CAPÍTULO 9


—¡No pienso regresar ahí! —exclamó Esti con violencia, apretando los dientes—. ¡No me importa si lo dejamos todo allí para que se pudra..., no pienso ir!

Fran soltó las muñecas de su hermana y miró impotente a Índigo.

—No sirve de nada. No quiere razonar.

Habían alcanzado a Esti en la ladera de una suave escarpadura y por fin habían conseguido tranquilizarla; permanecían sentados en un repecho, incapaces de mirar por el borde al pozo de intensas sombras que se abría a sus pies. El fuego de su campamento resultaba apenas visible en la distancia, y junto a él estaban todas sus pertenencias.

Esti apartó los brazos de las manos de Fran y aspiró con fuerza, luego se secó los ojos con la manga que le quedaba. Fran arrugó la otra, que le había arrancado al intentar detener su huida, y la dejó caer sobre la hierba.

—Bueno, pues alguien tiene que regresar —dijo con firmeza.

—¡No, Fran! —protestó Esti—. Tú no lo has visto...

—Entonces no tengo por qué tener miedo, ¿no es así?

—¡Pero era el Jachanine! Los cabellos, los dientes... ¡Y aquellos ojos!

—Un momento —intervino Índigo de repente, sujetando el brazo de Fran—. ¿Qué es lo que ha dicho que vio?

—El Jachanine —repuso Fran sucintamente—. Es un troll que frecuenta los pinares en nuestro país. Nuestra madre acostumbraba contarnos historias sobre él cuando éramos pequeños. —Contuvo un estremecimiento.

—¿Qué aspecto tiene?

Fran frunció las cejas.

—Ya lo has visto por ti misma, ¿no?

—He visto algo. Pero le di otro nombre. —Se inclinó hacia adelante para que Esti no pudiera escucharla—. En las Islas Meridionales tenemos relatos de un demonio llamado el Caminante Pardo. Es inmensamente alto y delgado, y posee un solo brazo, una sola pierna y un solo ojo. La boca la tiene en el estómago,, y ulula. —Sintió una sensación de náusea en la garganta al resurgir la imagen en su mente, y la reprimió con un esfuerzo—. Eso fue lo que yo he visto. Describe al Jachanine.

—No. —Fran entrecerró los ojos—. De modo que Esti y tú no visteis la misma cosa, ¿no es así? Ella ha creído que era el Jachanine; tú que se trataba de un demonio de las Islas Meridionales. Y yo no he visto absolutamente nada. Entonces no era algo real: ha sido otra ilusión.

—Sí. —Índigo volvió la cabeza pensativa en dirección al campamento y la amenazadora pared de árboles situada más allá—. Pero ¿qué clase de ilusión? Eso es lo que me preocupa, Fran. ¿La creamos nosotros, con nuestra propia imaginación? ¿O alguna fuerza exterior leyó nuestras mentes y conjuró las imágenes para reflejar nuestros terrores infantiles?

Fran lanzó un juramento en voz baja y miró en dirección al bosque con una mirada furtiva y llena de inquietud.

—Por la Madre, ésa es una idea aterradora. Eso querría decir que este demonio sabe que estamos aquí, y nos vigila. —La miró de soslayo—. E incluso juega con nosotros, quizá.

Sus palabras repetían las sospechas de Índigo, y ésta dijo:

—Creo que deberíamos irnos. Debemos regresar al campamento el tiempo necesario para recoger nuestras cosas y nada más. Aun cuando Esti lo quisiera no considero sensato quedarnos en él. En mi opinión debemos ponernos en movimiento, y rápido. Si tú y yo vamos a buscar las cosas...

Fran meneó la cabeza.

—Estoy de acuerdo; pero Esti no debe esperar aquí sola. Uno de los dos tendrá que quedarse con ella. Lo mejor será que yo recoja las cosas. —En la oscuridad su sonrisa era

un débil pero decidido intento de hacer una gracia—. Soy el que corre más deprisa de los tres.

Esti se apretujó contra Índigo, agarrándole la mano con fuerza, y juntas contemplaron con cierta inquietud cómo Fran se alejaba a grandes zancadas por la hierba en dirección a la débil luz del fuego. Mientras se inclinaba para recoger sus posesiones las copas de los árboles crujieron de repente, amenazadoras, Índigo sintió que el corazón le daba un vuelco, y Fran levantó los ojos veloz; pero los árboles volvieron a quedar en silencio y él reanudó su tarea, trabajando con rapidez, sin detenerse a apagar el fuego con los pies. Cuando regresó, Esti lo abrazó sin decir nada; luego los tres se volvieron para contemplar el reluciente terreno bañado por la oscuridad que se extendía en dirección al lejano horizonte.

—Hay una especie de sendero.

Índigo, cuya visión nocturna era más aguda que la de la mayoría, indicó el lugar donde la cresta corría en diagonal entre dos valles de empinadas laderas. Siguiendo la cresta, iluminado de forma débil y desigual por una luminosidad fosforescente en la profunda penumbra, había lo que parecía ser un sendero estrecho y accidentado.

—No hay forma de saber adonde conduce —dijo Fran dubitativo.

—Conduce lejos del bosque —interpuso Esti—. Eso ya es suficiente para mí.

A lo lejos, en la linde del bosque, las apagadas llamas azules del fuego seguían brillando, y mientras se echaban al hombro las bolsas, Índigo miró atrás y se preguntó si aquella diminuta y fría luz acabaría por desvanecerse y apagarse. Las leyes naturales en este lugar eran tan imprevisibles que el fuego bien podría seguir ardiendo sin combustible que lo alimentara; al menos hasta que la descomposición, que de una forma extraña y desagradable parecía endémica a aquel extraño mundo, acabara por destruirlo.

Continuó mirando al fuego hasta que oyó pronunciar su nombre, de una forma vacilante y perpleja, y esto rompió el hechizo de sus meditaciones. Fran y Esti la observaban, y el primero preguntó:

—¿Índigo? ¿Qué estás pensando?

Se volvió hacia ellos, de cara otra vez a la oscura extensión de terreno que tenían delante.

—Nada que no pueda esperar —respondió, y se obligó a sonreírle—. ¿Nos vamos?

El tiempo y la distancia carecían de todo significado mientras avanzaban por la silenciosa noche. El débil y fantasmagórico crepúsculo no variaba, los páramos y escarpaduras y los pedregales se extendían interminables en todas direcciones, y no se distinguía ninguna señal distintiva en toda aquella aridez que los rodeaba. El cansancio había dado paso a una peculiar y nebulosa sensación de inevitabilidad, e incluso Índigo, que no había dormido en absoluto, se sentía como si pudiera seguir avanzando bajo aquel cielo eternamente monótono.

Esti se había desecho de sus peores temores, pero su valor había sufrido un duro golpe y se había mostrado muy abatida, cosa muy impropia de ella, desde que abandonaran la escarpadura, Índigo y Fran habían explicado la naturaleza de la aparición del bosque, pero poco importaba. Lo que había sucedido en una ocasión, argüía Esti, podía suceder de nuevo.

Y había pesadillas infantiles mucho peores que el Jachanine enterradas en su mente. ¿Cuál sería el siguiente fantasma? ¿Otro troll? ¿Una voraz jauría de Witchlenen? ¿O el mismísimo Gusano Titánico? Fran la instó con severidad a mantener la boca cerrada y dejar de decir estupideces: ¿quería acaso buscarse más problemas? Aunque los nombres pronunciados por Esti no significaban nada para ella, Índigo se dio cuenta de que éstos hacían mella incluso en las enérgicas baladronadas de Fran, e intervino, ansiosa por cambiar el tema antes de que el temor se volviera demasiado contagioso. Con la esperanza de mitigar el estado de ánimo reinante, les contó su experimento con el fuego, y cómo había hecho desaparecer una quemadura de su propia mano al creer simplemente que ésta no podía existir de ningún modo. Esti se sintió muy excitada ante esta idea, y estudió sus quemados dedos con renovado interés.

—¿Quieres decir que si yo digo que no creo en ello, desaparecerán?

—No es exactamente así de sencillo —le advirtió Índigo—. No puedes decir sencillamente que no lo crees, debes estar convencida de ello.

Esti frunció el entrecejo y flexionó la mano.

—Pero todavía me duele. No veo cómo puedo dejar de creer que me duele, cuando todavía siento el dolor.

—Inténtalo —le instó Índigo—. ¡Esti, esto podría resultar vital para nosotros! Si pudiéramos aprender a manipular las fuerzas que actúan aquí...

—¿Como la voz? —Los ojos de Esti se iluminaron.

—Exactamente igual que la voz. —Índigo miró a Fran y él asintió—. Prueba, Esti..., por favor.

Pero nada sucedió. A lo mejor había esperado demasiado de Esti, se dijo Índigo. La voluntad era un arma muy sutil incluso para la mente más diestra, y ella misma no se hacía muchas ilusiones de no ser más que una profesional mediocre: para los Brabazon éste era un territorio nuevo y no experimentado, y resultaría fácil de conquistar.

—No te preocupes —dijo a la frustrada muchacha—. Lo conseguirás, con el tiempo. Debes ser paciente.

Siguieron andando. Esti aún miraba su mano, concentrada con determinación, y Fran se mostraba también preocupado, de modo que durante algún tiempo nadie tuvo nada que decir. El terreno empezaba a elevarse de forma perceptible, aunque el paisaje seguía siendo un mosaico de lomas y valles; a Índigo, que miraba con gran atención el lóbrego paisaje que se veía a lo lejos, le pareció que a unos dos kilómetros de distancia más o menos — resultaba imposible juzgar las distancias con precisión— cambiaba para convertirse en páramos elevados y llanos, que harían la marcha más cómoda y también, posiblemente, ofrecerían una perspectiva más amplia desde la cual decidir la dirección a tomar. En el fondo, se dijo, se alegraría de un cambio, ya que los valles que se abrían a ambos lados de los riscos empezaban a alterar sus nervios. Profundos, silenciosos y totalmente desprovistos de luz, parecían más pozos que auténticos valles: tanto podían tener una profundidad de treinta metros como de treinta kilómetros, y resultaba muy fácil imaginar innombrables horrores agitándose en aquella oscuridad, percibiendo su presencia y trepando desde el abismo con ciega e insensata ansia devoradora. Recordó a los caminantes dormidos de Bruhome, y se preguntó con un desagradable estremecimiento interno cuántos de ellos habrían caído, poseídos por aquel encantamiento, en alguno de aquellos pozos. El que no hubieran visto hasta ahora ni rastro de ninguna de las desventuradas víctimas del bosque, añadía una nueva dimensión a su inquietud; pero se guardó sus especulaciones para sí, ya que no deseaba sembrar nuevos temores en las mentes de Fran y Esti.

El terreno seguía elevándose, de forma bien patente ahora, y cuando se detuvieron para descansar un momento en la cuesta por fin les fue posible comprobar que la suposición de Índigo había sido correcta. A poca distancia, el terreno se allanaba para convertirse en páramo abierto; y allí donde la cresta se unía al páramo se alzaba un solitario y retorcido árbol, inclinado hacia un lado como doblegado por incesantes galernas.

La pendiente se volvió más pronunciada de repente, y se vieron obligados a utilizar las manos para ascender la última ladera hasta la cumbre. Al llegar a la cima se irguieron, jadeantes, y contemplaron con asombro el nuevo paisaje que se extendía ante ellos.

El páramo era enorme y apenas tenía rasgos distintivos. Una suave extensión de césped negro, punteado tan sólo de vez en cuando por una mata de hierba más tosca, que se perdía en la inconmensurable e ininterrumpida distancia. A lo lejos se divisaba un fulgor fosforescente como de fuego fatuo; agua o neblina o algo mucho menos natural, resultaba imposible saberlo. No había colinas dignas de mención, ni valles, ni árboles. Y, al igual que antes, tampoco el menor signo de vida.

—Madre Todopoderosa —dijo con gran sentimiento Fran.

Índigo no hizo el menor comentario, pero adivinó lo que pensaba el muchacho. Por lo que podían ver, no parecía imposible que anduvieran para siempre por aquella llanura desolada e inmutable sin encontrar jamás nada que los guiara o condujera hacia su meta. Incluso si realizaran un cuidadoso racionamiento de sus víveres, sus provisiones de comida y agua eran limitadas, y aunque las extrañas leyes de esta dimensión pudieran permitirles sobrevivir sin alimento, no tenía el menor deseo de poner a prueba tal teoría.

El solitario árbol se alzaba a pocos pasos a su izquierda, e Índigo se acercó para examinarlo más de cerca. Se trataba, observó, de un arbusto atrofiado, desprovisto de hojas y cubierto de pinchos pequeños y afilados, como un espino seco. Las ramas resecas e inclinadas parecían señalar como si fueran dedos petrificados, y cuando miró más allá en la dirección que indicaban, vio directamente en línea recta el resplandor fosforescente que se divisaba a lo lejos. ¿Una pista? ¿O simplemente una engañosa coincidencia? Mientras sopesaba la idea en su mente sus dedos juguetearon con una de las negras ramas, y de repente bajó la vista hacia ellas cuando una ramita se partió entre ellos. La ramita tenía un tacto reseco, quebradizo; durante un breve instante retuvo su forma, luego mientras la miraba, se convirtió en pedacitos de corteza y polvo.

Muerto... Índigo alzó la cabeza y miró de nuevo el lejano resplandor. Fran, que se había colocado a su lado, preguntó:

—¿Por ahí?

—Es tan buena como cualquier otra dirección —repuso Índigo—. Y esa luz puede ser importante.

Fran se encogió de hombros.

—Signifique lo que signifique no puede ser peor que por lo que ya hemos pasado. Esos valles, uf...

—¿Tú también lo has sentido?

—Sí. No podía dejar de preguntarme qué sucedería si alguien daba un paso en falso y se caía del sendero. No era un pensamiento agradable.

—Bueno, ahora sólo tenemos el problema del páramo. Esperemos que no oculte secretos mortales.

Fran asintió; luego, deprisa y un poco subrepticiamente, le tomó la mano y la oprimió con fuerza.

—Hemos de estar siempre juntos, ¿eh?

De repente su rostro apareció levemente ruborizado y parecía poco dispuesto a mirarla directamente, Índigo sintió que el corazón le daba un vuelco. «Esto no», pensó; «Fran, no». Ya tenían bastantes problemas; ¿seguramente se daba cuenta de que ya no había espacio para más complicaciones? Retiró su mano con suavidad pero a la vez con firmeza y se apartó de él; tras levantar una clara distancia entre ellos, esperó que el mensaje no sería tomado a mal.

—Vamos —dijo en un tono que quería ser alegre—. Debemos ponernos en marcha.

Sólo pudo ver su rostro por un breve instante antes de volverse. El muchacho mostraba una expresión peculiar en la que el embarazo, la esperanza, la resolución y el resentimiento competían por obtener la prioridad, y una parte de ella deseó detenerse, mirarlo cara a cara y decir: «Fran, no seas estúpido; quítate esas ideas de la cabeza y no vuelvas a considerarlas siquiera». Pero no podía hacerlo. El lamentable orgullo de los diecinueve años de Fran no lo dejarían ni comprender ni aceptar tal reproche; era demasiado joven... y el que creyera que ella era sólo unos pocos años mayor que él añadía ironía al dilema. Fran tendría que aprender que la realidad de su relación no podía encajar con lo que veía en su imaginación. Pero no podía ser ella la que le enseñase esa lección.

El camino a través del páramo resultó mucho más fácil que el precario y accidentado sendero del risco. Aunque el sendero en sí —real o imaginado, eso era algo que Índigo no podía decidir aún— había desaparecido en el límite de la meseta, no existían escollos que hicieran peligroso el trayecto. Esti intentaba compensar su anterior melancolía mostrándose decidida aunque artificialmente alegre, lanzándose primero a un torrente de cháchara insustancial, para luego, al ver que ni Fran ni Índigo respondían, dedicarse a canturrear una cancioncilla para sí. Aunque no deseaba en lo más mínimo estropear el buen humor de la muchacha, a Índigo aquel canturreo le alteraba los ya de por sí tensos nervios, y se veía obligada a reprimir de modo constante un impulso de mirar por encima del hombro, no fuera que algo los estuviera siguiendo. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado desierto. ¿Dónde estaban los caminantes dormidos? Ya deberían de haber encontrado algún rastro de ellos. ¿Dónde podrían haberse metido?

Siguieron andando. Esti no había parado de cantar, aunque ahora la melodía había cambiado para transformarse en una cancioncilla indecente que Constan hacía tiempo que había desterrado del repertorio oficial de la Compañía Cómica Brabazon. El curioso resplandor parecía perceptiblemente más cercano ahora, a no más de un kilómetro de distancia, calculó Índigo; e intentó escuchar el agudo silencio que se apoderaba del terreno en los intervalos producidos entre estrofa y estrofa de la ordinaria canción de Esti. A lo mejor era su imaginación, pero le pareció sentir una tensión creciente en la atmósfera del páramo. Resultaba algo parecido al sofocante silencio que se produce antes de una tormenta, pero más cerrado, más limitado. Una sensación de espera.

—¡Esti! —Tenía que escuchar la atmósfera; era imprescindible—. Esti, lo siento, pero podrías...

No pudo decir más. De la negrura situada más allá de su campo de visión, del otro confín del páramo, surgió el aterrador y estremecido aullido de un lobo.

—¡Por la Madre! —Fran se detuvo, visiblemente asustado, y miró inquieto a su alrededor—. ¿Qué ha sido eso?

Esti se había interrumpido a media canción, y miraba a Índigo con ojos desorbitados.

—¿Era... ? —empezó nerviosa.

Los ecos del aullido se perdían en el páramo.

—No lo sé —susurró Índigo—. Pero... —No, dijo algo en su interior con energía. Conozco la voz de Grimya, y eso no era ella. Eso no era un lobo de carne y hueso. Se humedeció los labios—. No. No era Grimya.

—Entonces, hay otros lobos ahí.

Otros lobos, Índigo recordó la primera vez que había escuchado aquel grito, mientras montaba guardia junto al fuego del campamento. Habían recorrido muchos kilómetros desde entonces; y eso la hizo sospechar que esta jauría, tuviera la forma que tuviese, o la naturaleza que fuera, los seguía; manteniéndose a distancia pero siguiéndoles el rastro, de todas formas.

Miró deprisa al otro extremo del páramo, al lugar donde resplandecía aquella mancha de luz, a menos de quinientos metros ahora.

—Podría tratarse de otra ilusión —dijo con voz tensa—. Otra imagen sacada de nuestras mentes...

—No apostaría mi cabeza —repuso Fran—. Tú fuiste la que nos advirtió sobre las reglas, ¿recuerdas? ¡Creo que deberíamos alejarnos de aquí, y rápido!

—¡Vayamos hacia la luz! —suplicó Esti—. Puede ser que no encontremos refugio ahí, pero yo, al menos, me sentiré más segura.

Tenía sentido. Resultaban demasiado vulnerables en aquella semioscuridad; a cualquier morador silencioso le resultaría muy fácil deslizarse hasta ellos sin que lo vieran. La luz les proporcionaría una cierta ventaja, por pequeña que fuese.

La extraña noche estaba silenciosa de nuevo. No volvió a repetirse el aullido mientras, sin malgastar palabras, se pusieron en marcha a paso rápido a través de la hierba. El etéreo y peculiar resplandor estaba cada vez más cerca, más cerca... hasta que por fin quedó a unos pocos metros de distancia, y descubrieron al instante el origen de la luz.

Todo pensamiento de lobos desapareció de la mente de Índigo mientras ella y sus compañeros reducían la marcha, se detenían y lo contemplaban boquiabiertos. Ante ellos, en medio de la hierba del páramo, había un estanque totalmente circular de aguas quietas.

Tenía unos seis metros de diámetro, y era demasiado simétrico para ser natural... y esa luz fría y fantasmal parecía emanar de debajo de la lisa superficie del agua, como si se filtrase al exterior desde profundidades imposibles de adivinar y se desparramara por el aire circundante. Alrededor del borde del estanque, cubriendo una distancia de unos tres pasos —de nuevo de una forma preocupantemente simétrica—, la hierba daba paso a lo que parecían guijarros de un tono gris blanquecino, tan lisos y rasos como si un delicado cuidador los hubiera rastrillado no hacía mucho.

Esti fue la primera en moverse. Con cautela primero, y con creciente seguridad después, llegó hasta el borde de los guijarros y lo examinó con un pie para comprobar si soportaría su peso. Parecían ser sólo dos capas, y el suelo debajo de ellos era sólido.

—No son más que guijarros —dijo Esti, perpleja—. ¿Pero por qué? ¿Con qué propósito?

Aun cuando su pregunta tuviera una respuesta, lo más probable es que no tuviera sentido para ellos, pensó Índigo. Se agachó y tomó una de las piedras que componían el círculo de guijarros. Era lisa, sorprendentemente ligera, casi como piedra pómez; y no estaba ni fría ni caliente. Una cosa neutral, inerte. Dejándose llevar por un impulso, la arrojó al estanque. Se estrelló sobre la superficie con un ligero chapoteo, y se hundió como lo haría cualquier piedra normal en agua normal.

Eran, que la había estado observando, dijo pensativo:

—Me pregunto si es potable...

—Yo no me arriesgaría —advirtió Índigo—. Aun cuando no sea venenosa, podría afectarnos de forma imprevisible.

—Sí... pero de todos modos. —Eran introdujo la mano en su bolsa y sacó un pequeño cazo que, antes del fracaso con el fuego, se suponía que había de servir como utensilio de cocina—. Me gustaría verla más de cerca. —Atravesó el espacio cubierto por los guijarros, se agachó junto al borde del estanque y, con mucho cuidado de no tocar el agua con la mano, hundió el cazo en ella.

—Es tan transparente, devuelve una imagen tan nítida como la de un espejo —les gritó— Si no fuera por las ondulaciones nunca creerías que es agua y no... por la sangre de la tierra, ¿qué es esto?

Sobresaltadas por la repentina exclamación, Índigo y Esti levantaron la cabeza rápidamente, e Índigo inquirió:

—¿Qué sucede?

—Me resulta imposible de creer... ¡venid y mirad!

Fueron a reunirse con él y miraron con atención el cazo que sostenía. Estaba vacío... y la superficie seca.

—Lo he hundido en el agua —insistió Fran—. Maldita sea, he visto las ondulaciones, ¡vi cómo esta condenada cosa se llenaba! —Le alargó el cazo—. Inténtalo y lo verás.

Índigo se inclinó sobre el estanque y hundió el cazo bajo la superficie. Tal y como había dicho Fran se formaron ondas y el agua se derramó sobre el borde; pero cuando sacó el cazo de nuevo, fue como si lo sacase de un espejismo: estaba seco y vacío.

Fran, de rodillas ahora, estiró la mano hacia la superficie del estanque y, muy despacio, la tocó.

—Parece agua —dijo sin demasiada seguridad, y dejó que la mano se hundiera hasta la primera falange—. Húmeda y fría. —La agitó y se escuchó un chapoteo, como si hubiera saltado un pequeño pez; luego sacó los dedos y, sin el menor comentario, se los mostró a Índigo y a Esti.

Su mano estaba completamente seca.

—Agua —anunció—, y sin embargo no es agua. ¿Qué os parece?

Índigo contempló el estanque, pensativa. Este nuevo descubrimiento la hacía sentirse ofendida; como si alguien o algo hubiera colocado esta hermosa pero inútil imagen en su camino como una broma de mal gusto.

—Me pregunto cuántos viajeros en este mundo se han visto atraídos hasta aquí por la promesa del agua —dijo en voz alta— para descubrir luego que aquel que había puesto el cebo poseía un desagradable sentido del humor.

Fran se mostró sorprendido.

—¿Piensas que lo han colocado de forma deliberada?

La muchacha suspiró.

—Empiezo a pensar que todo en este mundo ha sido más deliberada y cuidadosamente ideado de lo que nos damos cuenta. Siento... —Vaciló, se puso en pie y empezó a pasear mientras buscaba la palabra justa—. Manipulado.

Es el único nombre que puedo darle. Como si desde que nos introdujimos a través de la barrera de espinos, hubiéramos sido como marionetas colgando de una cuerda.

—¿Pero sin saber quién es el amo de las marionetas?

—Oh, no. Conozco la respuesta a esa pregunta, al menos en esencia. —Índigo se rodeó con los brazos al tiempo que levantaba los ojos hacia el lejano y uniforme cielo—. Pero es muy escurridizo. Yo esperaba un enemigo tangible, algo que pudiera ver, y evaluar, y desafiar. Esto, no obstante —indicó el estanque y el páramo con un movimiento del brazo— es como...

—... como buscar una determinada pulga en un perro flaco —intervino Esti.

A pesar de su estado de ánimo, Índigo no pudo contener una carcajada.

—Una pulga entre otras muchas —dijo—. Me gustaría saber cómo reaccionaría nuestro invisible anfitrión ante tal comparación... Pero, hablando seriamente, la verdad es que siento que están jugando con nosotros. Las ilusiones, las imágenes, los curiosos fenómenos: es como si se tratara de fruslerías para desviarnos del camino que deberíamos seguir. Puede que hayamos penetrado en este mundo diabólico, pero es como un templo dedicado a la Diosa, en el que los patios exteriores y las salas públicas no cuentan más que la mitad de la historia. Aún no hemos atravesado el velo que cuelga frente al sanctasanctórum. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

—Sí —respondió Fran—. Pero en un templo, al menos en los que yo he visto, sólo se permite atravesar el velo a los servidores de la Diosa.

Índigo había seguido paseando mientras hablaban, pero ahora se detuvo y miró fijamente a Fran. Sin darse cuenta, había hecho un comentario que podría resultar significativo; ya que si el paralelismo que había trazado resultaba cierto, entonces a lo mejor tan sólo los sirvientes de la entidad diabólica que había creado este mundo podrían trascender la capa exterior de ilusión y engaño, y llegar al auténtico núcleo.

O si no eran sus sirvientes, entonces sus víctimas...

De repente sintió una veloz e inesperada punzada premonitoria, como si una sardónica inteligencia hubiera leído sus pensamientos al mismo tiempo que éstos se formaban. Y unos segundos más tarde, resonando desde muy lejos en la quietud, les llegó la voz de un lobo que acecha a su presa en un penetrante aullido que atraviesa la noche.

Esti brincó como una liebre e Índigo sintió que se le ponían los pelos de punta. Fran, sobresaltado también pero intentando no demostrarlo, volvió los ojos más allá del campo de influencia del extraño fulgor del estanque, en un intento por atravesar la oscuridad.

—Siguen ahí. —Su voz sonaba asustada, asombrada y enojada a la vez.

Esti se estremeció.

—Y parece como si nos esperaran. —Dirigió la mirada a su hermano, luego a Índigo—. ¿Qué vamos a hacer? ¡Si seguimos adelante, pueden tendernos una emboscada; pero si nos quedamos aquí pueden cercarnos!

Índigo recapacitó sobre ello durante unos instantes. Decidieran lo que decidiesen, la necesidad los obligaría a acampar dentro de no mucho tiempo, ya que al parecer, a pesar de sus esperanzas, no podían permanecer sin comer ni dormir. Ella ni siquiera había dormido en la acampada anterior, y empezaba a sentir los efectos de esa falta de sueño. Sin duda, resultaría más seguro permanecer junto al estanque, donde al menos la luz les ofrecería algo de protección contra un ataque por sorpresa. Una vez hubieran descansado estarían mucho

mejor preparados para lo que pudieran encontrar en el páramo.

Fran y Esti estuvieron inmediatamente de acuerdo con su sugerencia cuando se la hizo saber; aunque Esti fue lo bastante honrada como para reconocer, llena de ironía, que era como tener que escoger entre morir quemado o morir ahogado. Escogieron un lugar y tras una rápida comida —parecía absurdo realizar de nuevo el ritual de encender un fuego— Índigo y Esti se acomodaron para dormir mientras que Fran montaba la primera guardia, Índigo había temido que le resultase difícil dormirse; pero, con gran satisfacción por su parte, sintió cómo empezaba a sumergirse en la inconsciencia sólo minutos después de cerrar los ojos. Tuvo unos sueños extraños y fragmentados de bosques sombríos en los que una voz que conocía y amaba, pero a la que no podía dar un nombre, la llamaba desde lejos, instándola a seguirla; el sonido aumentaba y disminuía de forma alternativa mientras ella buscaba en vano su origen. Cuando por fin se despertó, sintió como si una profunda tristeza se hubiera alojado en lo más profundo de su ser, y que desapareció al desperezarse, pero su recuerdo era nítido e inquietante.

Fran estaba sentado de espaldas al estanque, la mirada fija en el páramo, e Índigo se sorprendió al ver a Esti junto a él. La muchacha le explicó que había dormido un poco, pero luego se había despertado de repente e, incapaz de recuperar el sueño, había decidido hacer compañía a Fran durante el resto de su guardia. Nada había alterado su vela —al parecer los lobos o bien habían decidido permanecer en silencio o se habían escabullido hacia nuevos territorios— y ahora fue Fran quien, intentando disimular sus bostezos, se dirigió agradecido al lecho improvisado y se enroscó sobre él para dormir.

Índigo se acomodó junto a Esti, y le dedicó una sonrisa.

—¿Estás segura de que no quieres descansar? —preguntó—. A mí no me importa en absoluto quedarme sola.

Esti le devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza.

—No. No tengo ni pizca de sueño: ahora ya no podría volverme a dormir.

A Índigo le dio la impresión de que la muchacha parecía excitada. Sus ojos verdes estaban algo enfebrecidos y su aire algo cohibido, como si intentara ocultar alguna emoción que la hiciera sentir embarazada o avergonzada; e Índigo inquirió a modo de tanteo:

—Esti, ¿sucede algo?

—¿Suceder algo? ¡No, claro! —Se produjo entonces una vacilación al darse cuenta Esti de que la negativa había sido demasiado rápida, demasiado desenvuelta; lanzó una carcajada, que sonó forzada—. Bueno... tuve unos sueños extraños mientras dormía. Y cuando desperté, me sentía tan triste...

Índigo la miró con renovado interés.

—¿De qué trataban esos sueños?

Esti se ruborizó.

—Preferiría no hablar de ello. —Le dirigió una rápida sonrisa, casi furtiva—. Te reirías de mí.

—Te prometo que no haré tal cosa.

—No importa... —Desvió la mirada, y se echó los cabellos hacia atrás—. ¡Oh... me siento tan mugrienta!. ¡Ojalá pudiera bañarme en este estanque!

—Ni lo intentes —advirtió Índigo, aunque su mente estaba distraída, meditando sobre la peculiar reticencia de Esti.

—No lo haría, desde luego. Aunque la verdad es que antes intenté lavarme las manos. — Extendió los dedos y los contempló—. Fue extraño. Sentí como si mis manos estuvieran bajo agua; no obstante, cuando las saqué, estaban secas todavía, como dijo Fran, y no había forma de quitar la suciedad.

—Lo que contiene el estanque, desde luego no es agua —asintió Índigo—. Sospecho que debe de tratarse de otra clase de ilusión. Y eso me preocupa, Esti, porque quiere decir que es posible que no haya agua en ningún lugar de esta dimensión. Y si eso es cierto, entonces tendremos serios problemas cuando se nos acaben nuestros suministros.

Esti respondió distraída:

—Sí, supongo que sí.

E Índigo comprendió que no le había prestado atención, y que en lugar de ello miraba en dirección al estanque con una expresión pensativa.

—¿Esti?

Extendió la mano para tocarle el brazo.

—¿Qué? Oh... lo siento. Miraba el estanque. —Esti parpadeó, y su expresión pensativa se trocó por una curiosa sonrisita—. ¿Sabías, Índigo, que si te sientas y contemplas con atención el agua, a veces puedes ver las imágenes más extrañas, las más peregrinas?; parece como si fueran imágenes de otro mundo.

Algo en su voz, que recordaba a su excéntrico estado de ánimo anterior, despertó una cierta inquietud instintiva en Índigo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con cuidado.

—Ven a verlo por ti misma. —Esti se puso en pie y se dirigió hasta el borde del estanque, donde se agachó sobre los guijarros para mirar el agua—. En un principio no veremos más que nuestros rostros. Pero al cabo de un rato, algo parece cambiar. Es bastante hermoso.

Índigo se arrodilló cautelosa junto a ella y miró al estanque. Sus imágenes, recortándose sobre el vacío reflejo negro del cielo, las contemplaron desde la superficie; su rostro angular y huesudo; el de Esti, más delicado, más felino y juvenil. Pero alguna propiedad del estanque había eliminado el color de sus reflejos, dando a su piel —que en realidad ambas tenían tostada por el sol del verano— un enfermizo aspecto apergaminado, y apagando la brillante cabellera roja de Esti hasta darle un tono de bronce sucio.

Esti se inclinó un poco más hacia adelante, y sopló sobre la superficie de modo que las dos imágenes se fraccionaron en un puñado de ondas. Mientras las ondulaciones desaparecían, la imagen volvió a formarse, y justo antes de que volviera a aparecer con nitidez Índigo vislumbró —o le pareció que vislumbraba, ya que apareció y desapareció en un santiamén— lo que parecía un extraño y encantador jardín detrás de sus propios reflejos. Un césped lleno de flores conducía hasta una puerta situada en medio de una rancia pared, a la que daban sombra unos gráciles árboles cuyas ramas descendían suaves hasta casi tocar el suelo. Y, enmarcada por la misteriosa belleza del jardín, un rostro sin cuerpo, fantasmagórico y vago, flotaba entre ella y Esti.

—¡Ahí! —siseó Esti con un jubiloso susurro, señalando—. ¿Lo has visto?

Índigo miró de reojo a la excitada muchacha.

—He visto un jardín. Y el rostro de alguien. O pensé que lo veía, pero...

—Sí. Oh, sí. —Esti tenía la mirada clavada aún con más interés en el estanque, como si intentara concentrar toda su fuerza de voluntad silenciosa y frenéticamente en hacer que el fantasma reapareciera—. Era él otra vez; tal y como lo vi antes.

—¿El? —inquirió preocupada Índigo. El corazón le había dado un vuelco ante la sorpresa producida por la momentánea visión; ahora parecía latir con una lentitud sofocante—. Esti... ¿quién es?

Esti meneó la cabeza.

—No lo sé. Pero es tan hermoso, y está tan triste... —Se inclinó peligrosamente hacia adelante y lanzó otro grito ahogado—. ¡Ahí! Ahí está otra vez..., mira.

Esta vez no había ni rastro del sobrenatural jardín; pero el rostro se había rehecho, algo borroso a causa del agua pero claramente visible, no obstante. Era el semblante de un hombre joven, pero delgado y escuálido y de una palidez cadavérica, con ojos que no parecían ser más que vivas pero incoloras puntas de alfiler en cuencas huecas y profundas. Su expresión combinaba salvaje intensidad con un espeluznante e inhumano anhelo, y una oleada de repulsión se apoderó de improviso de la momentánea fascinación de Índigo. Extendió la mano, con la intención de apartar a Esti, pero la muchacha malinterpretó el movimiento y sujetó sus dedos con fuerza, como si correspondiera a un profundo secreto compartido por ambas. Luego levantó la otra mano en un gesto que imponía silencio a

Índigo, y despacio, con mucho cuidado, se volvió para mirar a su espalda. Con el pulso acelerado, Índigo se volvió, también; pero no había nadie allí, sólo sus débiles e insustanciales sombras que la luz del estanque arrojaba sobre el suelo, y el siniestro refulgir del páramo a lo lejos.

Esti se volvió para mirar otra vez el agua, encorvándose de tal forma que la abundante mata de sus cabellos le ocultó el rostro. Pero Índigo ya había visto la expresión de su rostro: la extraordinaria llamarada de ávido placer, seguida de frustración y disgusto al verse truncada la esperanza. Rápidamente, Índigo volvió a mirar al estanque; pero el rostro sin cuerpo se había desvanecido y la superficie reflejaba tan sólo sus propias imágenes descoloridas.

—¡Ahhh... ! —El suspiro de Esti resultó apenas audible, y algo en él hizo que a Índigo se le pusiera la carne de gallina—. Pensé que a lo mejor... —Se interrumpió y sacudió la cabeza.

Índigo la contempló con silencioso horror. Por un momento, cuando la aparición había hecho acto de presencia por segunda vez, sus ojos habían parecido fijarse como clavos ardientes en los de ella hasta penetrar en su cerebro, bloqueando su mente y su cuerpo con la ardiente intensidad de su mirada. Y al igual que Esti, había sentido una oleada de emoción que era en parte lástima, en parte anhelo y en parte deseo. Una terrible necesidad, una atracción inhumana.

Pero el hechizo carecía de poder para aprisionarla, Índigo estaba muy familiarizada con la naturaleza de los demonios, y en el mismo instante en que rechazaba la atracción de la visión había percibido cómo ésta se daba cuenta y la dejaba estar. La muchacha no era una víctima fácil; por lo tanto no interesaba. Esti, por su parte, era otra cuestión.

—Esti. —Se volvió hacia la muchacha y la sujetó por ambas manos, con mucho cuidado de que su voz no delatara su alarma—. Esti, no había nadie ahí. Lo que hemos visto no era real. Era otra ilusión; como los lobos, y el Jachanine.

Esti la miró cuidadosamente; luego dijo con calma:

—Sí. Tienes razón, Índigo; eso es lo que debe de haber sido.

Desvió la mirada mientras hablaba, bajando las pestañas de modo que sus ojos no resultaran visibles, Índigo vaciló, no muy segura de si la muchacha había comprendido sus palabras, luego añadió con suavidad, lisonjera:

—Comprendes lo que quiero decir, ¿verdad? ¿Y lo crees?

Esti levantó los ojos de nuevo y le sonrió con una curiosa viveza.

—Claro que sí —respondió.

Pero se trataba de un asentimiento demasiado fácil, de una capitulación demasiado rápida. La expresión de Esti mostraba un ligerísimo atisbo de disimulo; algo que Índigo no había visto antes jamás en ella. Fingía, evocaba de nuevo el rostro del fantasma y el poder de su susurrante y tierno encanto. Se le ocurrió la posibilidad de que a lo mejor aquella aparición era algo más que pura ilusión. La había mirado a los ojos, y había visto un poco de lo que acechaba allí. Era suficiente —más que suficiente— para atrapar a un espíritu impresionable e incauto igual que una araña se apodera de una mosca.

Abrió la boca para apelar de nuevo a Esti, pero las palabras murieron en su garganta. Sus razonamientos no estaban de acuerdo con lo que Esti deseaba oír, y ningún tipo de persuasión la haría cambiar. Esti se limitaría a fingir estar de acuerdo con cualquier argumento expuesto, mientras mantenía en secreto sus auténticos sentimientos.

Una vez más, Índigo miró en el estanque. La superficie era ahora un inocente espejo que reflejaba sólo el monótono brillo de hojalata del cielo. No podía hablar con Esti; y sintió que, de momento, sería más aconsejable no decir nada a Eran. Después de todo, no poseía más que una sospecha no demostrada; y además, no deseaba alertar a Esti y que se mostrara más reservada aún; pero, a partir de ahora, tendría que vigilar a la muchacha con mucha atención. Y, lobos o no, pensó, se sentiría muy feliz cuando esta parada para descansar finalizara y pudieran seguir adelante; ya que si su creciente temor tenía algún fundamento, entonces aquella cosa ávida e inhumana que habitaba el estanque podía resultar mucho más peligrosa que cualquiera de las cosas con que se habían tropezado.

Con gran alivio por parte de Índigo, el resto de la guardia transcurrió sin el menor incidente. Esti, a pesar de sus anteriores protestas, se durmió al poco rato, enroscada como un gato junto a los guijarros, Índigo la miraba de vez en cuando, e intentaba ignorar la helada sensación que la recorría al contemplar le extraña sonrisita de los desprevenidos labios de Esti.

No aparecieron más fantasmas, ni se oyeron lejanos aullidos de lobo. Quizá si hubiera vuelto a mirar en el estanque Indigo podría haber vislumbrado otra vez el misterioso jardín y su ocupante; pero era muy consciente de los peligros latentes en tal tentación, y se limitó a permanecer sentada mirando al negro páramo, hasta que Fran se agitó y se despertó.

Fran, descansado después de su sueño, estaba inquieto y ansioso por hacer algo. Aceptó de inmediato la sugerencia de Índigo de renunciar a la tercera guardia —que hubiera debido hacer Esti— y seguir adelante sin más dilación; y cuando la misma Esti se despertó, también ella parecía ansiosa por marchar, Índigo se sorprendió y se sintió algo preocupada por su rápido asentimiento, pero intentó alejar esta preocupación de su mente mientras recogían sus cosas y se preparaban para marchar.

La única manzana de la discordia entre ellos fue la ruta que debían tomar. Fran estaba a favor de seguir en la misma dirección por la que habían llegado al estanque: no tenía una razón para esta sensación, dijo, sólo que le parecía lógica si querían evitar el riesgo de andar en círculos y regresar al punto de partida. Pero Esti tenía otras ideas. Tenían que desviarse hacia la izquierda de aquella dirección, dijo, y mientras hablaba Índigo vio de nuevo cómo esa apenas perceptible expresión de disimulo aparecía en sus ojos. Al igual que Fran, carecía de motivo para aquella sugerencia; era simplemente una intuición.

Fran se encogió de hombros y miró a Índigo.

—Si Esti tiene una intuición, estoy dispuesto a apostar por ella —dijo con despreocupación—. Le sucede de vez en cuando: tiene intuiciones, como lo llama mi padre.

Y la mayoría de las veces tiene razón. —Sonrió—. Después de todo, no tenemos nada que perder, ¿no es así?

Sus palabras resultaban involuntariamente irónicas, pero Índigo no podía discutirlas sin revelar sus sospechas.

—Muy bien —concedió—. Que Esti nos guíe.

¿Se produjo un destello de triunfo en los ojos de Esti? Era difícil estar segura; y muy fácil dejarse llevar por la imaginación. No obstante, mientras completaban sus preparativos tuvo la clara sensación de que Esti tenía buen cuidado de mantener la distancia entre ambas, hasta que, mientras recorrían con minuciosidad el terreno en busca de cualquier cosa que hubieran podido olvidar, Índigo oyó crujir los guijarros a su espalda, y Esti se colocó de inmediato a su lado.

—Lo sabes, ¿verdad? —dijo la muchacha con una curiosa voz tensa—, que Fran está enamorado de ti.

Índigo se quedó rígida; luego, no muy segura del terreno que pisaba, decidió fingir.

—¿Qué quieres decir?

—¡Oh! —Esti sonrió, con una sonrisa peculiar—, no creas que me disgusta la idea. Al contrario. Es maravilloso. Pero claro, el amor lo es, ¿no es así? Jamás deberíamos rechazar el amor, ¿no estás de acuerdo?

Antes de que Índigo pudiera responder, Esti se dio la vuelta y, echándose hacia atrás los cobrizos cabellos como si acabara de soltárselos, se alejó en dirección al lugar donde Fran las esperaba.

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