CAPÍTULO 8


Penetraron en el bosque en fila de uno, avanzando despacio y con cautela, Índigo empuñaba la ballesta a la que había colocado una saeta; después del incidente del farol dudaba de que aquella arma pudiera ser de alguna utilidad, pero sentirla entre sus manos resultaba mucho más reconfortante.

El leve resplandor aumentaba a medida que avanzaban, hasta que les fue posible ver lo que los rodeaba como a través de una espesa niebla bañada por la luz de la luna. No obstante, el silencio resultaba sobrenatural; el aire no se movía y ni una sola hoja se agitaba entre las ramas. Fran insistió en ir delante; Índigo se había sentido reacia a permitírselo pero al final había cedido; no quería malgastar energías discutiendo con él y diciéndose para sí que al menos de esta forma, si iba detrás, podía vigilar a sus compañeros. Miró atrás en una ocasión y vio que el seto de espinos había desaparecido, dejando tan sólo los apiñados árboles que parecían extenderse hasta el infinito. No la sorprendía demasiado que los espinos hubieran formado parte de la confusa frontera entre su propio mundo y éste, y ahora que habían entrado en la tierra de nadie que servía de puente a las dos dimensiones, su realidad y todo lo que ésta contenía había quedado fuera de su alcance. Este pensamiento resultaba desconcertante, ya que traía a colación la pregunta de cómo encontrarían el camino de regreso, y decidió no llamar la atención de sus compañeros sobre lo que había visto, y continuar andando en silencio.

Durante algún tiempo nadie habló, hasta que Esti, que seguía saltando a cada sombra, volvió la mirada hacia Índigo con un tímido pero esperanzado atisbo de sonrisa.

—Es idiota —dijo—, pero siento ganas de cantar. Sólo por escuchar una voz. Cualquier cosa.

Fran volvió la cabeza con una expresión mordaz, pero antes de que pudiera hablar, Índigo se le adelantó.

—¿Por qué no?

Su avance por entre la maleza ya era lo bastante ruidoso como para haber alertado a cualquier cosa que pudiera acechar su presencia en la vecindad; una canción tanto daba y podría servir para levantarles el ánimo.

—Si pudiera manejar mi arpa al tiempo que la ballesta, te acompañaría.

—Fran lleva su flauta. —Esti dedicó una mirada maliciosa a su hermano—. Lo he visto cogerla.

Fran se sonrojó.

—Era por si la necesitábamos, no...

—¿Necesitar? —Esti se echó a reír con voz demasiado sonora—. ¿Qué ibas a hacer con ella, Fran? ¡Aunque, todo hay que decirlo, la forma en que tocas es suficiente para hacer huir a cualquier demonio!

Fran se detuvo y se volvió, listo para dedicarle una furibunda réplica, e Índigo saltó:

—¡Esti! ¡Fran! Por la Madre, ¿queréis dejar de discutir por algo tan insignificante? — Entonces aspiró con fuerza para contener su cólera, y siguió con más calma—. Si Esti quiere cantar, que cante, y si tú puedes tocar mientras caminas, Fran, mucho mejor.

Fran lanzó un bufido y se dio la vuelta, pero la reprimenda había dado en el blanco y no dijo nada. Esti, imperturbable, empezó a tararear una melodía que Índigo reconoció como una de las canciones que cantaban a coro los más pequeños de la familia, alegre y llena de ritmo. Al cabo de algunos compases, reuniendo valor, la muchacha empezó a cantar la letra, e Índigo se unió a ella. Sus voces sonaban extrañamente apagadas; el bosque no devolvía ningún eco y el efecto resultaba desconcertante, pero era mejor, pensó Índigo, que el opresivo silencio. Tal y como esperaba, Fran se ablandó por fin, sacó su caramillo de la bolsa y se lo llevó a los labios.

—Adelante, Fran —dijo Esti al no unirse a la canción ningún gorjeante silbido—. ¡La

conocemos desde que apenas sabíamos andar! ¡Toca el contrapunto!

Fran se detuvo y se volvió de cara a ellas.

—Estoy tocando el contrapunto —repuso débilmente—, O al menos lo intento.

Índigo lo miró fijo. Esti, sin comprender aún, masculló una imprecación sobre los juncos que se atascan, pero su hermano meneó la cabeza.

—No le pasa nada a la flauta. Nada en absoluto. —Se la tendió, y ahora el enojo ahogó la inquietud de sus ojos—. Toma. Compruébalo tú misma, si no me crees.

Esti tomó la flauta y le dio varias vueltas, con el entrecejo fruncido. Cuando se la llevó a los labios y sopló, no se escuchó más que el sonido del aire que surgía de sus pulmones. Lo intentó de nuevo, con más energía, luego miró asustada a Índigo y a Fran.

—No funciona...

—Igual que el farol.

La voz de Fran era sombría y levantó la lámpara para subrayar sus palabras. La vela se había convertido ya en un débil y azulado punto de luz, no más brillante que una luciérnaga.

—¿Y tu ballesta, Índigo? ¿Qué crees que sucedería si intentases dispararla? ¿O intentaras tocar el arpa?

La muchacha reconoció lo que el otro quería decirle con un solemne gesto de cabeza, pero Esti protestó enojada.

—¡No tiene el menor sentido! ¿Por qué no funciona la flauta? Si nosotros podemos cantar, entonces...

—No busques sentido a las cosas —replicó con amargura Fran—. No aquí.

Aprendía deprisa, pensó Índigo; y a Esti le dijo:

—Tiene razón. Las reglas de nuestro mundo no sirven en este lugar. Tendremos que aprender las nuevas reglas a medida que avanzamos.

—Si es que hay alguna —añadió Fran.

Índigo lo miró de soslayo.

—Oh, me parece que sí que las habrá. Pero si podremos o no reconocerlas, eso ya es otro asunto. —Bajó la mirada a la ballesta que seguía empuñando, y decidió (¿de forma irracional?) que no se la colgaría al hombro—. Lo mejor será que sigamos. Y si todo lo que podemos hacer es cantar, pues entonces cantaremos.

—Sí —asintió Esti con energía, y se volvió en redondo para dirigir furiosas miradas a los árboles—. ¿Lo oyes? ¿Lo oyes? ¡No te tenemos miedo!

Índigo posó una mano sobre su brazo.

—No, no lo tenemos. Pero de todas formas, me parece que sería mejor no lanzar nuestros desafíos en voz alta aún.

Siguieron andando, pero Esti ya no estaba de humor para cantar, y así pues, el único sonido que mancillaba la quietud era el crujir de sus pies sobre la maleza mientras avanzaban. El tiempo, en la inmutable penumbra del bosque, no tenía sentido, y si transcurrían realmente las horas resultaba imposible calcular su número; pero finalmente, Índigo empezó a sentirse cansada. No había dormido desde las pocas horas arrebatadas al sueño después de la tormenta, y sabía que con los otros había pasado otro tanto: también ellos debían de empezar a flaquear aunque ninguno quería ser el primero en admitirlo. Y tenía hambre. No servía de nada avanzar obstinadamente sólo porque sí; llamó a sus compañeros y sugirió que buscasen un lugar apropiado para acampar y descansar un rato. Esti la secundó agradecida, pero Fran dudó.

—¿Acampar aquí, entre los árboles? —dijo—. No sé... no me gusta la idea. Preferiría estar en algún sitio que me permitiera dominar el terreno.

—Yo también, pero podríamos andar durante días sin llegar al límite del bosque. —Si es que había un límite—. Todos estamos cansados, Fran, y no podemos seguir andando para siempre. —Le dedicó una débil sonrisa—. Te aseguro que soy tan reacia como tú a detenerme aquí, pero no veo que tengamos otra elección.

Fran se mordió el labio inferior.

—Sigamos sólo un poco, entonces —dijo, ignorando el gemido de Esti—. A lo mejor encontramos un claro. Ya hemos pasado por uno o dos. —Le dedicó una repentina sonrisa, y en la fría penumbra la mueca adquirió un aspecto fantasmal—. O a lo mejor, cambiaré nuestra suerte. Papá siempre dice que soy el que tiene más suerte de toda la familia.

Índigo asintió.

—De acuerdo; sólo un poco más. Pero tendremos que descansar pronto.

Fran se dio la vuelta y siguió andando. No había recorrido más de diez metros cuando se detuvo otra vez de forma brusca al tiempo que levantó una mano para que las dos muchachas hicieran lo mismo. Esti lanzó un agudo siseo e Índigo susurró:

—¿Qué sucede?

—¿Recuerdas lo que dije sobre la suerte? —La voz de Fran sonaba como entrecortada—. Creo que estaba en lo cierto. Mirad, mirad adelante, a unos veinte pasos quizá.

Miraron y Esti musitó:

—No puedo creerlo...

—¡Entonces estás ciega a lo que ven tus ojos!

Fran echó a correr, adelantándose a ellas, entonces se detuvo de nuevo y empezó a hacer señales con un brazo mientras gritaba:

—¡Yo tenía razón! ¡Venid a mirar!

Índigo y Esti se apresuraron a ir, y se detuvieron en seco junto a él. Incluso en aquella engañosa media luz no podía haber error posible: a unos pocos pasos más allá, el bosque terminaba. Los árboles se espaciaban poco a poco hasta desaparecer; sencillamente se acababan, como si una hoz gigante hubiera trazado una limpia línea a través del bosque. Y más allá de los últimos troncos negros, vagamente visible como un neblinoso océano gris, había un terreno descubierto.

Esti lanzó un chillido de dichoso alivio y abrazó a su hermano, mientras Índigo contemplaba a Fran con renovado interés, al tiempo que se preguntaba si éste se daba cuenta de lo significativo que podría haber sido su malicioso chiste. Afortunado... quizá lo era. O, a lo mejor, de forma inconsciente, había ejercido una influencia sobre lo que los rodeaba imponiendo su voluntad sobre la voluntad del poder que gobernara en aquella estrafalaria tierra. La idea de que tal cosa fuera posible la excitaba y preocupaba a la vez, y decidió que sería más sensato no decir nada a Fran de sus sospechas. No aún, no hasta que pudiera analizar más el terreno.

Fran y Esti corrían ya por delante de ella y cuando los alcanzó ya habían llegado al final del bosque. Esti, apoyada contra uno de los enormes troncos, se limitaba a mirar el panorama que se extendía antes ellos, incapaz de decir nada, mientras que Fran se aventuraba a avanzar uno o dos pasos más allá de la frondosa bóveda de hojas antes de detenerse. Su cabeza giró despacio mientras examinaba el paisaje, y por fin dijo en voz baja:

—Es como los páramos que rodean Bruhome. Pero...

—Muerto —repuso Esti con tranquilo énfasis—. Sin color. Sin vida. Nada. —Se estremeció, apartándose del árbol, al tiempo que se abrazaba a sí misma—. Ni siquiera sopla el viento.

Índigo contempló el terreno que se extendía más allá del límite del bosque como algo salido de un extraño sueño. Lóbrego y amenazador bajo el resplandor fríamente difuso de la noche, era, intentó explicar Fran, casi una parodia de los páramos de Bruhome. Pero las laderas eran más pronunciadas y las escarpaduras más angulosas, creando profundas hoquedades que se perdían en zonas de sombras bien delimitadas que aparecían negras por completo en contraste con las ondulaciones más suaves y plateadas de las colinas.

Desvió la mirada al lugar donde, a una distancia imposible de adivinar que tanto podía ser un kilómetro como veinte, el terreno se juntaba con el monótono cuenco de estaño del firmamento. Un débil resplandor gris plateado se recortaba en el cielo, como el anuncio de la salida de la luna, pero supo instintivamente que no había luna allí. En lo alto, el cielo

mostraba un color uniforme, monótono: no había la menor señal del origen de aquella débil luz, ni estrellas, ni la leve sombra de una nube. Sin color, sin vida había dicho Esti. Ni una sola señal de movimiento en todo aquel terreno desierto.

Fran, cuyos pensamientos habían seguido unos derroteros similares a los suyos, dijo con suavidad:

—Al menos aquí podemos ver cualquier cosa que se mueva.

—Sí...

Índigo cerró los ojos por un instante y sacudió la cabeza para aclararla; el paisaje poseía un curioso efecto hipnótico, y se alegró de poder dirigir de nuevo los ojos hacia la hierba a sus pies. Hierba negra. Ningún color excepto negro, gris y plata... Apartó de su mente muchos inquietos pensamientos sobre el significado del color plata; dejó la ballesta en el suelo y se deshizo de la bolsa que llevaba a la espalda.

—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Los árboles para facilitar protección por si la necesitamos; pero tal y como dices podemos ver cualquier cosa que se nos acerque antes de que ella nos vea a nosotros.

—No creo que nada lo haga —murmuró sombría Esti—. No creo que haya nada aquí fuera de nosotros.

Fran le dirigió una mirada de enfado.

—Y papá, y Cari, y Grimya. Y todos esos otros. No lo olvides jamás, Esti. Ni por un momento.

La muchacha lo miró resentida.

—Eso no era lo que yo quería decir, y lo sabes.

Con gran alivio por parte de Índigo, Fran no insistió en aquel punto; o bien se había tomado su amonestación muy en serio, o estaba demasiado cansado para discutir. Dejó caer sus fardos sobre el suelo y miró a su alrededor.

—Hay suficientes hojas secas y restos para poder encender un fuego —dijo—. ¿Crees que se encenderá? ¿O fracasarán nuestras yescas y pedernales igual que la flauta y el farol?

—No lo sé. —Índigo jugueteó con la bolsa que colgaba de su cinturón—. Vale la pena probarlo.

Fran recogió con ambos brazos un buen montón de hojas y ramas caídas —al parecer las hojas también morían en aquel bosque; lo cual sugería la existencia de alguna especie de estaciones— e hizo una pila sobre la hierba. Luego frotó la yesca contra el pedernal.

Nada sucedió. El pedernal chirrió con excesiva fuerza en medio de aquel silencio, pero no se produjo la esperada chispa. Fran lo intentó por segunda, por tercera vez; luego se sentó sobre los talones, sacudiendo la cabeza.

—No quiere encenderse. Temí que esto iba a suceder.

—Inténtalo de nuevo —insistió Esti.

—No. —Índigo extendió la mano para detenerlo cuando quiso volver a intentarlo—. Déjame. —Sus ojos se encontraron en la penumbra, y la muchacha le sonrió—. A lo mejor, esta vez soy yo la que tiene suerte.

Fran se encogió de hombros y le entregó el yesquero, e Índigo lo sostuvo sobre el montón de hojas. «Concéntrate», se dijo en silencio. «Fran deseó que el bosque se acabara, y éste se acabó. Esto puede salirte bien. Deséalo. Haz que suceda. »

—¡Hay una chispa! —exclamó Esti con vehemencia.

Índigo frotó de nuevo; la segunda chispa prendió en las hojas secas, y una fina lengua de fuego empezó a lamer el extremo del montón de hojas. Esti lanzó un gritito de alegría y se inclinó sobre el precioso fuego; lo rodeó con las manos y sopló con cuidado sobre la llama para avivarla llena de pericia. Fran clavó los ojos en Índigo.

—¿Cómo lo has hecho?

La muchacha se sentó sobre sus talones, sólo un poco menos sorprendida que él.

—No estoy muy segura —dijo—. Recordaba la forma en que llegamos al final del bosque; y antes que eso, la manera en que derrotamos aquella voz aulladora... y me

pregunté si...

Una exclamación de Esti la interrumpió. Las hojas exteriores del montón empezaban a chisporrotear y enroscarse, y Esti se había erguido, triunfante, mientras el fuego tomaba fuerza... para quedarse helada de repente.

—¡Las llamas tienen el color equivocado! —El regocijo se convirtió en desilusión al tiempo que gritaba—. ¡Miradlas... son azules!

Índigo y Fran volvieron los ojos hacia el fuego. Las llamas parecían arder con normalidad, pero en lugar de presentar una alegre tonalidad amarilla rojiza, despedían una llama fría e incolora, mientras que las brillantes lenguas del corazón del fuego mostraban un enfermizo tono azul verdoso.

Durante un largo y silencioso momento, sus ojos permanecieron clavados en las llamas, y luego, con mucha cautela, Esti extendió una mano. Su rostro se iluminó con una luz fantasmagórica, y sus dedos extendidos parecían los de un cadáver; volvió la mano a un lado y a otro, luego levantó la vista para mirarlos.

—Ni siquiera está caliente. No siento absolutamente nada y en cambio debería quemarme. Mirad, puedo introducir la mano en el... ¡ay!

Mientras hablaba, Esti había extendido la mano para tocar las llamas, y dio un salto atrás con un alarido de dolor al tiempo que ponía la mano bajo la axila.

—¡Esti!

Índigo corrió a su lado.

—Que... maba —tartamudeó Esti con los dientes apretados—. Pensé que... ¡Oh, cómo duele!

—Déjame ver.

Índigo llevaba en su bolsa hierbas medicinales y ungüentos, reliquias de las pequeñas habilidades que había aprendido de niña. Tomó la muñeca de Esti con gran cuidado, haciendo girar la mano herida para examinarla. La piel en la punta de los dedos estaba enrojecida y ya empezaban a salirle ampollas; por muy poca luz y calor que despidiera el extraño fuego, desde luego quemaba como cualquier llama normal. Empezó a untar los dedos de Esti con el ungüento de un pequeño frasco, y mientras lo hacía vio por el rabillo del ojo a Fran que se acercaba al fuego con una mano extendida.

—¡Fran, ten cuidado!

—No te preocupes, lo tendré. Pero Esti tiene razón. Incluso a un palmo de distancia de las llamas no siento el menor calor.

Índigo no replicó, dedicándose a considerar aquel enigma. Esti no había esperado quemarse, sin embargo el fuego la había quemado. Eso dejaba en ridículo la teoría que había empezado a formular y había estado a punto de exponer a Eran, y daba nuevo énfasis a su anterior comentario sobre que las leyes de aquel mundo eran irracionales e impredecibles. Este incidente servía a la vez de confirmación y de advertencia; y decidió estar alerta desde aquel momento. Paso a paso. O las consecuencias del siguiente error podrían no ser tan triviales.

Bajo aquellas circunstancias, Índigo se alegró de descubrir que el accidente de Esti había apartado de la mente de Eran el enigma del fuego. No volvió a sacar a colación el tema, sino que se limitó a curar la mano de Esti y, agrupados alrededor de la extraña y parpadeante luz de la hoguera, tomaron luego una comida espartana de las raciones que llevaban. Eran montó una especie de trípode sobre el fuego e intentó hacer hervir un cazo de agua; pero el tiempo pasaba, y el agua seguía fría, y por fin abandonó el intento y volvió a verter con mucho cuidado el contenido del cazo dentro de su odre.

Decepcionados al no poder obtener una bebida caliente con la que completar su improvisado festín, se dedicaron a considerar cuál sería su siguiente paso.

—El problema es —empezó taciturno Eran, mientras arañaba la hierba con una ramita—, es que no sabemos hasta dónde se extiende este lugar. Papá y Cari podrían estar en cualquier sitio. —Levantó los ojos—. ¿Cómo esperar encontrarlos? Eso es lo que no dejo de

preguntarme.

—Lo sé. —Índigo miró más allá del apagado círculo de luz fuego a la grisácea extensión de páramo pedregoso que se perdía en la distancia—. Lo que yo esperaba era que hubiésemos podido seguir al durmiente tras el que entramos: si era atraído hasta algún lugar central, es posible que Cari hubiese seguido el mismo camino.

—O cualquier otro durmiente, si vamos a eso. —Fran frunció el entrecejo—. Pensé que recibiríamos alguna señal u otra. La Señora de la Cosecha sabe muy bien que no faltan víctimas de la enfermedad.

—En efecto; y tampoco puedo dar respuesta a ese enigma. Pero existe un rayo de esperanza. Si Grimya no ha quedado separada de los demás, entonces existe una posibilidad, sólo una posibilidad, eso hay que tenerlo en cuenta, de que pueda establecer contacto mental con ella.

—¿Lo has intentado? —La tristeza de Fran pareció disiparse ligeramente ante la idea, luego se hundió de nuevo en ella cuando Índigo negó con la cabeza.

—Sólo a modo de tanteo, mientras andábamos, y no conseguí nada. Pero no pude concentrarme totalmente en ello. Más tarde, mientras monto guardia, lo intentaré de nuevo.

—¿Qué hay de tu piedra? —preguntó Esti—. ¿Aquella de la que nos hablaste? ¿No podría darnos una pista?

Índigo sacó la piedra-imán de su bolsa y la sostuvo en dirección al fuego, mientras los otros estiraban el cuello para ver. En el gélido fulgor el dorado punto de luz aparecía apagado y vacilante; señalaba en dirección a los páramos, pero mientras miraban se estremeció y se lanzó primero hacia la izquierda y luego a la derecha antes de detenerse en el centro del guijarro.

—¿Qué significa eso? —inquirió Esti.

Índigo se encogió de hombros.

—O bien la piedra-imán no puede funcionar en este mundo, o nos está diciendo que el demonio nos rodea por todas partes. —Guardó de nuevo la piedra en la bolsa de cuero e intentó contener los escalofríos que recorrían su espalda—. Ninguna de las perspectivas es muy agradable.

Permanecieron en silencio durante un rato. Luego Fran dijo:

—Bueno, al parecer no tenemos más opción que seguir buscando hasta que encontremos alguna pista del lugar al que han ido.

—Si alguna vez la encontramos —repuso Esti.

—No. —Índigo posó una mano sobre el brazo de la muchacha, preocupada al ver que su anterior optimismo parecía haber desaparecido con tanta rapidez—. No pienses de esa forma, Esti, hagas lo que hagas. Hemos de creer que los encontraremos.

Fran le dirigió una mirada penetrante, pero ella no le respondió. No era éste el momento de regresar a su idea respecto a la maleabilidad de este mundo; no era más que un embrión aún y necesitaba más tiempo para recapacitar —sin mencionar la necesidad de más evidencias— antes de decir nada. Además, en este momento dormir era más importante que hablar. Se sentía amodorrada después de la comida, y había visto tanto a Esti como a Fran bostezar subrepticiamente llevándose la mano a la boca. Por la mañana —se autocorrigió al darse cuenta de que aquella frase no tenía el menor significado aquí—... dentro de algunas horas estarían más descansados y podrían analizar su situación con las ideas más claras. Hasta entonces, no había nada más que decir.

Al no tener forma de medir el tiempo, se habían puesto de acuerdo en una decisión pragmática al problema de montar guardia, Índigo haría la primera (Fran no había estado de acuerdo, ya que quería tomar esa responsabilidad él solo, pero Índigo se había impuesto) y cuando le pareciera que ya no podía permanecer despierta, despertaría a su relevo. Así pues, mientras Fran y Esti apoyaban sus cabezas sobre sus bolsas utilizándolas como almohada, ella arrojó más hojas al fuego y clavó la mirada en el silencioso y fantasmal paisaje.

«Grimya. »

Proyectó sus pensamientos a la oscuridad, y mantuvo la mente alerta para captar cualquier respuesta que pudiera llegar. Sólo recibió un profundo silencio y el murmullo de su propia mente inquieta, y suspiró. Era una esperanza tan frágil... Incluso aunque Grimya pudiera percibir su presencia puede que le resultase imposible contestar, aunque ésa era una posibilidad que Índigo no deseaba considerar. Y qué había sido de Constan y Cari. ¿Seguían vivos? ¿Vagaban indefensos por este mundo?, o ¿habría surgido algo de la oscuridad, del silencio, para llevárselos y absorber sus vidas, igual como había sucedido con las cosechas de Bruhome?

Una oleada de desesperación se apoderó de repente de Índigo mientras se preguntaba de qué manera ella y sus amigos podrían jamás encontrar a sus seres queridos en aquel mundo nocturno. Aquí no había nada: nada que pudiera ayudarlos, nada que los animara, nada que les diera alguna esperanza. Sólo aquella tierra muerta y su oscuridad, y ningún camino que los condujera adelante o atrás. Estaban tan perdidos como aquellos que de forma tan insensata habían ido a salvar; perdidos, como los caminantes dormidos, en una pesadilla de la que no se podría salir... Una campanilla de alerta profundamente arraigada resonó de súbito en su mente, y con un pequeño sobresalto Índigo vio la trampa en la que había estado a punto de caer. La desesperación. Aislada y sola, sin nadie despierto que pudiera distraerla, había estado a punto de dejarse caer en una especie de ensoñación, seducida por la atmósfera que impregnaba aquel mundo incoloro. La penumbra, aquella tierra desierta, el pesado silencio, eran señuelos que actuaban sobre una mente cansada y desprevenida, y la atraían de modo sutil hacia la misma trampa que había capturado a los durmientes de Bruhome. Desesperación y apatía. Éstas eran las contraseñas en esta dimensión, las fuentes de su fuerza, sus mejores armas. Y ella había estado a punto de sucumbir ante ellas.

—¡No!.

Índigo siseó la palabra en voz baja pero con furia, y antes de que la razón la hiciera recapacitar, introdujo la mano izquierda entre las azules llamas del fuego. Sintió un dolor abrasador en las puntas de los dedos y lanzó un juramento, mordiéndose con fuerza el labio inferior al tiempo que retiraba la mano deprisa y la estrellaba contra la hierba. Le dolía terriblemente, pero la estratagema había funcionado, deshaciendo la insidiosa influencia, Índigo echó una mirada furiosa a su alrededor, como si esperase ver escabullirse una sombra decepcionada, y rebuscó en su bolsa para sacar el ungüento que había utilizado antes en los dedos de Esti.

Entonces se detuvo.

Fuerza de voluntad. La idea le vino de repente, impulsada quizá por su colérica reacción al intento de aquel mundo diabólico por atrapar su mente. A causa de lo sucedido a Esti, ella había creído que se quemaría la mano. Sin embargo aquellas llamas de otro mundo no despedían auténtico calor; el agua no había hervido, y Esti sólo había sentido dolor al tocar el fuego, Índigo arrugó la frente e, intentando no hacer una mueca de dolor, levantó la mano herida para examinarla. La piel empezaba a cubrirse de ampollas, los nervios seguían enviando mensajes desesperados de dolor a su cerebro. Pero —reunió energía mental al tiempo que se decía con ardor que así tenía que ser— no se había quemado. No. Se trataba de una ilusión.

Por un momento, bajo la fría luz del fuego, pareció como si las ampollas de su mano vacilaran y se desvanecieran casi por completo, Índigo se concentró con más fuerza. No existía ninguna quemadura, no había dolor. Fuera, dijo a la herida con muda decisión.

Y flexionó una mano indemne mientras el terrible escozor se apagaba y desaparecía.

Índigo lanzó un largo y lento suspiro, en voz muy baja y llena de intensa satisfacción. Esto corroboraba su teoría, y empezaba a comprender la extravagante naturaleza de esta dimensión. No por completo aún, y desde luego no lo bastante bien, como para darse por satisfecha; pero la madeja empezaba a devanarse, y, tal y como había sospechado, la clave estaba en la fuerza de voluntad. Miró a Esti, enroscada en el suelo de espaldas al fuego, la mano quemada doblada y colocada sobre la otra muñeca para protegerla inconscientemente

del contacto con el suelo. Con un poco de ayuda, Esti podría conseguir negar la existencia de su herida, y una vez la semilla de la confianza quedara sembrada en las mentes de Esti y Fran éstos poseerían una valiosa arma para ayudarlos.

Índigo flexionó la mano, satisfecha, al tiempo que cambiaba de posición y estiraba las piernas para desentumecerlas. Ahora no se sentía cansada; la sensación había desaparecido junto con la creciente apatía, y supo que podría permanecer despierta unas cuantas horas más, a lo mejor incluso hasta que Fran o Esti se despertaran por sí mismos. Era una lástima que no tuviera un catalejo. Incluso en aquella débil luz le habría gustado escudriñar el paisaje y estudiar todos aquellos detalles que a esta distancia resultaban invisibles al ojo desnudo.

Entonces, mientras contemplaba los negros páramos, le llegó un sonido que le produjo un nudo en el estómago al reconocerlo. De muy lejos, escuchándose con horripilante claridad en aquel silencio, le llegó un ladrido gutural; elevándose, repitiéndose, para transformarse por último en el prolongado y ululante aullido de un lobo.

¡Grimya!

Índigo se incorporó de un salto, a punto de perder el equilibrio cuando uno de sus pies se enredó en la correa de su bolsa. Se produjo un movimiento junto al fuego, y Esti se sentó en el suelo.

—¿Qué... ?

El aullido se había apagado y desvanecido, dejando de nuevo el silencio, e Índigo se volvió para mirar a Esti.

—¿Lo has oído? —le imploró con voz ronca.

Esti parpadeó.

—¡Por la Madre Todopoderosa, qué susto me has dado! —exclamó, luego siguió—: ¿Si he oído qué?

A Índigo el corazón le palpitaba con fuerza bajo las costillas y su boca estaba totalmente seca.

—Un lobo.

—¿Un lobo? ¿Quieres decir Grimya? —Esti se puso de pie y fue hasta Índigo, escudriñando el engañoso paisaje plateado—. ¿Estás segura?

Índigo asintió con la cabeza. Durante algunos momentos todo permaneció en silencio y ambas escucharon con atención, pero no volvió a escucharse el lejano grito, Índigo había empezado a temblar como reacción a la conmoción sufrida, y Esti la tomó del brazo y lo oprimió en un gesto tranquilizador.

—Siéntate, Índigo. De nada sirve quedarnos aquí de pie como dos pasmarotes.

Índigo obedeció, aturdida. Luego se serenó un poco y dijo:

—Lo siento, Esti. No quería despertarte.

—¡Oh, no importa! No podía dormir bien, de todas formas. —Esti dirigió una rápida mirada al lugar donde Fran seguía durmiendo tan tranquilo—. No como él. Una vez se ha dormido, podrías meterlo dentro de un tambor y empezar a aporrearlo y él ni se movería. Pero... —Sus verdes ojos adoptaron de repente una expresión seria—. ¿Estás segura de que has oído a Grimya?

Índigo volvió los ojos hacia ella con rapidez, poniéndose a la defensiva.

—No estaba soñando.

—No, no; no era eso lo que yo quería decir. Quiero decir si estás segura de que se trataba de Grimya, y no de... bueno, de alguna otra cosa.

La idea no le había pasado por la mente, y la consternación se pintó en su rostro al darse cuenta de lo estúpida que había sido. Había dado por seguro que el lejano aullido de lobo no podía pertenecer más que a Grimya, pero incluso su limitado conocimiento y experiencia de este mundo habría debido advertirle de que no podía confiar en tal supuesto. Podría muy fácilmente haberse tratado de una ilusión. O podría haber sido algo más tangible. Un lobo quizás —el grito había sido inconfundible—, pero un lobo que debía su existencia a este mundo, y no a la tierra real.

Sus hombros se hundieron y clavó los ojos en la negra hierba, avergonzada. Esti le palmeó la espalda, luego se volvió para revolver en su bolsa.

—Ya sé lo que las dos necesitamos. —Sacó un pequeño frasco de metal y lo agitó con aire conspirador—. Fran no sabe que he traído esto. Es alcohol de cebada. Es bueno para los ánimos. Y luego yo me haré cargo de la guardia, y tú duermes un poco.

Muy a pesar suyo, Índigo sonrió.

—Eres muy amable, Esti, pero no estoy cansada. Y ahora no podría dormir.

—Tampoco yo. —Esti descorchó el frasco y lo olfateó apreciativa—. Bueno, pues: al menos puedo hacerte compañía.

Tomó un trago del contenido de la botella y se la ofreció, Índigo negó con la cabeza, y la muchacha volvió a colocar el tapón y se acomodó junto a ella con aire satisfecho.

—¿Sabes? —dijo al cabo de un momento—, si no fuera por el color del fuego, casi podría creer que estamos sentadas en un campamento auténtico, con las carretas a nuestra espalda y Cari preparando una sustanciosa comida... —Se dio cuenta entonces de lo que había dicho y la forzada alegría se evaporó—. ¡Oh, Índigo... !

—¿Cómo está tu mano ahora?

Índigo habló con rapidez, ya que la mención del fuego le había recordado su descubrimiento, y se sentía ansiosa tanto de distraer a Esti como de comprobar su teoría.

—Bueno... está bien, supongo. Todavía me duele. Pero el ungüento ha ido bien.

Índigo se inclinó hacia adelante.

—Escucha, Esti. Mientras dormías, yo... —Y se detuvo al escuchar un crujido entre los árboles a su espalda.

Esti giró la cabeza en redondo.

—¿Qué ha sido eso?

Lo que Índigo había estado a punto de decir murió ante una tensión que se volvió palpable mientras ambas miraban atentas la oscura barrera del bosque. La mano de Índigo se dirigió de forma instintiva hacia la ballesta; la de Esti, a su cuchillo. Pero lo que fuera que había agitado las hojas no pensaba, al parecer, dejarse ver.

—Lo he oído. —La mirada de Esti se deslizó furtiva hacia el rostro de Índigo—. ¿No lo has oído tú?

—Sí. Pero...

¡Ahí!

Esti indicó una rama baja de uno de los árboles justo más allá del perímetro del bosque que en aquel mismo instante descendía y volvía a su posición original, como si algo la hubiera hecho a un lado. Había una sombra, le pareció a Índigo; una sombra que no había estado allí un momento antes.

—Despierta a Fran —dijo en voz baja—. ¡Aprisa!

Esti se arrastró hasta su hermano y lo sacudió por el hombro, al tiempo que seguía mirando temerosa los árboles.

—¡Fran! ¡Fran, despierta! Hay... —El ronco susurro murió en una ahogada exclamación de terror.

—¿Esti?

Índigo se volvió, sorprendida, y vio a Esti agazapada e inmóvil como una estatua. Su boca se abría y cerraba espasmódicamente, pero de ella no brotaba ningún sonido. Y sus ojos miraban fijamente, desorbitados por un terror que era incapaz de articular.

De pronto, Esti gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Fue un grito salvaje, demente, que surgió de su garganta lleno de ciego e insensato pánico, e hizo que Fran se despertara también gritando, Índigo, su mente debatiéndose entre el sobresalto y el temor a lo que Esti hubiera visto, se abalanzó hacia la muchacha, para volverse aturdida al tiempo que sus sorprendidos ojos se dirigían hacia el bosque en el mismo instante en que algo se abría paso con gran estruendo por entre las hojas...

—¡Ahhh, no!

La imagen se estrelló contra su cerebro a la vez que escuchaba la silbante exhalación que en un centenar de pesadillas infantiles había anunciado el ulular maligno y lúgubre del más terrible de los horrores de la mitología de las Islas Meridionales. Destacándose por entre los negros árboles vio el ojo que las contemplaba desde la enorme cabeza deforme, y la única y contrahecha pierna con su enorme pie plano que avanzaba pesadamente por entre la maleza, el brazo retorcido que se extendía hacia ella para desgarrarla, la boca situada en el descarnado pecho que se fruncía, se movía babeante. Se echó hacia atrás, a punto casi de caer sobre el fuego, y se volvió a ciegas mientras intentaba incorporarse con la ayuda de manos y pies. Los alaridos de Esti resonaron en sus oídos; luego, de repente, se escuchó un sonido como el de una tela al rasgarse, se produjo una fuerte ráfaga de aire, y Esti pasó corriendo junto a ella, corriendo como un ciervo ante los mastines para perderse en la oscuridad.

—¡Detenía!

A pesar de lo aterrorizada que estaba, Índigo reconoció la voz de Fran, y su grito la sacó de aquel torbellino de pánico. Unos pasos resonaron en la hierba; unas manos la sujetaron, incorporándola...

Y no había nada en el bosque. Ninguna zarpa que se estirara hacia ella, ni boca babeante, ni ningún ulular. Sólo los árboles, silenciosos e inmóviles.

La cordura regresó con vertiginoso ímpetu e Índigo sintió como si se le fueran a doblar las piernas. Pero Fran no se daba cuenta de su estado; ya había salido corriendo en pos de Esti, arrastrando a Índigo con él. Esta tropezó, dio un traspié, por un milagro consiguió mantenerse en pie y, por fin, el temor de verse abandonada allí, sola, envió un torrente de adrenalina por todo su cuerpo y con ella renovadas energías, y se encontró corriendo desesperada junto a Fran, detrás de la figura de Esti, gritando su nombre como una conjura contra el mal.

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