CAPITULO 8 — ESCENARIO

Aunque la isla era considerada «elevada», según la terminología local —es decir, que las montañas submarinas formadoras de su base se proyectaban por encima de la superficie del mar y emergían apenas, como otras, para servir de soporte a una superestructura coralina—, su punto más alto se encontraba sólo a unos noventa pies por encima del nivel del mar; ya el buque se hallaba muy próximo a la isla y, sin embargo, Bob todavía no podía señalar nada a su huésped invisible. El Cazador, reconociendo finalmente el escenario en que se iba a desarrollar su cacería, consideró necesario llamar la atención del muchacho.

—Bob —le dijo—, comprendo que te guste mirar todo esto, pero hasta el momento no podemos ver nada interesante. Desembarcaremos dentro de dos horas. Si no te opones, me gustaría examinar nuevamente tu mapa.

A pesar de que el simbiota no poseía medios especiales para expresar sus sentimientos por medio de la escritura, Bob captó la seriedad de sus palabras.

—Muy bien, Cazador —contestó, dirigiéndose hacía la cabina en donde había dejado el mapa.

Cuando la gran hoja de papel estuvo extendida frente a ellos, el detective planteó de lleno la cuestión.

—Bob, ¿ya has pensado en qué forma capturaremos a nuestro enemigo? Hasta ahora no he contestado nunca tu pregunta.

—Me parecía muy raro que no me contestaras. Ustedes son tan extraños… para mí…, pensé que podrías localizarlo por el olfato, o algo semejante.

—Por supuesto, te resultará imposible verlo… si es igual que tú. ¿No posees algún aparato para localizarlo?

—¡Qué cosas se te ocurren! No tengo ningún aparato. Estamos en tu planeta. ¿Qué harías tú?

Bob reflexionó unos instantes.

—Si tú te introduces dentro de un cuerpo, supongo que estás en condiciones de descubrir otro ser de tu especie que se halle dentro del mismo cuerpo.

Más que una afirmación, esa frase era una pregunta. El Cazador respondió con el breve signo que Bob había aprendido a interpretar como respuesta afirmativa.

—¿Cuánto tiempo requiere una búsqueda semejante? ¿Puedes introducirte dentro del cuerpo de una persona mientras yo le estoy dando la mano? Contéstame.

—No. Necesito algunos minutos para penetrar en cuerpos como los de ustedes sin que adviertan mi presencia. Los poros de la piel humana son grande:, pero mi cuerpo es mayor aún. Si retirases la mano en el momento en que me encontrara parcialmente en ambos cuerpos, se produciría una situación muy difícil. Podría retirarme completamente de tu cuerpo; en ese caso, si trabajara durante la noche, cuando la gente duerme, creo que podría investigar toda la isla en cierto tiempo. No es un método muy veloz, por supuesto. Tiene además el inconveniente de que, en el momento de encontrar a mi congénere, me encontraría en circunstancias sumamente embarazosas. Es verdad que, de todos modos, la comprobación final tiene que ser frente a frente, pero quisiera saber qué clase de terreno estoy pisando antes de comenzar la investigación. Es por eso que necesito conocer tus ideas al respecto.

—Yo no conozco ninguno de los métodos que ustedes emplean generalmente —dijo Bob, con lentitud—. Y en este momento no puedo imaginar ninguna forma de identificar las personas que tu enemigo habría elegido como anfitriones; pero podemos, en cambio, seguir su pista desde el momento del desembarco y hacer conjeturas acerca de los individuos que él puede haber encontrado en ese momento. ¿Eso es posible?

—Con una salvedad, sí. Nosotros podemos reconstruir su movimiento posible. Lo más probable es que actualmente no encontremos ningún rastro real, pero podría yo decirte, con bastante exactitud, lo que él haría en una situación determinada. Por supuesto, necesito conocer una infinidad de datos acerca de dicha situación: todo lo que tú puedas decirme, y todo lo que yo mismo pueda ver.

—Ya comprendo —contestó Bob—. Muy bien; tendremos que comenzar desde el momento en que él llegó a la isla… si es que llegó alguna vez. ¿Te parece?

—Será preciso comenzar desde más atrás. Antes de tener una hipótesis sobre el lugar de desembarco, debemos tratar de ubicar el lugar donde se produjo el choque. ¿Podrías señalarme en el mapa el lugar exacto donde yo te encontré a ti?

Bob asintió. Señaló con su dedo un punto en el papel. En el extremo noroeste de la isla —la rama más larga de la L— el terreno se estrechaba hasta terminar en punta; desde allí se extendía el arrecife, primero hacia el norte y luego doblaba hacia el este, descendiendo por fin al sur. Así quedaba formada la laguna. Bob señalaba el borde occidental de este punto.

—Esta —dijo— es la única playa verdadera que hay en toda la isla. Allí la costa no está protegida por el arrecife. Como podrás ver, a pocos cientos de metros al sur comienza nuevamente el arrecife. Ese es el lugar que mis amigos y yo preferimos. Allí nos bañábamos aquel día que tú llegaste. Me acuerdo muy bien del tiburón.

—Muy bien —dijo el Cazador—. Hasta poco tiempo antes de penetrar en la atmósfera terrestre. Yo lo perseguía por medio de un control automático, hallándome a pocos metros de su línea de vuelo. Cuando advertí la cercanía del planeta, traté de retroceder, pero ya no fué posible. Aun teniendo en cuenta la perturbación que la atmósfera pudiera haber causado en la dirección de los aparatos, no creo que hayamos aterrizado a una distancia mayor de una o dos millas. Podría comprobarlo; yo lo observaba por medio del largavista de proa que sólo tiene un campo visual de diez grados. Además, yo debo haber aterrizado a corta distancia de la costa. ¿Sabes cuánto aumenta la profundidad de las aguas a medida que uno se aleja de la isla?

—No conozco el dato exactamente, pero sé que la profundidad es considerable. Los barcos grandes pueden llegar muy cerca del acantilado.

—Eso es lo que me imaginaba; yo aterricé en aguas poco profundas. El se estrelló dentro de un radio de dos millas, más o menos, a partir de ese punto. Y, prosiguiendo con este razonamiento, pueden eliminarse aún algunas posibilidades. Estoy seguro de que no aterrizó directamente sobre la tierra; por medio de mis instrumentos, pude ver cuando se hundía después de la colisión inicial. Estoy igualmente seguro de que no cayó en la laguna, ya que, según lo que tú dices, es muy poco profunda, y en ese caso tendría que haber alcanzado instantáneamente el fondo. Me arriesgo a suponer que, por lo menos, cayó en un lugar en que el agua mide unos cincuenta pies de profundidad. Podríamos actuar, pues, partiendo de la hipótesis de que él aterrizó dentro de un semicírculo de dos millas de diámetro al oeste de la isla, con el centro a pocos metros de la costa. Admito que no puedo tener una certeza absoluta y que todo esto es muy difícil de probar, pero siempre puede servir como punto de partida. ¿Se te ocurren otras ideas?

—Preguntas, solamente. ¿Cuánto tiempo puede haber demorado para llegar hasta la costa?

—Si tuvo tanta suerte como yo, le bastaron pocas horas. Si el lugar era muy profundo, con menos oxígeno que el que yo disponía y un cuidado mayor que el mío, puede haber pasado días, semanas quizá errando por el fondo hasta llegar a la costa. Yo mismo no hubiera nunca atacado al tiburón ni tampoco me hubiera aventurado a nadar sin estar completamente seguro de que me hallaba próximo a la costa.

—¿Cómo puedes suponer que tomó la dirección exacta? Quizá todavía está arrastrándose por ahí.

—Quizá… Sin embargo, la tormenta de aquella noche debe haberle ayudado a determinar la dirección del oleaje, tal como hice yo; además, si el declive del fondo es tan brusco como tú afirmas, podría haberle dado otra clave para su problema. En realidad, yo no creo que eso haya constituido un problema para él. Pero, como sabemos que es un cobarde, también se puede suponer que ha permanecido bastante tiempo entre los restos de su nave antes de atreverse a salir de allí.

—Quiere decir que, antes que nada, tendremos que explorar el arrecife, aproximadamente una milla a cada lado de la costa para buscar sus rastros. ¿Es así? Y si encontráramos sus huellas… ¿qué crees que hizo después de tocar tierra? ¿Lo mismo que tú?

—Lo que dijiste primero es exacto. En cuanto a tu pregunta, depende… Sin duda, debe haber sentido deseos de encontrar un anfitrión lo más rápidamente posible; pero es muy difícil decir si se limitó a esperar su llegada en el mismo lugar, o si se lanzó a buscarlo él mismo. Si descubrió allí algunas estructuras artificiales, lo más probable es que se haya dirigido hacia ellas, esperando que los seres inteligentes que las construyeron llegasen de un momento a otro. Es algo que puede predecirse exactamente. Por eso te dije que si conociera todas las circunstancias que lo rodearon, podría predecir sus acciones.

Bob movió lentamente la cabeza, tratando de comprender lo que le decía el Cazador. Finalmente preguntó:

—¿Qué clase de rastros esperas encontrar en la playa? ¿Qué haríamos en el caso de que no encontráramos sus huellas?

—No lo sé.

Los métodos no le parecían a Bob muy promisorios. El esperaba que su huésped aportaría alguna técnica suplementaria de su propia ciencia. De pronto, tuvo una idea.

—¡Cazador! ¡Acaba de ocurrírseme algo! ¿Re cuerdas que aquel día que te introdujiste en mi cuerpo yo estaba dormido?

El simbiota expresó asentimiento.

—Entonces, ¿el otro individuo no puede haber hecho lo mismo? No podría introducirse de otra manera dentro de una persona, sin ser visto. Me dijiste que tardaste varios minutos para penetrar a través de mi piel. Aunque tu congénere no haya tenido en cuenta los sentimientos o la salud de su anfitrión seguramente ha deseado pasar igualmente inadvertido. Entonces nuestra investigación se reduciría aún más si averiguara qué personas han dormido cerca del agua en los últimos meses. No hay casa junto al mar. La de Norm Hay es la más próxima y no creo que haya mucha gente que vaya a hacer picnics como el que nosotros hicimos aquel día. ¿Qué me dices de esto?

—Lo que tú opinas es razonable. Vale la pena ensayarlo, pero… recuerda que no existe un solo lugar de la isla donde el simbiota no haya podido llegar, disponiendo de suficiente tiempo. Todas las personas duermen: unas en un momento, otras en otro… No hay duda de que los que han estado durmiendo alguna vez cerca de la playa deben ser considerados, como tú dices, sospechosos.

Una variación en el ritmo de los motores del barco interrumpió el silencio que siguió a esta observación Bob fué a cubierta y reparó en que el buque había disminuido de velocidad y estaba girando para poder entrar en el canal oeste. Luego se dirigió de prisa a la proa. Desde allí se percibía una vista muy clara del arrecife septentrional y de la laguna.

Al Cazador le pareció que el arrecife sería un pésimo lugar para investigar. Ningún ser humano podría haberse ocultado allí durante largo tiempo; y, en cuanto a lo concerniente a su presa, tampoco la vida le habría resultado grata en un paraje semejante. Por encima del agua se distinguían largas secciones de los arrecifes, cuya posición era indicada sobre todo por las olas. Algunas partes estaban más levantadas y sobre las mismas se había acumulado una capa de tierra que permitía crecer a una vegetación precaria; en uno o dos lugares se veían hasta palmeras de cocos. Mientras el barco se introducía por el estrecho canal, advirtió que, a pesar de la reducida extensión de la zona, resultaría muy engorroso encontrar algún rastro en los arrecifes; era imposible que una persona caminara por allí más que unas pocas decenas de metros. Además, debía ser extremadamente peligroso aventurarse en bote por las aguas exteriores, pues las olas, al romper contra el escarpado borde coralino, producían intensas e insospechadas corrientes y remolinos que podrían destrozar cualquier embarcación pequeña al arrojarla contra la rocosa aspereza del acantilado. El mismo buque que los conducía trataba de mantenerse exactamente en el centro del canal, mientras Bob y el Cazador observaban la pared de coral que lo flanqueaba a cada lado.

Cuando entraron en la laguna, permanecieron cautelosamente en el área limitada por las boyas. El Cazador recordó lo que Bob había dicho acerca de las escasa profundidad del agua en esa zona. A ambos lados, distribuidos en varias millas cuadradas que se extendían entre el acantilado y la isla propiamente dicha, se distinguían enormes bloques de cemento. El Cazador supuso que serían los tanques de cultivos. Medían unos doscientos o trescientos pies de lado, pero sus paredes no emergían más que cinco o seis pies por encima del agua. Por el momento se hallaban lejos y no se podían apreciar los pequeños detalles. Sin embargo, el Cazador estaba casi seguro de que se hallaban cubiertos por un techo formado casi exclusivamente de paneles de vidrio. En varios puntos cercanos se veían superestructuras menores de forma cuadrada que se hallaban conectadas entre sí por medio de puentecillos y también a una plataforma diminuta, al costado del canal.

Al frente, había una construcción de mayor volumen, con algunos detalles diferentes. Cuando se acercaron, el Cazador comprendió para qué servía. Igual que los tanques, tenía forma rectangular, pero emergía a mayor altura sobre el nivel del agua; en la parte central, alcanzaba casi la altura del puente del buque. En la periferia era mucho más baja, pero aun así su elevación sobrepasaba a la de los tanques de cultivos. Su superficie estaba cubierta con varias construcciones; algunas eran tanques de almacenaje y bombas; otras resultaban de naturaleza menos evidente. Junto al costado que se hallaba frente al barco que se aproximaba, había grandes cables para amarrar embarcaciones y mangueras aún más voluminosas. Veinte o treinta hombres trabajaban afanosamente alrededor de los mismos. Sin duda, toda esa construcción era el desembarcadero al que Bob se había referido: se empleaba para almacenar y trasbordar el combustible, que era el producto principal de la isla.

Ambos observadores miraban a través de los ojos de Bob con extraordinario interés, mientras el vapor entraba en el puerto y empujaba contra las batayolas. Aparecieron muchos más cables y algunos de ellos fueron subidos a bordo. El ensordecedor sonido de las bombas anunciaba que la producción de los últimos ocho días era volcada, en ese momento, en el buque-tanque. Un grito, proveniente del puente, los distrajo.

—¡Bob! ¿Te parece que necesitarás ayuda para bajar tus cosas?

Era Teroa quien hablaba al joven.

—Sí. Gracias —contestó Bob—. Iré en seguida.

Volvió a echar un rápido vistazo a su alrededor y vió algo que lo hizo sonreír; luego, corrió por los puentecillos en dirección a la popa. Parcialmente visible, atrás del muelle se hallaba el largo camino que conectaba la construcción con la playa; por allí se veía venir un jeep a toda velocidad. Bob sabía ya quién era el conductor de ese vehículo.

El equipaje fué bajado rápidamente del barco. Pero el jeep dió vuelta y se detuvo junto a las mangueras algunos minutos antes de que Bob y el marinero bajaran por la planchada arrastrando la última valija que quedaba en el barco. Bob corrió al encuentro del hombre que estaba parado junto al automóvil. El Cazador lo observó con interés y cierta simpatía.

El simbiota se había familiarizado ampliamente con los rostros humanos y era capaz de reconocer el parecido que existía entre el padre y el hijo. Bob era algunos centímetros más bajo que su progenitor, pero ambos tenían los mismos cabellos negros y ojos azules, la misma nariz recta y ancha, la boca dispuesta a sonreír, el mismo mentón.

Los saludos de Bob evidenciaban la exuberancia natural de su edad; su padre, que no se hallaba menos encantado por el encuentro, mantenía, sin embargo, cierta gravedad en el rostro que pasó inadvertida al muchacho, aunque no al Cazador. Este advirtió el olvido de ambos de la necesidad de convencer al señor Kinnaird de que a su hijo no le pasaba nada serio, a fin de poder gozar de la libertad de acción necesaria para su investigación. Dejó de lado ese pensamiento por el momento y escuchó con gran interés la conversación. Bob acosó a su padre con un mar de preguntas que incluían los hechos y la vida de casi toda la población de la isla. Al principio, el Cazador criticó interiormente al joven por haber comenzado tan temprano con la investigación, pero en seguida se dió cuenta de que Bob ni siquiera pensaba en ello. Simplemente, estaba tratando de llenar el vacío producido por cinco meses de ausencia. El detective no se preocupó más y escuchó atentamente las respuestas del señor Kinnaird, con la esperanza de encontrar alguna información útil. Por eso, se decepcionó como un se humano cuando el hombre interrumpió las preguntas con una carcajada.

—¡Pero, muchacho! ¿Cómo puedo saber lo que cada persona de la isla hizo mientras estabas ausente? Tendrás que preguntarles personalmente. Deberé quedarme aquí hasta que terminen de descargar; es mejor que tú vayas en el jeep a casa llevando el equipaje, pues tu madre está impaciente por ver te. En cuanto a tus amigos, no han salido todavía del colegio.

—¡Oh, es verdad! Tendré que ocuparme del colegio. Estaba olvidando que esta vez no vine a casa para pasar las vacaciones.

Por un momento se puso tan serio que su padre volvió a reírse con ganas, sin advertir la causa de la repentina preocupación de su hijo. Bob se recobró rápidamente, sin embargo, y, levantando la vista, dijo:

—Está bien, papá. Llevaré mis cosas a casa. ¿Te veré durante el almuerzo?

—Si, siempre que traigas el jeep de vuelta apenas termines tú. ¡Y no me digas que me conviene hace ejercicio!

Bob sonrió; había recuperado su buen humor.

—Volveré apenas esté listo para ir a nadar un rato —replicó.

Bob cargó las valijas en el automóvil y luego se sentó frente al volante. Se dirigió a toda velocidad en dirección a la playa. Allí, tal como le había dicho al Cazador, había un camino pavimentado que se introducía en la isla un cuarto de milla, aproximadamente; luego se unía con el camino principal en ángulo recto. A lo largo de la ruta lateral había cobertizos construidos con chapas de hierro acanaladas. Cuando llegaron a la curva, el Cazador observó que esos depósitos se extendían hacia la izquierda, a lo largo del brazo más pequeño de la isla. También pudo ver el cemento blanco de otro tanque de cultivos asomando por el costado de la montaña que se hallaba en esa dirección y resolvió preguntar a Bob en la primera oportunidad por qué ese tanque no estaba construido en el agua, como los otros.

En el lugar en que se unían los dos caminos, comenzaron a aparecer viviendas, en vez de los cobertizos para depósito. La mayor parte de las casas se encontraban frente al lado del camino que daba a la costa, pero una de ellas, rodeada por un amplio jardín, estaba hacia la derecha, pocos metros antes de la curva. Un muchacho alto, de piel trigueña, trabajaba en el jardín. Cuando Bob lo vió, frenó el jeep y emitió un silbido ensordecedor. El jardinero levantó la vista, se enderezó, corriendo en seguida en dirección al camino.

—¡Bob! No sabía que pensaras venir tan pronto. ¿Qué estuviste haciendo por allá, criatura?

Carlos Teroa tenía sólo tres años más que Bob, pero, como ya había terminado sus estudios secundarios, usaba un tonillo condescendiente con ese amigo menor que aún asistía al colegio. Bob ya no se sentía agraviado por ello, como anteriormente.

—No hice tantas cosas como tú —contestó según lo que dice tu padre…

Teroa hizo un gesto.

—¿Papá te lo contó? ¡Ah, fué muy divertido, a pesar de que tu amigo se echó atrás a último momento.

—¿Crees, en serio, que le darán trabajo a una persona que pasa la mitad de sus días durmiendo? —dijo Bob sarcásticamente, recordando que había prometido al señor Teroa mantener el asunto en secreto por el momento.

Carlos estaba indignado.

—¿Qué quieres significar? Nunca duermo cuando hay algo que hacer.

Y mirando el pasto que crecía a la sombra de un árbol muy grande que estaba al lado de la casa, prosiguió:

Mira; ¿te parece que podría haber un lugar mejor que ése para echarse una siestita? Y, sin embargo, estoy trabajando… Hasta he vuelto a ir al colegio.

—¿Qué dices?

—Estoy estudiando navegación con el señor Dennis. Espero que lo que me enseña me sirva muy pronto.

Bob levantó las cejas.

—¿Muy pronto? ¡Qué empeñoso eres! ¿Cuándo será eso?

—Todavía no lo sé. Te avisaré cuando crea que estoy listo. ¿Quieres venir?

—No sé… En realidad, no quiero trabajar en un barco. Veremos qué pienso cuando tú estés próximo a partir. Ahora debo llevar estas cosas a casa, traer de vuelta el jeep para papá e ir al colegio antes de que salgan los muchachos; será mejor que me vaya.

Teroa hizo un gesto afirmativo y se apartó del jeep.

—Es una lástima que tú no seas como esas cosas que a menudo se dividen en dos partes, tal como nos enseñan en el colegio. Si yo hubiera podido dividirme hace algún tiempo, ya una parte mía no estaría aquí.

Bob, en ciertas ocasiones, pensaba con gran rapidez. En esta oportunidad apenas pudo disimular la sacudida que le produjeron las palabras de Carlos. Se despidió, puso el vehículo en marcha, dió vuelta a la esquina hacia la derecha y apretó el acelerador. El camino estaba bordeado por casas y jardines. Después de recorrer una media milla, Bob habló por primera vez, al señalar un edificio largo y bajo que se extendía hacia la izquierda. Era la escuela. Un poco más adelante, colocó el automóvil al costado del camino y se paró. No se distinguía desde allí la otra sección de la isla. Habían llegado con extraordinaria rapidez a la zona más densamente poblada que Bob mencionara antes.

—Cazador —dijo el joven nerviosamente apenas detuvo el vehículo—. Nunca lo había pensado hasta ahora, pero Carlos me hizo recordarlo. Si tus congéneres se parecen a las amebas, tal como dijiste, quizá tengamos que apresar a más de un simbiota…

El Cazador no comprendió la vacilación del muchacho y tampoco comprendió el sentido de su pregunta. Después de un momento, cuando la hubo digerido, dijo a Bob:

—¿Lo que quieres saber es si nuestro amigo puede haberse dividido en dos partes, igual que las amebas?… Nosotros somos seres mucho más complicados. El simbiota podría formar un nuevo individuo con una parte de su propio cuerpo; pero el nuevo ser requiere un tiempo aproximado de un año para alcanzar la edad adulta. Por supuesto, el simbiota podría crearlo en cualquier momento, pero no creo que lo haga; tengo buenas razones para pensar así. Si se desdoblara en el interior de un ser humano, el nuevo simbiota se movería en ese ambiente con la inexperiencia y la torpeza de un niño recién nacido de tu propia raza; al moverse, a ciegas, en busca de alimento, podría llegar a matar a su anfitrión. Es verdad que nosotros conocemos más biología que ustedes, pero no nacemos con el saber ya organizado; aprender a vivir con un anfitrión lleva mucho tiempo y constituye una de las fases más importantes de nuestra educación. Por otra parte, si nuestra presa llegara a reproducirse, lo haría por motivos exclusivamente egoístas. No se me había ocurrido esto antes… Si creara un nuevo ser, éste sería capturado y destruido inmediatamente, de modo que los perseguidores creerían que le han dado muerte a él mismo. Estoy seguro de que si nuestro enemigo llegara a pensar así, no tendría la menor vacilación en llevar a cabo su cometido. Pero más bien me siento inclinado a creer que lo primero que hizo fué elegir un buen anfitrión; si éste le resultó suficientemente adecuado, es difícil que se haya decidido a abandonarlo con el propósito que tú sugieres.

—¡Qué alivio! —suspiró Bob—. ¡Ya me parecía que tendríamos que cazar a toda una tribu!

Volvió a poner en marcha el jeep y anduvo sin detenerse el corto trecho que le faltaba para llegar a su casa. Esta se hallaba sobre la ladera, a cierta distancia del camino y al final de un sendero completamente techado por los árboles. Era una casa grande, de dos pisos, ubicada en medio de la selva; los matorrales más espesos llegaban a pocos metros de distancia, de modo que las ventanas de la planta baja estaban casi todo el tiempo en sombras. En el frente, se había limpiado un pedazo más extenso de terreno para construir un porche soleado. Pero la señora Kinnaird prefirió plantar enredaderas que dieran un poco de sombra. Si bien la temperatura de la isla no era excesivamente alta a causa del agua que la rodeaba, el sol era muy intenso y cualquier lugar sombreado se convertía en algo deseable.

La madre lo esperaba en el porche. Había oído la sirena del barco al entrar en el desembarcadero y, además, escuchó el motor del jeep que se aproximaba por el camino. Bob la saludó con afecto, aunque con menos efusión que la demostrada a su padre en el muelle. La señora Kinnaird no percibió nada raro en el aspecto ni en el comportamiento de su hijo. Bob estuvo apenas un momento en la casa, pero ella no esperaba que se quedara más tiempo. Roberto hablaba sin parar mientras descargaba el jeep y transportaba el equipaje a su pieza; luego se cambió de ropa, tomó su bicicleta y la subió al jeep. En seguida partió. Ella estaba orgullosa de su hijo y hubiera deseado retenerlo un momento más, pero ya sabía que a él no le gustaba sentarse a charlar durante un largo rato. Sin embargo, no lamentaba que su hijo fuera así; hubiera lamentado, de veras, que su carácter fuera tan débil como para comportarse de una manera semejante. El peso que le produjera la comunicación del colegio se aligeró después de verlo y de oírlo. Cuando volvió a sus quehaceres domésticos se sentía más tranquila, mientras oía alejarse al jeep por el camino, en dirección al muelle.

Esta vez, Bob no encontró a nadie en el camino y no se detuvo. Dejó el vehículo en el lugar acostumbrado, junto a uno de los tanques; bajó la bicicleta y tuvo con ella una pequeña demora, pues había olvidado revisar si las ruedas estaban bien infladas, al salir de su casa. Luego se largó a pedalear de vuelta por el camino. Su rostro expresaba nerviosidad y expectativa, no sólo porque iba al encuentro de sus amigos después de una larga ausencia, sino porque un juego muy excitante —desde su punto de vista— iba a comenzar. Estaba preparado. Conocía bien el escenario, la isla donde había nacido; estaba seguro de conocer palmo a palmo cada metro cuadrado de terreno. El Cazador estaba al tanto de los diversos aspectos que podía adquirir su adversario y de sus recursos: sólo faltaban los personajes. Una sombra de pesimismo cubrió la alegría del rostro de Bob al pensar en ello. No era nada tonto y sabía que, entre todos los habitantes de la isla, los que pasaban más tiempo cerca de la playa y junto al mar y que, por ende, podrían haber servido de refugio al enemigo, eran sus mejores camaradas.

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