CAPÍTULO 10


—¡Esti! —La voz de Fran sonó llena de irritación—. ¡Deja de hacer el tonto y ven! No hay nada ahí; estás perdiendo el tiempo.

Esti hundió la cabeza poniéndose a la defensiva, pero regresó avanzando por la negra hierba con mucho cuidado. No dijo nada, se limitó a lanzar a su hermano una mirada despectiva, luego le dio la espalda y siguió adelante a grandes zancadas.

Fran contempló la mata que su hermana había estado investigando, al tiempo que se preguntaba exasperado qué habría llamado su atención —o más bien, su imaginación— esta vez. No vio nada digno de mención, y dirigió a Índigo una mirada de impotencia mientras se ponían en marcha en pos de Esti.

—No sé qué es lo que le sucede —dijo en voz baja dolido—. Si no la conociera, pensaría que le ha estado dando al aguardiente.

Para Índigo era otro signo inquietante. Llevaban andando un buen número de horas, o al menos eso parecía; el estanque quedaba ya muy atrás e incluso su aureola nacarada había quedado ya fuera de su vista; no obstante el curioso estado de ánimo de Esti se había intensificado en lugar de disminuir. Al principio había impuesto un paso rápido a través del páramo, como si tuviera prisa por llegar a una cita de vital importancia; luego, justo cuando Fran iba a protestar diciendo que no había necesidad para tales apresuramientos, la joven se había dedicado a perder el tiempo; andaba despacio, se detenía cada pocos pasos —o al menos eso parecía— para salirse del sendero en persecución de algún hallazgo imaginario, o sencillamente para levantar los ojos al cielo. Respondía cuando se le hablaba, pero o bien lo hacía con vaguedades o con mordaz irritación; y ahora Fran, que no se caracterizaba precisamente por su paciencia, estaba ya a punto de estallar.

—Que me muera si sé qué es lo que le ha dado —insistió—. ¡ Cualquiera pensaría que representa otra vez el maldito papel de Chalila!

—¿Chalila? —Índigo se sentía desconcertada.

—¡Oh! Eso fue antes de que te unieras a nosotros —Fran volvió a mirar malhumorado a Esti, que se contoneaba delante de ellos—. Nunca has visto la obra que acostumbrábamos hacer llamada «Chalila y el Demonio», ¿verdad?

Índigo sintió un helado hormigueo al escuchar la palabra demonio.

—No —respondió con cautela.

—Ah. Es curioso; en la zona más occidental es una de las piezas más populares de nuestro repertorio; siempre lo ha sido. Pero más hacia el este nunca la hemos representado. Papá dice —una expresión de dolor apareció fugazmente en su rostro al recordar de repente que los había traído a este mundo; algo que, desde que las ilusiones y los fantasmas habían empezado a atormentarlos, había resultado muy fácil de olvidar—. Papá dice que es demasiado compleja para la gente sencilla; se aburren y empiezan a gritar en demanda de canciones tabernarias. Pero a lo que iba... es una historia sobre una muchacha a la que rapta un demonio que se ha enamorado de ella, y ésta descubre que se trata en realidad de un príncipe sobre el que ha caído una maldición. Siempre ha sido el relato favorito de Esti, pero papá jamás la dejaba representar a Chalila. Se supone que es una joven recatada, inocente... ya sabes a lo que me refiero. Papá decía que Esti jamás podría ser recatada aunque le fuera la vida en ello, así que siempre era Cari quien representaba el papel. Pero hubo una ocasión en que Cari contrajo bronquitis y se quedó sin voz. Esti se sabía el papel de memoria, de modo que papá se lo dejó hacer. —De repente pareció animarse y lanzó a Índigo una rápida mueca llena de regocijo—. Actuó de una forma horrible. Pero antes del inicio del espectáculo, estaba en tal estado que hubieras creído que realmente esperaba que un enamorado de cuento de hadas penetrara en la carreta y se la llevara. Nos volvió medio locos a todos con su comportamiento; igual como se comporta ahora.

El helado hormigueo se repitió por segunda vez, e Índigo creyó comprender. Durante mucho tiempo, Esti había albergado un romance secreto en el que se veía a sí misma como a Chalila. Ahora el demonio enamorado de Chalila había llegado, un fantasma en el espejo de un estanque irreal, para mostrarle su rostro y llamarla a su mortífero jardín. Vulnerable, impresionable, Esti no había podido enfrentarse a la perversa inteligencia que se ocultaba tras el fantasma, y se había enamorado de un horror que se alimentaba de sus más profundos anhelos y despacio pero con firmeza la obligaba a servir a sus propósitos, Índigo se había atrevido a pensar que si se alejaban del estanque liberarían a Esti del encantamiento; pero debería haberlo sabido; debería haberse dado cuenta de la verdad cuando Esti insistió en que siguieran la ruta por la que iban ahora. Era el demonio quien la guiaba, y Esti, ciega, toda inocencia y amor, lo seguía. Era una hermosa trampa mortal.

¿Pero hasta qué punto era mortal? Un pensamiento anterior empezó a carcomer a Índigo; algo que había penetrado en su mente cuando estaba junto al estanque y que había olvidado en la confusión de los acontecimientos posteriores. El señor de las marionetas y sus víctimas voluntarias. Y la inquietante sospecha de que a lo mejor sólo aquellos voluntarios podían cruzar el velo que conducía al sanctasanctórum del demonio. La criatura que había surgido de la oscuridad para tocar la mente de Esti con su veneno era más poderosa y tangible que los fantasmas que habían encontrado antes; lo cual sugería que esta manifestación particular de la entidad diabólica estaba más próxima al núcleo de su progenitor.

Y si podía mantenerse el precario equilibrio entre la seguridad de Esti y la atracción del demonio, entonces, quizá seguirla hacia donde los condujera sería su única posibilidad de abrirse paso por entre las ilusiones de aquel mundo para llegar a la realidad que se ocultaba debajo.

—No creo que debamos preocuparnos demasiado —dijo, reprimiendo con fuerza la voz de su conciencia. Le sonrió, con expresión ingenua, al tiempo que se odiaba por hacerlo—. La atmósfera de este lugar es suficiente para fijar la imaginación de cualquiera en una idea particular.

—¿Quieres decir que está realmente representando el papel de Chalila? —Fran no pareció darse cuenta de la importancia de esta observación; se echó a reír, cosa que hizo que Esti le lanzara una mirada cargada de veneno por encima del hombro—. Eso no me sorprendería. Pues, muy bien; mientras que sus ensoñaciones no nos causen ningún problema... Aunque no me importa admitir que preferiría que se las quitara de encima. Toda esta excitación y pérdida de tiempo... parece olvidar que tenemos cosas mejores que hacer.

Índigo se sintió incapaz de mirarlo directamente a los ojos.

—Sí —dijo mientras su conciencia la asaltaba de nuevo—. Es verdad.

El deseo de Fran de que Esti «se quitara de encima» sus ensoñaciones se vio cumplido — al menos por lo que se refería a él— durante la caminata; ya que poco después la muchacha pareció sufrir otro impredecible cambio de humor y su distraído y soñador vagabundeo se transformó bruscamente en una nueva sensación de propósito y dirección. Fran se sentía demasiado satisfecho por aquel cambio para hacerse preguntas sobre la repentina renovada determinación de su hermana, e Índigo no dijo nada; prefirió guardarse para sí lo que pensaba y se dedicó a vigilar a Esti con más atención que nunca.

El páramo se extendía inmutable. Resultaba imposible decidir si llevaban caminando días, horas, o simplemente minutos; el oscuro terreno que se extendía en todas direcciones parecía desafiar tales consideraciones y convertirlas en algo sin sentido. Durante un rato, Índigo y Fran intentaron encontrar algún tema trivial de conversación, pero no encontraron nada que decir que no estuviera impregnado de temores secretos y preocupaciones ocultas, y por último se quedaron callados. Esti parecía más tranquila ahora y más segura de sí misma y ya no oscilaba de forma caprichosa entre la prisa y el letargo. La verdad es que ahora marcaba un paso más rápido que nunca a través de la negra hierba: parecía incansable, y muy a menudo volvía la cabeza para mirar a los otros dos que avanzaban pesadamente detrás de ella, y también para meterles prisa con un gesto o con una palabra,

Índigo se sentía cada vez más segura de que Esti, de forma consciente o inconsciente, los conducía realmente en dirección a un objetivo desconocido.

¿Pero dónde podría estar este objetivo?, se preguntaba. Hasta donde llegaba la vista, no había nada en el páramo, y debían de haber andado ya incontables kilómetros sin ver el menor indicio de que fuera a terminarse aquel paisaje nocturno yermo e inmutable. La comida y el agua no tardarían en escasear; y ¿qué sucedería cuando sus raciones se agotaran? Se le ocurrió la desagradable idea de que a lo mejor eso era precisamente lo que deseaba el demonio: conducirlos a una persecución inútil e interminable que resultara infructuosa, hasta que finalmente sucumbieran al hambre, la debilidad y la desesperación. Volvió a pensar en los caminantes dormidos de Bruhome y se estremeció. ¿Por qué no habían encontrado a ninguna de aquellas pobres criaturas desde que penetraran en este mundo? ¿Qué había sido de ellas? ¿Y no estarían los tres siguiendo ciegamente una promesa inexistente y un sendero que no los conduciría a ninguna parte?

Intentó no hacer hincapié en aquel tema mientras andaban. El silencio resultaba cada vez más opresivo; Fran, que iba algo rezagado y se detenía cada dos por tres para escudriñar el vacío páramo a su espalda con ojos inquietos y pensativos, estaba claramente intranquilo, y tan sólo Esti parecía no sentirse afectada por la cada vez más intensa atmósfera de duda.

Por fin, Fran no pudo permanecer por más tiempo en silencio, y dijo de repente, con brusquedad:

—Índigo... Esti. Deteneos un momento.

Índigo se detuvo y volvió la cabeza. El rostro de Fran era un óvalo cansado en el débil crepúsculo plateado; la penumbra dibujaba oscuros trazos confusos en sus facciones, dándole un aspecto inhumano.

—¿Qué sucede? —inquirió.

También Esti se había detenido, pero de mala gana, y se mantenía en tensión. Situada entre hermano y hermana, Índigo se sintió de pronto como un reacio mediador atrapado en medio de algo potencialmente peligroso. Durante unos instantes Fran miró más allá de ella, clavando los ojos en el rostro de Esti. Luego dijo:

—¿Adonde vamos?

Índigo no le respondió: la pregunta no iba dirigida a ella. Esti se limitó a devolverle la mirada a Fran, y éste repitió:

—He dicho, ¿adonde vamos? Porque me parece que hemos andado muchas horas, sólo la Diosa sabe si no habrán sido días, y ¿para qué? —Uno de sus brazos describió un arco, indicando el desolado páramo—. Sólo hay esto, sin que se vea el final. ¡Maldita sea, no hemos visto ni un solo ser vivo, ni rastro de papá ni de Cari!

—Eso no es culpa mía —repuso Esti, encogiéndose de hombros al tiempo que hacía intención de darse la vuelta.

—Yo no digo que lo sea. Pero desde que abandonamos ese maldito estanque con su agua inexistente, eres tú la que nos ha guiado, Esti, y eso me hace pensar que sabes algo que nosotros ignoramos.

—No seas estúpido. —Esti le dio la espalda por completo, y su voz sonó amortiguada, lo que hizo pensar a Índigo que la joven se había llevado una mano al rostro y se mordía los nudillos—. ¿Cómo podría hacerlo?

—Muy bien. —Fran lanzó un profundo suspiro; era lo que había esperado escuchar y había tomado una decisión—. Bueno, diré lo que tengo que decir y acabaremos. Creo que somos unos locos. Hemos penetrado en este mundo sin la menor idea de lo que nos espera, y sin ningún plan de acción; y desde que llegamos hemos andado tan a ciegas como cualquiera de los durmientes de Bruhome, con la cerril idea de que tarde o temprano llegaríamos a alguna parte. Pero no hemos llegado a ninguna parte, ¿no es así? Tal y como están las cosas, podríamos habernos quedado en el bosque, para lo que nos ha servido esta caminata... ¿Dónde está papá? ¿Dónde está Cari? ¿Dónde está Grimya?

Esti empezaba a alterarse, e Índigo intervino. Con mucha suavidad, preguntó:

—¿Qué es lo que quieres decir, Fran?

El joven la miró, e Índigo vio cómo sus hombros se tensaban al percibir el tono protector de la voz de la muchacha. Luego, repuso con sequedad:

—Lo que digo es que no estoy dispuesto a dar un solo paso más hasta que tengamos un plan concreto. Hasta que nos hayamos sentado aquí y hablado.

—¡No! —le espetó Esti.

Ambos la miraron sorprendidos.

—¿Qué quiere decir no? —preguntó Fran.

—Yo... no... —Esti estaba como paralizada—, es decir, no veo por qué necesitamos... — Le fallaron las palabras y se quedó silenciosa.

—¡Oh, vamos, Esti! —Fran estaba perplejo—. ¡No hacemos más que andar y andar, sin la menor idea de adonde vamos! ¿Cómo podemos albergar la esperanza de encontrar a papá y a Cari de esta forma?

—Los encontraremos —protestó Esti, pero sin auténtica convicción—. Si tenemos fe y confianza. —Sus ojos se movieron con rapidez, furtivos del rostro de Fran al de Índigo; vio la expresión de ésta y desvió deprisa la mirada.

—¿Confiar en qué? —Fran estaba cada vez más exasperado—. ¿En tu infalible sentido de la dirección? Maldita sea, muchacha, eres...

—¡No me hables así! —Esti lo atajó con tal ferocidad que el joven dio un paso atrás, sobresaltado—. ¿Quién crees que eres? —Sus brillantes ojos llameaban; entonces, de repente, arrojó al suelo la bolsa que llevaba a la espalda y se dejó caer junto a ella—. Muy bien. Sentémonos y celebrad vuestro consejo, si eso te hace feliz. ¡No me importa! —Y volvió la cabeza.

—De acuerdo.

Fran se sentó también sobre la hierba, y levantó los ojos hacia Índigo. En sus ojos había una especie de desafío, y cuando volvió a hablar lo hizo con voz cáustica.

—Sugiero, Índigo, que ignoremos a esta criatura hasta que decida dejar de comportarse como un niño malcriado. Entretanto, puede que tú y yo podamos discutir cuestiones más importantes.

Índigo vaciló. Su deseo era instar a los dos a que dejaran de pelearse pero a la vez sabía que esta última ruptura la había desencadenado algo mucho menos inocente que la rivalidad entre hermanos. Tenía que mediar: pero al mismo tiempo necesitaba conseguir apaciguarlos sin despertar la menor sospecha sobre sus propios motivos.

—Escuchadme, los dos. No sé cuánto tiempo hemos andado, pero no debe faltar mucho para el momento de otro descanso. —Les dedicó una sonrisa forzada que no la convenció a ella pero, esperó, podría engañarlos a ellos—. Estoy cansada, hambrienta, y no dudo de que vosotros lo estaréis también. Acampemos aquí. Y luego podemos discutir qué hacer, y satisfacer ambas necesidades.

—Sí, estoy de acuerdo —asintió Fran.

—¿Esti?

—Si eso es lo que queréis... No me importa —respondió con un encogimiento de hombros y sin volverse.

—Muy bien.

Índigo dejó caer su bolsa; arqueó los hombros agradecida por deshacerse de aquella carga. Estaba agotada; y cuando se sentó Fran, percibiendo su estado, le dijo:

—Yo montaré la primera guardia. —Le sonrió y su sonrisa le transmitió un amago de disculpa—. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo? Cuando hayas dormido un poco. Tienes todo el aspecto de necesitar dormir. Y no te preocupes por Esti. Haremos las paces; siempre lo hacemos.

Índigo titubeó, pero luego comprendió que tenía razón. La pelea se olvidaría. Por ahora, al menos, no había mucho que temer, y le devolvió la sonrisa a Fran antes de acomodarse lo mejor que pudo sobre el accidentado suelo.

De forma perversa, el sueño se negó a acudir en un principio, a pesar de su cansancio. Durante algún tiempo permaneció despierta, consciente de la presencia de Fran que contemplaba meditabundo el desolado y silencioso paisaje nocturno y de los ocasionales movimientos inquietos de Esti. Al cabo de un rato Esti se dio por vencida y se tumbó, enroscándose sobre el suelo con la cabeza descansando sobre la bolsa: al poco rato Índigo escuchó unos murmullos que no pudo comprender y que en un principio pensó que iban dirigidos a Fran. Pero Fran no respondió, y se dio cuenta de que Esti debía de estar dormida y soñaba.

Por fin Índigo empezó a hundirse en las brumas del sueño. A punto de dormirse, justo antes de que la oscuridad interior se adueñara de ella, tuvo la sensación de que alguien la observaba, e intentó despertarse para advertir a sus compañeros de que no estaban completamente solos. Pero la realidad se le escapaba ya, para transformarse en las primeras imágenes de un sueño, y se dejó llevar. Un sueño. Eso era todo lo que era. Sólo un sueño.

Índigo se durmió. Fue un sueño profundo, por tanto la conmoción del despertar, cuando éste llegó, resultó mucho peor.

—¡Índigo!

La voz penetró por entre la inconexa imagen de un desierto de cegadoras arenas doradas, y mientras empezaba a despertarse Índigo se oyó pronunciar un nombre casi olvidado, y hacer una pregunta en una lengua conocida pero descuidada del continente oriental. Las brumas del sueño se disiparon como una tormenta de polvo, y se encontró mirando a Fran.

—¡Índigo! —La mano del muchacho le sujetaba el hombro con ferocidad mientras se inclinaba sobre ella, y el terror se pintaba en sus ojos—. ¡Esti se ha ido!

El triste relato de Fran fue muy breve. Había estado más cansado de lo que creía y después de que Índigo y Esti se durmieran se encontró celebrando una batalla imposible contra su propio agotamiento. Pero antes de despertar a cualquiera de las dos muchachas, decidió —de forma estúpida, por lo que ahora parecía— seguir con la guardia. No obstante sus esfuerzos habían fracasado, y se había despertado con la cabeza apoyada sobre las rodillas, un terrible dolor de espalda, y con Esti desaparecida.

Su inmediata suposición era que algo había penetrado en el campamento y se había llevado a Esti y se encontraba dividido entre violentas autorrecriminaciones y frenéticas imposiciones de que habían de encontrarla y rescatarla, Índigo, no obstante, sabía exactamente qué había sido de Esti, y se maldijo por no haberlo previsto. La pelea debiera haberla puesto sobre aviso: Esti, persiguiendo obsesivamente la alucinación que se había apoderado de su mente, no había estado dispuesta a dejar que nada se interpusiera en su camino, y había aprovechado la primera oportunidad para deshacerse de aquellos que, según su desvirtuado razonamiento, frustraban sus deseos. Se trataba de la peor confirmación posible de las sospechas de Índigo; y ahora ya no podía guardarse esas sospechas para sí.

Convenció a Fran para que se calmara el tiempo suficiente para escucharla, y le contó lo que ya sabía; le habló del jardín y de su lívido habitante que se reflejaban en el estanque, de la inquietante sensación que había tenido sobre el poder del fantasma, y de la particular reserva y disimulo de Esti que habían dado la primera señal de alarma a su cerebro. Luego, con franqueza, le confesó el plan que se había hecho de permitir que Esti los guiara hasta aquello que la llamaba, plan que tan poco éxito tuvo.

Fran escuchó todo lo que tenía que decir y cuando ella terminó se produjo un silencio durante algunos instantes. Luego, en voz anormalmente baja por sus esfuerzos para controlarla, Fran dijo:

—De modo que Esti ha huido en pos de ese... de ese demonio, de esa cosa. Y tú lo sabías. Sabías que algo así podía suceder, y sin embargo la dejaste correr el riesgo...

—¡Fran, lo siento! La Madre sabe que si hubiera sabido por un momento que...

—¡Si conocieras a Esti, se te habría ocurrido! ¡Yo lo hubiera sabido, maldita sea! ¡Es mi hermana, para mí resulta tan transparente como el agua, y hubiera podido predecir exactamente lo que haría! ¿Por qué no me lo dijiste?

Índigo meneó la cabeza con desesperación.

—Debiera haberlo hecho. Ahora me doy cuenta. Pero no quería hacer nada que pudiera despertar las sospechas de Esti, o dejar que el demonio se diera cuenta de lo que sucedía. — Sonaba poco convincente, lo sabía; pero era la verdad.

—Ya veo —repuso Fran con frialdad—. No pensaste que podías confiar en que yo guardaría el secreto, ¿verdad? —Dos furiosas manchas rojas aparecieron en sus mejillas, y su voz se volvió apasionada bruscamente—. Piensas que soy una criatura. Tú, con toda tu sabiduría y superioridad, crees que siempre sabes lo que es mejor! ¡Bien, muy bien! ¡Pues espero que te conforte saber que toda tu sabiduría y toda tu superioridad puede ser que hayan acabado con mi hermana!

—Fran...

¡No! —Fran se dio la vuelta y empezó a recoger su bolsa—. Al diablo contigo, Índigo. ¡No pienso seguir escuchando! ¡Me voy en busca de Esti, y la voy a rescatar de las garras de esa monstruosidad... y tú puedes hacer lo que te plazca!

Se cargó la bolsa a la espalda y se habría alejado si Índigo no le hubiera gritado:

—¡Fran! ¡Ni siquiera sabemos qué dirección tomó!

Fran vaciló, luego se volvió para mirarla. Por un instante ella pensó que el joven podría estar demasiado furioso para comprender lo que ella había dicho, pero al cabo de un momento Fran lanzó un furioso juramento, y arrojó la bolsa al suelo al tiempo que su rabia se esfumaba de repente.

—¡Oh, Madre Todopoderosa... ! —Se llevó una mano al rostro en un gesto de desesperación.

—No quiero pelearme contigo, Fran —dijo Índigo con suavidad; se sentía como si pisara hielo quebradizo, pero tenía que intentar reparar su desavenencia, si le era posible—. Y estoy dispuesta a admitir que estaba equivocada, muy equivocada. No puedo cambiar mi error, pero quiero repararlo. —Se interrumpió. Fran permanecía inmóvil, su rostro era una máscara impenetrable, pero al menos la escuchaba—. Si queremos tener alguna esperanza de encontrar a Esti hemos de hacer lo que sugeriste antes: buscar pistas, y elaborar un plan. Es nuestra única posibilidad.

Se produjo un silencio durante un rato. Luego, muy despacio, Fran asintió con la cabeza.

—Muy bien. En eso al menos, tienes razón. —Levantó la vista y le devolvió la mirada con un residuo de resentido veneno aún en sus ojos—. Pero esta vez se hará según diga yo. —Se golpeó el pecho con un dedo—. Yo.

Índigo se dijo que el muchacho no podría hacerlo peor de como lo había hecho ella, de modo que le respondió llena de contrición:

—Sí. Como tú digas.

La pista, cuando la encontraron, resultaba tan evidente que ninguno de los dos creyó ni por un momento que se tratara de un accidente. A diez metros de donde habían dormido vieron un destello de insólito color sobre la hierba y descubrieron un brazalete hecho de pequeñas cuentas de cristal barato sobre el negro suelo.

—El brazalete de la suerte de Esti. —Fran lo miró sorprendido—. Y ni siquiera se ha roto. Debe de haberlo dejado caer deliberadamente. Quería que supiéramos en qué dirección se iba... o lo que sea que la controle quería que así fuera.

—Bien, eso, o lo dejaron para engañarnos.

El muchacho la miró de soslayo. La atmósfera entre ambos no era cómoda aún y el menor atisbo de crítica —aunque fuera imaginado— le hacía saltar. Apretó el puño y aplastó el brazalete.

—No me importa. Hemos perdido demasiado tiempo ya, y tanto si esto es un engaño como si no, voy a seguirlo. —Hizo una pausa—. ¿Vienes?

Índigo no discutió. El brazalete podía llevarlos a seguir una pista auténtica o falsa; pero

no tenían otra elección que confiar en él.

—El terreno asciende un poco —dijo a Fran indicando hacia adelante—, parece seguir así por un kilómetro o dos. Desde la cima de la elevación podremos obtener una mejor panorámica del terreno.

—De acuerdo. Entonces pongámonos en marcha, y rápido.

Establecieron un régimen alternado de caminar y correr, avanzando unos cincuenta pasos cada vez, mientras se turnaban para llevar la tercera bolsa que Esti había abandonado. Este ritmo les permitía mantener un buen paso al tiempo que conservaban energías y cuando por fin llegaron a la cima de la lejana elevación ambos jadeaban sólo muy superficialmente.

El panorama resultó decepcionante, sin embargo. Aunque el curioso brillo plateado del cielo les permitía un buen campo visual hasta una gran distancia en todas direcciones, no había nada que ver excepto el desierto e interminable páramo que se extendía, al parecer, hasta el infinito.

Fran maldijo en voz baja al extinguirse la esperanza que había alimentado.

—Tiene que haber algo —masculló—. No puede seguir así eternamente. No puede.

—No creo que lo haga.

Índigo entrecerró los ojos en un esfuerzo por escudriñar las partes más alejadas del terreno. Volvía a pensar en la teoría, olvidada a la luz de acontecimientos más urgentes, de que la fuerza de voluntad podría ser capaz de controlar el equilibrio entre ilusión y realidad en este mundo. ¿Podría ser posible que, bajo la máscara de este páramo interminable e inmutable, les aguardaran los auténticos contornos de la dimensión del demonio y todo lo que ésta contenía, si eran capaces de reunir la fuerza de voluntad suficiente para verla?

Suspiró y desechó la idea. Aunque esto fuera verdad, ni ella ni Fran sabían cómo abrir la puerta; y sin ese conocimiento la especulación resultaba inútil. Sólo una indicación, pensó. Sólo una señal. Sin duda, como había dicho Fran, debía de haber algo.

Desalentada tanto por su propio ensueño como por la aridez del paisaje, se inclinó para recoger la bolsa de Esti, lista para seguir adelante. Pero mientras se la colgaba al hombro, Fran le sujetó de repente el brazo, al tiempo que miraba a lo lejos.

—Algo se mueve. —Señaló con el dedo, y su voz se elevó_ excitada—. Allí, a lo lejos, ¡mira!

Índigo se volvió. En la distancia, claramente destacada contra el plomizo telón de fondo, vio una forma pálida y borrosa. La distancia le daba un aspecto parpadeante y fantasmal, pero no había la menor duda de que se movía, aunque despacio y de forma errática, en medio de la penumbra.

Índigo se escuchó contener la respiración con fuerza al tiempo que Fran volvía a hablar.

—¿Humana? —El joven la miraba con ojos enfebrecidos.

—Es imposible estar seguro desde aquí —le respondió, mordiéndose el labio—. Pero... eso creo.

—Y avanza en la misma dirección que nosotros. Es Esti... ¡tiene que serlo! —Le cogió la otra bolsa de la mano, y se la pasó sobre el hombro junto con la suya propia, y empezó a andar—. ¡Vamos!

Echaron a correr dando traspiés. El terreno era más accidentado en este lado de la elevación, lleno de declives y matas que fácilmente podían provocar una torcedura de tobillo; y las pesadas bolsas dificultaban su equilibrio y convertían en irregular su avance, Índigo temía que Esti pudiera verlos perseguirla; pocas posibilidades tendrían de alcanzarla, ya que no llevaba ninguna carga, si decidía eludirlos. Pero al parecer no había advertido su presencia, ya que siguió andando sin variar el ritmo.

Ganaron terreno con rapidez a su presa, y estaban ya a poca distancia de ella cuando ambos se dieron cuenta con gran contrariedad por su parte de que, aunque la figura que tenían delante era humana, y la de una mujer, desde luego no se trataba de Esti.

—¡Madre de Toda la Vida! —Fran se detuvo sin aliento y su voz se quebró

desilusionada—. ¡Es uno de los caminantes dormidos!

La mujer llevaba puesto tan sólo un camisón de lana, y su larga cabellera, que por una irónica coincidencia tenía casi el mismo color que la de Esti, le colgaba por la espalda en una soja trenza medio deshecha. Ahora que estaban más cerca, Índigo y Eran pudieron ver que la mujer no controlaba en absoluto su avance por el páramo; ciega a agujeros y protuberancias, andaba tambaleante siguiendo una inmutable línea recta como un animal indefenso inconsciente a todo lo que no fuera la llamada del instinto. Y con una sensación de horror que les surgió de la boca del estómago, observaron que sus brazos desnudos estaban tan delgados como si se les hubiera extraído la carne y la sangre, dejando sólo los huesos pelados bajo la demacrada capa de piel.

El sobresalto y la lástima se debatieron con la desilusión en la mente de Índigo; pero por debajo de estos sentimientos volvía a encenderse la animación.

—Eran, —Índigo contempló a la mujer, que siguió andando, sin darse cuenta de su presencia—. Ella es la primera de ellos que hemos visto. La primera de los caminantes de Bruhome. ¡Así pues, siguen vivos!

—Sí. —Los ojos de Eran estaban llenos de pesar—. ¿Pero de qué nos sirve eso ahora? ¿Nos conducirá a Esti?

—¡A lo mejor sí! ¿Recuerdas aquella terrible determinación que todos poseían cuando abandonaron la ciudad; como si tuvieran un objetivo que debían alcanzar a cualquier precio? La entidad que se ha llevado a Esti también podría estar atrayéndolos hacia ella... El objetivo de Esti y el de ellos podría ser el mismo.

—¡Claro! —Los ojos de Eran se abrieron desmesuradamente; luego su febril excitación se apagó de golpe—. Pero avanza despacio; demasiado despacio. Si la seguimos, sólo la Madre sabe qué será de Esti antes de que podamos alcanzarla. No pienso correr ese riesgo.

—No tenemos por qué hacerlo, —Índigo señaló en dirección a la mujer—. Mírala. Jamás varía de ruta, no importa qué obstáculos ponga el terreno en su camino. Apostaría a que ha estado andando en línea recta desde el mismísimo lugar por el que penetró en el bosque a través de los espinos.

—Por lo tanto, si seguimos la misma dirección... ¡sí! ¡Tiene que funcionar! —De repente, las diferencias entre ambos quedaron olvidadas por completo, y Fran tomó la mano de Índigo al tiempo que empezaba a andar—. ¡Deprisa! ¡Esti no puede estar tan lejos!

—Fran, espera, —Índigo dio un traspié—. Cuando lleguemos junto a esa mujer, hemos de detenernos. Sé que sigue en trance, pero existe una posibilidad de que podamos hacerla reaccionar. Y cualquier cosa que pueda decirnos podría resultar inestimable.

El joven dudó, pero acabó asintiendo:

—Muy bien, lo intentaremos. Pero no pienso perder demasiado tiempo.

Echaron a correr, hasta alcanzar a la sonámbula y se separaron para colocarse uno a cada lado de ella. Aún no habían podido ver el rostro de la mujer, ya que ésta no miraba ni a derecha ni a izquierda mientras andaba; pero al llegar a su altura y adelantarla ligeramente, Índigo contuvo una exclamación al ver por fin sus facciones con claridad.

Tenía todo el aspecto de un cadáver. Hacía mucho tiempo, al morir un viejo criado de Carn Caille, Índigo —que no tenía entonces más de ocho años— se había deslizado a escondidas en la antecámara donde estaba colocado el ataúd listo para la pira funeraria; corroída por la curiosidad de ver aquello que sus padres, conscientes de su tierna edad, le habían prohibido. Las alteraciones que la muerte había producido en el viejo criado, al que adoraba, la habían horrorizado; tema el aspecto de una figura de cera y pergamino, estaba arrugado y desconocido. La vida y el espíritu se habían ido, sin dejar tras ellos más que un cascarón vacío. La imagen, su primer encuentro con la mortalidad humana, había quedado grabada en Índigo para siempre; y ahora, al contemplar a la mujer de Bruhome, el antiguo recuerdo regresó con terrible contundencia. Cera y pergamino: la carne del rostro había desaparecido. Era una cáscara lívida y cadavérica: sólo sus ojos —claros y ligeramente protuberantes antes de que aquella siniestra obsesión interior los hubiera hundido en sus cuencas— conservaban algo de animación.

—Que la Diosa se apiade de nosotros... —musitó Fran, luego contuvo su repulsión e interceptó a la mujer, extendiendo las manos para sujetarla por los brazos y detenerla: los pasos de la mujer perdieron velocidad, vacilaron; luego, grotescamente, se detuvo donde estaba pero sus pies continuaron moviéndose, arriba y abajo, sin dejar de andar a pesar de que no podían avanzar.

—Es como tocar carroña —dijo Fran, y su voz era trémula—. Está fría, y su piel tiene un tacto... —Se estremeció y sus dedos se crisparon de forma inconsciente, en un deseo de apartarse de allí.

Índigo se colocó a su lado y la miró a los ojos. Esta le devolvió la mirada sin parpadear, sin ver nada.

—Señora. Señora, ¿podéis oírme? ¿Podéis comprender?

No obtuvo respuesta. No obstante los pies siguieron moviéndose infructuosamente.

—Señora, querernos ayudaros si podemos. Por favor... si comprendéis, intentad darnos alguna señal.

De repente, la mujer dejó de mover los pies. Por un instante que les pareció eterno permaneció totalmente inmóvil, luego sus ojos se iluminaron con comprensión, y sus labios se separaron para formar una dulce y embelesada sonrisa infantil que resultó espantosa en aquel rostro cadavérico. Fran dio un salto atrás y la soltó, y la mujer alzó un brazo delgado como un palillo, con el que indicó al otro lado del páramo.

—¡Mirad! —dijo con el mundano acento de Bruhome—. ¡Oh, mirad..., es tan hermoso!

Índigo y Fran se volvieron con rapidez, pero no había nada que ver excepto el desierto paisaje nocturno. Perplejos, se volvieron de nuevo hacia la mujer. Todavía mostraba la horrible sonrisa en los labios, pero la luz de sus ojos se había apagado y los había dejado sin expresión.

Entonces, ante sus horrorizadas miradas, su cuerpo se deshizo en pedazos, y los pedazos se convirtieron en polvo.

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