Hal Clement Persecución cósmica

CAPITULO 1 — NÁUFRAGO

Hasta en la misma Tierra puede hallarse refugio en lugares protegidos por densas sombras. Por supuesto, también resultarán visibles contra un fondo iluminado, pero si no llega demasiada luz desde los costados, una persona puede introducirse en un espacio de sombra y difícilmente será descubierta.

Más allá de la Tierra, donde no existe aire que disperse la luz, debería ser aún más fácil ocultarse. La propia sombra de la Tierra, por ejemplo, es un cono de un millón de millas de longitud con su vértice situado del lado opuesto al Sol, invisible en medio de la oscuridad circundante y en donde reina una invisibilidad aún más perfecta, ya que sólo penetra en él la luz de las estrellas y los débiles rayos desviados hacia su interior por la delgada capa de aire que envuelve la Tierra.

El Cazador sabía que se encontraba dentro de la sombra de un planeta, aunque no había oído hablar nunca de la Tierra; lo supo desde el mismo momento en que vió, después de haber disminuido su velocidad por debajo de la velocidad de la luz, el disco negro rodeado de una franja escarlata, situado con exactitud a su frente; entonces advirtió que la nave fugitiva sólo podría ser detectada por medio de instrumentos. Pero de pronto descubrió que el otro vehículo era visible a simple vista, y el débil temor que había rozado su espíritu momentos antes irrumpió a un primer plano.

No había podido comprender por qué causa el fugitivo disminuyó su velocidad por debajo de la velocidad de la luz; quizá lo hiciera en la vaga esperanza de que su perseguidor lo sobrepasara y poder quedar así fuera del alcance de los detectores; al fracasar esta tentativa, el Cazador esperaba que el otro acelerara nuevamente su marcha. En cambio, la velocidad seguía disminuyendo. El vehículo volador se encontraba entre el suyo y ese mundo que se destacaba enfrente, haciendo peligroso el intento de alcanzarlo con demasiada rapidez; y el Cazador comenzó a pensar que sólo era posible un retroceso en la misma dirección por la que habían venido. En ese momento, un destello de luz roja, visible a simple vista, indicaba que el otro había penetrado ya dentro de una atmósfera. El planeta era más pequeño y se encontraba más cerca de lo que el Cazador había calculado.

Percibir ese destello fué suficiente para el perseguidor. Imprimió el máximo de energía a sus generadores para lanzarse en dirección contraria, esparciendo al mismo tiempo el resto de su cuerpo dentro de la cámara de control, para proteger así, como con un colchón de gelatina, al perit que resultaría afectado por la brutal disminución de velocidad; aunque comprobó al instante que esta medida resultaría insuficiente. Apenas tuvo tiempo de preguntarse si la criatura que le llevaba la delantera estaría dispuesta a arriesgar el vehículo y su ocupante en algo que terminaría seguramente en un espantoso estallido, cuando advirtió que las capas exteriores de la atmósfera terrestre, al añadir su resistencia, hicieron resplandecer las láminas metálicas del casco de la nave, tiñéndolas de anaranjado por la elevada temperatura.

Como los vehículos se habían introducido en un cono de sombras, chocarían con la parte del planeta en que era de noche; una vez que los cascos se enfriaran, el fugitivo se volvería invisible nuevamente.

Haciendo un esfuerzo, el Cazador permaneció con los ojos adheridos a los instrumentos que le indicarían la posición del perseguido mientras se mantuviera a su alcance; fué una buena idea, pues el cilindro resplandeciente desapareció bruscamente de su vista, dentro de una gran nube de vapor de agua que velaba la oscura superficie del planeta. Un milésimo de segundo después, el vehículo del Cazador se sumergió en la misma masa, y en el mismo instante se sintió un brusco zarandeo y lo que era una disminución regular de la velocidad se convirtió en un enloquecedor movimiento giratorio. El piloto notó que se había desprendido una de las placas de la dirección, destruida probablemente por la distribución irregular de la temperatura, pero no era posible remediarlo. Notó asimismo que la otra nave se había detenido como si hubiera chocado contra una pared de ladrillos; luego continuó moviéndose, pero mucho más lentamente, y reparó en que él mismo podía hallarse a poquísimos segundos del mismo obstáculo, suponiendo que éste fuera horizontal.

Lo era. El vehículo del Cazador, girando aún frenéticamente a pesar de haber cerrado a último momento las restantes placas de la dirección, chocó casi de plano contra el agua y, debido al impacto, se rajó de punta a punta, en los dos costados, como si hubiera sido una cáscara de huevo pisada por un gigante. Casi toda su energía cinética fué absorbida por el golpe, pero no se detuvo completamente. Continuó andando, con movimiento más suave, comparado con el anterior; se movía del mismo modo que un peñasco al desbarrancarse, y el Cazador sintió que el casco destrozado de la nave se detenía, pocos segundos después, sobre algo que le pareció debía ser el fondo de un lago o de un mar.

Por lo menos —pensó, a medida que recuperaba sus sentidos— su presa se hallaría en las mismas dificultades. La brusca detención y el subsiguiente lento descenso de la otra máquina estaban ahora explicados; aunque hubiera chocado de punta en vez de hacerlo horizontalmente, no habría diferencias en los efectos de una colisión contra una superficie de agua, a semejante velocidad. Seguramente estaría inutilizado, aunque quizá no tan estropeado como el vehículo del Cazador.

Esta idea trajo nuevamente el hilo de sus pensamientos hacia su propia situación. Indagó con precaución a su alrededor y descubrió que su cuerpo rebalsaba ahora la pieza de control; en efecto, ya no cabía dentro de la misma. Lo que había sido una cámara cilíndrica de unas veinte pulgadas de diámetro y dos pies de longitud, era, ahora, simplemente, el espacio comprendido entre dos hojas dentadas de metal de una pulgada de espesor que momentos antes, formaban el casco de la nave. Las junturas habían cedido a ambos lados o, mejor dicho, se formaron primero unas ranuras y luego se separaron por la presión, ya que el casco era, originariamente, una sola pieza de metal a la que se había dado forma tubular. La mitad de arriba y la de abajo, fraccionadas de este modo, se habían achatado, quedando separadas sólo por un espacio de una o dos pulgadas. Las mamparas que se hallaban en cada extremo de la cabina se habían arrugado y agrietado; hasta esa dura aleación tenía sus limitaciones. El perit estaba completamente muerto. No sólo había sido aplastado por la pared al desplomarse; el cuerpo semilíquido del Cazador había trasmitido la conmoción del impacto a sus células individuales del mismo modo que se trasmiten a los costados de un balde de hojalata lleno de agua los efectos del impacto producido por una bala de rifle. La mayor parte de sus órganos internos estaban destrozados. A medida que el Cazador, lentamente, se daba cuenta de ello, iba desprendiéndose de la pequeña criatura. No intentó arrojar los magullados despojos fuera del vehículo; los necesitaría más adelante para alimentarse, aunque esta idea le desagradara. La actitud del Cazador hacia el animal era semejante a la que un hombre asume con su perro favorito, a pesar de que el perit, con sus delicadas manos que aprendiera a usar bajo su dirección, del mismo modo que un elefante usa su trompa a una orden de su cuidador, era mucho más útil que cualquier perro.

Continuó explorando los alrededores; extendió un delgado seudópodo de estructura gelatinosa a través de una de las grietas del casco. Ya sabía que los restos del aparato se hallaban sumergidos en agua salada, pero no tenía ninguna noción de la profundidad a que se encontraba, salvo el hecho de que no podía ser excesiva. En su mundo hubiera podido apreciarla con bastante exactitud, partiendo del valor de la presión; pero la presión depende tanto del peso de una cantidad dada de agua como de la profundidad y no tenía datos acerca de la fuerza gravitatoria de este planeta, antes del choque.

Afuera estaba oscuro. Moldeó un ojo con sus propios tejidos —los del perit habían reventado—, pero no pudo ver nada. De pronto, sin embargo, advirtió que la presión no era constante a su alrededor; aumentaba y disminuía en forma evidente y con cierto ritmo; y el agua trasmitía a su carne sensible las ondas de presión de alta frecuencia, que él interpretó como sonidos. Escuchando atentamente, llegó a la conclusión de que debía hallarse bastante cerca de la superficie de una masa de agua suficientemente grande como para formar olas de muchos pies de altura y que, además, se aproximaba una tormenta de violencia considerable. Durante su catastrófico descenso no había advertido ninguna perturbación en el aire, pero esto nada significaba, ya que había atravesado la atmósfera con tanta rapidez que resultaba imposible registrar el movimiento de los vientos.

Al introducir otros seudópodos en el barro que rodeaba los restos del aparato, descubrió, aliviado, que había vida en el planeta; en realidad, estaba casi seguro de ello. Había bastante oxígeno en el agua como para poder subsistir, siempre que no se hicieran esfuerzos demasiado grandes, y debía haber, por consiguiente, oxígeno libre en la atmósfera. Había además motivos para pensar que la existencia de seres vivos era un hecho y no una mera probabilidad; y le satisfizo localizar en el barro una cantidad de pequeños moluscos bivalvos, que, después de probarlos, le parecieron comestibles.

Como en esa parte del planeta era de noche, decidió continuar la investigación cuando hubiera más luz y dedicar su atención por el momento a examinar los restos de la nave. No esperaba que los resultados de este análisis fueran alentadores, pero experimentó un tétrico sentimiento al comprobar que la destrucción había sido total. Las partes metálicas de la sala de máquinas se habían deformado por efecto de las tensiones soportadas. La cabina de cambios del comando principal, menos sólida, estaba aplastada y retorcida.

Por ningún lado se veían los rastros de unos tubos de gas recubiertos con cuarzo; evidentemente habían sido pulverizados por la colisión y barridos por el agua. Ningún ser vivo de forma definida y constituido por materia sólida hubiera podido salir ileso de semejante choque, por más protegido que se encontrara. Ese pensamiento lo confortó en cierto modo; aunque había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvar al perit, no resultó suficiente.

Después de haber comprobado que no quedaba nada útil dentro del aparato, el Cazador decidió que no podía actuar por el momento. Para realizar un trabajo más activo debía conseguir una mejor fuente de oxígeno; eso sería posible cuando se hallara en contacto con el aire. La falta de luz también constituía un serio inconveniente. Se extendió al dudoso abrigo del casco en ruinas a esperar que terminara la tormenta y llegara el día. Pensó que con la luz y las aguas tranquilas podría arreglarse solo para llegar hasta la costa; el ruido que producían las olas le dio la pauta de que no lejos de al había rompeolas y, por consiguiente, una playa.

Estuvo varias horas acostado. En cierto momento se le ocurrió que debía hallarse en un planeta que mantenía siempre el mismo hemisferio frente al sol, pero en seguida advirtió que, en tal caso, la mitad en sombras debería soportar una temperatura demasiado fría que impediría que el agua se mantuviera en estado líquido. Entonces le pareció más probable que algunas nubes de tormenta ocultaran en ese instante la luz solar.

Desde el momento en que el aparato se inserto en el barro, permaneció inmóvil. Las perturbaciones que se producían arriba se reflejaban en el fondo en forma de corrientes y oleajes que el Cazado percibía, pero resultaban insuficientes para mover la masa metálica semienterrada. Como se hallaba completamente seguro de que el casco estaba sólidamente emplazado en ese lugar, el náufrago se sobresaltó cuando, de pronto, su refugio comenzó a moverse como por efecto de un fuerte golpe cambió levemente de posición.

De inmediato extendió un tentáculo para explorar el exterior del aparato. En el extremo del mismo modeló un ojo pero, al comprobar que la oscuridad seguía siendo intensa, volvió a limitarse estrictamente a la exploración táctil. Percibió una sugestivas vibraciones que parecían producidas por una piel muy gruesa que rozara el metal del case Bruscamente, sintió el contacto de un ser vivo. Si duda éste poseía un sistema sensorial, ya que rápidamente atrapó el apéndice que le ocupaba, con una boca que parecía sorprendentemente bien provista de dientes aserrados.

El Cazador reaccionó como de costumbre, es decir, provocó el relajamiento de la porción de su cuerpo que se hallaba en contacto con esos de agradables bordes, la que adquirió una consistencia semilíquida, y al mismo tiempo desplazó cierta cantidad de materia corporal a través del miembro que se hallaba en poder de la extraña criatura. Se caracterizaba por tener decisiones muy rápidas, y ante el tamaño del intruso se vió obligado a realizar un acto temerario. Abandonó el espacio que ocupaba entre los restos de la nave y dirigió sus cuatro libras de masa gelatinosa contra lo que suponía iba a constituir un ambiente más adecuado para él.

El tiburón —un pez martillo de ocho pies de longitud— debió haberse sorprendido y seguramente se encontraba irritado pero, como todos sus compañeros de especie, carecía de inteligencia como para asustarse. Sus horribles mandíbulas mordisqueaban hambrientas lo que al principio le pareció una apetitosa carne sólida y que pronto sintió escurrírsele como si fuera agua. El Cazador no intentó evitar las dentelladas, pues los daños de esta naturaleza no lo aterrorizaban; sin embargo, resistió empeñosamente los esfuerzos del pez para tragar la porción de su cuerpo que ya se encontraba en su boca, pues no quería exponerse a la acción de los jugos gástricos, ya que no poseía piel para soportar, aunque fuera momentáneamente, sus efectos.

Como los movimientos del tiburón se volvían cada vez más abiertamente peligrosos, envió seudópodos para explorar aquella horrible forma cubierta por una áspera piel y en seguida descubrió las cinco aberturas de las branquias colocadas a cada lado de su cuello. Era suficiente. No siguió investigando; se movió con pericia y precisión, frutos de una larga experiencia.

El Cazador era un metazoario —un ser multicelular, como un pájaro o un hombre— a pesar de su aparente falta de estructura. Las células individuales de su cuerpo, sin embargo, eran mucho más pequeñas que en la mayoría de los seres terrestres, si se compara su tamaño con las grandes moléculas de proteína. Era capaz de construir con sus propios tejidos un miembro completo, con músculos y nervios sensoriales, de estructura tan fina que pudiera introducirse a través de los capilares de otro ser, sin interferir seriamente su sistema circulatorio. En consecuencia, le resultaba sencillo infiltrarse dentro del cuerpo relativamente grande del tiburón.

Evitando, por el momento, los nervios y los canales sanguíneos, se introdujo entre las vísceras y los intersticios musculares que pudo localizar. El tiburón se tranquilizó inmediatamente cuando esa cosa que se hallaba en su boca y en su cuerpo dejó de enviar mensajes sensoriales a su diminuto cerebro; su memoria, para el caso, era nula. Una feliz penetración en el cuerpo elegido significaba, para el Cazador, sólo el comienzo de un período de complicada actividad.

Lo primero y más importante era el oxígeno. Había, en las células superficiales de su cuerpo, una cantidad suficiente del precioso elemento que le alcanzaría al menos para unos minutos de vida, pero siempre podría obtenerlo del cuerpo de otro ser que también consumiera oxígeno; y el Cazador envió rápidamente unos apéndices ultramicroscópicos que, al ubicarse entre las células constituyentes de las paredes de los vasos sanguíneos, comenzaron a despojar a las arterias de su preciosa carga. Necesitaba muy poco. En su planeta de origen había vivido de esta manera durante años, dentro del cuerpo de un inteligente consumidor de oxígeno con el conocimiento y aprobación de éste. Fué más que generoso a cambio de la manutención que recibía.

En segundo lugar, necesitaba ver. Era muy probable que su anfitrión poseyera ojos; con su provisión de oxígeno asegurada, el Cazador comenzó buscarlos. Hubiera podido enviar una cantidad suficiente de su cuerpo a través de la piel del tiburón para construir un órgano de visión, pero no hubiera podido evitar la reacción del pez ante un acto semejante y, además, unos lentes ópticos ya construidos serían posiblemente mejores que los que él mismo podía fabricar.

Tuvo que interrumpir la búsqueda poco después. Según sus deducciones, el choque había ocurrido en una zona bastante cercana al continente; el encuentro con el tiburón se produjo en aguas poco profundas. Los tiburones no son particularmente afectos a los movimientos; resultaba difícil comprender por qué éste se hallaba tan próximo a la rompiente. Durante la lucha, el Cazador y el monstruo se habían ido acercando a la costa; cuando el tiburón dejó de sentirse molestado por el intruso, trató de regresar a la parte honda. La frenética y constante actividad desarrollada por el pez después que se hubo establecido el sistema-hurto de oxígeno, desencadenó una serie de hechos que ocuparon su atención.

El aparato respiratorio de un pez funciona en condiciones precarias. El oxígeno disuelto en el agua es poco concentrado y un ser acuático, por poderoso y activo que sea, nunca consigue acumular una gran reserva del gas. El Cazador no necesitaba extraer mucha cantidad para permanecer con vida pero trataba, en cambio, de formar una reserva propia. El tiburón trabajaba aprovechando al máximo su energía; en resumen, el consumo de oxígeno superaba la absorción del mismo. Este hecho originó dos efectos: la fuerza física del monstruo comenzó a declinar y el contenido de oxígeno de su sangre a decrecer. Como consecuencia de lo último, el Cazador comenzó, casi inconscientemente, a aumentar el drenaje, con lo cual se inició un círculo vicioso que sólo podía tener un punto final.

El Cazador se dio cuenta de lo que sucedía mucho antes que el tiburón muriera, pero no hizo nada para impedirlo, a pesar de que pudo haber reducido su consumo de oxígeno sin poner en peligro su propia vida. También hubiera podido abandonar al tiburón, pero no le agradaba la perspectiva de flotar, comparativamente indefenso, en alta mar y a merced del primer animal que fuera suficientemente grande y rápido como para tragárselo de una sola vez. Por eso siguió absorbiendo el gas vital, ya que advirtió que el esfuerzo que desplegaba el pez tenía una sola explicación: estaba nadando en contra del oleaje y se esforzaba por alejarse de la costa, que él tanto deseaba alcanzar. Mientras tanto ya había ubicado al tiburón en la, escala de evolución zoológica y no se hallaba más compungido por causarle la muerte de lo que podría estarlo un ser humano.

El monstruo demoró un largo rato para morir a pesar de que se debilitó muy pronto. Una vez terminada la lucha, el Cazador continuó buscando los ojos de su víctima y, finalmente, los encontró. Depositó una película elaborada con su propia materia entre las células de la retina y las recubrió anticipándose al momento en que habría suficiente luz para ver. Cuando el inmóvil tiburón manifestó una peligrosa tendencia a sumergirse, el extranjero comenzó a extender otros apéndices para atrapar todas las burbujas de aire que pudiera ser traídas por la tormenta. Estas burbujas, junto con el anhídrido carbónico producido por él mismo, las fué acumulando en la cavidad abdominal del pez para que flotara. Necesitaba poca cantidad de gas para ello, pero le tomó largo tiempo reunir lo, ya que era demasiado pequeño para producir grandes volúmenes de anhídrido carbónico rápidamente.

El oleaje se oía con más fuerza cuando podía relajar su atención de lo que le preocupaba; advirtió que su suposición —el rompeolas— era justificada. Las olas imprimían un enloquecedor balanceo de arriba abajo a su insólita balsa; esto no lo fastidiaba pero tampoco le causaba placer. Lo que necesitaba en realidad era un movimiento horizontal; comparándolo con el anterior, este movimiento fué mucho más lento, al menos hasta que disminuyó la profundidad del agua.

Esperó largo rato, después que su conductor cesó de moverse, temiendo a cada momento verse arrastrado a la zona profunda, pero nada de esto ocurrió y, gradualmente, el ruido de las olas comenzó a disminuir, al tiempo que disminuía también el agua que caía sobre él. El Cazador imaginó que la tormenta estaba amainando. En realidad, se produjo un viraje de la corriente, pero eso no cambiaba su situación.

Cuando, por el efecto combinado del alba, que se aproximaba, y de las nubes de tormenta, menos cargadas ahora, hubo luz suficiente para ver a su alrededor, su difunto anfitrión se hallaba fuera del alcance de las olas más grandes. El foco de los ojos del tiburón, al encontrarse fuera del agua, se había desplazado de su propia retina, pero el Cazador descubrió que la nueva superficie focal se encontraba dentro del globo del ojo y construyó con sus tejidos una retina que colocó en el lugar apropiado. Los lentes perdieron algo de su perfección, pero, al modificar su curvatura con su materia corporal, pudo observar los alrededores sin exponerse a miradas extrañas.

A través de las grietas que se habían producido en las nubes podían verse unas pocas estrellas, de las más brillantes, que aún eran visibles contra el fondo gris del amanecer que se acercaba. Lentamente, estas aberturas se fueron agrandando y, cuando el sol apareció en el cielo, había aclarado, aunque el viento soplaba aún con fuerza.

Su ubicación no era ideal, pero podía observar una buena parte de los alrededores. En una dirección, la playa se extendía un corto trecho hasta una hilera de altos y delgados árboles coronados por plumosos penachos de hojas. No alcanzaba a ver lo que había más allá de éstos, no porque fueran tan espesos como para obstruir la visión, sino debido al bajo nivel a que se encontraba. En dirección opuesta se distinguían los restos de una playa abandonada y se percibía el rugido del fuerte oleaje. El Cazador no podía ver el océano pero lo ubicaba perfectamente. Hacia ver de la derecha había una masa de agua que, supuso, sería una pequeña laguna formada por la tormenta y que ahora se volcaba en el mar a través de una abertura demasiado estrecha o demasiado empinada como para que la alcanzara el oleaje. Esta fué probablemente la causa de la presencia del tiburón en ese paraje; había quedado encerrado en la laguna cuando bajó la marea, sin poder salir.

En varias ocasiones escuchó unos chillidos roncos; vio que había pájaros arriba. Esto le agradó sobremanera; sin duda existían formas de vida superior a la de los peces en este planeta y había esperanzas de conseguir un anfitrión más adecuado. Lo mejor sería encontrar un ser inteligente ya que, por lo general, una criatura de este tipo es más capaz de protegerse a sí misma. Además, habría seguramente mas probabilidades de viajar, lo cual le facilitaría la búsqueda del piloto del otro aparato, que había desaparecido. Era muy posible, sin embargo —y el Cazador tenía plena conciencia de ello—, que tropezaría con serias dificultades para introducirse en el cuerpo de un ser inteligente que no estuviera acostumbra a la simbiosis.

De todos modos, tendría que esperar la ocasión indicada. Suponiendo que hubiera seres inteligentes en este planeta, podría suceder que nunca llegaran, hasta ese lugar en particular; y aunque viniera quizá no los reconocería a tiempo para sacar provecho de la situación.

Sería mejor esperar, varios días si fuera necesario y observar qué clase de seres frecuentaba la localidad; después, podría hacer planes para invadir aquel que respondiera mejor a sus exigencias. El tiempo no era un factor vital; existía la misma imposibilidad de abandonar el planeta tanto para el Cazador con para su presa y la búsqueda prometía ser pesada aburrida. Era evidente que el tiempo que empleara para una cuidadosa preparación daría buenos fruto, Siguió esperando. El sol ya estaba alto y el viento fué transformándose lentamente hasta convertirse en una suave brisa. Hacía bastante calor. Sabía que muy pronto reacciones químicas en la carne del tiburón. Había ya indicios de ello, si el sentido del olfato fuera común a muchos seres de este planeta, era seguro que llegarían visitas en un corto plazo. El Cazador hubiera podido impedir el proceso de descomposición consumiendo las bacterias que lo producen, pero no se hallaba especialmente hambriento y, por cierto, no le molestaban las visitas. ¡Al contrario!

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