CAPITULO 17 — EL ARGUMENTO

El miércoles por la mañana Roberto partió hacia la escuela más temprano y recibió otra inyección, antes de entrar en ella. Ignoraba en qué momento se presentaría Teroa en busca de sus municiones y prefería no encontrarse con él; se demoró, pues, lo menos que pudo en el consultorio del doctor. La jornada escolar transcurrió como de costumbre —al terminar las clases, los muchachos decidieron postergar su trabajo en el bote y visitar una vez más el nuevo tanque. Malmstrom no los acompañó—, se apartó de ellos, sin mayores explicaciones, y Bob lo vió alejarse con gran curiosidad. Sintió la tentación de seguirlo pero no encontró ninguna excusa aceptable; se propuso entonces observar a Rice y a Hay, que encabezaban la lista de los sospechosos.

La construcción, al parecer, no avanzaba rápidamente. Las grandes paredes de hormigón no sólo no se apoyaban en la ladera, sino que, además, el piso del tanque estaba emplazado a unos cinco metros de la base de la colina. Esto obligaba a utilizar soportes de mayor longitud que los previamente calculados y era preciso, entonces, efectuar los empalmes necesarios. Además, debido a la inclinación de la ladera, cada soporte tenía una longitud diferente; y el señor Kinnaird se veía obligado a desplegar una gran energía y una constante actividad. Y se lo veía permanentemente en movimiento, dirigiéndose de uno a otro lado, llevando una regla en una de sus manos y sacando del bolsillo a cada instante una cinta para medir. Desde una pila de materiales, pesados tablones eran trasladados al pie del muro. Roberto, indiferente a las astillas, y Colby, provisto de un par de guantes de trabajo, prestaban ayuda. Hay y Rice alzaron unas llaves inglesas y el persuasivo pelirrojo obtuvo permiso para ajustar las tuercas del furgón que conducía la mezcla desde las máquinas hasta lo alto de la colina donde realizaban el emplazamiento de los moldes. Estos furgones se deslizaban sobre unos andamios y una gran parte de su recorrido transcurría a gran distancia de la tierra firme. Ninguno de los dos muchachos era sensible al vértigo y como algunos de los obreros eran propensos a sufrirlo, se dejaron reemplazar con agrado. El andamiaje era suficientemente sólido como para que el peligro de una caída quedase reducido a un mínimo.

El revestimiento de la pared que miraba al sur no había concluido aún y no se permitió a los jóvenes amigos que intervinieran en esta actividad; solamente se autorizó a Roberto para que fuese hasta el muelle en busca de una mayor cantidad de fluido protector. Este material debía mantenerse lejos del teatro de acción por su propiedad de polimerizarse a la temperatura ordinaria, aun en presencia del inhibidor. La reserva se almacenaba en una cámara refrigeradora próxima a la diminuta planta de cracking. El trayecto duró apenas dos o tres minutos, pero el muchacho tuvo que esperar cerca de media hora hasta que el recipiente que llevaba fuese limpiado a fondo y vuelto a llenar; el residuo que podía quedar del contenido anterior originaría inconvenientes. No se conocía solvente alguno capaz de removerlo, una vez endurecido; se disolvería el metal del tambor antes de llegar a quitarlo.

Cuando regresó al tanque, Rice había descendido de las alturas; ahora estaba lo más abajo que se podía llegar y llevaba postes para apuntalar los soportes. Le preguntó por qué había cambiado de ocupación y su rostro tomó una expresión divertida.

—Se me escapó una tuerca y casi lastimé a mi padre —explicó—; entonces me exigió que bajara antes de cometer un homicidio. Estuvo amonestándome casi todo el tiempo que faltaste. Me intimó a que bajara aquí o me mandase a mudar. ¡Quisiera sabe qué me va a decir si se afloja algún tornillo!

—Sería mejor que los afirmaras un poco. Esto es demasiado peligroso como para que resulte gracioso.

—Tienes toda la razón.

Rice dejó de dar vueltas y empezó a hincar la cuñas. Roberto miró en su derredor en busca de algo que le interesara. Sostuvo durante un rato el extremo de la cinta de medir que manejaba su padre, recibió la formal prohibición de acarrear las bolsas de cemento que pesaban algo más de cincuenta kilogramos y se instaló, por fin, en la cima de una escalera de mano midiendo con un instrumento especial el nivel de las distintas secciones, antes de que la mezcla quedase definitivamente fraguada. Era un trabajo suficientemente importante como para que pudiera sentirse satisfecho consigo mismo; fácil, nada cansador y a salvo de peligros, de modo que su padre lo dejaría en paz.

Se hallaba entregado a su tarea desde hacía bastante tiempo cuando recordó que no había ido a ver al doctor, a la salida del colegio, para la prueba siguiente. Y ahora estaba como clavado allí, en la punta de esa escalera; como les sucede a muchos conspiradores, sean cuales fueren sus motivos, se creía en la obligación de dar cuenta de sus movimientos. Permanecía, sin embargo, atendiendo su trabajo, tratando de encontrar un pretexto para partir sin despertar la curiosidad de los presentes. Los obreros podrían ignorarlo, pero sus amigos lo advertirían en seguida; y aun en el caso de que estuviesen distraídos, estaba todo ese enjambre de gente que iba y venía y que querrían saber adónde se dirigía. Esto, al menos, era lo que Roberto se imaginaba.

Sus meditaciones se vieron interrumpidas por Colby, quien, trabajando aún en uno de los andamios, había llegado a un tramo situado encima de su cabeza.

—Mira, ahí viene Carlos, solo. Creía que el Petiso había ido a verlo.

Roberto miró hacia el camino que se extendía al pie de la colina y comprobó que Hugh no se había equivocado. Teroa se acercaba lentamente, en dirección al tanque; era difícil apreciar la expresión de su cara a tanta distancia, pero Roberto tuvo la certeza, observando su aspecto distraído, negligente, de que había estado con el doctor. Su propia expresión adquirió un rictus que denotaba su tensión y sintió un sobresalto de su conciencia; su primer impulso fué bajar de la escalera y escapar, pero logró contenerse y permaneció a la expectativa sin cambiar de posición.

Ahora Teroa estaba cerca y se lo veía con claridad. Su rostro se mostraba totalmente inexpresivo, lo que ofrecía un contraste muy grande con su habitual expresión de buen humor. Contestó con indiferencia los saludos que le dirigían los muchachitos más jóvenes, que lo envidiaban. Dos o tres obreros observaron algo raro en él, más callaron discretamente. Pero si algo faltaba en el vocabulario de Kenneth Rice era precisamente la palabra tacto.

Este muchacho se hallaba exactamente a treinta metros más abajo de donde estaba ubicada la escalera de Roberto. Aún clavaba postes y se ayudaba con el furgón que había, por fin, reparado; éste parecía ridículamente grande junto a su conductor, que era de corta estatura para su edad.

Rice levantó la cabeza al aproximarse Teroa y gritó:

—¡Hola, Carlitos! ¿Ya tienes todo listo para el viaje?

Carlos no se inmutó y respondió con una voz desprovista de inflexiones:

—No me voy.

—¿No había suficientes cuchetas a bordo?

Era ésta una broma inoportuna y Rice se arrepintió inmediatamente de haberla formulado porque aunque aturdido, era un buen amigo y tenía buen corazón. Pero no se disculpó, no tuvo oportunidad de hacerlo.

Roberto no se había equivocado, Teroa acababa de ver al doctor Seever. El muchacho había esperado el nombramiento durante meses; durante una semana había preparado su partida y, lo que era peor, se lo había anunciado a medio mundo. La prescripción de doctor de esperar por lo menos el viaje siguiente le había producido un fuerte golpe. No descubría las razones para semejante postergación, lo que no era demasiado de extrañar. Había caminado, abatido durante más de una hora, desde que saliera del consultorio hasta que sus pasos inciertos lo habían conducido al emplazamiento de la construcción. Es posible que en estado consciente hubiese evitado esta concentración de obreros y muchachos. No se hallaba, por cierto, en el mejor estado de ánimo para actuar en sociedad; cuanto más meditaba sobre esto, más injusta le parecía la orden del doctor y más furioso se ponía. La broma de Kenny Rice resultó cruel.

Carlos no se detuvo un minuto para pensar. Estaba a un metro o dos de Rice cuando este lo interpeló y reaccionó de inmediato: saltó y embistió.

El muchacho bajito era de reacciones rápidas y logró evitar un golpe serio. Teroa había puesto todo su vigor en este primer puñetazo. Rice dió un paso atrás, soltó sus herramientas y se puso en guardia. Teroa, desconcertado al verse pegando en el aire, se recobró en seguida y curvándose nuevamente atacó con ambos puños; y su contrincante, bloqueado por los moldes que formaban una barrera a sus espaldas, se defendió.

El obrero que trabajaba ayudado por Rice no había tenido tiempo para intervenir a causa de lo inesperado de la reacción; Roberto estaba demasiado lejos de ellos y lo mismo los demás trabajadores, quienes se hallaban de ese lado del tanque; Colby carecía de medios para descender con rapidez de sus andamios. La pelea se desarrollaba con la mayor violencia. Rice primeramente se mantuvo a la defensiva, pero en cuanto los primeros golpes de Teroa dieron sólidamente sobre sus costillas, no se contuvo más y desde ese momento en adelante sus puñetazos apuntaron decididamente al adversario.

El otro muchacho tenía tres años más, le llevaba una cabeza de ventaja y lógicamente, su peso era mayor; estos factores debían influir, forzosamente, en el resultado final. Ninguno de los beligerantes era un boxeador consumado; no obstante, algunos puñetazos efectivos dieron en el blanco. La mayor parte provenían de Teroa, quien encontraba el rostro de su compañero a un nivel muy accesible; pero sus propias costillas soportaban un ataque incesante y por lo menos una vez, el mayor de los jóvenes trastabilló ante un golpe recibido en el plexo solar.

Involuntariamente, Teroa se replegó y protegió con los antebrazos la región vulnerable. Este fué el momento en que la lucha alcanzó, para Rice, el máximo de intensidad. No lo premeditó y no estaba acostumbrado a pelear, pero si se hubiese entrenado durante años en el ring no hubiese reaccionado más rápida y más correctamente. Como los brazos de Teroa se bajaron por un momento, el puño izquierdo de Rice se lanzó rudamente hacia adelante impulsado por los músculos de sus hombros, de la cintura y de sus piernas fortalecidos por el remo y la natación, alcanzando de lleno la nariz de su contrario. Fué un magnífico puñetazo y Rice, que no tenía mayores motivos para alegrarse o envanecerse de la pelea, lo recordó siempre con satisfacción. Y fué su única satisfacción. Teroa recuperó el aliento, recuperó su guardia y también su equilibrio y pudo responder con un golpe tan bien colocado que puso a prueba las condiciones de la guardia de Rice. Fué la última del match. El obrero del furgón había salido de su estupefacción y corrió a rodear a Teroa con sus brazos, por detrás. Roberto descendió de la escalera, irrumpió en escena e hizo lo mismo con Rice. Ninguno de los combatientes procuró zafarse; esta rápida intromisión les había dado resuello. Aprovechando la pausa forzosa avaluaron la situación y los dos ofrecieron sus rostros semi avergonzados —o lo que podía verse de sus rostros— ante una muchedumbre que continuaba acrecentándose.

Los chicos, que formaban la mayor parte del público, aplaudían a los dos contrincantes sin discriminación; pero las personas mayores que se abrían camino entre los pequeños espectadores no demostraban el mismo entusiasmo. El señor Rice, entre ellos, denotaba en su rostro algo que habría removido los más recónditos sentimientos de rectitud de su hijo.

El hijo, por su parte, no ofrecía un espectáculo muy agradable a la vista. Las contusiones comenzaban a teñirse de un color violáceo subido, que formaba un brillante contraste con la tonalidad rojiza de sus cabellos, mientras la nariz sangraba copiosamente. Las magulladuras del adversario estaban en su mayor parte ocultas por la camisa, pero él también ostentaba una nariz hemorrágica que hablaba a favor de la habilidad boxística de Rice. Rice, el adulto, de pie ante su retoño, lo miró largamente en silencio ante la muchedumbre expectante que apagaba sordamente los últimos comentarios. Nada más lejos de su ánimo que hacer saber a algún otro lo que bullía en su mente, con excepción del destinatario. Después de unos minutos dijo, simplemente:

—Kenneth, es mejor que te laves la cara y las manchas más visibles de la camisa antes de presentarte ante tu madre. Hablaremos luego.

Se dió vuelta:

—Carlos, si vas con él y sigues el mismo consejo, sabré apreciarlo. Tengo el mayor interés en conocer la causa de todo este desquicio.

Los jóvenes no replicaron, pero se dirigieron hacia la laguna, sintiéndose ahora arrepentidos. Bob, Norman y Hugh los siguieron. Bob y Hugh habían preámbulos del combate, pero no tenían la intención de hablar ni una palabra hasta que los actores principales hubieran decidido lo que los había que decir.

El señor Kinnaird conocía suficientemente a su hijo y a sus amigos como para adivinarlo, por eso se mantuvo sereno mientras caminaba alrededor del tanque, acercándose a los espectadores del incidente.

—Tengo en el jeep un pan de jabón les dijo; si alguno de ustedes me hace el favor de llevar esta cuchilla circular al aserradero voy a traerlo. —Sopesó el instrumento que tenía en sus manos y se lo alcanzó a Colby quien, inadvertido, se apartó automáticamente hacia un costado. Pero éste se recobró al instante, introdujo un dedo en el hueco que había en el centro del filoso acero y se encaminó hacia lo en alto de la colina mientras el señor Kinnaird doblaba la esquina en dirección a su coche. Los muchachos aceptaron el jabón con agradecimiento, particularmente Rice, que había estado imaginando la reacción de su madre si veía las manchas de sangre de su camisa.

Media hora después imaginaba su reacción cuando viera sus ojos rodeados de un círculo negro. Sus dientes continuaban milagrosamente adheridos a las encías, pero Norman y Roberto, que le prestaban los primeros auxilios, estaban de acuerdo en que pasaría bastante tiempo antes de que la gente dejara de preguntarle qué le había pasado. Bajo ese aspecto…Teroa se hallaba en mejores condiciones; su rostro había recibido un solo impacto y la hinchazón desaparecería en un par de días.

Toda animosidad se había desvanecido entre los combatientes; mientras se limpiaban y curaban las heridas se pedían mutuamente disculpas. Hasta Norman y Roberto se divertían al verlos descender amistosamente al encuentro del señor Rice.

Hay comentó, finalmente:

—Le dijimos al Pelirrojo que se la había buscado.

Espero que todo esto no lo perjudique demasiado. Los curiosos tardarán en olvidar el espectáculo, desgraciadamente.

Roberto coincidía:

—Le salió mal la intromisión. Y el pobre Carlos parecía tan apabullado.

—Yo no oí el cambio de palabras. ¿Así que Carlos no se embarca? ¡Qué fastidiado estará!

Roberto pensó que era preferible ignorar lo acaecido.

—Las cosas pasaron demasiado rápido —dijo— no hubo tiempo para explicaciones. Y no me, parece bien tocar el tema por ahora. ¿Volvemos y esperamos?

—¿Para qué?. Además, mi acuario está sin enrejado, todavía. He perdido mucho tiempo con nuestro bote. ¿Vayamos, más bien, a ocuparnos de esto? No necesitamos el bote, por el momento; mi enrejado ya está hecho y ahora podemos nadar desde la playa.

—Roberto dudaba. Prefería ir al consultorio y ponerse otra inyección —aunque no era demasiado optimista y más bien esperaba un fracaso—, pero no sabía cómo hacer para desembarazarse de su amigo sin despertar sus sospechas.

—¿Qué hay de Hugh? —preguntó—. Fué a entregar la cuchilla al aserradero y no regresó todavía. Quizá tenga ganas de venir con nosotros.

—Habrá encontrado algo que hacer por allá arriba. Si no quieres acompañarme al acuario, iré solo. ¿Tienes algún compromiso?

—Acabo de acordarme de algo. Es mejor que me ocupe de ello.

—Perfectamente. Te veré luego.

Hay descendió por el camino, detrás de los protagonistas de la pelea que aún se hallaban al alcance de la vista, sin echar una sola mirada hacia atrás; Roberto, en cambio, desconfiando de los otros, se dirigió por la costa hacia el muelle principal. Caminaba despacio, reflexionando; pero no profería una palabra y el Cazador se guardaba de molestarlo. O, quizá, se entregaba a sus propios pensamientos.

Contornearon la ruta que pasaba delante de la casa de Teroa y en esa esquina doblaron para ir a reunirse con el médico. Aquí sus planes sufrieron una interrupción: el doctor había dejado aviso de que se hallaba ausente por motivos profesionales.

La puerta nunca estaba cerrada con llave y Roberto lo sabía. Después de considerarlo un momento, la abrió y se introdujo en el consultorio. El podía esperar y el doctor estaba moralmente obligado a volver sin tardanza. Estaban, además, los libros que no había estudiado y podían ser de gran interés y utilidad para él. Recorrió los estantes de la biblioteca escogió algunos títulos prometedores y se preparo para la lectura.

La ocupación no era nada sencilla: se veía ante una acumulación de términos técnicos para uso de profesionales. Roberto no tenía nada de estúpido; carecía, simplemente, de los conocimientos indispensables para interpretar la mayor parte de lo que allí se decía. Su mente fantaseaba y se iba lejos de lo que el material impreso le brindaba.

Naturalmente, sus pensamientos convergían en los inusitados acontecimientos de esa tarde. Muchos de ellos tenían que ver con su problema. No le había preguntado formalmente al Cazador cuáles eran sus conclusiones después de la noche transcurrida y qué opinaba de las fuertes sospechas que él y Seever abrigaban sobre Hay y Rice. Aprovechó la ocasión para interrogarlo.

—He evitado criticar tus esfuerzos —replicó el Cazador—, ya que considero que debes tener razones para llegar a esas conclusiones. Prefiero no decirte lo que pienso de Rice y Hay, ni de los otros muchachos; tú podrías desmoralizarte si tus ideas no coinciden con las mías y, en tal caso, tendrías derecho a pensar que debo arreglármelas solo.

Hablaba en forma indirecta, pero Bob sospechó que el simbiota no estaba de acuerdo con sus ideas. No podía darse cuenta por qué diferían, ya que el razonamiento lógico seguido —por el doctor y por él parecía correcto; pero tenía, por otra parte, la seguridad de que el Cazador conocía la criatura que se hallaban buscando, con mucha más profundidad que ellos, aunque pasaran sus vidas dedicados a aprender todo lo relacionado con la raza del simbiota.

—¿Dónde estaría el error?. En realidad, no habían extraído verdaderas conclusiones… ellos conocían sus limitaciones y sólo hablaron de probabilidades. Si el Cazador hacía objeciones a las mismas, sería porque estaba ya seguro de algunas cosas.

—No tengo ninguna seguridad —fué la respuesta, cuando Bob expuso sus conjeturas al detective.

Bob se echó hacia atrás en el asiento para seguir pensando. Su meditación fué fructífera, ero esta vez no pudo comunicarle sus ideas al Cazador pues oyó los pases del doctor en el porche de la entrada. Bob se levantó. Estaba muy nervioso. Apenas el doctor atravesó la puerta, le dijo:

—¡Puede permitirle a Carlos viajar mañana! Además, creo que también podemos descartar al Pelirrojo.

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