CAPÍTULO 19


—Bien, pues. —Constan se llevó las manos a los costados y paseó la mirada a su alrededor como si desafiara a cualquiera a discutir lo que iba a decir—. Iremos tras eso, y lo mataremos. Eso es todo lo que hay que decir. —La arruga de la frente que había dado a su rostro un aspecto furioso se profundizó aún más, y empezó a pasear—. ¡Demonios, por los ojos de la Madre de la Cosecha! Jamás pensé que viviría para ver cómo tal inmundicia infectaba las vidas de la gente decente!

Fran miró a Índigo, que permanecía sentada en el alféizar de la ventana un poco aparte del resto del grupo. Durante toda la ruidosa y emotiva reunión de los Brabazon se había retirado a un segundo plano, sin decir gran cosa mientras Constan, Fran y Esti hablaban hasta que no quedó nada por contar. Era bastante comprensible, debía de sentir que tenía poco que ver personalmente en la celebración familiar; pero Fran sospechaba que había algo más tras aquel silencio. Estaba pensativa; pero el muchacho no conocía la causa de su estado de ánimo, y no sabía cómo abordar el tema con ella.

Además, había otras cosas que requerían su atención. Muchas cosas habían sucedido desde que él, Índigo y Esti habían atravesado la puerta del Tonel de Manzanas y se habían reunido con Constan, al principio todos habían hablado, reído y llorado a la vez, y durante algún tiempo resultó imposible comprender nada. Pero por fin la atmósfera se había calmado, y poco a poco habían podido juntar las piezas más sobresalientes de su posición.

La discusión se había celebrado mientras consumían la primera comida abundante que los recién llegados habían probado desde que abandonaran la auténtica Bruhome. La teoría de Índigo sobre la inocencia de Constan se había visto sorprendentemente reivindicada; cuando se le preguntó cómo había sobrevivido durante aquella dura prueba los miró sorprendido y respondió que había hecho lo que cualquiera con un poco de sentido habría hecho: beber agua de los arroyos y estanques que encontró en el camino. Cierto que no había habido comida disponible en los negros páramos, pero en cuanto llegó a esta ciudad desierta, desde luego que había encontrado comida y agua en cantidad en las bodegas de la taberna, y desde entonces se las había arreglado muy bien. Y cuando la bodega resultó estar muy bien abastecida de suministros que todos podían ver y comer, Fran empezó a comprender lo poderosa que podía resultar la mente incondicional de su padre en aquella dimensión. Sin la menor vacilación o duda, Constan había impuesto su propia realidad sobre el mundo irreal; y el potencial de tal habilidad resultaba pasmoso.

Pero tras la comida y la primera oleada de relatos y revelaciones, tuvieron que enfrentarse a la definitiva y más ardua de todas las tareas. Constan estaba firmemente convencido de que seguía en el mundo real y de que el negro bosque a cuyo interior él y Cari y Grimya se habían precipitado, junto con todos sus horrores e ilusiones, era obra de brujería que alguien había hecho surgir de la noche para rodear Bruhome. No aceptaba —o no quería hacerlo— que esa ciudad vacía y silenciosa no fuera la misma Bruhome, atrapada todavía en la sobrenatural noche que contenía el bosque, y cuando Fran e Índigo intentaron explicarle la verdad, la negó con toda energía. Su teoría, y nadie lo iba a sacar de su error, era que los habitantes de la ciudad se habían visto finalmente atraídos por la maligna influencia que se había apoderado de toda la región. Por una combinación de buena suerte y porfiada determinación, él junto con Índigo, Fran y Esti habían encontrado el camino de vuelta; pero los otros, incluido el resto de sus hijos, seguían perdidos y vagando por algún lugar en lo más profundo de aquel repugnante bosque.

Habían intentado razonar con él, hacerle comprender la auténtica verdad, pero Constan era obstinado. La teoría se había convertido en su mente en una realidad sólida y se negaba incluso a considerar los fallos lógicos que contradecían su creencia, Índigo se había retirado bruscamente de la discusión y Fran también se dio por vencido al fin cuando comprendió que nada iba a conseguir.

Pero existía una cuestión que Constan estaba del todo dispuesto a aceptar; ya que, como cualquier oriundo de las tierras del sudoeste, Constan no dudaba de la existencia de demonios. Cuando Fran le contó —escogiendo las palabras con cuidado— su encuentro con el ser que mantenía a Bruhome bajo su poder y el desafío que aquel ser les había lanzado, la chispa de indignación que había ayudado a Constan a superar su miedo durante todo aquel tiempo prendió y se encendió hasta convertirse en furiosa cólera. Constan sólo tuvo una respuesta ante aquella cólera: buscar la causa, y eliminarla.

Así pues, empezó a pasear por la estrecha habitación como un perro jabalinero enjaulado, al tiempo que le tomaba cariño a su idea. El demonio moriría. Lo encontraría y lo haría pedazos, con sus propias manos si era necesario. Mientras su padre vociferaba, Fran volvió a mirar a Índigo. Ésta observaba a Constan pero de soslayo, como si apenas lo escuchara. Fran se preguntó por qué no habría hablado aún de su plan, y deseó poder estar al tanto de sus pensamientos.

De pronto Constan se detuvo otra vez. Se le oía respirar pesadamente, con dificultad, como un caballo sudoroso en un espacio reducido. Por fin se volvió en redondo hacia ellos.

—¿Bien? ¿A qué estamos todos esperando? —Su mirada los taladró, luego se posó en la figura inmóvil y silenciosa de Cari que descansaba sobre el improvisado lecho de la esquina—. ¡ Si queremos salvar a Cari hemos de destruir a esa cosa antes de que la situación empeore! Volveremos a cruzar los páramos, encontraremos esa fortaleza tres veces maldita de la que me habéis hablado y...

—No —dijo Índigo con tranquilidad.

Constan se interrumpió en mitad de la frase.

—¿Qué? —Parecía estupefacto, como si hubiera olvidado que ella estaba allí; pero se recuperó con rapidez—. ¿Qué quiere decir «no»?

Índigo bajó del alféizar de la ventana y flexionó las piernas para eliminar un ligero calambre.

—Constan —dijo—, de nada sirve que vayamos en busca de la fortaleza del demonio. No la encontraremos; no a menos que el demonio quiera que lo hagamos, y no creo que lo quiera. Podríamos registrar esos páramos durante una eternidad mientras él nos lleva de un lado al otro. En mi opinión estaríamos mucho mejor si nos quedáramos exactamente donde estamos.

—¿Donde estamos? —repitió Constan, incrédulo—. ¿Qué hay de bueno en eso?

Fran intentaba atraer la atención de Índigo, pero ésta o bien no se daba cuenta o no quería acusar recibo de sus furtivos ademanes.

—Quiero ver al demonio destruido tanto como tú —repuso la joven—, pero no conseguiremos destruirlo si nos ponemos en marcha como soldados que van a la batalla. Hemos de ser más sutiles que eso.

—¿Cómo es eso? —Constan frunció el entrecejo.

—No iremos en busca del demonio. Lo atraeremos aquí, a buscarnos. He pensado en ello, y creo que es la forma más segura de conseguir nuestros fines. —Ahora sus ojos sí que respondieron a Fran, pero de forma fugaz y con una advertencia para que no interviniera—. Tengo una idea para una trampa, y estoy segura de que saldrá bien.

—¿Qué clase de trampa? —Constan empezaba a mostrarse interesado.

Se produjo una pausa, y luego Índigo dijo:

—Una representación completa de la Compañía Cómica Brabazon.

La segunda pausa fue bastante más larga que la primera. Luego Constan repuso:

—Cielos, muchacha. ¿De qué estás hablando?

Las miradas de Índigo y Fran se cruzaron de nuevo, y esta vez la advertencia de la muchacha se vio reforzada por un rápido gesto negativo de su mano.

—Constan —siguió—. No es mi intención parecer arrogante, pero poseo una mejor idea de qué es aquello a lo que nos enfrentamos. Conozco la naturaleza de nuestro adversario, y creo, creo, que también conozco la forma en que podemos vencerlo. Lo que voy a decir

puede que te suene a locura; pero he de pedirte que confíes en mí.

—Chica, confío en ti, ya sabes que sí. —Constan estaba perplejo—. Pero esto..., la verdad es que no comprendo. ¿Qué puede tener que ver uno de nuestros espectáculos con esta brujería?

—En potencia, todo. —Índigo le devolvió sin parpadear la intimidatoria mirada—. En nuestros espectáculos nuestra intención es ofrecer al público una ilusión, e imponerla sobre la realidad de nuestras vidas. Lo que tengo en mente es hacer todo lo contrario: imponer la realidad sobre un mundo de ilusión.

Profundas inhalaciones procedentes de Fran y Esti le dijeron que ellos la comprendían. Tanto mejor; pero Constan había fruncido aún más el entrecejo.

—¿Ilusión? —dijo picajoso—. ¿Realidad? ¿Qué clase de rimbombantes tonterías son ésas?

—No son ninguna tontería, Constan —replicó Índigo, sacudiendo la cabeza con suavidad—. Al menos, le rezo a la Diosa para que no lo sean. Durante nuestros viajes, Fran y Esti y yo hemos aprendido mucho sobre este mundo. Perdóname, pero hemos aprendido mucho más que tú, y...

Fran no pudo permanecer en silencio por más tiempo e interpuso:

—¡Es cierto, papá! Lo sabemos: todo en este mundo es una ilusión, no es real...

Constan se revolvió contra él. Se sentía confundido, y la confusión dio origen al miedo, y el miedo por su parte dio paso a la beligerancia.

—¡Cállate, muchacho! —refunfuñó—. ¿Qué sabes tú de nada? ¡Ilusiones, nada menos! ¡Nunca he oído nada semejante!

Escocido e insultado por tan arrogante rechazo, Fran abrió la boca para replicar, pero Índigo intervino al instante para impedírselo.

—Constan, comprendo tus sentimientos —dijo. Algo en su voz hizo que tanto Constan como Fran se detuvieran—. Y no voy a intentar explicar lo que quiero decir con palabras. —Vaciló—. Hace unos minutos has dicho que confías en mí. Te pido, pues, que no dudes, y me des al menos la oportunidad de probarte mi teoría.

—¡Papá, por favor, escúchala! —lo instó Esti, poniéndose en pie de un salto y aferrándose al brazo de Constan—. No tienes nada que perder.

Constan empezó a titubear; pero no se sentía muy dispuesto a capitular.

—No comprendo —dijo en un tono medio agresivo, medio suplicante—. ¡No veo de qué pueda servir! —Se volvió y señaló el improvisado lecho con una mano—. ¿Cómo puede ayudar a mi Cari? ¿Cómo puede devolverme a mis otros hijos?

—No puedo prometerte nada, Constan —repuso Índigo al tiempo que se humedecía los labios—. Pero creo que si seguimos mi plan, acabaremos con el poder que el demonio ejerce sobre ella... y sobre todos los habitantes de Bruhome. Fran comparte mi creencia, y también Esti —les dirigió una rápida mirada y ambos asintieron con energía—. Y te necesitamos junto a nosotros, Constan. Eres el núcleo de la Compañía Cómica Brabazon; tu papel es vital. ¡Tienes que... necesito que... idees una función que sea la más espectacular que Bruhome haya presenciado jamás!

Se hizo el silencio. Constan clavó los ojos en Índigo, en un esfuerzo por comprender, por obtener aunque sólo fuera un destello de lo que significaba aquella estrafalaria petición: pero la comprensión estaba fuera de su alcance. Miró a sus dos hijos. También ellos contemplaban a Índigo, pero en lugar de compartir su desconcierto, sus rostros reflejaban una total confianza; y, bruscamente, Constan dejó caer los hombros en señal de derrota.

—De acuerdo. —Se restregó la barbilla con los dedos de una mano—. De acuerdo, chica; no voy a discutir contigo. Con ninguno de vosotros. —Frunció el rostro por un breve instante y lanzó una dolorida mirada a Fran y a Esti—. Si eso es lo queréis que haga, supongo que no tengo más remedio que estar de acuerdo. De lo contrario lo haréis sin mí, ¿no es así? —Vio la confirmación a sus palabras en los ojos de los dos jóvenes—. Sí, ya lo pensé. Y la Madre de la Cosecha sabe qué barbaridades podríais cometer. Muy bien, me sobrepasáis en número, de modo que me rindo. ¡Pero que me maten si no creo que os habéis vuelto completamente locos!

Índigo lanzó un suspiro de alivio. La capitulación de Constan era forzada, su avenencia precaria; pero ella había obtenido su promesa de cooperar y de momento eso era suficiente.

—Gracias —dijo con entusiasmo, y Esti coincidió con ella, inclinándose hacia adelante para besar a su padre en la mejilla. Fran no dijo nada, se sentía todavía algo resentido por la bronca recibida de Constan, pero a regañadientes asintió con la cabeza.

—Muy bien, pues. —Constan cruzó los brazos sobre el pecho y miró testarudo a cada uno de ellos por turno—. Nadie puede decir que Constan Brabazon hace las cosas a medias. —Su mirada se posó ahora sobre Índigo—. ¿Qué clase de función quieres?

—La mejor que hayamos hecho jamás —repuso Índigo al momento.

—¿Con sólo nosotros cuatro para representarla? Eso es pedir mucho. ¿Y cómo, si se me permite preguntarlo, se supone que regresaremos a las carretas para recoger nuestros accesorios y vestuario, con esas... —indicó con un gesto la plaza que se veía por la ventana—... con esas cosas ahí fuera?

—No los necesitaremos. Todo lo que precisaremos está aquí dentro de esta habitación con nosotros. Incluidos tantos actores como queramos.

La expresión de Constan se alteró y farfulló:

¿Qué? Mira, muchacha...

Índigo lo interrumpió antes de que el mal genio de Constan tuviera tiempo de hacerse oír.

—Ven a la ventana.

Había esperado no tener que hacerlo, al menos aún no; pero ahora comprendió que su esperanza había sido vana. La paciencia de Constan y su aquiescencia a dejarse manipular se acababan allí. Habían conseguido chantajearlo para que aceptara colaborar en su plan hasta un cierto punto; pero más allá de aquel límite su credibilidad había sobrepasado la medida y por allí ya no pasaba. La muchacha ya no se atrevía a seguir utilizando el guante de seda o perdería el terreno ganado. Constan tenía que ver la verdad por sí mismo.

—Por favor, Constan. Haz lo que te pido. —Su voz era dura—. Sólo por esta vez.

Durante un tenso momento Constan siguió mirándola furioso. Luego, despacio, se adelantó, e Índigo reunió toda la fuerza de voluntad de que fue capaz, mientras rogaba en silencio que no se hubiera equivocado y aquello saliera bien.

—Primero, necesitamos luces —anunció la joven, y se volvió hacia la ventana.

Abajo, en la plaza, aparecieron de la nada seis retazos de pálida y parpadeante luz naranja. Todavía resultaban débiles e inestables, pero la muchacha se concentró con más fuerza, y de repente la perezosa luz trémula se convirtió en seis llamaradas que se alzaron hacia el firmamento desde la parte superior de los postes en seis llamaradas que se alzaron hacia el firmamento desde la parte superior de los postes de las antorchas.

Constan lanzó una exclamación incoherente y retrocedió asustado, Índigo le sonrió tranquilizadora.

—Así que, ya tenemos luces —dijo—. Y ahora, el escenario.

Era una réplica perfecta del escenario sobre el que —parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde entonces— la Compañía Cómica Brabazon había actuado durante la Fiesta de Otoño. La luz de las antorchas bailaba sobre las tablas vacías y arrojaba sombras sobre las cortinas corridas; y más antorchas diminutas ardían en hilera en la parte delantera de la plataforma.

—Y —siguió Índigo—, tenemos todos los disfraces que necesitemos.

Constan se volvió hacia ella boquiabierto, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, intentando poner en palabras las preguntas que se agolpaban en su asombrada mente. Ella le dedicó otra sonrisa, y Constan se encontró frente a una criatura de dulces ojos dorados ataviada con todas las tonalidades verdes de la primavera, cuyos cabellos poseían el color de la tierra fértil y cuyo rostro era más bello que el de cualquier cosa humana...

—¡Ah!

Constan se tambaleó hacia atrás al tiempo que se cubría el rostro con un brazo como para protegerse. Esti le sujetó el otro brazo para evitar que perdiera el equilibrio e Índigo se quedó helada al darse cuenta de lo que había hecho.

¡No había sido su intención adoptar aquella forma! Había surgido de forma espontánea y sin que ella lo hubiera deseado en absoluto: su única intención había sido mostrar a Constan una imagen de sí misma ataviada con uno de los familiares disfraces teatrales. Pero alguna otra cosa se había apoderado de su voluntad, anulando su conciencia, para convertirla en la imagen del emisario de la Madre Tierra.

—Yo... —Pero no podía expresarlo en palabras. ¿Cómopodía haber sucedido? Le habían arrebatado el control; no había, deseado aquello; no esa imagen precisamente...

—Índigo, ¿te encuentras bien?

Era Fran, que la había visto tambalearse y corrido a su lado.

—S-sí... es... estoy... —Índigo recuperó el control con un gran esfuerzo—. Estoy bien.

—Nos has sobresaltado a todos; no sólo a papá. —Fran miró al otro extremo de la habitación donde Constan se había sentado pesadamente con Esti a su lado—. La imagen resultó tan real...

Índigo aspiró con fuerza varias veces a gran velocidad.

No quería que nadie se enterase del sobresalto que había sufrido. Deseaba poder alejarse, estar sola durante unos pocos minutos para recuperar la calma y la compostura.

Reprimió un deseo de salir corriendo de la habitación y, en un intento de mantener al menos una apariencia de normalidad, dijo a Fran:

—Lamento haber tenido que hacerlo. Pero fue lo único que se me ocurrió para convencerlo.

—¡Oh, se pondrá bien! —Esti le dedicó una leve sonrisa—. Dale unos minutos para que se recupere de la sorpresa, y se lo explicaremos todo. Tenía que hacerse, Índigo.

—Sí. Pero ahora que conoce la verdad, ¿cómo le afectará eso?

—No le afectará en absoluto —repuso Fran con una mueca—. No si yo conozco a mi padre. Es un hombre muy práctico. Una vez ha visto algo con sus propios ojos, cree en ello. Ya no tendremos más problemas con él ahora; y en cuanto averigüe cómo se hace, lo más probable es que nos superará creando sus propias ilusiones. Espera y verás.

Miró pensativo por la ventana. Las antorchas y el escenario se habían desvanecido; en su momento de furor mental Índigo había perdido el control sobre aquellas imágenes y se habían desvanecido, pero Fran ni sabía ni le importaban los motivos de su desaparición. No sería difícil recrearlos cuando llegara el momento.

—Realidad impuesta sobre la ilusión —dijo—. Podemos hacerlo, Índigo. ¡Realmente podemos poner este maldito mundo patas arriba! Y cuando el demonio venga corriendo a nuestra trampa... ¡morirá! —Chasqueó los dedos.

Índigo apenas pudo disimular una sonrisa. La descripción de Fran era simple, pero muy cercana a la verdad. El demonio había declarado que no podía morir; sin embargo ella creía que no podía seguir viviendo en un mundo que era real. En eso se fundamentaba su esperanza. El demonio no tenía auténtica vida propia, sino que existía tan sólo a través de las ilusiones que creaba. Si se desarmaba la estructura de aquellas ilusiones, y se las desperdigaba para reemplazarlas con la realidad de las cosas de carne y hueso, no quedaría nada para alimentar su vampírica voracidad.

Podían hacerlo. Poseían el poder. Quizá se le ocurrió con cierta inquietud, después de la imagen que había creado involuntariamente, pero poseían más poder del que creían. Ahora, todo lo que les quedaba era utilizarlo, y utilizarlo bien.

—Lo mejor será que hablemos con tu padre —dijo Índigo. Su mirada se encontró con la de Fran y le sonrió—. Este es el último acto de la obra. ¡Asegurémonos de que sea la mejor representación que la Compañía Cómica Brabazon haya ofrecido jamás!

Esti lo apodó el Consejo de Guerra, y nadie se sintió inclinado a llevarle la contraria. Constan, tal y como Fran había predicho, llevó la voz cantante en la discusión; la jugada de

Índigo había dado muy buenos resultados, y la actitud de Constan había pasado del escepticismo y desconcierto al más sincero entusiasmo. Si le hubieran dicho desde un principio qué era todo aquello —había dicho, algo herido en su amor propio—, podrían haberse ahorrado un sinnúmero de inútiles discusiones. Al oír esto, Esti se había visto obligada a taparse la boca con la mano para reprimir una carcajada, mientras que Índigo y Fran cruzaban una maliciosa sonrisa.

Pero a medida que el consejo se volvía más serio, la atmósfera no tardó en calmarse. La conversación poseía un aire peculiar: superficialmente podrían haber estado discutiendo planes para cualquier representación normal de los Brabazon; pero por debajo de las conocidas discusiones sobre cuestiones prácticas existía el conocimiento tácito pero enfático de que mediaría un gran abismo entre aquello y cualquier otra cosa que hubieran realizado con anterioridad. Pero por fin las ideas fragmentarias empezaron a tomar forma hasta ofrecer una imagen coherente; y finalmente Constan, que en aquellos momentos había retomado su acostumbrado papel de jefe de la compañía, mandó hacer un alto.

—Hemos dicho todo lo que se podía decir. —Juntó las manos con una palmada; un gesto que, por larga experiencia, todos sabían significaba que no aceptaría más discusiones—. Esti está medio dormida ahí sentada., oh, claro que sí, criatura —Esti intentó protestar y ahogar un bostezo al mismo tiempo—, y no tengo la menor duda de que al resto de nosotros le convendría algunas horas de sueño. Se acabó la charla. Sabemos lo que vamos a hacer, así que a descansar, y luego empezaremos. —Escudriñó los rostros que lo rodeaban—. ¿Algo que objetar a eso?

Nadie discutió. Lo que Constan sugería era de sentido común: todos estaban agotados, y sería una temeridad enfrentarse a lo que les aguardaba sin haber descansado. Los armarios de la ropa blanca del Tonel de Manzanas ofrecieron una abundante provisión de mantas, y transportaron una buena cantidad de ellas al desván sobre las que se acomodaron para dormir.

Y, mientras dormía, Índigo soñó con Grimya.

En el sueño, la loba la llamaba y ella corría por un interminable páramo negro tras ella. En algunas ocasiones vislumbraba por entre la penumbra la veloz figura de Grimya delante de ella; pero cada vez que intentaba redoblar sus esfuerzos para alcanzarla, tropezaba y caía al suelo. Y mientras corría, dos figuras corrían a su lado, ambas extendían las manos como si quisieran tomar las suyas, pero nunca llegaban a tocarlas. A su derecha, el emisario de la Madre Tierra se deslizaba como un espectro sobre la hierba, los cabellos y la túnica agitándose como movidos por el viento. A su izquierda, veloz y ágil, Némesis descubría sus dientes de felino y reía con voz estridente ante su aflicción. Y ella sollozaba, porque Grimya sufría, Grimya la necesitaba, y no importaba lo mucho que se esforzase: nunca, nunca podría alcanzarla.

Índigo despertó bruscamente de su sueño, y supo al instante que no podría volver a dormirse. En la oscura habitación sus compañeros eran formas inmóviles sobre los toscos lechos; Constan roncaba. Sin hacer ruido, para no despertarlos, Índigo se levantó, salió de la habitación de puntillas y bajó por las escaleras hasta el piso intermedio de la taberna. Se sentía inquieta, alterada por el sueño; y en su interior ardía el deseo de bajar hasta la planta baja, abrir la puerta de la calle de par en par y precipitarse a la plaza llamando a Grimya en voz alta. Era una estupidez, claro: Grimya no vendría; o si lo hacía, lo haría como una enemiga. Pero la pesadilla había despertado pensamientos que estaban demasiado enredados, que eran tan profundos y personales que ni siquiera ella podía racionalizarlos.

Se dedicó a pasear sin rumbo por el descansillo del primer piso, mirando al interior de las vacías habitaciones pero sin el menor interés. Una de ellas, mayor que las demás, poseía dos ventanas que daban a la plaza, e Índigo entró en ella y la atravesó para ir a apoyarse taciturna en uno de los antepechos y mirar al exterior. No había nada que ver en la plaza; nada se movía. Y no había ni rastro de Grimya...

Resultaba extraño, pero tras su breve estallido de dolor cuando se enfrentó a Grimya en la plaza, sus ojos se habían mantenido totalmente secos. Incluso aunque hubiera deseado llorar ahora, no tenía lágrimas. En lugar de ello, sentía un gélido y duro foco de tristeza y desamparo que se veía agudizado por un sentimiento de culpa al darse cuenta con claridad, quizá por vez primera, de los pocos esfuerzos que había hecho hasta ahora por salvar a su amiga. Se despreció por ello; aunque sabía que Grimya —la antigua Grimya— la hubiera contradicho con energía. Bien, pues, por una vez Grimya habría estado equivocada. El sueño con sus imágenes de la mofa de Némesis y el frío e imparcial juicio del emisario, le habían hecho comprender la verdad, y ahora había tomado una resolución. Antes que nada, y por encima de cualquier otro objetivo, tenía que encontrar a Grimya y recuperar su mente de las garras del demonio. No se trataba tan sólo de una cuestión de lealtad, aunque eso en sí mismo hubiera sido motivo suficiente. Era una cuestión de responsabilidad y de amor.

Ocupada en sus desdichados pensamientos, no escuchó los pasos vacilantes que sonaron en las escaleras y fuera en el pasillo, ni tampoco los apagados sonidos de puertas que se abrían y cerraban. Sólo cuando una tabla del suelo crujió a su espalda salió bruscamente de su ensoñación, y miró a su espalda.

Fran estaba de pie en el umbral. Había preocupación en sus ojos.

—¿Índigo? Me preguntaba dónde estabas. ¿Va... todo bien?

Índigo reprimió una punzada de irritación ante aquella intromisión en su intimidad. Fran no podía saberlo; en justicia no podía enojarse con él.

—Estoy bien, Fran. Sencillamente ya no quería dormir más.

Animado, penetró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.

—Papá y Esti siguen dormidos como troncos. —Hizo una pausa—. Supongo que no hay la menor señal de ella... De Grimya, quiero decir.

Índigo se había vuelto hacia la ventana; no lo miró al decir:

—No. Ninguna señal.

—Eso es lo que te preocupa, ¿no es verdad? —suspiró Fran—. ¡Índigo, lo comprendo! Sé que quieres tanto a Grimya como... como papá quiere a Cari.

No era ésa la comparación que había querido hacer, pero en el último momento el valor le había fallado. Avanzó y tomó la mano izquierda de la muchacha, Índigo no la apartó, pero tampoco respondió; sus dedos permanecieron fláccidos entre los de él.

—La salvaremos —continuó Fran con vehemencia—. ¡Sé que lo haremos, Índigo, de alguna manera!

Intentaba ayudar, pero su preocupación sólo servía para empeorar las cosas, Índigo liberó su mano con suavidad.

—Fran, no quiero hablar de ello. No ahora.

—Pero yo creo que deberías. Te haces daño a ti misma, conteniendo tus sentimientos de esta forma, ¡Índigo, voy a encontrarla para ti, y la liberaré! Sea como sea, y cueste lo que cueste...

—Por favor.

Lo dijo con más aspereza de la deseada, y lo lamentó al instante. Los decididos ojos color avellana de Fran adoptaron una expresión de contrariedad, y comprendió lo ansioso que estaba el muchacho por serle útil, lo mucho que su aprobación significaba para él. Comprendió lo mucho que la amaba y tuvo que desviar la mirada otra vez. Pobre Fran: había tantas cosas que desconocía...; tantas cosas que podrían, si las averiguara, destruir el ideal que tenía de ella. El muchacho era una lamentable y precaria mezcla de hombre y niño, su inmaculada experiencia estaba tan distante de la de ella como era posible estarlo. Podía ver sus sueños con la misma claridad que si él hubiera doblado una rodilla en tierra y se los hubiera declarado: eran los sueños de la juventud, del optimismo y de la incuestionable creencia en su propia invencibilidad. Pobre, querido y cariñoso Fran. Era como un cachorro, como un hermano menor. Decirle que le amaba de esa forma significaría destruir sus esperanzas: porque por mucho que fuera, Fran no era Fenran. Y nadie, y menos que nadie este vehemente aspirante a pretendiente que tanto se esforzaba por ser fuerte y

valeroso a sus ojos, podría jamás ocupar el lugar de Fenran.

—Fran, te agradezco profundamente tu amabilidad —le dijo—. Pero en esto no hay nada que puedas hacer. Si puede romperse el hechizo de Grimya, sólo yo puedo hacerlo.

—No puedes estar segura de ello.

—Ya lo creo que sí. —Sonrió compasiva—. Por favor, Fran. Comprendo lo mucho que deseas ayudar, pero...

—Pero no quieres la ayuda que pueda prestarte.

—No es eso.

—Oh, claro que sí lo es, ¿no es así? —Los ojos de Fran se llenaron de repente de enfurecido dolor—. Hablas como si yo fuera una criatura; como si careciera de la fuerza o la inteligencia para hacer nada. Pero no soy una criatura... ¡Soy un hombre! —Avanzó de repente y la sujetó por los antebrazos; ella intentó desasirse, pero tenía la ventana detrás y estaba acorralada.

—Índigo. —La voz de Fran había cambiado de tono. El ramalazo de furia había pasado, pero la urgencia que lo había reemplazado no era menos intensa—. Índigo, no estás ciega. Debes saber lo que siento por ti. ¡Que la Diosa me ayude, te amo!

La muchacha lo miró fija, intentando que la lástima que sentía por él no se reflejara en sus ojos.

—Por favor, no digas eso —le respondió.

—¿Por qué no he de decirlo? ¡Es cierto!

—No me conoces. Puede que creas que sí, pero estás equivocado. —Entonces al darse cuenta de que él no iba a aceptar aquello, no iba siquiera a escuchar, añadió—: ¿Y has considerado mis sentimientos sobre esta cuestión?

—¡Claro que sí! Apenas si he pensado en otra cosa... quiero ayudarte; quiero hacerte feliz...

¿Feliz? —Ahora era ella la que empezaba a enojarse; a enojarse ante la presunción del joven. Intentó desasirse de sus manos pero él las cerró con más fuerza, y la furia de ella aumentó. La ingenuidad y el amor juvenil, por muy profundas que ambas cosas fueran, no excusaban aquel comportamiento.

—Fran, suéltame.

—Índigo...

—¡He dicho que me sueltes! ¿Qué derecho crees poseer para comportarte así? —El rostro de Índigo estaba lívido de furia, y de repente ya no le importó si le hacía daño; la verdad es que quería hacerle daño, hacerle pagar por haberse entrometido de forma tan egoísta en sus cosas, y por despertar una antigua y arraigada pena—. No te amo, Fran, y jamás podría. Amo a Fenran. Y Fenran es un hombre: ¡no un chiquillo estúpido a medio crecer!

Las mejillas de Fran enrojecieron y de repente sus tensas emociones se desbordaron.

—¡Fenran está muerto! —La zarandeó con tanta violencia que la aturdió—. ¡Está muerto! ¡Pero yo estoy vivo, y estoy aquí, y soy real!

Y antes de que Índigo pudiera reaccionar, la atrajo por la fuerza contra él y su boca se cerró ansiosa sobre la de ella, mientras su lengua intentaba abrirse paso por entre los dientes de lajoven.

Índigo lanzó un inarticulado grito ahogado e intentó desasirse furiosa. Pero Fran la empujó hacia atrás y clavó su columna vertebral contra el antepecho de la ventana, inmovilizándola.

—¡Te amo! —Se separó el tiempo suficiente para jadear las palabras, mientras le besaba la barbilla, las mejillas y cualquier parte del rostro de ella que podía encontrar en su excitación—. Y tú puedes amarme..., que puedes hacerlo, ¡lo sé! Por favor, Índigo. Oh, por favor...

Sus labios buscaron de nuevo los de ella; estaba sin aliento, jadeante, su joven cuerpo anguloso apretándose contra ella. Y de pronto el enojo de Índigo se transformó en violenta cólera. Torció la cabeza a un lado y aspiró con fuerza; luego, con una energía surgida de su

cólera se revolvió liberándose y le dio una bofetada. A pesar de que tenía poco espacio para maniobrar, pudo imprimir bastante fuerza al golpe, y Fran se tambaleó hacia atrás, a punto casi de perder el equilibrio mientras iba a dar contra el rincón. Levantó una mano hasta la ardiente mejilla y la miró asombrado, incapaz de hablar pero con un revoltijo de emociones brillando en sus ojos. Vergüenza, pesadumbre... y furia... Por encima de todo, furia.

Índigo no se movió. Durante un instante que pareció interminable pero que con toda probabilidad no duró más que algunos segundos se miraron el uno al otro, conscientes de que habían llegado a un punto muerto inamovible. Luego Fran se apartó de la pared con un movimiento brusco y atravesó la habitación tambaleante en busca de la puerta, que abrió con violencia. Ésta se estrelló contra sus goznes a su espalda, e Índigo oyó el repicar de sus pies sobre las tablas de madera mientras se alejaba corriendo por el descansillo.

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