BRUHOME


—«¿Así que podemos quedamos durante un tiempo?», preguntó Grimya.

—Sí. —Índigo sonrió con dulzura, y se agachó para acariciar la leonada cabeza de la loba—. Al menos durante algún tiempo.

De fuera de la carreta le llegaba el sonido del crepitar del fuego, y los primeros efluvios de la comida que Cari preparaba flotaban en la ligera brisa nocturna, mezclándose con los aromas más frescos del río. Dentro de pocos minutos comerían, y luego llegaría el momento de dirigirse a la plaza para la representación nocturna. Nueve días de Fiestas de Otoño. Nueve días de celebración de la cosecha, y de dar gracias a la Madre Tierra por la liberación de Bruhome.

La enfermedad había desaparecido. No había habido nuevas víctimas, y a la luz del alba que por fin se había abierto paso tras la larga y sobrenatural noche, la mayoría de los durmientes habían sido encontrados sanos y salvos en sus camas, tan sólo con el recuerdo de unas febriles pesadillas al despertar. La liberación había llegado demasiado tarde para algunos, cuyos espíritus habían servido de alimento a la vampírica voracidad del demonio; pero el número de muertos era reducido, y aunque lloraron a los desaparecidos, los vivos tenían aún mucho que celebrar. Incluso algunos que habían desaparecido a principios de la plaga regresaron aturdidos y débiles pero en esencia ilesos. Y aunque las cosechas de lúpulo habían sido víctimas de la plaga, la uva se recuperaba y los manzanos producirían una abundante cosecha.

Ahora, Bruhome quería música, canciones y risas para cicatrizar las últimas heridas y ayudar a la región a olvidar los horrores de los últimos días. Los habitantes de la ciudad, con su habitual pragmatismo, habían creado ya su propio mito para explicar los males que habían caído sobre ellos. El mito no era la verdad, pero resultaba más cómodo para las mentes racionales, y con el tiempo recibiría veneración como algo precioso a medida que la cruel realidad se desvaneciera en el pasado.

Pero para Índigo y Grimya el recuerdo de lo sucedido no se desvanecería y la verdad no se vería oscurecida por el tiempo. El secreto que compartían con los Brabazon de más edad —y en particular con Fran y Esti— era algo que, por acuerdo instintivo, apenas si se mencionaría ni tan siquiera en sus momentos de mayor intimidad. Quizá, con los años, la compañía crearía un nuevo relato alegórico para su repertorio; pero el auténtico secreto quedaría guardado para siempre.

La mano de Índigo se cerró sobre la piedra-imán, que había sacado de su bolsa y sostenía en su mano desde hacía un rato. La piedra estaba caliente, y el dorado punto de luz estaba ahora inmóvil en su centro. Había contemplado cómo la diminuta luz se estremecía, y se movía hacia el extremo de la piedra para indicar en dirección norte; pero al ver aquello algo se había alzado en su interior; una sensación de fuerza, una sensación de certeza. No dejaría que se le dieran órdenes. La piedra-imán había sido su señor, y ella había bailado a su son. Pero ahora, eso cambiaría. La piedra-imán ya no sería su señor, sino su servidor; y como servidor, también sería un amigo. Ella seguiría el rumbo que le marcase; pero a su manera y cuando le pareciese. Y el momento de hacerlo aún no había llegado. Se quedaría un tiempo, ya que aquí había encontrado amigos, y descubierto otra vez lo que era ser feliz.

Mentalmente, Índigo dijo: No. Y el dorado punto de luz tembló, y obedeció.

Ella poseía el poder. Era extraño que se hubiera precisado de una entidad cuya consigna era la ilusión para revelarle tal verdad; pero la lección había calado hondo. Empezaba a comprender un poco de lo que ella era en realidad... y quizá también un poco de lo que había tras su paciente misión. Y a medida que pasaba el tiempo, a medida que se embarcase en nuevos viajes, seguiría aprendiendo.

Una imagen fugaz apareció en su mente: Fenran. Un instante, un contacto precioso. Su fuerza había hecho que él acudiera a ella. Su fuerza, sólo. Entonces, siguiendo a este

descubrimiento, se formó una nueva imagen, y la joven sonrió mientras guardaba la piedra-imán otra vez en su bolsa. Ojos dorados y ojos plateados; y entre ellos, sus propios ojos jóvenes y viejos, de color azul-violáceo. Tres entidades totalmente dispares. ¿Lo eran?, se preguntó. ¿Lo eran?

Sonaron unas pisadas en los peldaños de la carreta, y una sombra penetró por la puerta entreabierta, Índigo levantó la cabeza, y vio a Fran.

—¿En la luna? —El muchacho le sonrió, algo dubitativo aún, aunque, poco a poco, la timidez empezaba a esfumarse.

—Sólo soñaba despierta, Fran —le repuso ella con otra sonrisa.

—La comida está lista. ¡Y luego lo mejor será que nos pongamos en marcha hacia la plaza, o nuestro público se pondrá nervioso! Y... —vaciló.

—¿Y?

Su sonrisa se ensanchó hasta adoptar una leve mueca avergonzada.

—Habrá baile en la plaza cuando termine la representación. Y me preguntaba si querrías ser mi pareja para el primer baile...

Ella lo miró a los ojos y sintió una mezcla de tristeza y agradecimiento. Fran la amaba, pero comprendía ahora que ella jamás podría ser suya. Fenran, tanto si era un fantasma como un ser de carne y hueso, le había demostrado aquella verdad; el muchacho empezaba a aprender a aceptarla, y la juventud y la resistencia propia del ser humano ya le estaban ayudando a ello. Encontraría otro amor, un amor perdurable, con el tiempo; y hasta entonces se sentía contento con ser su amigo.

Índigo se puso en pie y le tendió la mano, apretando ligeramente sus dedos.

—Sí, Fran —dijo—. Será un honor.

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