CAPÍTULO 2


Dos días más tarde, los tres carromatos que eran el eje de la vida itinerante de la familia Brabazon rodaban sobre el puente que señala los límites de la ciudad de Bruhome una hora antes de la puesta del sol. Otra gente que cruzaba el puente se hizo a un lado y se detuvo para contemplar el espectáculo: los carromatos, cada uno tirado por una pareja de bueyes de mirada acuosa y estoica —menos excitables y por lo tanto más seguros que los caballos, declaraba el cabeza de familia— eran estructuras de madera de techo elevado, adornadas con profusión y pintadas con gran diversidad de colores brillantes, colocadas sobre cuatro grandes ruedas cada una. De los cortos postes situados a cada lado de los pescantes ondeaban banderines, y en los costados del carromato situado en cabeza se leía en enormes y floridas letras amarillas la siguiente inscripción: COMPAÑÍA CÓMICA BRABAZON.

Constancia Brabazon, padre de Franqueza, Valentía, Templanza y sus diez hermanos y hermanas, se sentaba muy erguido en el pescante del primer carromato; blandía un látigo adornado de cintas multicolores y sonreía de oreja a oreja al mundo que los rodeaba. Era un hombre de baja estatura, fornido y sólido como un roble, con una corona de rizos de llameante color rojo que apenas empezaban a encanecer y a escasear en las sienes. Durante sus cincuenta años de vida había sido un feriante, al igual que su padre y su abuelo antes que él. Su lecho nupcial había sido este carromato, todos sus hijos habían nacido en la carretera entre una ciudad y la siguiente, y durante los seis últimos años, desde que su turbulenta pero adorada esposa muriera al dar a luz a la más pequeña de sus hijas, había gobernado tanto a su caótica familia como a su negocio con una irresistible combinación de temible severidad y exhaustivo buen humor. A finales del invierno de este mismo año, mientras viajaban al sudoeste desde el Mar Interior para divertir a los asistentes a un festival de carreras de bueyes, Constancia y su tribu se habían tropezado con una forastera acompañada de una loba domesticada, que vivía de su ingenio y de su ballesta sin que le fuera demasiado bien, Índigo y Grimya habían padecido un duro invierno en un país donde los forasteros —en especial aquellos incapaces de hablar con soltura el idioma local—•_ no eran acogidos demasiado bien: durante cuatro meses Índigo no había encontrado ni trabajo remunerado ni a nadie que quisiera llevarla a las más amistosas tierras del oeste, y con la escasez de caza debido a la época del año y ninguna otra solución que no fuera recorrer los caminos a pie, tanto ella como su compañera habían adelgazado y perdido fuerzas hasta el punto de adquirir un aspecto demacrado. Los Brabazon las habían recogido, alimentado, cuidado; y casi sin darse cuenta Índigo y Grimya se habían convertido en miembros honorarios de la familia y en parte integrante del séquito del feriante.

La alegría de Constan al enterarse de que Índigo tocaba y cantaba se vio eclipsada tan sólo por su excitación cuando descubrió que su loba domesticada —en sí misma rareza suficiente como para atraer a las multitudes, dijo— parecía comprender cada cosa que se le decía y actuaba en consecuencia. Cuando Índigo tocó por primera vez para él su pequeña arpa ante el fuego del campamento, una noche, el hombre permaneció inmóvil bajo la luz de las llamas con lágrimas resbalándole por el rostro y declaró que una música así era capaz de hacer llorar a una estatua. La Madre Tierra le había sonreído aquel día, siguió, y llenado su cáliz hasta rebosar. ¡Qué fortuna haber encontrado unas amigas y unos talentos como aquellos: una muchacha encantadora cuyas canciones podían derretir el corazón más duro, y un animal amaestrado para maravillar y hacer reír después de las lágrimas! Era un hombre bienaventurado, un rey tres veces coronado, al haber recibido tal regalo cuando él no era más que un pobre, indigno comediante que se esforzaba humildemente por llevar un poco de diversión a los buenos pobladores de su país, Índigo, mientras intentaba no echarse a reír, había comprendido la esencia de su retórica y respondido con gran seriedad que tanto ella como Grimya se considerarían muy honradas si se les ofrecía un lugar en la caravana de los Brabazon. Así pues, con gran sorpresa por su parte, habían iniciado una nueva vida

como cómicos de la legua.

Y hasta ahora había sido una buena vida. Viajaban de un lugar a otro, de ciudad en ciudad, y en cada parada presentaban uno de los espectáculos conocidos como «variedades»: una animada mezcla de música y canciones y representaciones teatrales. Cada uno de los miembros de la familia, desde el mismo Constan hasta la benjamina, Piedad, de seis años, poseía algún talento o habilidad especiales, y los Brabazon estaban muy solicitados allá donde fueran; incluso en aquellas zonas donde las compañías ambulantes eran contempladas con la mayor suspicacia. Nada sabían de la misión de Índigo, ni de la piedra-imán que la había hecho tomar un camino que, afortunadamente coincidía —al menos de momento— con el de ellos. Y por su parte Índigo había tomado un gran cariño a sus nuevos amigos, y esperaba que, aunque el momento de separarse llegaría de forma inevitable, estuviera aún muy lejano.

La muchacha iba sentada ahora junto a Constan en el pescante, contemplando las nuevas imágenes que se revelaban ante ella mientras penetraban en la ciudad. Bruhome estaba situada entre dos pequeños ríos que dividían la espectacular región de los páramos dedicada a la cría de ovejas y cabras de las tierras de cultivo, más bajas y verdes: aquí, los granjeros, cerveceros y vinateros que sacaban su sustento de la tierra venían a vender el fruto de su trabajo, a elegir jefes, pagar impuestos y discutir de política; y para disfrutar de su tiempo libre. La gente de esta región no necesitaba más que la más simple de las excusas para organizar un festival; y ahora, con la cosecha del lúpulo, el ganado bien cebado con los verdes pastos de los páramos y listo para el mercado, y ya avanzada la recogida de la uva y la manzana, era el momento de iniciar la Fiesta de Otoño. La Compañía Cómica Brabazon se había convertido en un visitante frecuente y popular en Bruhome a través de los años y Constan había regalado a Índigo con descripciones de las celebraciones, que duraban siete días y era la forma local de dar las gracias a la Madre de las Cosechas por su generosidad. Se abrirían los primeros toneles de vino de la cosecha del año anterior; habría desfiles, discursos, canciones y bailes, juegos y competiciones; y cualquiera capaz de divertir a una audiencia animada sería bienvenido.

A Índigo, Bruhome le gustó nada más verla. La mayoría de los edificios eran de madera; algunos tenían el techo de paja, otros de tejas, y aunque su disposición era algo desordenada, el alegre revoltijo de casas y tabernas y hosterías, salpicado por un laberinto de calles estrechas y retorcidas le concedía una sensación de orden en lugar de caos. Casi todas las ventanas estaban flanqueadas de postigos pintados de brillantes colores, mientras que figuras esculpidas en madera y murales adornaban los empinados tejados de dos aguas; ante la inminencia del inicio del festival, las calles estaban decoradas con verderón y guirnaldas de flores silvestres lo cual añadía un toque extra a la vivida atmósfera.

La lluvia había dado paso por fin a un tiempo más agradable, y los últimos y suaves rayos de sol de un día glorioso caían oblicuamente sobre la escena. De cuando en cuando, mientras atravesaban la ciudad, a Constan lo saludaban personas que evidentemente conocían a la familia desde hacía tiempo. Pero aunque éste saludaba con la mano y les sonreía a todos, a Índigo le pareció detectar una disminución de su acostumbrada exuberancia; y en dos ocasiones, cuando él creyó que ella no miraba, una débil mueca de inquietud le cruzó el rostro. Nadie más parecía darse cuenta de nada raro: Fran, dentro del carromato con Grimya, sacaba la cabeza por una ventana lateral y saludaba a todo el mundo sin excepción con gran entusiasmo, y proveniente de uno de los carromatos que los seguían Índigo podía oír el ritmo de una pandereta y las voces de Caridad, Modestia y Armonía, las tres hijas mayores de la familia Brabazon, ensayando una canción popular.

Sus ojos se volvieron de nuevo hacia Constan. Algo no iba bien, estaba segura; pero no podía adivinar su causa. No veía nada inconveniente en la ciudad: muy al contrario. Pero Constan estaba inquieto, y eso no era normal en él.

—¿Constan? ¿Sucede algo malo? —preguntó, tocándole el brazo.

La miró, y la expresión preocupada apareció de nuevo en su rostro.

—¿Lo has notado?

—¿Notado el qué?

Su mirada vagó por la escena que tenían delante. Luego suspiró, un sonido siseante que surgió de entre sus dientes firmemente apretados.

—No sé. A lo mejor estoy equivocado. A lo mejor es tan sólo que ha sido un día muy largo y todos necesitamos dormir. —Se inclinó y le palmeó la rodilla en un cariñoso gesto paternal—. Ya hablaremos sobre ello más tarde y averiguaremos que es qué. Vamos, ahora; sonríele a la gente. Son nuestro público de mañana, y nuestra comida.

En parte para apaciguar a los lugareños nerviosos ante tan grande afluencia de recién llegados, y en parte también para poder controlar con más facilidad a cualquier alborotador potencial, se había dispuesto un terreno en el lado oriental de la ciudad para acomodar a la abigarrada variedad de animadores ambulantes que llegaban para tomar parte en las fiestas. Aquí, donde uno de los ríos se ensanchaba para convertirse en un ancho y perezoso meandro, había espacio para dos docenas o más de carretas y buenos pastos para los animales que tiraban de ellas, y una exclamación de alegría brotó de los carromatos de los Brabazon cuando atravesaron la abierta entrada y pisaron el abundante césped del otro lado.

Empezaba a oscurecer; las estrellas habían comenzado a parpadear en el firmamento y una o dos hogueras ardían ya en el campamento. Fran y Val desenjaezaron a los bueyes y los ataron junto con los ponis, mientras que Constan se alejaba por el prado para ver si había alguno de sus amigos o enemigos entre los grupos que ya estaban acampados. Como a menudo le había explicado a Índigo, los feriantes formaban un grupo tan variado como un saco de accesorios teatrales, y un festival como éste era seguro que atraería a mucha leche agria junto con la crema de la profesión. Mezclados con los auténticos actores, dijo, habría gran cantidad de ladrones, rateros y vagabundos, y ellos, al igual que la buena gente de Bruhome, harían bien en vigilar sus bolsas y sus espaldas.

Mientras estaba fuera, Índigo y dos de las niñas más pequeñas cogieron leña del gran cesto que transportaban en la parte trasera de uno de los carromatos y encendieron una pequeña hoguera. Todos estaban demasiado cansados para explorar las tabernas de Bruhome aquella noche; en lugar de ello comerían alrededor del fuego, luego se tumbarían a dormir bajo las estrellas o en las carretas para estar descansados por la mañana.

Caridad, la mayor de los trece hijos de Constan, era la encargada de cocinar. Había cumplido veintiún años recientemente, y se había adjudicado el papel de madre suplente para con sus hermanos más pequeños; una responsabilidad que se tomaba con mucha seriedad. Era una muchacha alta y esbelta con una larga melena castaña que le llegaba hasta la cintura —todos los Brabazon, tanto padre como hijos, tenían los cabellos de uno u otro tono rojizo— que llevaba sujeta en trenzas arrolladas alrededor de la cabeza, y cuya naturaleza soñadora heredada de su abuela se veía mitigada por una vena de sólido sentido práctico. Constan podría ser la piedra angular de los Brabazon, pero Caridad era su inestimable lugarteniente, e Índigo se preguntaba a menudo qué pasaría cuando —como seguramente sucedería— el tranquilo encanto y la belleza de Caridad cautivaran a algún joven y ésta escogiera abandonar a sus hermanos y hermanas por un esposo y un hogar propio. Resultaba difícil imaginar a Modestia, la extravagante hermana que la seguía en edad y cuyo nombre resultaba tan poco apropiado a su carácter, ocupando su puesto, y las demás muchachas eran aún demasiado jóvenes para tal responsabilidad.

Caridad cantaba con su cálida voz de contralto mientras colocaba un caldero abollado y viejo sobre el fuego y empezaba a introducir hierbas, verduras lavadas y algunos pedazos de carne y hueso en el agua hirviendo. La cocina resultaba un sacrosanto misterio para la mayoría de los Brabazon, y las habilidades de la misma Índigo eran limitadas; pero a medida que el estofado empezaba a burbujear con fuerza, y mientras Caridad colocaba algunos tubérculos ensartados en afilados palos sobre las ascuas del fuego. para que se asaran, los demás empezaron a aparecer de uno en uno o por parejas, para acercarse al fuego atraídos por el aroma. La luz de las llamas envolvió sus rostros en dramáticas sombras

cuando se sentaron frente al fuego; cabellos de color castaño, cabellos cobrizos y cabellos rojo-anaranjados centellearon bajo su reflejo; se inició una relajada conversación entre todos. Sólo faltaba Constan: a Índigo le pareció vislumbrar su característica cabellera entre un grupo de hombres que charlaban junto a una de las otras hogueras.

—¿Qué hay para comer? —preguntó Lanz mientras se acomodaba sobre la hierba.

—Cordero —le respondió Caridad.

—¿El mismo que Fran y Val... ?

—¡Sí; y que no te pesque contándole nada de esto a nadie en Bruhome! —reprendió Caridad; luego miró con expresión adusta a los dos muchachos mayores—. Robar ovejas... ¡me avergüenzo de vosotros dos!

Fran le dedicó una amplia sonrisa.

—Pero no demasiado avergonzada para comer parte del botín, ¿eh, Cari?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Lo que está hecho no puede deshacerse. Ahora quedaos quietos y dejad que me asegure de que todo el mundo está aquí. —Empezó a contar: era un ritual innecesario pero familiar—. Franqueza, Valentía, Modestia, Templanza, Entereza, Armonía, Honestidad, Sinceridad, Gentileza, Moderación, Responsabilidad, Piedad. Luego están Índigo, Grimya y yo: eso quiere decir que estamos todos menos papá. —Satisfecha, empezó a repartir cucharadas de estofado dentro de los cuencos.

—Papá está allí con algunos de los otros feriantes —informó Val, señalando con la mano—. El Burgomaestre Mischyn está ahí, también; me parece que está haciendo una especie de discurso.

—Será mejor no molestarlo, entonces. —Cari sacó con gran destreza una de las patatas que se asaban en las brasas y la golpeó ligeramente para ver si estaba bien cocida—. Fran, trae un poco de cerveza, por favor. —Le pasó un cuenco lleno hasta los bordes a Índigo.

Durante unos instantes se produjo un agradable silencio mientras todo el mundo dedicaba su atención a la comida, Índigo saboreaba su última patata, que había empapado en la salsa del estofado, cuando unas pisadas anunciaron la llegada de Constan. Este acomodó su corpulencia entre sus dos hijos mayores, y gruñó sus agradecimientos mientras Caridad llenaba otro cuenco y se lo pasaba.

Fran estudió por un momento la expresión de su padre, luego inquirió con expresión preocupada:

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Constan se introdujo una cucharada de estofado en la boca y la engulló junto con un buen trago de cerveza antes de contestar:

—Tanto da que os enteréis ahora como más tarde —dijo sombrío—. Os lo diré ahora. La Fiesta de Otoño se ha acortado. Sólo serán tres días, empezando mañana, y se habrá terminado.

Sólo Responsabilidad y Piedad, que eran demasiado jóvenes para comprender el significado de las palabras de Constan, no reaccionaron. El resto se mostró anonadado.

—¿Tres días? ¡Apenas si hay tiempo para hacer nada!

—¿Qué clase de ingresos podemos conseguir en sólo tres días?

—Nos hemos estado preparando para Bruhome durante meses...

—Confiábamos en que aquí conseguiríamos dinero suficiente para pasar el invierno...

Y la voz de Fran, elevándose por encima de las otras con la pregunta de mayor importancia:

—Pero ¿por qué, papá? ¿Qué ha sucedido?

—Son las cosechas. —Constan tomó otro trago de cerveza; parecía haber perdido todo interés por la comida—. ¿Conocéis los rumores que hemos estado oyendo sobre la plaga? Bien, pues son ciertos. El Burgomaestre Mischyn nos ha contado toda la historia.

Se intercambiaron miradas, y Val dijo en voz baja:

—Esas vides marchitas que vimos...

—No son sólo las vides —repuso Constan—. Es el lúpulo, las manzanas..., incluso los pastos se están viendo afectados. Y nadie sabe qué lo provoca. Las plantas sencillamente pierden color, luego se vuelven blancas, y por fin se marchitan y mueren. Los granjeros de por aquí han perdido ya la mitad de su cosecha de lúpulo, y ahora parece como si le tocara el turno a las vides y a los manzanos. Y también le está sucediendo a parte del ganado, si han pastado en las zonas afectadas. Cada día llegan noticias nuevas sobre ello, dice el Burgomaestre Mischyn. De modo que nadie siente demasiados deseos de celebrar nada.

Modestia se inclinó hacia adelante retorciéndose las manos.

—Pero seguramente no puede durar, papá. Quizá será un mal año, pero cuando llegue el invierno seguro que esta enfermedad morirá junto con todo lo demás. ¿Por qué han de reducir la fiesta? ¡La gente necesita que la animen!

—Si fuera sólo la cosecha, Esti querida, estaría de acuerdo contigo —dijo Constan—. Pero parece que ha habido otros acontecimientos extraños en la región.

—¿Qué clase de acontecimientos?

Constan apretó los labios.

—Para empezar hay una enfermedad que afecta la ciudad. Una especie de enfermedad del sueño, dice Mischyn. Los que la contraen se duermen y no despiertan.

Caridad lo miró alarmada.

—¡Papá, podemos contraerla!

—No es del tipo contagioso. Mischyn lo sabría: su propio hijo la tiene, y su buena esposa ha estado cuidando al muchacho día y noche sin que la haya afectado. Pero es como la plaga de las cosechas: no saben qué es ni de dónde viene.

—Debe de haber un médico en la ciudad —intervino Índigo—. ¿Qué dice él?

—No está en condiciones de decir nada. Ha contraído la enfermedad: hace ya nueve días que duerme. Ah, ¿cuál fue la palabra que Mischyn utilizó? —Constan chasqueó los dedos, en busca de inspiración—. C... algo...

—¿Coma?

—Eso es. Coma. Pero no tienen ni idea de por qué. Y luego, como si eso no fuera suficiente, ha estado desapareciendo gente.

Se hizo un profundo silencio y unos rostros asombrados lo contemplaron desde el círculo de luz proyectado por el fuego. Por fin, Lanz dijo:

¿Desapareciendo?

Constan asintió.

—Aquí un día, desaparecidos al siguiente. Un pastor subió a los páramos, y no regresó al atardecer. Enviaron hombres a buscarlo pero no lo encontraron. Un hombre salió a encontrarse con sus amigos en la taberna: no llegó a la taberna, no lo han visto desde entonces. Otro hombre se fue a la cama con su esposa y cuando despertó a la mañana siguiente descubrió que ella se había marchado, de sus ropas sólo faltaba un chal. —Se encogió de hombros de forma elocuente—. Desaparecidos, todos ellos. Sencillamente se fueron.

Índigo sintió cómo la tensión se apoderaba de ella. Miró de soslayo en dirección a Fran y vio que, también él, aparecía inquieto. Adivinó lo que el joven pensaba, y una silenciosa comunicación de Grimya se lo confirmó.

«También él recuerda al jinete que vimos en el camino, creo», dijo la loba. «¿Puede haber alguna relación entre ellos?»

«Es posible. »

Recordó aquel rostro lívido como el de un muerto, los ojos sin expresión que parecían mirar sin comprender a otro mundo. Y la determinación. Por encima de todo, la terrible aura de determinación.

Constan volvía a hablar.

—Sea lo que sea lo que está pasando aquí, es algo a lo que nadie sabe cómo enfrentarse. Conozco al Burgomaestre Mischyn desde antes de que nacierais vosotros tres, los más pequeños, cuando acababa de heredar la cervecería de su padre, y durante todos estos años nunca lo había visto tan agitado coma ahora. Está asustado. —Miró a Índigo y enarcó una ceja irónicamente—. Muchacha, antes me preguntaste qué iba mal cuando atravesamos la ciudad. Ahora ya lo sabes... y si hubieras estado en Bruhome antes de hoy, habrías notado la diferencia en la actitud de la gente. Todos están asustados; y no puedo culparlos.

—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Val.

—Lo que siempre hacemos, hasta donde podamos. La celebración tendrá lugar de todas formas aunque resulte un poco atenuada, así que, como dijo Esti, haremos todo lo que podamos para animar a esta buena gente y ayudarle a olvidar por un tiempo sus problemas.

—Y esperemos que podamos ganar dinero suficiente para ir tirando —añadió Candad.

—Exactamente. —Constan bajó los ojos para mirar su cuenco de estofado. Se había enfriado y empezaba a congelarse la grasa, de modo que lo dejó a un lado y volvió a llenar su jarra de cerveza—. Vosotros, los más pequeños, deberíais estar en la cama ya. Y el resto de nosotros haría bien en tomarse un buen descanso esta noche. Por la mañana, lo mejor será que le demos un buen repaso al espectáculo que planeamos y veamos qué cambios hay que hacer. No estaría bien representar algo que pudiera ofender la sensibilidad de los habitantes después de todos estos acontecimientos, ¿no es así?

Se trataba de una despedida tácita, y aunque los más mayores parecían dispuestos a discutir, algo en el comportamiento de Constan hizo que se lo repensaran. Despacio, de mala gana, todos se levantaron y fueron a realizar sus últimas tareas del día: Armonía, la tercera de las hijas, empujó a las más pequeñas en dirección al segundo carromato donde dormían todas las mujeres, e Índigo ayudó a Caridad y a Esti a lavar los cuencos y las cucharas en el río y a apagar luego el fuego.

Mientras se extinguían los últimos rescoldos y el corro del campamento se hundía en la oscuridad iluminada tan sólo por las estrellas, Cari levantó los ojos hacia el cielo.

—Creo que lo mejor será que durmamos dentro esta noche —dijo pensativa—. Cuando no hay nubes, puede hacer frío en plena noche en esta época del año.

Esa no era su única razón para buscar la seguridad de la carreta, e Índigo lo sabía; pero no hizo el menor comentario y se limitó a asentir con la cabeza. Empezaron a dirigirse hacia la carreta, con Grimya andando junto a Índigo; ya casi habían llegado a los peldaños cuando una mano surgió de la penumbra y tocó el brazo de Índigo.

—Índigo, antes de que te vayas a dormir. —Era Eran. La condujo a un lado, pasando por alto la mirada de exasperación de Cari al pasar junto a ellos, y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—. Pensabas lo mismo que yo, ¿verdad? Cuando papá nos contó lo de la gente que se desvanece. —Se detuvo para escudriñar su rostro—. ¿Y bien? ¿Crees que esas pobres almas que vimos en el camino pueden ser los que han desaparecido?

Índigo vaciló, luego asintió.

—Sí, Eran; lo creo. —Miró en dirección a la carreta; Cari ya había penetrado en su interior—. Pero no creo que debamos decir nada de ello a los otros.

—Val y Lanz ya lo han descubierto por sí mismos. También Esti, si es que la conozco. Y papá. Lo tenía escrito en todo el rostro.

—Sin embargo...

—Lo sé; lo sé. Mira, no le diré nada a nadie a menos que sean ellos los que lo mencionen primero. Pero creo que deberíamos mantener ojos y oídos bien alerta mañana en la ciudad.

Y en particular, debiéramos buscar a cualquiera que muestre un aspecto demasiado pálido para ser saludable.

Era una sugerencia muy sensata.

—Sí —repuso Índigo—. Estoy de acuerdo.

Se hubiera dirigido ya en dirección a la carreta, pero Fran parecía reacio a terminar la conversación. De repente, dijo:

—Sobre esa enfermedad, había una palabra para definirla; sabes cuál era...

—Coma.

—Sí. ¿Qué significa?

—Es como un sueño muy profundo —le respondió—. Una especie de trance. Las víctimas siguen vivas, pero es como si sus mentes estuvieran en algo parecido a un limbo.

—¡Ah! —Fran se mordió el labio inferior—. ¿Quieres decir que no se dan cuenta de nada de lo que sucede a su alrededor... igual que esos viajeros?

El pulso de Índigo se había acelerado hasta llegar a un doloroso latido muy veloz.

—Sí —dijo—. Exactamente igual que esos viajeros.

Era una noche tranquila, y el interior de la carreta oscuro y acogedor: pero Índigo no podía dormir. Permanecía tumbada en el borde de una maraña de almohadones y mantas ásperas extendidas sobre el suelo que formaban la cama que compartía con las hermanas Brabazon, mientras contemplaba el paso infinitesimalmente lento de las estrellas por el firmamento que se veía más allá de la abierta media puerta. A su espalda, Esti roncaba suavemente; Gentileza y Piedad, las dos más pequeñas, habían murmurado y lanzado risitas durante un rato hasta que una soñolienta pero tajante reprimenda por parte de Can las hizo callar; ahora no se oía otra cosa que la rítmica respiración gutural de Esti.

Índigo no podía dejar de pensar en lo que había dicho Fran, y sobre la conexión entre los ciudadanos desaparecidos, los cuatro viajeros en trance que habían visto en la carretera, y la misteriosa enfermedad. Fran estaba en lo cierto: coma era la palabra clave, y una descripción inquietantemente apropiada de los abstraídos e inmutables vagabundos.

Se tumbó de espaldas, contemplando el techo pintado de la carreta. Cosechas y pastos echados a perder, que ofrecían el mismo aspecto que si algo les hubiera absorbido la esencia misma de la vida. Animales que sufrían un destino parecido. Seres humanos, descoloridos, secos, que recorrían los caminos a píe o a caballo como si estuvieran en trance. Desapariciones. Una enfermedad del sueño. Era una progresión, pensó; cada fase conducía a la siguiente en una especie de horrible desfile.

Y su subconsciente le gritaba que, en algún lugar detrás de este misterio cada vez más complejo, se ocultaba la mano de un demonio.

El dibujo de sombras formado por la luz de las estrellas en el techo varió de repente, e Índigo miró a su espalda encontrándose con que Grimya había alzado la cabeza y la observaba. En la oscuridad, los ojos de la loba brillaban levemente. «¿Indigo? ¿Estás despierta?»

«No puedo dormir», le transmitió. «No puedo dejar de pensar, Grimya. Los pensamientos no me dejan tranquila. » «¿Es por lo que Fran decía?» «Es eso, sí; y más cosas. »

Grimya se incorporó despacio, una silueta reflejada en el marco de la puerta. Levantó el hocico y olfateó el aire. «Es una buena noche. No sopla el viento y escucho el rumor del río. ¿Por qué no damos un paseo?» «¿No estás cansada?» «No. Ya sabes que adoro la noche. » Índigo miró por encima del hombro a Esti, que dormía profundamente; luego, con mucho cuidado, se deslizó fuera de la manta que la cubría. En silencio, abrió la parte inferior de la puerta y siguió a Grimya descendiendo los peldaños y perdiéndose en la noche.

El aroma de hogueras apagadas, de hierba, de excrementos de animales y del río se entremezcló en su olfato mientras extendía los brazos para aflojar los músculos agarrotados de estar tanto rato inmóvil. El aire poseía un helor otoñal, pero la túnica que llevaba, larga hasta la rodilla, era protección suficiente, y la hierba bajo sus pies desnudos era suave y agradable. Esquivaron carretas y tiendas de campaña donde dormían otros feriantes y descendieron la suave ladera que conducía a la ancha y llana orilla del río. En la vegetación que crecía en la orilla algo crujió y chapoteó; un ave acuática se alejó contoneándose, al tiempo que lanzaba un breve lamento. Las orejas de Grimya se irguieron con el instinto del cazador antes de que el ave nadara fuera de su alcance, y luego se relajaron, Índigo se sentó en una mata de hierba rodeada de juncos e introdujo los pies en el agua, observando cómo las ondas centelleaban a la luz de las estrellas mientras se desparramaban en la perezosa

corriente.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos, hasta que Grimya. habló. Mucho tiempo atrás la loba había decidido, a causa de un curioso pero en cierta forma digno sentido del orgullo, que utilizaría su talento para hablar en voz alta (por muy gutural y entrecortada que surgiera su voz) siempre que no hubiera más que Índigo para oírla.

Articulando la pregunta que Índigo no había querido hacerse a sí misma, la loba dijo:

—¿Has... miiiirado la piedra-imán?

—No. —Le sonrió, pero con cierta tristeza—. No he podido reunir el valor suficiente. Sabemos que conducía hacia Bruhome, pero ahora...

—¿Piensas que puede mostrar que hemos llega... do a nues... tro de... destino?

—Es lo que me temo. Y no quiero mezclar a los Brabazon, Grimya. Han sido auténticos amigos para con nosotras, y recuerdo muy bien lo que le ha sucedido a todos aquellos con los que hemos trabado amistad.

—Ha sido una buena época ésta —repuso Grimya pesarosa—. Es tris... te pensar que ten... tenga que ter... minar.

—Lo sé; y eso es otra parte de ello. —Índigo dirigió la vista a las lentas aguas del río.

—A lo mejor no hará falta que se me... mezclen; al menos no aún —sugirió Grimya—. No estamos sssseguras de lo que dice la piedra. No hasta que miremos.

Índigo se sentía reacia a mirar: sabía cuál sería la respuesta de la piedra-imán a su pregunta. Pero la bondadosa reprimenda de Grimya era justa: no podía posponerse el momento eternamente.

Se llevó una mano al cuello y sacó la bolsa de cuero que colgaba a su alrededor. La piedra —pequeña, lisa y totalmente corriente— cayó sobre su palma extendida. El dorado punto de luz de su interior era claramente visible incluso en aquella oscuridad; al cabo de unos segundos se la mostró a Grimya. Su rostro era inexcrutable.

Grimya la miró, y dijo:

—Ah...

El diminuto ojo dorado ya no indicaba hacia el oeste; se había acomodado en el centro exacto de la piedra.

Habían llegado al final de su viaje.

Ninguna de las dos habló durante un largo rato. Grimya observó a su amiga con ojos preocupados, leyendo sus pensamientos pero incapaz de decir nada que pudiera serle de algún consuelo. Había finalizado el rastreo y la caza estaba a punto de empezar: aquí, en este apacible remanso rural, algo siniestro y diabólico las esperaba, y ellas debían dar la espalda al tranquilo idilio del pasado reciente y, una vez más, enfrentarse a una nueva manifestación del horror que Índigo había liberado de la Torre de los Pesares hacía ya tanto tiempo... El tercero de los siete demonios empezaba a agitarse. Y, sin importar a qué precio, había que encontrarlo y destruirlo.

Algo brilló en la mejilla de Índigo, y Grimya se dio cuenta de que lloraba. Pero no había ni furia ni desesperación en sus lágrimas; eran simplemente una liberación, un reconocimiento y una aceptación de su destino y un melancólico pesar porque el tranquilo interludio del que habían disfrutado debiera finalizar. La loba parpadeó, e intentó pensar en alguna palabra de consuelo, pero antes de que pudiera hablar, Índigo se secó los ojos con el dorso e la mano.

—Estoy bien, Grimya. No te preocupes. Contempló la humedad concentrada sobre su piel, y observó distraídamente que la luz de la luna la hacía relucir como si fuera de plata. Plata: el color de su propia debilidad, la señal de la imperfección que anidaba dentro de ella misma que era, quizás, el mayor peligro de todos. Cerró los ojos con fuerza por un instante, intentando hacer desaparecer la imagen no deseada de un rostro que había visto demasiado a menudo ya en sus sueños. Las facciones de una criatura, dientes felinos como perlas en la pequeña boca de sonrisa cruel, un suave halo de cabellos plateados, ojos plateados calculadores y burlones. Había pasado mucho tiempo ya desde que la criatura a quien ella llamaba Némesis, el impío ser simbiótico nacido de su propia naturaleza oscura y liberado al disfrute de una vida independiente, se había cruzado en su camino. La última vez que la había visto había sido desde la cubierta del Orgullo de Simhara cuando zarpaban del poderoso reino oriental de Khimiz, y aún podía recordar el odio vislumbrado en los ojos de la criatura y la sensación de una promesa silenciosa de que aquel encuentro no sería el último. Némesis vivía tan sólo para frustrar su misión y desviarla de su resolución, ya que con la destrucción del último de los demonios también ella, Némesis, moriría. Y la piedra de toque de Némesis era la plata...

De repente la noche se tornó fría, y el adormilado río que fluía con tanta suavidad entre ambas orillas pareció adoptar un leve tono amenazador. Un poco más allá, los juncos se agitaron; Índigo empezó a volver la cabeza, pero se detuvo, medio asustada de que si miraba, su cansado estado de ánimo podría traducir el sonido y el movimiento en algo menos inocente que los caprichos de la brisa. Estrellas de plata en el firmamento; reflejos plateados sobre el agua. Se estremeció, y extendió una mano para hundirla en el áspero y reconfortante calor del pelaje de Grimya.

—Regresemos —dijo.

Grimya comprendió. Se pusieron en pie, y pasaron despacio junto a las hogueras apagadas y los carromatos sin luces hasta el campamento de los Brabazon. En el aire flotaba aún un débil y agradable aroma a madera quemada; al llegar a la carreta Índigo volvió la cabeza para contemplar el terreno. Nada se movía, y con la loba pisándole los talones ascendió los peldaños y regresó a la paz y seguridad de sus dormidas compañeras.

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