacia la popa. Allí se quedó unos instantes, apoyado contra la barandilla, mirando la luminosa estela que dejaba el barco sobre el agua y pensando en el parecido que podría existir entre el ritmo inviolado del océano y el planeta en el cual debía realizar su persecución el Cazador. Finalmente, se fué a dormir.

Durante la noche el viento sopló con fuerza y, cuando Bob se despertó a la mañana siguiente, el mar estaba bastante encrespado. El Cazador tuvo oportunidad de investigar las causas y la naturaleza de los mareos producidos por el movimiento de las olas, pero llegó a la conclusión de que le sería imposible hacer nada en ese sentido sin alterar el equilibrio de su anfitrión. Felizmente para Bob, el viento disminuyó pocas horas después y el oleaje se calmó; el barco sólo había llegado a rozar el límite de la zona tormentosa.

Pronto olvidó Roberto su malestar, pues volvió a mezclarse con los hombres de la tripulación en animada charla. Sabía que su isla sería visible poco después del mediodía. La segunda mitad de la mañana la pasó, prácticamente, trasladándose desde el puente a la proa, fijando su mirada hacia adelante, por encima de las elevadas olas, tratando de ver cuanto antes a su familia, amigos y… de percibir el peligro, a pesar de que no valoró exactamente esto último.

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