CAPÍTULO 21


—Somos estúpidos, ¿no? —La voz de Constan estalló en medio del mortal silencio que se había apoderado de la escena. Su rostro se sonrojaba cada vez más, y una vena palpitaba en su cuello con reprimida cólera—. ¡Ya lo veremos, aborto del averno! ¡Ya veremos quién es el estúpido!

—¡Papá! —Esti le tiró de la manga, horrorizada por su total falta de precaución—. ¡No lo provoques!

Constan se desasió de ella y avanzó con grandes zancadas hasta la parte delantera del escenario, sus ojos se clavaron en la sombra al tiempo que se ponía en jarras con los puños apretados.

¡Devuélveme a mi hija! —rugió—. ¡O, de lo contrario, por todas las abundantes cosechas que nos concede la Madre, te juro que desperdigaré tus restos sobre estos adoquines para que sirvan de alimento a tus repugnantes seguidores!

Una suave risa surgió de la boca invisible de la sombra.

—Constancia Brabazon, eres de verdad un gran comediante —dijo el ser—. Me proporcionarás un buen alimento cuando te devore. Mucho mejor que las débiles almas de Bruhome. Mucho mejor que sus cosechas, sus animales y sus niños. —Se deslizó hacia un lado, hasta detenerse justo frente a Índigo. La silueta de su cabeza se inclinó ligeramente hacia abajo, e Índigo notó cómo Grimya se colocaba tras ella. Un débil y temeroso gruñido borboteó en la garganta de la loba, y el demonio volvió a cloquear.

—Has encontrado a tus compañeros, y has liberado a tu amiga de mi pequeño hechizo. Te felicito, Índigo; creo que has conseguido muchas cosas, y aprendido mucho sobre ti misma en el proceso. Es triste que no vaya a servir para nada.

—Oh, sí que servirá para algo —repuso Índigo con frialdad—. Y nuestro espectáculo aún no ha terminado.

—¿Más diversión? ¡Qué agradable! Animará mi desdichada existencia. Y puedo preguntar... —la borrosa cabeza se alzó otra vez, e Índigo sintió la intensidad casi física de su mirada—... ¿de qué naturaleza será esta nueva diversión?

Índigo no estaba segura, pero le pareció detectar algo más que lacónica burla en la pregunta. La voz débil y sin inflexión no revelaba nada, pero la muchacha sospechó que aquella vampírica entidad estaba un poco más preocupada por su respuesta de lo que se atrevía a admitir. Le sonrió y dijo:

—¿Tanta curiosidad, cuando tu dolorosa carga te niega incluso los más nimios placeres de esta vida? Me sorprendes, demonio.

Los hombros de la sombra se agitaron en un gesto cansino.

—Incluso los más desdichados de nosotros tenemos a veces nuestros caprichos.

—O temores.

Constan tenía los ojos fijos en ella, e Índigo deseó fervientemente que no intentara intervenir; la muchacha necesitaba que aquel hiato se prolongara un poco más, ya que algo que se le había escapado al demonio bullía en su mente. Has aprendido mucho sobre ti misma. Aquella cosa percibía algún cambio, una estimulación de sus habilidades, y la joven recordó la vertiginosa sensación que se había apoderado de ella cuando luchaba por sacar a Grimya de su hechizo. Entonces había poseído el poder; ella era el poder...

Su corazón empezó a palpitar de forma irregular lleno de excitación. Debiera haberse dado cuenta antes, mucho antes, cuando el demonio les dio la bienvenida en la sala en ruinas y le había arrojado al rostro las dos imágenes que la denominaron hermana. Ya que, ¿de dónde podría haber sacado aquellas imágenes, si no era de su propia mente? No, como había creído ella entonces, de su memoria; sino de otra parte más profunda de su ser: de su alma.

Oh, sí. Podía hacer lo que era necesario hacer. Lo había conseguido una vez; lo haría otra.

Todo lo que precisaba era la comprensión que pusiera en marcha su voluntad, y esa comprensión le había llegado ahora.

Supo, sin necesidad de volver la cabeza, que los Brabazon aguardaban inquietos. Era consciente de su confusión, pero no tenía tiempo de detenerse y advertirles de lo que pensaba hacer. El demonio había colocado un arma en sus manos sin darse cuenta: debía utilizarla.

Devolvió toda su atención a la flotante sombra. Hubiera resultado fácil compadecerla; era una cosa patética e irreal que no estaba ni viva ni muerta. Pero compadecerla era alimentar aquella ilusión y darle poder. Por sí mismo el demonio carecía de fuerza; así pues, seguramente, carecería de auténtico poder. Sólo poseía el poder que sus víctimas le otorgaban de forma inconsciente al creer en la fuerza de las ilusiones que creaba... y creyendo de este modo en el mismo demonio.

—Tenemos un último espectáculo para ti, mi siempre hambriento amigo —le dijo Índigo con una sonrisa—. Un baile. Lo llamamos El Regreso de Bruhome.

La sombra se estremeció, como movida por algún tipo de emoción.

—Un título divertido —repuso la insustancial voz, y esta vez no había duda de la presencia de un tono de inquietud en ella—. Tu habilidad para bromear en un momento como éste te honra.

—Me alegro de que pienses así, ya que la broma será a tu costa. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres subir al escenario y bailar con nosotros, demonio?

A su espalda, Constan siseó:

Índigo, en el nombre de la Madre, ¿qué estás haciendo?

Pero la muchacha agitó una mano en gesto negativo. La sombra permaneció inmóvil. La sonrisa de Índigo se tornó menos simpática.

—¿O deseas que te busque una pareja de baile más apropiada?

Podía sentir cómo la energía aumentaba en su interior; como había sucedido con Grimya. La distancia era mucho mayor, no obstante; no sabía si lo conseguiría, si podría reunir la voluntad necesaria: «¡No, no pienses eso! ¡Tienes el poder! ¡Tú eres el poder!»

Una luz cegadora brotó de debajo del escenario, y en el centro de la luz, donde un instante antes había estado Índigo, se alzaba ahora la elegante figura del Emisario. El ser levantó un brazo en gesto autoritario, y de la noche, de algún lugar más allá de los confines de la plaza, el aire les trajo las débiles notas de un organillo.

Esti lanzó un grito de angustiado deseo.

—¡Val! ¡Es la canción de Val!

«Sí», pensó Índigo con violencia, «sigue así, llámalos a todos: a Val, a Lanz, a Honi y a Pi, a todos ellos, a todos ellos!» Perdida en el turbulento caos de su propia mente, inundada por la imagen que ella misma se había creado, concentró el llameante foco de su voluntad en su invocación.

Flauta, caramillo y tambor se unieron al organillo, y la melodía se fundió en una alegre marcha. El sonido creció, cada vez más cercano, más próximo, y ahora parecía estar ya por todas partes a su alrededor, como si todo un ejército de músicos danzara por las oscuras calles y callejuelas, para converger de forma inexorable en la plaza y el escenario. Fran tomó su caramillo, con los ojos brillantes de excitación, y Esti, pandereta en mano, gritó a Constan:

—¡Papá, toca el violín! ¡Puedes hacerlo, puedes hacerlo, con sólo desearlo con fuerza!

La sombra había retrocedido al materializarse la luz y la figura del Emisario, pero ahora, recobrándose, se precipitó hacia el escenario; se alargó, extendiendo sus manos fantasmales como si quisiera apoderarse de la reluciente visión y hacerla pedazos. Pero un brazo dorado volvió a alzarse, y señaló en dirección a la puerta de la posada del Tonel de Manzanas.

—¡Baila, demonio! ¡Baila con la Compañía Cómica Brabazon! ¡Baila con la gente viva de Bruhome!

Dos antorchas se encendieron de repente en los soportes colocados sobre la puerta de la taberna, y la puerta de ésta se abrió con estrépito. En el umbral apareció una figura solitaria, y las llameantes antorchas iluminaron una mata de relucientes cabellos castaños...

¡Cari! —aulló Esti con toda la potencia de sus pulmones.

Constan giró en redondo, y los arrebolados colores de su rostro desaparecieron como por ensalmo. También el demonio se volvió, siseando furioso, y el contorno de la negra sombra se distorsionó al ver lo que pasaba.

—¡Se ha roto tu hechizo! —La imponente figura del Emisario desapareció con un potente destello y allí estaba Índigo, despeinada, y aullando de odio y triunfo al vampiro—. ¡No tienes ningún poder sobre nosotros..., ahora somos los señores de la fiesta! —Se volvió—. ¡Constan, trae a Cari! ¡Tráela con nosotros!

Constan saltó del escenario al tiempo que gritaba el nombre de su hija a todo pulmón, y echó a correr por la plaza. Cari lo había visto y se alejaba de la puerta, tambaleante, los brazos extendidos hacia él; se reunieron, y Constan la columpió entre sus brazos, besando su rostro y sus cabellos mientras se daba la vuelta y corría de regreso a la plataforma. El demonio contempló su avance con atención, luego se volvió con brusquedad para mirar a Índigo otra vez. La muchacha sintió el veneno de su mente, la energía que empezaba a acumular, la creciente rabia... y entonces una boca horrible y llameante se abrió en la borrosa cabeza, como si se hubiera abierto de par en par la puerta de un horno, y se balanceó hacia atrás sobre sus talones mientras una única y terrible nota brotaba de aquella boca, un malévolo trueno que ahogó la creciente música y zarandeó el escenario. Las llamas de las antorchas se alzaron hacia el cielo en señal de protesta; entonces todas las luces de la plaza se apagaron, y el silencio cayó sobre ellos mientras la horrible nota se tragaba todo otro sonido, y cesaba.

Constan se detuvo con un patinazo, y Fran y Esti, que se habían dirigido al borde de la plataforma para ayudarlo, se detuvieron en seco. La sombra había cambiado. A su alrededor palpitaba ahora una tormentosa aureola púrpura, atravesada por lenguas de parpadeante fuego plateado, como si se tratara del lento latir de un corazón maligno. Lanzó un lento y áspero aliento que pareció interminable, e Índigo sintió cómo la piel se le ponía de gallina al tiempo que el aire se volvía frío como el hielo. Con una voz que mostraba toda la desapacible y mortífera furia de una tormenta ártica, el demonio dijo:

—Ah, Índigo. Ahora sí que me has hecho enojar.

La plataforma empezó a temblar. Fran perdió el equilibrio y cayó, mientras que Esti se aferraba al telón con tanta fuerza que casi hizo que le cayera encima, y Grimya, aturdida todavía por la sorpresa, retrocedía lloriqueando a un rincón. Pero Índigo sintió cómo las tablas se arqueaban bajo sus pies, escuchó el crujido de protesta de la madera, y sonrió:

—No, demonio. No puedes destruir lo que hemos creado. Lo que hemos creado es real, y careces de poder para controlar la realidad.

—La realidad quizá no —rió con suavidad el ser—. Pero sí la ilusión. Y me parece que aún tienes una lección que aprender.

La plataforma dejó de temblar. Por un instante se produjo un silencio total; y entonces un sonido que iba más allá del sonido atronó la plaza. El cielo color estaño se volvió negro como la pez, y de la negrura surgieron constelaciones que empezaron a brillar fríamente sobre la escena. El terrible ruido murió, y empezó a soplar el viento, un vendaval glacial que gemía sobre los tejados de las casas y arrojaba ráfagas de nieve al rostro de Índigo. Y de pronto, surgida de la noche polar, la joven escuchó la primera pisada titánica de algo que se acercaba.

Un terror engendrado por siglos de leyenda hundió sus aceradas garras en el estómago de Índigo. El Innominado avanzaba hacia ellos desde las gigantescas montañas de hielo y arrastraba ante él las poderosas galernas invernales; la muchacha sintió que temblaba a medida que el pánico se apoderaba de ella; y sus ojos se vieron atraídos hacia las alturas, hacia el negro cielo, donde entre las constelaciones sabía que vería las dos estrellas gemelas que no eran estrellas sino los lejanos y relucientes ojos del precursor sin forma que

anunciaba la caída del cielo...

«¡Ilusión!» El grito estalló en su mente como una llamarada, y algo se abalanzó contra ella y la arrojó al suelo. Se golpeó contra la dura realidad del escenario, gritando mientras las atronadoras pisadas del Innominado resonaban en sus oídos.

«¡Ilusión, Índigo! ¡Ilusión!» Los dientes de Grimya se habían cerrado sobre el hombro de su camisa y la loba se retorció en un esfuerzo por conseguir ponerla en pie. Índigo rodó por el suelo, quedó tendida sobre él y empezó a proferir un grito incontenible mientras las espectrales pisadas sonaban una y otra vez, cada vez más cerca...

—¡A... yudadme!

Grimya se volvió, soltando a Índigo al tiempo que ladraba su desesperado llamamiento a los aturdidos Brabazon. Esti estaba paralizada, demasiado confundida para moverse; pero Fran sí reaccionó. Retomó su flauta, una cascada de notas —cualquier cosa, cualquier melodía, no importaba— trinó sobre el escenario y cortó el terrible ruido producido por la llegada del Innominado. La música actuó sobre Esti como un bofetón: se tambaleó hacia atrás, y sus ojos recobraron la conciencia al tiempo que comprendía lo que Fran intentaba.

—¡Papá! —gritó a Constan, quien permanecía acurrucado contra el borde de la plataforma con Cari bien sujeta entre sus brazos—. ¡Papá, toca! ¡Toca..., Fran no puede conseguirlo solo! —Extendió los brazos en un intento por arrebatarle a Cari y subirla al escenario—. ¡Ayúdanos!

Cari cayó sobre las tablas del escenario, mientras Constan trepaba detrás de ella. Grimya había conseguido sentar a Índigo, y ésta sacudía la cabeza mareada. Música... Fran tocaba, obligaba al Innominado a retroceder, y el Innominado no era más que un mito, un fantasma, una ilusión; pero la nieve todavía azotaba sus mejillas, y el viento aullaba como un millar de almas condenadas...

—¡Cari, baila conmigo! —chilló Esti a su hermana por encima del gemido de la galerna, y la zarandeó como si se tratara de una muñeca de trapo. La cabeza de Cari rodó sobre sus hombros; la joven lanzó una boqueada y se aferró a los brazos de Esti—. ¡Baila! —gritó Esti de nuevo—. ¡Estamos en Bruhome! ¡Las fiestas, Cari, las Fiestas de Otoño! ¡Baila conmigo!

Fran, al escuchar su frenética exhortación, empezó a tocar una alegre danza llamada Las Alegres Doncellas, en la que tradicionalmente Cari y Esti siempre sacaban a bailar al público. El pie del joven golpeó el suelo con fuerza para marcar el ritmo, y los vidriosos ojos de Cari parpadearon.

—¡Ohhh... !

¡Baila!—aulló Esti, y tiró con fuerza de los brazos de su hermana, la hizo girar y la obligó a saltar para mantener el equilibrio.

De pronto el cuerpo de Cari, si no su mente, pareció comprender, y a los pocos instantes ella y Esti reproducían los diferentes pasos de la danza. Constan, que hasta entonces había estado demasiado asombrado para hacer otra cosa que no fuera contemplar la escena boquiabierto, sacudió la cabeza con energía y se llevó ambas manos a la cabeza como si luchara por suprimir el aullido del viento y el ruido de las pisadas del Innominado. El demonio se reía de él, se reía... ¡no podía permitir que se rieran de él! ¡No se burlaría de él! E Índigo precisaba su ayuda, ¡Índigo había salvado a Cari, y ahora lo necesitaba!

Flexionó las anchas manos, y sin que ejerciera un control consciente sobre sus dedos éstos se doblaron en un gesto familiar ante sus ojos. Madera y resina; y el arco en su mano, y las cuerdas vibrando bajo sus dedos...

Constan lanzó un alarido de sorprendida alegría mientras el violín, su propio violín, estropeado y rayado y precioso para él, se materializaba en sus manos, y escuchó cómo su voz se elevaba para mezclarse con la flauta de Fran.

—¡Más fuerte! —rugió a Fran, arrastrado por su éxito—. Vamos, muchacho, ¿dónde tienes los pulmones? ¡Más fuerte y más rápido! ¡Bailad, muchachas... ! ¡Bailad hasta convertir a ese engendro en polvo!

La luz hizo su aparición de pronto al encenderse de nuevo las dos antorchas más cercanas al escenario, galvanizadas por el esfuerzo conjunto de Fran y Esti, y su brillante iluminación cayó sobre el rostro de Índigo. El fuego luchó contra el hielo por un instante, y entonces la nieve, la ilusión, se desvaneció, y la conciencia regresó con una violenta sacudida. El Innominado... Pero no, se había marchado, jamás había existido...

«¡Indigo, levántate! ¡Levántate! ¡Hemos de ayudar a, Constan!»

Grimya saltaba a su alrededor describiendo un círculo, las orejas pegadas a la cabeza y mostrando los dientes, excitada. Medio deslumbrada por la luz de las antorchas, Índigo intentó apuntalarse, se incorporó, se tambaleó...

La música. Constan y Fran. Sus dedos volaban sobre sus instrumentos mientras Esti y Cari giraban como derviches presas de demencial energía. Y el demonio...

El demonio se había convertido en un negro torbellino, una elevada columna de furia que se alzaba ante el escenario. Durante una milésima de segundo Índigo clavó sus ojos en él, y entonces, sin advertencia previa, su visión se deslizó a otra dimensión, a otro espectro, y vio en el interior de aquel ser; a través del humo y de la sombra su mirada penetró hasta su mismo centro. No había nada allí. Nada excepto un vacío, un vórtice, un espacio vacío sin vida y sin significado.

—¡MALDITO SEAS! —Su voz aulló por encima de la salvaje danza y del ruido de los pies de los Brabazon—. ¡NO EXISTES!

Grimya lanzó un gañido y retrocedió cuando, como un árbol que estallara en llamas, la figura de Índigo se iluminó con los cegadores colores del arco iris. Una cabellera plateada cayó sobre sus hombros, unos ojos dorados aparecieron en su rostro, y se convirtió en la criatura-demonio y en la representación de la diosa y en una virgen y en una madre y en una vieja bruja, y también en la representación del ser humano imperfecto y en constante superación.

El demonio lanzó un alarido, y veinte esqueléticos reptiles de gigantescas proporciones aparecieron por encima de los tejados de las casas de la plaza de Bruhome, y saltaban y aullaban y agitaban las alas membranosas mientras resbalaban por las tejas. Los ardientes ojos de Índigo se volvieron hacia ellos, y los reptiles se desvanecieron en medio de una llamarada. Mientras sus llameantes pedazos caían sobre los adoquines y se disolvían, las chimeneas de cinco casas empezaron a humear...

El demonio volvió a gritar. En un callejón, se agitó una enorme sombra. El Caminante Pardo surgió de entre la oscuridad, ululando y agitando su gran garrote, con un centenar de Ahuyentadores que chirriaban y farfullaban alrededor de su único y monstruoso pie.

—¡NO! —exclamó Índigo; y allí donde había estado el Caminante Pardo, se encendieron las luces en cuatro ventanas superiores, y un fantasmal fragmento de alegres risas resonó desde una lejana taberna en el mismo instante en que los Ahuyentadores se disolvían en la nada.

El remolino en que la sombra que era el demonio se había convertido empezó a girar a más velocidad, alargándose y adquiriendo un negro tan intenso que parecía absorber toda la luz que lo rodeaba. Ahora gemía, una aguda y débil nota letal que se abría paso por entre la música, intentando romperla y hacerla pedazos, Índigo se volvió y la voz del Emisario gritó, ahogando el diabólico chillido:

—¡Val!, ¡Lanz!

Constan oyó cómo se gritaban los nombres de sus hijos por encima del estrépito producido por el demonio, y una excitación salvaje e incontrolable se apoderó de él.

—¡Val! —vociferó—. ¡Lanz! ¿Dónde estáis, perezosos fanfarrones? ¡Tocad! ¡Si valoráis vuestras pieles, TOCAD!

Unas vagas formas aparecieron en el borde del escenario, y una segunda flauta y un organillo añadieron sus espectrales voces a la danza. Val, pecoso y sonriente, estaba doblado sobre su instrumento; Lanz, echándose hacia atrás los cabellos empapados de sudor, mantenía los ojos cerrados con fuerza mientras tocaba la flauta. Se solidificaban;

eran reales... y mientras ellos adquirían consistencia, Índigo vio a través de ojos que eran azul-violeta y dorados y plateados a la vez, cómo el demonio se retorcía, escuchó su grito de furia, de frustración, de creciente y horrorizado temor.

Giró sobre sí misma, y su reluciente mirada se clavó en la taberna del Tonel de Manzanas. La luz apareció en las ventanas de la planta baja, y por entre la puerta abierta les llegó el sonido de charlas y risas, mientras que sombras —sombras mortales de seres humanos— se movían detrás de los cristales. Se volvió otra vez: y encima del balcón de la Casa de los Cerveceros aparecieron los estandartes de tres gremios de Bruhome: una hoz atravesada sobre un cayado de pastor, una pirámide de toneles envueltos en guirnaldas de lúpulo, una manzana escarlata sobre un campo verde. Levantó los ojos, y el firmamento, que había recuperado su monótono color hojalata, se llenó de pronto de estrellas, de las familiares y benefactoras constelaciones del sudoeste.

A lo lejos, un perro se puso a ladrar con entusiasmo, feliz por el mero hecho de estar vivo.

—¡BRUHOME! —era la voz de Índigo y también un centenar, un millar de otras voces unidas—. ¡BRUHOME!

—¡Bruhome!

Los Brabazon repitieron el grito y Esti lanzó un agudo trino tirolés lleno de triunfante entusiasmo. Ella y Cari se separaron, y de repente allí estaba Honi, y también Gen, y Piedad, uniéndose a ellas, faldas y melenas ondeando al viento, Índigo echó la cabeza hacia atrás en una sonora carcajada, y una mano dorada señaló.

Las hermanas lanzaron un agudo chillido, y, cogidas de las manos, saltaron del escenario para aterrizar en el suelo de la plaza. Formaron un anillo alrededor de la arremolinada columna negra, y empezaron a saltar y a bailar al tiempo que se burlaban del demonio que luchaba por abrirse paso. Y a su alrededor, débiles como apariciones pero cada vez más sólidas con cada momento que pasaba, un grupo de personas empezaba a surgir de la noche a medida que más y más antorchas se encendían para iluminar la escena. Borrachínes y bailarines, novios y mirones: toda la marea de una humanidad viva y alborozada. Sobre la plaza aparecían nuevas luces, en las ventanas y sobre las puertas adornadas de guirnaldas. Flores y adornos brotaban de la nada para balancearse y girar a la luz de las antorchas; las puertas de las casas se abrían, y figuras sonrientes más sustanciales que simples fantasmas salían de sus casas para unirse a la fiesta...

Bruhome regresaba. No la cruel parodia de una ciudad de fantasmas sino la próspera y bulliciosa realidad, que festejaba la cosecha, festejaba a su Diosa, festejaba la misma vida.

Y Constan, Fran, Val y Lanz tocaban, y Esti, Cari, Honi, Gen y Pi giraban y giraban a toda velocidad, sus cabellos una rueda de fuego, sus faldas un glorioso caleidoscopio de colores mientras daban vueltas alrededor de la aullante y aterrorizada sombra: a medida que el color y la solidez y la realidad penetraban con energía en el mundo del demonio para desgarrar su ilusoria textura y arrojarla al limbo del que provenía.

Un tremendo temblor recorrió el cuerpo de Índigo, como si fuera un árbol y sus raíces se enterraron en las profundidades de la vivificante tierra. ¡El demonio se moría! La sensación la abrumó, llenó su cuerpo, su mente, su espíritu, y lanzó los brazos hacia el cielo, mientras su voz se elevaba en un melodioso y potente grito de triunfo. Un último gran deseo. Uno, el definitivo...

Sus manos se juntaron como las de un buceador que se lanzase desde un acantilado, y sus ojos ardieron como oro derretido mientras sus brazos descendían, trayendo con ellos al sol y la luna, el poder gritando a través de ella, vida, vida...

La negra columna que se retorcía y convulsionaba dentro del círculo formado por las danzarinas hermanas lanzó un aullido que llegó hasta las estrellas. Fue un alarido lleno de insoportable agonía, y también de derrota, y pena, y justo al final un chillón y moribundo lanzazo de odio inútil, mientras, aplastados por la realidad, arrojados al olvido, los últimos pedazos de la entidad diabólica se dispersaron y desaparecieron del mundo.

Desaparecieron del mundo...

Desaparecieron...

Silencio y quietud. Algo la mantenía rígida, cuerpo y mente paralizados por una fuerza que no comprendía ni controlaba. El Emisario de ojos dorados había desaparecido. Era Índigo; sólo Índigo. Y el demonio estaba muerto, y ella...

Levantó la cabeza, y sintió como si su cuerpo no le perteneciera a ella sino a otro —a algo—, a alguien extraño, desconocido. El escenario: estaba de rodillas sobre él, en Bruhome, en las Fiestas de Otoño. Detrás tenía a Constan y a Fran y a Val y a Lanz; pero sus instrumentos estaban mudos; la contemplaban, sin comprender. Aguardaban. Y abajo del escenario, entre la multitud inmóvil: las muchachas, su baile detenido. La contemplaban...

Lo había hecho. Había eliminado el cáncer, el vampiro, el devorador de almas. Ella y los Brabazon. Y Grimya. Grimya estaba a su lado; pero en silencio, silenciosa como los demás.

Y en el extremo opuesto del escenario...

Fran vio cómo el cuerpo de Índigo se quedaba rígido, y vio la expresión de incredulidad y terror que estaba más allá de lo que él conocía que aparecía lentamente en su rostro. Toda su rabia y resentimiento quedaron olvidados en un momento, y dejó caer el caramillo, al tiempo que avanzaba hacia la joven con los brazos extendidos...

Y entonces se detuvo.

El hombre tenía los cabellos y los ojos negros, e iba vestido con las sobrias ropas de alguien que conocía y amaba la vida de un mundo amplio y variado. Su rostro era moreno y lleno de cicatrices como si hubiera sufrido el azote del viento y del fuego y de los mares salobres y otros tormentos que era mejor no mencionar. Y mientras miraba los ojos del hombre, y luego el rostro de Índigo, Fran supo de quién debía tratarse. Y en ese momento comprendió al fin lo que el amor —el amor real, no la pasión juvenil— era en realidad.

Fenran sonrió y su sonrisa hizo que Fran desviara la mirada avergonzado. No podía mirar cómo, en silencio, la figura de cabellos negros se acercaba a Índigo y extendía la mano hacia el suelo para tomar la de ella; no podía presenciar cómo sus dedos se entrelazaban, ni el beso que Fenran, inclinado, depositaba con suavidad pero de forma conmovedora sobre los levantados labios de Índigo mientras ésta alzaba hacia él sus ojos suplicantes y llenos de anhelo. Una tabla crujió bajo el pie de Fenran, madera vieja que se quejaba, y cuando Fran volvió a mirar sólo estaba Índigo, arrodillada sobre el escenario de las Fiestas de Otoño; lloraba en silencio mientras los sonidos de vida y actividad crecían poco a poco alrededor de ellos, y los primeros rayos del auténtico sol empezaban a caer oblicuos sobre los tejados de las casas de Bruhome.

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