CAPÍTULO 15


No era la voz de Némesis. La figura era la de la criatura, y también la sonrisa maligna, y la fría aureola que brillaba en torno a su delgada forma, pero la voz pertenecía a otro. Por el rabillo del ojo, Índigo vio los rostros perplejos de Fran y Esti que se volvían para mirarla, pero no podía hablarles, ni siquiera podía intentar comunicarse o explicar.

Entonces Némesis se desvaneció, y otra figura apareció en su lugar. La que la reemplazó hizo que sus compañeros dieran un brinco, pero para Índigo el segundo choque fue mucho mayor que el primero, y lanzó una exclamación ahogada. Ataviado con un manto que relucía con los colores de las hojas en primavera, el rostro enmarcado por cabellos rojizos, y los dulces ojos dorados llenos de pena, severidad y sutil intensidad, el emisario de la Madre Tierra, que tantos años atrás había enviado a Índigo en su larga y solitaria misión, le sonrió y dijo:

—Bienvenida, hermana. Te esperaba.

Las mismas palabras de Némesis... pero, al igual que con Némesis, el resplandeciente ser hablaba con la voz de otro.

Su propia voz.

—No —musitó Índigo con voz ronca—. ¡Tú no... no!

Empezaba a sentirse invadida por el pánico, sintió alzarse en el interior de su cabeza como un incontenible maremoto, y se echó hacia atrás, chocando con Fran, quien se había movido para ir a su encuentro.

—Índigo, ¿qué es eso? —exigió apremiante—. ¿Qué es esa criatura?

La muchacha sacudió con fuerza la cabeza, incapaz de responderle. Entonces Esti lanzó un chillido de miedo, y ambos, como respondiendo a un mismo impulso, volvieron a mirar hacia la puerta.

El emisario había desaparecido. En su lugar había una joven vestida al estilo tradicional de la corte de las Islas Meridionales. Las joyas centelleaban en sus dedos. Un cinturón de eslabones de plata rodeaba su cintura; llevaba un torques de plata incrustada de ágatas, y una corona adornada con esas mismas piedras. Sus cabellos, largos y sueltos, caían en brillante cascada de color castaño rojizo sobre sus hombros, y sus ojos eran de un vivido azul-violáceo. Aturdida, muda de asombro, Índigo se contempló a sí misma, no tal y como era ahora, sino como había sido en aquella otra vida perdida, cuando no era Índigo sino Anghara, princesa de las Islas Meridionales.

Fran y Esti estaban paralizados, sus ojos permanecían clavados en la aparición sin comprender lo que veían. La imagen sonrió, con cierta amabilidad pero a la vez con suave y arrogante malicia.

—Vaya, Índigo..., ¿me temes?

El sonido de su propia voz surgiendo de esta parodia fantasmal provocó que Índigo empezara a temblar, pero la cólera reemplazaba rápidamente al temor a medida que empezaba a comprender. La imagen se echó a reír.

—Sin duda a estas alturas ya sabes que reflejo tan sólo lo que veo en las mentes de los que penetran en mis dominios. ¿Qué hay, me pregunto, en lo que he sacado de tus más recónditos pensamientos que te asusta tanto?

Índigo expulsó muy despacio el aire que la sorpresa había bloqueado en sus pulmones, y con su salida floreció su creciente rabia. La confusión y el temor se evaporaron para convertirse en una ardiente brasa de desdén: comprendió que, por fin, tenía delante al demonio que había venido a buscar. Además, no se había equivocado: se trataba de un vampiro. Pero un vampiro que no sólo debía alimentarse de las vidas de sus víctimas sino también tomar su forma de entre la abundancia de recuerdos que encontraba en sus mentes, ya que carecía de forma propia.

—Tú —dijo despectiva, y vio cómo Esti y Fran le dirigían una rápida mirada, sorprendidos por la repentina autoridad de su voz—. Ahora ya sé lo que eres, y por qué te vistes con las imágenes de otros. No tienes el valor de mostrarte como realmente eres, ¿no es así? ¡Porque no eres nada!

—¡Índigo! —exclamó Fran.

Comprendió que Fran empezaba a darse cuenta también de la verdad que ella había descubierto, y vio cómo el muchacho se llevaba la mano a la empuñadura de su cuchillo al tiempo que seguía:

—Si éste es el demonio...

—Lo es. —Extendió una mano para detenerlo—. Pero no puedes matar una sombra; no así. —Su mirada se desvió hacia el fantasma que reproducía su imagen y sintió una insólita oleada de desprecio y de rabia de que un ser así se permitiera mofarse de ella adoptando su propia forma—. No puedes utilizar un cuchillo contra algo que carece de sustancia, que sólo puede adoptar las formas que usurpa a sus legítimos propietarios. —Dio un paso hacia adelante y observó con satisfacción que el demonio respondía con un prudente paso atrás—. ¿No es eso cierto, mi incorpóreo amigo? No puedes mostrarnos tu auténtica forma, porque no tienes ninguna. —Le sonrió con crueldad extrayendo un frío placer de su odio—. ¡Eres una cosa despreciable!

La imagen alzó los hombros ligeramente, e inclinó la cabeza a un lado en un gesto que le era muy familiar.

—¡Oh, sí! —repuso con suavidad—. Soy despreciable. Pero vivo. Y seguiré viviendo, desarrollándome a mi manera... a menos que puedas completar la tarea que has venido aquí a llevar a cabo, y me mates. —Los ojos violeta se alzaron hacia ella retadores—. ¿Crees que puedes hacerlo, Índigo? ¿O sucumbiréis tú y tus amigos ante mí al final, como ha sucedido con muchos otros?

—No puedes matarme —repuso Índigo.

—Cierto. Pero puedo retenerte. No existe salida de este mundo, a menos que yo decida crear una. Y aunque tú no puedas morir, tus compañeros son otra cosa. —Contempló pensativo primero a Esti, luego a Fran—. Tardo más en absorber la sustancia de aquellos que luchan que la de aquellos que se entregan voluntariamente; pero el sustento que ofrecen es mayor precisamente por eso. Al final consumiré a tus amigos. Debo consumirlos, como debo consumir todo lo que esté a mi alcance.

¿Debes? —repitió Índigo con disgusto—. ¡No veo ningún deber en la desecación de las cosechas y las tierras de Bruhome ni en el aniquilamiento de almas inocentes!

—Representan vida —respondió el demonio—. Y si quiero vivir, debo consumir vida. — Lanzó un profundo suspiro—. Ojalá fuera de otra forma, pero no puedo cambiar lo inevitable.

Disgustada por aquella falsa pena, Índigo abrió la boca para lanzarle una furiosa réplica, pero antes de que pudiera hablar, Fran avanzó hacia ella. Rodeaba protector los hombros de Esti con un brazo; ahora deslizó el otro alrededor de Índigo y lanzó una furiosa mirada al demonio.

—¡No nos acobardarás! —declaró lleno de veneno—. ¡Y no te apoderarás de nuestras vidas, por muy invencible que digas ser! ¡Hemos venido aquí a destruirte... y lo haremos!

—¡Ah! —El demonio lo contempló afligido—. Ojalá pudieras, insignificante humano. Ojalá fuera posible; porque en la muerte podría liberarme de esta ansia que me consume. — La mirada violeta se deslizó ahora hasta el rostro de Esti, y el demonio adoptó una expresión conmovida—. Esti conoce mi soledad y mi sufrimiento. ¿Recuerdas, dulce Esti? ¿Recuerdas cómo compartiste el dolor de mi cara, y cómo te apiadaste de mí?

Y de repente, lo que tenían delante ya no era Índigo sino el triste y hermoso joven del estanque del páramo, el rostro pálido y frágil envuelto en la negra capa, los ojos hundidos llenos de anhelo.

Esti lanzó un terrible gemido y Fran la hizo girar para obligarla a desviar la mirada.

—¡Es suficiente! —dijo con ferocidad—. No nos engañarás, y no sentimos compasión por aquellos que son como tú. Sólo queremos una cosa de ti antes de que te matemos: queremos que nos devuelvas a nuestra familia y amigos. —Soltó a las dos muchachas y avanzó amenazador, la mano de nuevo sobre el cuchillo—. ¡Lo exigimos!

—Franqueza. —El demonio le dedicó una leve sonrisa—. Te pusieron un nombre muy apropiado, ¿no es así? Pero me temo que debo desilusionarte. No podría liberar a los tuyos, incluso aunque lo desease. Son míos ahora; y he de utilizar todo lo que es mío para alimentarme. —La sonrisa se ensanchó ligeramente y se volvió rapaz—. Mi hambre es interminable, y no puede verse saciada jamás. Cuando haya absorbido toda la vida de Bruhome y ya no quede nada, entonces deberé volver a buscar más vida. Debo tomar todo lo que haya, por insignificante que sea. Debo alimentarme.

—¡Vampiro! —escupió Esti—. ¡Sanguijuela del averno!

—Sí, es verdad; pero también soy mucho más que eso, como Índigo sabe. —Los hundidos y relucientes ojos se volvieron hacia Índigo otra vez—. ¿Puedes darme un nombre, Índigo? ¿Puedes darle un nombre a aquel que posee el poder de contenerlo todo, y sin embargo no contiene nada? ¿Puedes llegar a los más recónditos rincones de tu mente, y decirme, desde las profundidades de tu propia experiencia, qué soy?

Índigo no respondió. Sus labios habían palidecido y estaban firmemente apretados, y los recuerdos bullían en su mente. Némesis, riendo. Muerte, carnicería y destrucción, mientras la Torre de los Pesares se desplomaba. Su familia muerta. Su novio, Fenran, torturado y encarcelado entre diferentes dimensiones. Y el emisario de la Madre Tierra cuya piedad estaba templada por una implacable voluntad...

—Sí. —El demonio rió entre dientes—. Me conoces, Índigo. Soy la Desesperación. Y la desesperación no duerme jamás, y ansia siempre una liberación que no puede conseguir.

Su intensa mirada resultaba hipnótica, y mientras el demonio hablaba, Índigo sintió cómo su mente le respondía con una oleada afín de desesperación. Comprendió la desolación de su existencia, la inutilidad, la futilidad de vivir eternamente, siempre hambriento, sin siquiera el frío consuelo otorgado por la promesa de una eventual muerte.

—Es una paradoja conmovedora, ¿verdad? —siguió el demonio con más dulzura—. Vivir eternamente sin la esperanza de la muerte. Yo no deseo otra cosa que morir, Índigo, ya que mi futuro es algo vacío sin nada que me alegre. Pero no se me puede matar. Ni tú puedes hacerlo; ni ningún ser vivo. Y así pues, debo continuar con mi triste vida, y sentir hambre, y alimentarme, y sufrir, por toda la eternidad.

Una terrible opresión se apoderó de los pulmones de Índigo mientras la empatía crecía en su interior. No había duda de que la situación de esta criatura poseía terribles paralelismos con la suya propia. Ella conocía la desesperación, y ya que la conocía podía compadecer al demonio, casi sentir lástima por él.

—¡No!

Desechó aquellos pensamientos con un terrible esfuerzo, y al borrarlos de su mente el odio regresó, redoblado al comprender que, de nuevo, el demonio la había atraído hacia aguas peligrosas, casi había conseguido seducirla para que se abandonase a su propio miasma de desesperada tristeza. Miró otra vez los hipnóticos ojos, pero esta vez los ojos de la muchacha eran duros y llameaban de rabia.

—¡Te mataré! —dijo rabiosa—. Habrá una forma, ¡y la encontraré!

El demonio suspiró, y les pareció como si las sombras empezaran a agolparse a su alrededor desde los rincones de la sala, aumentando la oscuridad. Esti miró nerviosa a su alrededor, y se acercó más a Eran.

—Inténtalo, te doy mi bendición —repuso el demonio—. Me alegraría de morir. Pero fracasarás.

Las sombras se intensificaron, y en la periferia de su visión Índigo vislumbró formas vagas que se agitaban entre ellas.

—No fracasaré. —Ahora su voz sonó despectiva, a pesar de que la creciente oscuridad y la repentina atmósfera claustrofóbica hacían que su pulso latiera desasosegado.

—¡Ah, pero sí que fracasarás! —La voz del demonio se volvió cortante—. ¿Cómo puede cualquiera de vosotros luchar contra un poder que saca su inspiración de vuestras propias naturalezas sombrías? —Alzó una mano en un grácil gesto, luego la señaló con ella—. Recuerda tus propias palabras, Índigo. Todo lo que soy, y todo lo que contiene mi mundo, sólo puede adoptar las formas que usurpo a sus legítimos propietarios. Para triunfar sobre mí, primero debéis triunfar sobre vosotros mismos. ¡Resolved ese enigma, si podéis!

Algo gruñó detrás de ellos. Esti lanzó un grito, e Índigo se volvió encontrándose con un muro de revuelta oscuridad que atravesaba borboteante la sala. Negros zarcillos se extendieron hacia afuera para convertirse en manos que arañaban el aire con desesperación: entre las manos se agitaban sanguinarias matas de espinos; y un torbellino de rostros humanos que gritaban en silencio se retorcían y daban vueltas en medio de la negrura; atrocidades deformes, babeantes lobos de ojos asesinos.

—¡Tus tinieblas, Índigo! —gritó el demonio en tono burlón—. ¡Las tuyas!

Ululante, monstruoso, llenando la sala con su siniestra presencia, el Caminante Pardo surgió de las tinieblas. Y con él apareció un gusano enorme e hinchado con la cabeza de un búho, y detrás del gusano se tambaleaba un gigantesco y grotesco troll que Índigo supuso no podía ser otra cosa que el Jachanine. Horrores de la mitología de su país y de las leyendas de los compatriotas de Fran y Esti, extraídos de las profundidades de sus mentes y de sus recuerdos y dotados de una espantosa apariencia de realidad al tiempo que comprendían la veracidad del reto del demonio.

Esti empezó a gemir con una voz aguda e histérica y el sonido hizo que los tensos nervios de Índigo amenazaran con estallar. Cerró los ojos, mientras sentía cómo el terror se apoderaba de ella avasallador, e intentó desesperadamente controlar aquella violenta oleada, canalizar su energía, imponer su fuerza de voluntad sobre el poder del demonio...

Un grito ronco resonó en la sala e Índigo abrió los ojos de golpe a tiempo de ver a Fran que se arrojaba contra la negra masa en un arranque de furia y miedo. Había sacado el cuchillo de su funda, y acuchillaba y golpeaba la efervescente oscuridad como un demente.

¡Matadlos! —aullaba como un poseso—. Eliminadlos, hacedlos pedazos: ¡no existen! ¡Nada existe en este infierno excepto nosotros..., nosotros somos reales, ellos sólo son fantasmas!

Dedos negros surgieron de entre la neblina para sujetarlo e inmovilizarlo, y él los golpeó con la mano libre, destrozándolos y arrojando sus humeantes restos al suelo. El remolino se replegó y retorció sobre sí mismo como una enorme bestia ignorante que percibiera vagamente el peligro, y los alaridos de Fran adoptaron un timbre fanático y triunfante.

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme y podremos matarlo!

La parálisis que dominaba a Índigo se hizo añicos ante el estímulo de la voz del muchacho, y ella y Esti lanzaron a la vez un grito de desafío, al tiempo que sacaban sus cuchillos, y se precipitaban contra aquel horror, acuchillando con furia la oscuridad. El muro se replegó de nuevo, y luego empezó a derrumbarse. Las deformes figuras, tanto humanas como monstruosas, se fundieron en un caos de rostros que chillaban y brazos que se retorcían; del centro de la oscuridad se elevó un aullido, una miríada de voces en espantosa disonancia, Índigo aulló en respuesta, descargando todo el odio, el desafío y ferocidad que hasta aquel momento habían permanecido bloqueados en su interior, y la demencial escena dio un vuelco y parpadeó cuando, durante unos aturdidores momentos, le pareció que veía a través de otros ojos que no eran los suyos. Ojos plateados, que brillaban vengativos; ojos de suave fulgor dorado, remotos y objetivos: los ojos ambarinos de un lobo en pos de su presa...

De repente, un trueno resonó en la sala, y todos los demás sonidos quedaron ahogados por su fragor. Las losas bajo los pies de Índigo se agitaron, se arquearon hacia arriba, y toda la escena estalló en una erupción de luz mientras era arrojada de lado para aterrizar con terrible fuerza sobre el suelo. Los oídos le zumbaron bajo el eco del trueno; la negra pared que se alzaba ante ella pareció fundirse en una columna que giraba como un tornado...

Se encontró debatiéndose sobre el suelo, intentando ponerse en pie mientras un silencio siniestro y total aferraba la sala en un puño de hierro.

Muy cerca de ella, alguien dijo, en una voz demasiado forzada para ser reconocida:

—Que la Diosa nos proteja...

El miasma desapareció, e Índigo abrió los ojos.

La nube negra había desaparecido. La sala estaba vacía, silenciosa, totalmente tranquila. Las puertas y el demonio se habían desvanecido, y en su lugar había unas paredes mohosas y agrietadas que se abrían a la ciega mirada de un firmamento frío e indiferente. Las viejas piedras brillaban con el frío nácar de la desintegración, y enormes grietas hendían la estructura de las paredes por entre las que se colaban las exuberantes y codiciosas ramas de retorcidos árboles. Con un sonido hueco en medio del silencio, le llegó el continuado e incesante gotear de agua sobre pedernal, y bajo su cuerpo el suelo se agitó perezoso, empapado de una humedad estancada.

Unas manos se cerraron sobre sus antebrazos y tiraron de ella hacia arriba, rompiendo el hechizo que la inmovilizaba. Percibió la cercanía de Fran, oyó cómo Esti murmuraba una sentida imprecación, y vio sus ojos al igual que los ojos asustados de la presa de un cazador, aturdidos e indecisos en la silenciosa penumbra.

Una voz apenas audible les habló como si surgiera de otro mundo.

—Vuestro valor os honra. Pero es inútil. Todo será lo mismo, al final.

Al otro extremo de la sala quedaba todavía una puerta, que se balanceaba sobre oxidadas bisagras. Una sombra nebulosa se sentaba ante la puerta en un sillón medio podrido de madera petrificada que apenas se distinguía bajo una capa de moho. Aunque la sombra carecía de rostro, tuvieron la impresión de que el demonio sonreía.

—Una partida del juego, amigos míos. O, como la Compañía Cómica Brabazon quizá preferiría denominarlo, una escena de la obra; y habéis representado vuestros papeles de una forma digna de elogio. ¿Qué otra diversión podría idear ahora?, quisiera saberlo...

—¡Al infierno con tus diversiones! —gritó Fran furioso—. ¡Libera a mi padre y a mi hermana!

—¡Ah, sí! Claro. —La sombra se estremeció como si riera en silencio—. Como he dicho antes, no lo haré, y tampoco puedo hacerlo. Pero habéis despertado mi interés, Franqueza Brabazon; tú y tus compañeros de actuación. ¿No es eso lo que deseáis de vuestro público cuando subís al escenario? Me divertís. Me entretenéis. Y a lo mejor dará un pequeño respiro a mi eterna aflicción el continuar con este juego un poco más. —La nebulosa figura se levantó del sillón—. Pensáis que podéis destruirme. Estáis equivocados; pero quizá, mientras persistís en vuestro inocente error, yo podré idear alguna diversión que conduzca nuestro pequeño drama a un satisfactorio acto final. —Una mano oscura y vaga se elevó en el aire, e indicó en dirección a la deteriorada puerta—. Tras este portal se encuentra un sendero que os conducirá hasta vuestros amigos. Todos vuestros amigos. —El énfasis no dejaba lugar a dudas, e Índigo percibió con un gélido escalofrío que el demonio la miraba fijamente a ella mientras hablaba—. Es un sendero peligroso, pero sin duda estáis bien preparados para el peligro. Y mientras os enfrentáis a lo que hay allí, y aprendéis o sufrís a causa de lo que encontréis, la modesta distracción de seguir vuestro avance animará un poco mi desdichada existencia.

—¡No somos tus juguetes! ¡Ni lo seremos! —le espetó con furia Índigo.

—Oh, pues claro que sí. Ya que yo prepararé la escena como me plazca, y vosotros seréis mis actores, con la supervivencia como recompensa en lugar de unas monedas. Aquel que posee la bolsa más llena es el amo de la celebración: ¿no es ésta la piedra de toque de vuestra profesión? Y mi bolsa está más llena que la de ningún otro señor que hayáis tenido.

Esti apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron con fuerza en las palmas.

—¡No vamos a ser tus juguetes! Ser monstruoso, engendro de víbora... ¡no lo seremos! —Escupió en dirección al sillón como una gata enfurecida, pero el escupitajo lo alcanzó.

—Esa elección es vuestra —repuso con indiferencia el demonio—. Podéis seguir el sendero que os ofrezco, o podéis quedaros aquí hasta que os convirtáis en una ruma como las paredes que os rodean. Escojáis lo que escojáis, nos volveremos a encontrar antes de que haya pasado mucho tiempo. Y ahora, os dejaré para que discutáis vuestra decisión. —Hizo una pausa—. Una última palabra de advertencia. Los lobos tienen dientes. —Su espectral figura se estremeció como si, de nuevo, riera en silencio—. Os digo adiós ahora, por el momento.

El medio podrido sillón se desvaneció. Durante un instante la oscura y enjuta figura permaneció allí de pie, solitaria; luego, como humo arrastrado por la suave brisa, se estremeció, su forma se disolvió, y desapareció.

Se produjo un largo y tenso silencio. Por fin, Eran lo rompió con un explosivo y grosero juramento.

—Bien —dijo Esti con ferocidad mientras la tensa atmósfera se suavizaba ligeramente—. ¿Qué vamos a hacer?

Índigo contemplaba en silencio la semidesmoronada puerta, y fue Eran quien respondió:

—Creo que tenemos que ir —dijo—. Si no nos estaba mintiendo, y existe una posibilidad de encontrar a papá y a Cari, debemos intentarlo. La Madre sabe bien que es una insensatez, ya que tendremos que bailar a su repugnante son, pero no se me ocurre otra posibilidad.

Esti, más calmada de su anterior postura desafiante, asintió con la cabeza y miró a Índigo con inquietud.

—¿Índigo? ¿Qué opinas? —le preguntó.

Todos vuestros amigos, había dicho el demonio. Y: los lobos tienen dientes... Índigo reprimió sus lúgubres pensamientos, y clavó sus ojos en los de Esti.

—Estoy de acuerdo —repuso—. No tenemos otra elección posible.

Recogieron las escasas pertenencias que aún les quedaban en abatido silencio, y finalmente, aunque ninguno tenia demasiadas ganas de hacerlo, se volvieron en dirección a la puerta.

Fran extendió la mano y la tocó. Las bisagras crujieron... Entonces, de repente, toda la estructura cedió, la madera se resquebrajó, se hizo pedazos, convirtiéndose en astillas y polvo, para revelar el nuevo paisaje situado al otro lado.

Un pálido sendero polvoriento se iniciaba ante la puerta, bajo el mismo firmamento uniforme, sin estrellas y apenas iluminado que había flotado sobre el páramo y los jardines. A un lado del sendero se alzaban oscuras colinas con un silencioso aire de amenaza, al otro las tierras bajas se perdían en dirección a un vago horizonte, salpicadas aquí y allá por zonas más oscuras que podrían ser zonas de bosques.

—El sendero del páramo —musitó Esti.

Era una réplica perfecta del sendero de vacas que llevaba a Bruhome; el mismo sendero por el que las carretas de la Compañía Cómica Brabazon habían rodado para cumplir con su malhadado compromiso de asistir a las Fiestas de Otoño, Índigo imaginó la diversión del demonio ante tan irónica burla; pero prefirió no considerar lo que podría ocultarse tras estas negras colinas y valles donde, en el mundo real, debía de estar Bruhome.

No dijo nada, se acomodó mejor el arpa al hombro y, mientras intentaba ignorar la sensación de mal presagio que se adueñaba de ella como la amenaza de unas terribles fiebres, pasó por encima de la destrozada puerta y cruzó el arco. Fran y Esti la siguieron, sin hablar; en el mismo instante en que sus pies se posaron sobre el polvo y la grava del camino se escuchó una especie de ahogada aspiración, y se volvieron para mirar a sus espaldas.

El portal en forma de arco y la sala en ruinas habían desaparecido. Tras ellos, la carretera se perdía bajo el cielo desierto, blancuzca y despidiendo un leve fulgor hasta doblar un recodo de los oscuros páramos y perderse de vista.

Siguieron sin decir nada, pero en la silenciosa penumbra Esti extendió su mano y tomó la de Fran, oprimiendo sus dedos. Fran no supo si el gesto quería tranquilizarlo a él o a ella; pero le devolvió la presión antes de que, el uno junto al otro, empezaran a recorrer el sendero detrás de Índigo.

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