CAPÍTULO 7


—De acuerdo —Fran contempló el círculo de rostros reunidos alrededor del fuego del campamento, mientras su expresión desafiaba a cualquiera de ellos a que se atreviera a contradecirle, y finalmente sus ojos se clavaron en Índigo—. Es una buena idea y debería funcionar. Pero no vas a ir sola.

—Fran...

—He dicho no. —Fran golpeó la palma de la mano contra el suelo para dar más énfasis a sus palabras—. Mientras papá y Cari no estén yo soy el cabeza de familia, y se hace lo que yo digo. Dos de nosotros iremos contigo o no irá nadie. Y no creas que no podemos obligarte a quedarte si hemos de hacerlo.

No era cierto, pero Índigo lo dejó pasar. Fran necesitaba aquella demostración de autoridad, no tan sólo para tranquilizar a sus hermanos y hermanas sino también para tranquilizarse a sí mismo, y restablecer su autoestima. Durante el viaje de pesadilla de regreso a Bruhome la muchacha lo había oído sollozar mientras corría, y él lo sabía y se sentía avergonzado. Ella había intentado decirle que las lágrimas no significaban afeminamiento, pero él había rechazado sus palabras de consuelo muy enojado: al igual que con la discusión que habían tenido junto al río —que ahora parecía tan lejana— odiaba cualquier sospecha, por equivocada que ésta fuera, de que ella pudiera considerarlo una criatura.

La muchacha bajó los ojos.

—Muy bien.

La muchacha se dijo que el joven tenía también ese derecho: aunque ella era la única responsable de su situación, eran las vidas de su padre y su hermana las que estaban en juego, no la de ella. Y, dejando de lado la conciencia, tuvo que admitir para sí que la idea de estar acompañada ante lo que pudiera encontrar resultaba más que consoladora.

—Bien —ahora fue Esti quien tomó la palabra—, ¿quién va y quién se queda?

—Yo iré con Índigo. —Una vez más, Fran les dedicó su retadora mirada, y nadie disintió—. Y creo que debería venir otro más. Tres se las arreglarán mejor que dos si surge cualquier problema, o si Cari o papá están heridos. Hemos de decidir quién es el más adecuado.

Esti removió el puchero de la comida.

—Eso es fácil. —Levantó la mirada, y sus ojos verdes se clavaron en los de su hermano con determinación—. Yo.

—No seas estúpida. ¡Eres una chica!

—También Índigo, y eso no la va a detener. No, Fran, calla y escucha. Ninguno de nosotros sabe lo que puede suceder aquí mientras vosotros no estáis, y si hay más problemas podemos necesitar fuerza física y capacidad de lucha. Eso significa Val, Lanz y Enti. Los otros chicos son demasiado pequeños para ir. —Se produjo un pequeño conato de protesta por parte de los tres mencionados, y Esti los amenazó con el cucharón—. ¡Callaos! Esto no es un juego, es serio. Son demasiado jóvenes. Armonía y Honi son mucho mejores que yo en lo que se refiere a organizar a la gente, y sabrán ocuparse a la perfección de que el campamento funcione. Así pues, es obvio, ¿no? Soy la única persona que puede ir con vosotros.

Fran miró a Índigo, impotente. Estaba claro que no le gustaba la idea, pero Esti lo había dejado sin argumentos.

—¿Índigo? ¿Qué te parece?

Índigo contempló a Esti por unos instantes. De todas las muchachas Brabazon era la más imprevisible; no obstante había una gran fortaleza en ella. Esti era lista y sabía cómo cuidarse; y su razonamiento estaba bien fundado. Siempre y cuando pudieran mantenerse bajo control sus impulsivos excesos —y también los de Fran— eran la única elección

lógica.

—Creo que Esti tiene razón. Ella es la que debería venir con nosotros.

Piedad, que no había comprendido por completo qué era lo que se discutía pero que percibía de forma intuitiva que los problemas de la familia no habían terminado ni mucho menos, empezó a llorar; una reacción al caos en que de una forma tan desconcertante se había convertido su vida. Armonía, que empezaba ya a ponerse en el papel que antes había desempeñado Cari, fue inmediatamente a su lado para consolarla, y Fran se apartó del fuego.

—Bien. Si eso está ya decidido, no hay tiempo que perder. Voy a buscar lo que necesite; Índigo, Esti, lo mejor será que hagáis lo mismo. Luego quiero ver a Val, Lanz y Forti en la carreta de papá.

—Honi os traerá algo de comer —dijo Esti—. Sería tonto marchar con el estómago vacío cuando no sabemos cuánto tiempo pasará antes de poder hacer nuestra próxima comida.

La clase de atmósfera que flotaba alrededor del fuego estaba cambiando. Todavía era tensa, pero impregnada ahora de una sensación de que la situación de impotencia de las horas anteriores se había roto por fin. No obstante, Índigo era perfectamente consciente de que, en el entusiasmo del momento, podría resultar muy fácil pasar por alto una cuestión vital que hasta entonces no había tenido la oportunidad de discutir con Fran y Esti. Ninguno de ellos tenía una auténtica idea de a qué podrían enfrentarse si el plan que ella había ideado funcionaba. Las palabras llenas de valor estaban muy bien, pero la realidad resultaría diferente: incluso la estrategia para penetrar a través de la barrera de espinas podía ser su perdición si los Brabazon resultaban ser más remilgados de lo que decían; y al otro lado... ella no sabía qué había al otro lado, pero la intuición y la experiencia le decían que podía ser peor que cualquier pesadilla. No podía dejar que se metieran en todo aquello sin saber a lo que iban: en conciencia, debía decirles lo que realmente les aguardaba en su misión.

Los dos Brabazon se dirigían ya a sus respectivas carretas, y ella se incorporó y los llamó:

—¡Fran! ¡Esti! Antes de que hagáis vuestros preparativos... —Corrió hacia ellos y bajó la voz de modo que los otros no la oyeran—. Hay algo que tengo que deciros, y es vital que lo sepáis antes de que nos pongamos en marcha.

Esti suspiró impaciente, pero los ojos de Fran la miraron astutos.

—¿Algo relacionado con lo que me dijiste en la carretera?

—Sí. Y tiene que ver con nuestro viaje.

—De acuerdo. No deberíamos perder más tiempo que el imprescindible, pero... entremos en la carreta principal. Allí podemos hablar.

Y de este modo, en la intimidad de la carreta, Índigo les contó su historia; o más bien, aquella parte de su historia que consideraba que debían saber y creerían. Les habló de su misión para localizar y destruir a los siete demonios, y de cómo había descubierto que el tercero de estos demonios era la causa de todos los males que aquejaban Bruhome. Les contó también la verdad sobre Grimya. Y aunque no les dijo nada sobre su antigua y perdida identidad, ni sobre la maldición de la inmortalidad que era parte de su carga, sí les habló, vacilante y llena de dolor, sobre Fenran, cuya vida dependía de si ella triunfaba o fracasaba.

Cuando hubo terminado de hablar, se hizo el silencio en la carreta durante unos instantes. Luego, muy despacio, Esti extendió una mano y sujetó la suya.

—¡Oh, Índigo! —Los ojos de la muchacha brillaban de emoción—. No teníamos ni idea, ninguno de nosotros. —Dirigió una rápida mirada a Fran, que contemplaba a Índigo con una expresión tensa, pero sin decir nada—. Es una historia tan terrible... Tan triste. Es como... no lo sé, como las leyendas que cantamos en nuestras actuaciones, pero...

—¡No seas tan estúpida! —la interrumpió, enojado, Fran—. Eso no son más que cuentos. Esto —miró de nuevo a Índigo, con más fijeza que nunca— es real. Le ha sucedido a Índigo, y si todo lo que sabes decir es que recuerda a un tonto cuento de niños...

—¡Eso no era lo que yo quería decir! —replicó Esti—. Claro que sé que es diferente, ¿qué te crees que soy?

—Entonces sabes que Índigo quiere decir exactamente eso cuando dice que rescatar a papá y a Cari va a resultar peligroso, ¿no es así? —La furia de Fran estaba bajo control ahora, pero todavía bullía e Índigo sospechó que había algo más detrás de ella que simple indignación fuera de lugar por las palabras de su hermana—. Cuando Índigo dice que nos enfrentaremos a un demonio, quiere decir un demonio. No un ser de mentirijillas con los que sueñas despierta, sino un...

—¡Sé lo que quiere decir! —replicó Esti con violencia—. ¡Sé lo que es un demonio!

Índigo, que había escuchado la pelea con creciente inquietud, intervino ahora.

—Fran, Esti: no quiero ser grosera, pero dudo de que ninguno de los dos comprenda exactamente aún qué es aquello a lo que nos enfrentaremos —dijo con suavidad.

Ambos se volvieron para mirarla, pero ella se anticipó a sus protestas, continuando:

—La verdad es que ninguno de nosotros sabe qué se encontrará. Este poder, este demonio —se sentía reacia a utilizar esta palabra ahora, ya que había colocado demasiados prejuicios en sus mentes—, puede tomar cualquier forma, o no tener ninguna. Puede que no sepamos reconocerlo si lo encontramos...

—Cuando lo encontremos —la corrigió Esti con fiereza.

—Muy bien, cuando lo encontremos. Os he contado mi historia porque quiero que comprendáis mis motivos para realizar este intento, y porque sería una gran injusticia conduciros a este peligro sin que supierais toda la verdad. —Una débil y forzada sonrisa curvó sus labios—. Ojalá os hubiera podido contar lo del demonio sin revelaros mi propia situación, pero eso habría dejado muchas preguntas en el aire. Ahora, pues, sabéis tanto como yo. Todo lo que me queda es esperar que sea suficiente.

Esti, calmada, bajó la mirada.

—Lo siento —dijo—. No era mi intención resultar frívola, Índigo. Y Fran y yo no deberíamos habernos peleado. —Lanzó a su hermano una mirada desafiante, luego le devolvió la sonrisa a Índigo sin mucho convencimiento—. No resulta un inicio muy alentador, ¿verdad? ¡Seguramente te preguntarás si vale la pena llevarnos!

—Claro que no.

No era del todo verdad, pero Índigo sabía que ya era demasiado tarde para, reconsiderarlo. Lo que Fran había dicho antes, lo había dicho en seno: no podía evitar que fueran con ella. Incluso aunque se fuera sola, ellos la seguirían, y las consecuencias de su entrada en el mundo del demonio sin ella para ayudarlos resultaban aterradoras. Aunque resultaran una gran responsabilidad, no tenía otra elección que llevarlos con ella.

—No hablemos ya más de ello, Esti. Aún nos queda mucho que hacer antes de ponernos en marcha, y Fran tiene razón sobre lo de no perder tiempo. —Paseó la mirada del uno al otro—. ¿Hacemos las paces?

—De acuerdo —asintió Esti con vehemencia.

Fran vaciló, luego asintió también:

—De acuerdo.

El plan de Índigo para penetrar en el bosque negro era muy sencillo, aunque un poco macabro. Las cosas habían cambiado en Bruhome durante las últimas horas; por un lado para mejor, pero por el otro habían empeorado. El temido botín en la plaza del mercado había sido evitado, después de todo; por una sorprendente jugarreta del destino, la aparición de los durmientes había resultado un factor atenuante, ya que había actuado como un jarro de agua fría sobre el acaloramiento de la multitud, y había trasladado su atención de los terrores personales a algo más aterrador y apaciguador a la vez. El shock que los habitantes de la ciudad habían recibido los había dejado impotentes, incapaces de hacer otra cosa que contemplar sin comprender cómo las víctimas de la enfermedad, como polillas atraídas por una llama invisible, abandonaban sus lechos y sus hogares y se perdían en la noche.

Algunos espíritus más audaces habían intentado detener a algunos de los caminantes y no habían recibido mejor tratamiento que Honi y Gen; ante su fracaso, una especie de apatía había descendido sobre la ciudad, una aturdida aceptación de que esto, como otros muchos acontecimientos aterradores acaecidos con anterioridad, no eran más que otro eslabón en la cadena, otra manifestación del mal que tenía Bruhome en la palma de la mano. Ya no podían seguir luchando: su voluntad había desaparecido, había muerto junto con las cosechas, se había desvanecido junto con los seres queridos perdidos, estaba enjaulada de la misma forma que aquel extraño bosque enjaulaba a la ciudad. Todo lo que podían hacer era aceptar con pasividad un destino que nadie parecía capaz de alterar, y llorar su desgracia.

Pero aunque Bruhome estaba ahora tranquilo, parecía como si el mal no hubiera terminado con sus víctimas. Una hora después de que el último caminante dormido hubiera abandonado la ciudad, dos niños —gemelos— se habían desplomado ante la chimenea de su propia casa y no se los había podido despertar. Al cabo de otra hora se habían levantado del lecho con el rostro pálido y sonriente, sin prestar atención a los gritos de su madre ni a las súplicas de su embriagado padre, y habían abandonado la casa en dirección al este. Poco después, se vio a dos hombres y a una mujer que avanzaban decididos por la carretera del este. Y en otras partes de la ciudad, en los hogares, en las tabernas, e incluso en la Casa de los Cerveceros adonde muchos habían ido a compartir su congoja con sus vecinos, hacían su aparición nuevos seres que no tardaban en convertirse en caminantes dormidos. Parecía como si aquello que los llamaba, aquello que penetraba en lo más profundo de sus mentes y se los llevaba, no fuera a darse por satisfecho hasta que no quedara nadie.

La noticia traída por Val, quien se había aventurado a ir a la ciudad antes de que ella regresara, le había mostrado a Índigo cómo podría vencer la barrera de espinas. Ahora ya sabía adonde iban los durmientes y por qué tomaban direcciones tan diferentes. Se los atraía hacia el bosque, y el bosque los rodeaba por todas partes. Cada vez que uno de aquellos paseantes sonámbulos se acercaba, el bosque se abría, para admitir a una nueva víctima al interior del infernal mundo que aguardaba al otro lado. E Índigo y sus compañeros pensaban seguir al próximo caminante que se dirigiera al mismo lugar por el que Constan y Grimya habían penetrado en aquel mundo siguiendo a Cari, y penetrar ellos también a su vez.

Se reunieron junto al fuego para despedirse. Todos estaban presentes, incluso Gen, que se había recuperado y no mostraba otra señal de haber sido herida que un pequeño y ligero vendaje sujeto gallardamente alrededor de su cabeza. Esti, algo cohibida, ataviada con una camisa y unos pantalones que Índigo le había prestado —ésta había declarado que las faldas resultaban muy poco prácticas para tal empresa— abrazó a cada uno de ellos por turno, dedicándole un beso muy especial a Piedad, luego pretendió comprobar el contenido de la bolsa de provisiones que colgaba de su hombro para que nadie pudiera observar su incertidumbre. Fran se mostró falsamente alegre: instó a los más pequeños a que compusieran una canción sobre sus hazañas y desafió a Val a que aprendiese una complicada canción para flauta en su organillo durante su ausencia, Índigo se sintió incapaz de decir nada, pero cuando Val y Honi, la emoción derrotando a la timidez, corrieron hasta ella y la abrazaron, los apretó con fuerza tanto tiempo como pudo antes de retroceder. Luego, con gran precipitación, se dijeron las últimas palabras de despedida y se intercambiaron los últimos besos, y los tres abandonaron el prado y al cada vez más pequeño grupo de figuras que agitaban los brazos junto al fuego, y se volvieron en dirección a la ciudad.

No habían recorrido ni veinte metros cuando un grito los detuvo. Se dieron la vuelta, e Índigo vio a Val que hacía señales frenéticamente e indicaba a su espalda en dirección al río; Fran aspiró con fuerza, y la muchacha se dio cuenta de que otra figura venía hacia ellos.

—¡Madre Tierra! —exclamó Fran en voz baja—. Es una señal: ¡tiene que serlo!

Los viajeros que habían intentado abandonar Bruhome después de la tormenta habían regresado todos, calmados y acobardados por lo que habían encontrado fuera de la ciudad. La mayoría habían buscado el consuelo de las tabernas locales, pero después de la frustrada reunión en la plaza algunos se habían escabullido de nuevo hasta el campamento del prado a esperar temerosos lo que pudiera acontecer. Ahora, alguien había salido de una de las tiendas situadas junto al río, y en cuanto lo vio, Índigo supo que había caído víctima de la enfermedad, y seguía ahora el mismo e inevitable impulso que se había llevado a otros antes que a él. Ella y sus compañeros se quedaron inmóviles, y el hombre llegó hasta ellos y se les adelantó y cruzó la entrada, con la mirada fija delante de él, sin darse cuenta de nada de lo que lo rodeaba.

—Vamos a seguirlo. —La voz de Fran era un apremiante y tenso susurro—. Rápido. ¡Cuidado que no se nos pierda de vista!

Índigo vio temor en los ojos de Esti, pero no dijo nada. Volvió la cabeza para mirar de nuevo el campamento mientras los tres se ponían en marcha para seguir al durmiente, e hizo una señal de reconocimiento a Val, que permanecía un poco apartado de los otros. Levantó la mano en señal de agradecimiento por el aviso, y él le devolvió el gesto. Pero se lo veía desolado.

El hombre en trance se había vuelto hacia el norte desde la entrada del prado, y tomado el mismo camino que Cari, Índigo deseó que su dirección resultase un buen presagio, aunque la experiencia le había enseñado a mostrarse escéptica y no pensaba fiarse demasiado de la esperanza. Incluso aunque penetraran en el mundo del bosque exactamente por el mismo lugar por el que habían desaparecido Grimya, Cari y Constan, las posibilidades de poder encontrar su rastro eran remotas; y si no los encontraban, ¿entonces qué? Aún no se había atrevido a considerar esa pregunta.

El caminante que los precedía avanzaba con sorprendente velocidad, y no perderlo de vista no resultaba fácil en la oscuridad a pesar del farol que llevaba Fran. Índigo oía cómo Esti murmuraba en voz baja a cada paso que daba; no estaba muy segura de si las palabras eran para mantener el ritmo o un conjuro contra la mala suerte. No había nadie más en la carretera y la fantasmal quietud planeaba sobre el terreno, aumentada más que mitigada por el sonido de sus rápidas pisadas. Nada se movía en la exuberante vegetación que bordeaba el camino, ningún otro sonido alteraba el silencio. Por caprichosa que esa idea pudiera parecer, a Índigo le dio la impresión de que la tierra contenía la respiración, a la espera de algún acontecimiento sin especificar pero que iba a tener lugar.

Cuando la primera visión de los negros árboles que bloqueaban el camino apareció delante de ellos, los tres se detuvieron al instante. Esti, que aún no había visto el monstruoso bosque, lo contempló en atemorizado silencio, pero la expresión de contrariedad de Índigo —y la de Eran, observó al mirarlo— eran motivadas por algo diferente y más alarmante.

El bosque se había movido. Incluso unas pocas horas antes, cuando habían seguido a Cari por aquella misma carretera, habían andado, según los cálculos de Índigo, al menos otro kilómetro antes de encontrarse con la negra pared de árboles; y el día de la tormenta, cuando habían salido en su frustrada misión hacia la siguiente ciudad, el bosque había estado a bastantes más kilómetros de distancia. Ahora, estaba muy claro que los cercaba, se cerraba sobre Bruhome de la misma forma que un lazo se cerraba lentamente para estrangular a su víctima. ¿Cuánto faltaba, se preguntó Índigo llena de inquietud, para que aquel bosque sobrenatural llegara a la ciudad, y la sepultara?

Fran, que había llegado a la misma conclusión, dijo sucintamente:

—No pensemos en ello, Índigo. Hemos de seguir.

La muchacha asintió, y Esti indicó bruscamente:

—¡Está llegando a los árboles!

El durmiente había llegado casi al bosque, y, justo frente a él, las espinas empezaban a agitarse. Sus malévolos chasquidos produjeron un escalofrío en Índigo y la joven se volvió hacia sus compañeros.

—¡Esti, cógete de nuestras manos, rápido! —Sus dedos se entrelazaron, Esti estaba entre Índigo y Fran—. Ya no tenemos más que unos segundos, muy pocos. ¡Ahora, a correr.

Corrieron hacia el durmiente, quien no dio la menor señal de advertir su presencia, y cuando el negro túnel del bosque se abrió, Índigo estiró el brazo para agarrarse a su manga. Al ver aquella negra boca, Esti perdió el valor; lanzó un aterrorizado gemido y, automáticamente, intentó echarse hacia atrás, y por un instante Índigo pensó que perdería contacto con su presa. Pero entonces Fran se abalanzó hacia adelante, agarrándose con desesperación a la camisa del hombre. El farol se balanceó violentamente mientras él intentaba sujetarlos a él y al durmiente a la vez; los cuatro se tambalearon, vacilaron: entonces el impulso tomado los empujó hacia adelante y cuando el durmiente penetró en el túnel que se había abierto como un depredador para darle la bienvenida, se zambulleron entre las espinas tras él.

—¡Hemos pasado! —El grito de Fran fue un ronco aullido de triunfo—. Lo hemos conseguido, estamos...

Como si todo un mundo hubiera abierto la boca para rugir, un tumulto atronador los golpeó igual que si un muro se hubiera desplomado sobre ellos, Índigo se tambaleó hacia atrás, perdiendo contacto con Fran y Esti al apretar las palmas de las manos contra sus oídos en un frenético e inútil esfuerzo por ahogar el ruido. Voces: miles y miles de voces enloquecidas, inhumanas, que chillaban, aullaban y reían, y la golpeaban y abofeteaban desde todas partes mientras ella se retorcía salvajemente de un lado a otro como un animal aterrorizado en una trampa. Tenía la boca abierta pero no salía ningún sonido de ella; todo lo que era capaz de hacer era jadear y dar boqueadas. El titánico estruendo siguió creciendo y la muchacha cayó de rodillas, boca abajo, revolviéndose ciegamente en la oscuridad.

—¡Parad! ¡Oh, haced que pare!

Alguien gritó muy cerca de su oreja y sintió unas manos que se aferraban a ella, Índigo se agarró a su invisible compañero, sin saber ni importarle quien fuera, y en el aturdimiento provocado por la conmoción y el dolor también ella empezó a gritar en protesta.

El horrible ruido empezó a disminuir. En un principio la mente aturdida de Índigo no lo advirtió, pero de pronto, aquella parte de ella que aún se aferraba con desesperación a algún vestigio de cordura se dio cuenta de que los aullidos disminuían. Podía incluso oír su propia voz por entre el tumulto, y sus gritos se convirtieron en terribles jadeos mientras luchaba por levantarse del suelo. Una mano la ayudó a incorporarse y en la oscuridad vislumbró el vago contorno oval del asustado rostro de Esti.

—Esti.

Pero antes de que pudiera añadir nada más el horrible ruido empezó a crecer de nuevo, rugiendo a través de la oscuridad. De repente, la chispa de un mal recuerdo se mezcló con la intuición en la mente de Índigo, y comprendió lo que sucedía. Era un truco —un truco malicioso para aturdir a los incautos, para intimidarlos, para destruir sus mentes— y sujetó los hombros de Esti con fuerza, zarandeándola con violencia.

¡Grita!—Su voz resultaba apenas audible por encima de los alaridos que se alzaban a su alrededor como un maremoto—. ¡Esti, replica! ¡Grítale a esa cosa: ahora, ahora!

Esti no la comprendió, pero estaba demasiado asustada para hacer otra cosa que obedecer. Empezaron a aullar a la rugiente oscuridad; chillaron, gritaron, arrojaron imprecaciones, sonidos, cualquier cosa que sus pulmones y gargantas pudieran producir, para, contrarrestar aquel ataque. Por un terrible instante Índigo creyó haberse equivocado, y que la estratagema no funcionaría; pero entonces, de forma perceptible, el ruido empezó a apagarse de nuevo.

—¡Sigue gritando! —Aulló las palabras con todas sus fuerzas—. ¡No te detengas, hagas lo que hagas, no te detengas!

Gritaron como enloquecidos en aguda discordancia. Esti empezaba a comprender ahora, y su voz adoptó un tono furioso cuando la rabia empezó a reemplazar el temor.

Los aullidos intentaron aumentar en dos ocasiones, pero sus gritos los derrotaron; de repente una tercera voz se unió a ellas, al darse cuenta Fran, con cierto retraso, de lo que sucedía, y añadir sus gritos para darles más fuerza. Y por fin llegó un momento en el que Índigo se dio cuenta de que el sonido había cesado.

Levantó las manos y cuando sus gritos se desvanecieron cayó sobre ellos un completo silencio. Duró sólo un momento, antes de que Esti cayera víctima de un ataque de tos y se apartara a un lado, golpeándose el pecho con el puño y lanzando maldiciones entre ataque y ataque de tos.

Índigo se balanceó hacia atrás en sus talones, subiendo y bajando los hombros mientras recobraba el aliento. Cuando se hubo recuperado lo suficiente para hablar, levantó los ojos y dijo con voz débil pero llena de sentimiento:

—¡Gracias!

Esti lanzó una última y convulsiva expectoración, luego se secó la boca y levantó la cabeza para encontrarse con los ojos de Índigo.

—¡Madre Todopoderosa! —exclamó con voz ronca—. ¡Prometo que jamás volveré a quejarme por tener que cantar durante demasiado tiempo!

Aquella chispa de humor resultaba grotesca en estas circunstancias, pero a pesar de ello Índigo percibió una ligera disminución de la tensión.

—Hemos tenido suerte de poder descubrir a tiempo cómo detenerlo.

—Querrás decir que hemos tenido suerte de que tú supieras qué hacer. —Esti se frotó la dolorida garganta, luego dejó caer la mano a un lado del cuerpo—. ¿Cómo lo has sabido?

Índigo se encogió de hombros y miró a su alrededor. Aunque la oscuridad era intensa, le pareció que podía vislumbrar débiles diferencias en los tonos de negro, trazas de elevados árboles que se apiñaban a su alrededor. Bajo sus pies había hierba, extrañamente seca pero hierba de todas formas. Eso, al menos, era físicamente real y estable. Y por fortuna parecía que habían ido a parar lejos de las espinas.

—No lo sabía —admitió—. Fue simplemente una intuición. Pero —se estremeció—, ya he visto antes algo parecido a este bosque. No tenía el mismo aspecto pero sí producía la misma sensación, tenía la misma atmósfera. Era un mundo de ilusiones; y allí descubrí lo peligrosas que pueden llegar a ser las ilusiones. Entonces, cuando el ruido nos atacó, pensé, incluso aunque no sea real, podría volvernos locos o peor, y me sentí demasiado atemorizada para hacer otra cosa que gritar.

—Y cuando gritaste, empezó a apagarse —dijo Fran, pensativo.

—Sí. Eso es lo que me dio la idea, la esperanza. Intenté volver los gritos contra sí mismos: responder a ellos, pero era comparar ilusión con realidad. —Sus ojos se endurecieron—. Yo era real, eso no lo era. Eso fue lo que me dije, que yo era. real.

—Y funcionó. —Fran dejó escapar un suave y siseante suspiro.

—Sí. Esta vez, funcionó. —Un nuevo escalofrío la convulsionó, pero tenía que decir lo que pensaba—. La próxima vez, no obstante, puede que no tengamos tanta suerte.

Durante quizá treinta segundos nadie dijo nada más. Luego, sin advertencia previa de modo que Esti dio un brinco como un animal nervioso, Fran se puso en pie.

—Bien —dijo, y su voz sonó extrañamente remota en la amortiguadora oscuridad—. Una cosa sí es segura: hemos penetrado en el bosque, pero no vamos a conseguir nada quedándonos donde estamos. —Bajó los ojos hacia Índigo y a pesar de sus esfuerzos por parecer el jefe la muchacha percibió su indecisión y el temor que seguía acechando en su interior—. ¿Tienes alguna idea de en qué dirección debemos ir?

Se trataba de una pregunta, pensó Índigo, que en otras circunstancias podría haberla hecho reír. La oscuridad era tal que incluso con la visión ajustada a aquella noche perpetua dudaba de que pudieran ver cualquier obstáculo que estuviera a más de un palmo de distancia. El caminante dormido en pos del cual se habían catapultado a este mundo fantasmal había desaparecido; sin siquiera percibir la espantosa cacofonía de sonido que los había atacado a ellos, o quizá dominado de alguna extraña forma por ella, se había desvanecido en las profundidades del bosque, y ya no volverían a encontrarlo. Carecían de pistas, y de rastros que seguir, no tenían más que su ingenio para guiarlos.

Se puso en pie y se sacudió las ropas.

—Primero —dijo—, creo que deberíamos comprobar nuestras pertenencias y asegurarnos de que no hemos perdido nada. El farol, por ejemplo...

Fran se golpeó la frente con la palma de la mano.

—¡Qué estúpido soy, el farol! —Se dio la vuelta, palpando en la hierba con un pie—. Debo de haberlo dejado caer cuando pasamos; lo había olvidado, ¡ah! —Algo metálico tintineó en el suelo y se agachó como un halcón cayendo sobre su presa—. ¡Aquí! —Buscó a tientas el lado en el que el cristal se corría, y palpó el interior para localizar el pedazo de vela del interior—. Todavía está entero. Debe de haberse apagado cuando se me cayó.

Índigo rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto para sacar la yesca y el pedernal. El pedernal chirrió en la oscuridad; se encendió una pequeña llama, y la vela del farol ardió, creando un pequeño círculo de luz que hizo que sus rostros se destacaran con inusitada nitidez.

Fran se levantó, alzando el farol por encima de su cabeza, y la luz se desparramó por todo lo que los rodeaba. Tal y como Índigo había supuesto, estaban en el linde de un espeso bosque, que parecía estar compuesto de enormes árboles de tronco negro que surgían de entre una espesísima maleza. El dosel de hojas sobre sus cabezas resultaba impenetrable y anormalmente silencioso; no se veía el menor movimiento de pájaros o animales, ni se escuchaban sonidos, nada que alterara el silencio. Miró por encima del hombro, y se estremeció al ver que a menos de dos pasos de ellos había un matorral de espinas que era dos veces mayor que ellos, un bosque de siniestras lanzas que centelleaban malignas a la luz de la lámpara. El que ni uno de ellos hubiera sido atravesado por ellas durante el caótico momento que siguió a su llegada era poco menos que un milagro, e, instintivamente, retrocedió, apartándose de la barrera de espinos. Sucediera lo que sucediese ahora, no podían ir por aquella parte: lo que les dejaba tan sólo el bosque mismo.

—Me pregunto hasta dónde llega...

Lo dijo más para sí que para los otros, pero Fran la miró fijo.

—¿El bosque? No importa realmente, ¿no es así? No hay otra dirección que podamos tomar.

—No sabemos lo que puede haber ahí dentro —repuso preocupada Esti. Lo menos importante podrían ser los animales salvajes. —Jugueteó con el cuchillo que pendía de su funda en su cinturón.

—Bueno, pues no lo descubriremos a menos que vayamos.

Índigo sospechó que Fran se obligaba a sí mismo a hablar con más confianza de la que en realidad sentía.

—A lo mejor podemos encontrar un sendero o algo parecido. —Alzó el farol aún más y dio un cauteloso paso en dirección a los árboles, luego otro... y de pronto Esti agarró con fuerza el brazo de Índigo.

—¡Índigo! ¡La luz!

Cuando Fran avanzó hacia adelante, la luz del farol perdió brillo, su resplandor perdió su cálido tono amarillo para transformarse en un enfermizo destello de color indefinido. Fran se quedó totalmente inmóvil, y lo contempló horrorizado; entonces, dio un paso hacia atrás, y de inmediato el farol volvió a brillar con más fuerza.

—¡Fran, regresa! —gritó Esti.

Fran levantó la mano que tenía libre.

—No —respondió—. Aguardad.

Avanzó hacia adelante otra vez; de nuevo el farol perdió potencia. Se detuvo, atisbo al interior del bosque por un momento, luego se volvió rápidamente y les hizo señales para que se acercaran.

—¡Índigo, Esti..., venid aprisa!

Corrieron a su lado, y él les indicó en dirección a los apretujados árboles.

—Mirad. Hay luz. ¡Es muy débil, pero estoy seguro de que no veo visiones!

Índigo entrecerró los ojos para ver mejor y comprobó que tenía razón. A lo lejos, por entre las hojas, se filtraba un resplandor grisáceo opaco y que no parecía provenir de ningún sitio.

—Da otro paso hacia adelante —dijo Fran—, y observa qué sucede.

Perpleja, Índigo le obedeció y el lejano resplandor aumentó en una ínfima parte. Fran siguió:

—Ahora observa el farol —y avanzó para colocarse junto a ella.

La muchacha lanzó una exclamación ahogada al ver que la vela se apagaba hasta convertirse en un rescoldo descolorido, y de repente comprendió.

—Estamos en una especie de zona fronteriza, ¿verdad? —La voz de Fran estaba tensa—. Medio en un mundo y medio en otro. No podemos penetrar realmente en este otro mundo hasta que no salgamos por completo del nuestro. Y cuando salgamos... bueno, es lo que tú decías sobre la realidad. Una vez hayamos dejado nuestro mundo atrás dejará de ser real.

—Y así pues, los artefactos de nuestro mundo pierden realidad y poder.

La teoría tenía sentido, e Índigo se sorprendió ante la perspicacia de Fran ya que sabía tan poco sobre las dimensiones situadas más allá del plano físico de la tierra. Pero antes de que pudiera decir nada más, Esti habló:

—Significa esto... —Había un ligero temblor en su voz; paseó la mirada nerviosa de uno a otro—. ¿Significa eso que... nosotros tampoco somos reales?

Índigo lo consideró por un momento. Recordó a los caminantes dormidos, las cosechas que se morían, la agobiante sensación de que algo se alimentaba de Bruhome, le chupaba la vida como se chupa la médula para extraerla del hueso. Incluso un demonio no podía sustentarse de la nada.

—No —dijo a Esti por fin—. Nosotros seguimos siendo reales, y también todo ser vivo que penetra en este mundo.

Pero el pensamiento que acompañaba a sus palabras era mucho menos reconfortante. Porque el demonio los encontraría con toda seguridad, de la misma forma que encontraría a los durmientes y a sus perdidos compañeros. Y si se alimentaba de vida, entonces podía ser que las vidas de tres personas que habían penetrado en su reino por propia voluntad pudieran resultar una perspectiva mucho más deseable.

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