CAPITULO 4 — EL MENSAJE

Dos días después que el Cazador se hubo decidido a entrar en acción, se le presentó la primera oportunidad. Era un sábado por la noche. Esa tarde, el cuadro del colegio había salido ganador en un partido de hockey. Bob resultó ileso, con gran sorpresa del Cazador, quien se sentía bastante aliviado por esta causa y se atribuía parte de la gloria. El triunfo de su colegio y el suyo propio fué estímulo suficiente para que el muchacho resolviera escribir una carta a sus padres. Después de cenar fué a su habitación su compañero de pieza había salido y escribió una larga carta con lujo de detalles acerca de lo acontecimientos de ese día. Lo hizo rápidamente y con gran seguridad. En ningún momento se detuvo para releer lo escrito, lo que puso impaciente al Cazador; cuando terminó la carta y la colocó dentro de sobre, recordó que tenía que escribir una composición de inglés para entregar el próximo lunes. Como los demás estudiantes, nunca acostumbraba preparar sus deberes con tanta anticipación pero estaba instalado frente a la máquina y el partido de hockey le proporcionaba un tema interesante para la composición, colocó un papel en blanco en la máquina y escribió el título su nombre y, la fecha.

Luego se detuvo para pensar.

El Cazador no perdió más tiempo. Con varios días de anticipación había decidido cuál sería su primer mensaje. La primera letra se encontraba precisamente bajo el dedo mayor de la mano izquierda del muchacho. La malla de tejido «protector» que movía el músculo correspondiente se contrajo con tanta fuerza que el movimiento parecía originado por el tendón que controlaba dicho dedo. El dedo empujo la tecla que bajó hasta mitad de su profundidad.

La contracción no había sido suficiente como para levantar el tipo y modificar su posición de reposo.

El Cazador sabía que, en comparación con el de un músculo humano, su esfuerzo resultaba muy débil, pero no pensó que lo fuera a tal extremo; cuando Bob movía las teclas parecía realizar la operación sin ningún esfuerzo. Desplazó una mayor cantidad de su masa hacia el lugar donde, con la malla «protectora», trataba de imitar el funcionamiento de un pequeño músculo. Lo intentó innumerables veces, obteniendo siempre el mismo resultado: la tecla sólo llegaba a moverse imperceptiblemente.

Lo que estaba sucediendo atrajo la atención de Bob. Otras veces había experimentado cierto temblor muscular como consecuencia de haber realizado un esfuerzo considerable, pero en este caso era distinto. Retiró la mano izquierda del teclado, pero el Cazador desplazó rápidamente su atención hacia la otra mano. Su control, que al comienzo era muy rudimentario, fué ganando pericia y rapidez. Los dedos de la mano derecha de Roberto se retorcieron nerviosamente. El joven los miraba aterrorizado.

Estaba más o menos acostumbrado a la idea de que en cualquier momento podría sufrir un accidente, como cualquier jugador de hockey; pero esto, que parecía un desorden de tipo nervioso, quebrantaba su moral.

Apretó ambos puños con fuerza. El temblor cesó y el muchacho experimentó un gran alivio. El Cazador sabía que nunca podría enfrentar con éxito a un adversario que le opusiera sus propios músculos.

Sin embargo, cuando los puños se aflojaron prudentemente un rato después, el detective hizo otro intento. Esta vez fué en los músculos del brazo y del pecho: pensó que de ese modo conseguiría que las manos del joven volvieran a posarse sobre el teclado. Bob, semidesmayado de susto, se levantó bruscamente, empujando la silla contra la cama de su compañero de pieza. El Cazador podía depositar mayor cantidad de su sustancia corporal alrededor de los músculos de mayor tamaño. La contracción involuntaria que acababa de efectuar había sido perceptible para el muchacho. Bob se hallaba muy afligido. Permanecía inmóvil, tratando de tomar una decisión.

Era obligatorio informar acerca de todos los accidentes y enfermedades a la enfermería del colegio. Si Roberto se hubiera lastimado no hubiera vacilado en cumplir la orden, pero le parecía vergonzoso presentarse allí diciendo que tenía desórdenes nerviosos; la idea de ir a la enfermería y explicar lo que le sucedía le repugnaba. Finalmente, decidió no pensar más en ello con la esperanza de que las cosas anduvieran mejor en la mañana siguiente. Apartó la mI quina de escribir, tomó un libro y se sentó, decidid a leer. Al principio se sentía bastante incómodo pero, a medida que pasaban los minutos y no volví a experimentar ninguna irregularidad, se calmó. Pudo entonces concentrarse en la lectura. Su creciente paz mental no fué, sin embargo, compartida por su insospechado acompañante.

El Cazador se disgustó muchísimo cuando Bob apartó la máquina de escribir. Pero no tenía intenciones de renunciar a su intento. Por lo menos ahora estaba seguro de que podía llamar la atención del muchacho sin causarle un daño físico; aunque con el método empleado había logrado producir una perturbación tan manifiesta, que el extranjero consideró más conveniente cambiar de táctica. Tal vez de ese modo podría igualmente comunicarse sin causar tanto desconcierto a su anfitrión. Si bien el Cazador poseía algunos conocimientos rudimentarios acerca de la psicología peculiar de las razas que estaba habituado a frecuentar, estaba seguro de que no podría encontrar las razones de la perturbación que acababa de sufrir su nuevo anfitrión.

Su raza había convivido con otras durante centenares de generaciones y los problemas que se originaban al comienzo de estas relaciones habían sido olvidados, del mismo modo que el hombre ha olvidado los detalles que determinaron su descubrimiento del fuego. Actualmente, los seres de esas otras razas crecían con la esperanza de poder encontrar un compañero de la raza del Cazador antes de pasar la adolescencia. Por todas estas razones, el Cazador no podía darse cuenta de cómo reaccionaría una persona que no se hubiera desarrollado en tal ambiente.

Atribuyó, pues, la reacción de Bob al método que había empleado, en vez de pensar en la interferencia provocada por su presencia. Hizo entonces lo peor que podía hacer: esperó a que su anfitrión se repusiera del shock producido por el primer ensayo luego, sin perder un instante, volvió a intentarlo.

Esta vez dirigió su acción hacia las cuerdas vocales de Bob. Estas poseían una estructura similar a las que ya conocía y el Cazador podía alterar mecánicamente su tensión, de la misma forma que había procedido con los músculos. No esperaba, por cierto hacerle articular palabras, eso hubiera requerido un control del diafragma, lengua, mandíbula y labios, además de las cuerdas vocales, y el simbiota comprendía perfectamente este hecho; pero si podía tirar de la cuerda vocal en el momento en que el muchacho exhalaba el aire de los pulmones, conseguiría, al menos, producir algún sonido. Como sólo le resultaba posible realizar esta operación intermitentemente, no podría enviar un mensaje articulado. Pero se le acababa de ocurrir algo para demostrarle al joven que las perturbaciones eran producidas en forma deliberada.

Por medio de sonidos podría representar números y transmitir series: uno al cuadrado dos al cuadrado, etcétera. A nadie, con toda seguridad, al escuchar sonidos distribuidos de tal manera se le ocurriría pensar que se originaban naturalmente. El muchacho volvió a tranquilizarse; estaba completamente absorbido en lo que leía y respiraba lenta y profundamente.

El Cazador fué mucho más lejos de lo que cualquier ser humano, al tanto de los hechos, hubiera podido imaginar. Estaba Bob terminando de bostezar cuando comenzó la interrupción que le impidió seguir controlando su propia respiración. El Cazador se encontraba muy atareado, tratando de producir una serie de cuatro graznidos, después de haber conseguido que el muchacho lanzara ya dos sonidos extraños. Roberto contenía la respiración. Una expresión de terror oscurecía su rostro. Hacía todo lo posible para respirar con cuidado y muy lentamente, pero el Cazador, completamente absorbido en su trabajo, continuaba su serena operación. Tardó varios segundos en advertir que su huésped volvía a sufrir intensamente una perturbación emocional.

Su propio sistema emocional se distendió al comprobar este hecho. Al reparar en que su anfitrión se sentía traspasado de pánico, comenzó a pensar en una nueva forma de «comunicación». Así, ideó un método que consistía en suprimir parcialmente la luz de las retinas del muchacho, de modo que aparecieran dibujadas ante sus ojos las letras del alfabeto inglés. En esos momentos, Roberto Kinnaird corría desesperado por el pasillo, después de dejar su habitación, en dirección a la enfermería. Bob se abalanzó hacia la escalera que estaba casi a oscuras.

Los resultados de la interferencia visual no llegaron a la mente del Cazador sino en el preciso instante en que Bob perdió pie, rodando escaleras abajo a pesar de sus esfuerzos para tomarse de la barandilla.

El simbiota recobró rápidamente su sentido del deber. Antes de que el cuerpo del joven chocara con un obstáculo, va había afianzado con todas sus fuerzas todas las articulaciones y tendones, para evitar una fractura o torcedura de serias consecuencias.

Cuando un travesaño metálico de la escalera que estaba levantado le desgarró el brazo, desde la muñeca hasta el codo, el Cazador trabajó con tanta eficiencia, que casi no perdió ni una gota de sangre.

Bob sintió el dolor y miró la herida que se mantenía cerrada gracias a una película invisible de tejido no humano y pensó que no era más que un rasguño.

Cuando llegó al pie de la escalera, se levantó, dirigiéndose al dispensario. Al llegar se sintió mejor y más tranquilo, ya que el Cazador había decidido al fin interrumpir sus esfuerzos para que el muchacho advirtiera su presencia.

En el colegio no había un médico permanente, pero en cambio podía hallarse a todas horas una enfermera atendiendo el dispensario. Esta poco pudo comprender de la descripción que le hiciera Roberto de sus síntomas nerviosos y le recomendó volver al día siguiente, a la hora de consulta de uno de los doctores que visitaban normalmente el colegio. No obstante, examinó la herida del brazo.

—Ya se ha coagulado la sangre —le dijo al muchacho—. Debería haber venido mucho antes, aunque, de todos modos, no creo que hubiera podido hacer gran cosa en este caso.

—Me lastimé hace cinco minutos —fué la respuesta—. Me caí en la escalera mientras corría hacia aquí para consultar acerca de los otros síntomas. Hubiera sido imposible llegar antes. Pero si ya se ha cerrado la herida, no me preocupa entonces.

La señorita Rand levantó levemente las cejas. Había trabajado como enfermera en distintos colegios durante quince años y estaba segura de haber oído ya todos los cuentos posibles en cuestión de falsas enfermedades. Lo que más le preocupaba ahora era que el muchacho parecía no tener razón alguna para mentir; entonces llegó a la conclusión, en contra de su experiencia profesional, de que Roberto estaba, probablemente, diciendo la verdad.

Sabía que, en algunas personas, la sangre se coagula con relativa rapidez. Miró más detenidamente herida del brazo. Sí, parecía reciente. Estaba cubierta por una capa oscura y brillante de sangre endurecida. Raspó suavemente con el dedo y se sorprendió al sentir, no la superficie seca y lisa que esperaba, sino el desagradable contacto con una materia viscosa.

El Cazador no era ducho aún en leer en la mente de los demás y no podía prever un movimiento semejante. Aunque lo hubiera previsto, no le habría sido posible retirar su carne de la herida de Roberto, abandonándola en esas condiciones. Tardarían varias horas, quizá uno o dos días, en cerrarse los bordes de la herida. Sólo entonces estaría Roberto preparado para defenderse sin su ayuda. Debía, pues, seguir firme en su puesto aunque de ese modo se traicionara.

A través de los ojos de su anfitrión observó con cierta intranquilidad a la señorita Rand en el momento en que retiraba bruscamente la mano y se acercaba para mirar con mayor detenimiento el brazo lastimado. Esta vez, pudo ver la película transparente, casi invisible, que cubría la herida. Entonces llegó a una conclusión completamente natural pero errónea. Decidió que la herida no era reciente, como afirmaba Roberto; que éste se la había curado con la primera sustancia que encontrara a mano —quizá goma para aeromodelismo— y no quería que el hecho se descubriera, pues contravenía las leyes del colegio.

Estaba cometiendo una seria injusticia con el muchacho, ya que no tenía medios de comprobar su hipótesis. Tuvo sin embargo el tino suficiente como para no acusarlo directamente, y sin decir una palabra tomó una botellita de alcohol, empapó una gasa en él y comenzó a eliminar la sustancia extraña.

Sólo porque carecía de cuerdas vocales pudo permanecer silencioso el Cazador. Si las hubiera tendido habría emitido agudos gemidos de angustia. No poseía una epidermis verdadera y las células de su cuerpo que rodeaban la herida de su compañero, estaban indefensas contra la acción deshidratante del alcohol. Bastante daño le había causado recibir la acción directa del sol; el alcohol le producía un efecto semejante al que el ácido sulfúrico produce a los seres humanos. Las células exteriores murieron instantáneamente; al resecarse, tomaron el aspecto de un polvo de color pardo que hubiera podido recogerse para ser sometido a un análisis, que sin duda habría interesado enormemente a la enfermera.

No había tiempo para ello. El intenso dolor había a hecho que el Cazador suspendiera su control «muscular» sobre la herida de Roberto. La enfermera vió de pronto un largo tajo de más de veinte centímetros de largo y una pulgada de profundidad en la parte central, que comenzó a sangrar copiosamente. Ella estaba casi tan sorprendida como Roberto. Inmediatamente aplicó compresas y vendas sobre la herida. Cuando logró detener la hemorragia fué hasta el teléfono.

Roberto Kinnaird se acostó muy tarde esa noche.

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