CAPÍTULO 1


Templanza Brabazon se sacudió los cabellos, empapados por la persistente llovizna, y aguzó el oído para captar el lejano silbido que le indicaría que las presas se dirigían hacia él. También sus ropas estaban empapadas —la corta capa de piel que las cubría no había sido diseñada para proteger de tanta humedad— y los pies y las manos empezaban a entumecerse a causa de la inactividad y el frío. Flexionó los dedos de los pies, desprendiendo gran cantidad de pizarra suelta que resbaló ladera abajo desde el arrecife donde estaba encaramado sobre el fondo del valle, y maldijo las cuerdas deshilachadas, los ponis que se escapan y el horrible tiempo otoñal.

De pronto la señal que esperaba resonó estridente desde el extremo opuesto del valle, hendió la húmeda neblina y se dejó oír con mucha más fuerza que cualquier grito. El joven Templanza se inclinó hacia adelante, atisbo en la oscuridad, y a lo lejos apenas pudo vislumbrar la mancha borrosa de la brillante cabellera roja de su hermano Valentía que destacaba sobre el indefinido color verde grisáceo de la colina rocosa. Val silbó de nuevo; una sucesión de cuatro notas agudas que, según el código de los hombres del páramo, significaba prepárate: Templanza oyó el batir de cascos y entonces tres ponis sin jinetes aparecieron al galope ante sus ojos, conducidos por el pequeño garañón zaino que resoplaba como un caballo de carrera y levantaba terrones de turba con sus peludos cascos. Un segundo más tarde, otros dos ponis montados por jinetes aparecieron tras los primeros, mientras lo que parecía un enorme perro gris corría por el flanco menos escarpado del valle para disuadir al garañón y su reducido séquito de la idea de huir por aquella ruta.

El joven Templanza saltó del arrecife en el mismo instante en que los ponis se precipitaban hacia el estrecho cuello del valle, y les cortó el paso, gritando y agitando los brazos. El garañón se detuvo en seco, se alzó sobre los cuartos traseros y agitó la cabeza, pero su gesto de desafío era fingido; sabía muy bien que estaba atrapado, y, cuando Templanza se le acercó, lanzó un amistoso relincho de saludo y empezó a registrar con el hocico las manos y bolsillos del muchacho en busca de golosinas. Por su parte, las yeguas bajaron las cabezas y empezaron a mordisquear el abundante pasto, mientras agitaban las colas con indiferencia.

Los dos ponis y sus jinetes se acercaron por detrás del pequeño grupo; los jinetes echaron pie a tierra. Franqueza, que tenía diecinueve años y era el mayor de los hermanos Brabazon, se acercó al caballo y le pasó un ronzal por la cabeza, luego alzó la mirada y le sonrió ampliamente a Templanza por entre los empapados cabellos castaños que le caían sobre el rostro.

—Bien hecho, Lanz. Por un momento pensé que te iba a atropellar.

—Este no. —Lanz dirigió una mirada al animal, quien a su vez lo miró con malicia—. Es un aspaventero; un conejo lo vencería en una competición de patadas. ¿Dónde están los otros ponis?

—Los trae Val.

Eran volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al jinete que lo acompañaba, una joven alta vestida con un abrigo de cuero, pantalones de montar de lana y largos cabellos sujetos en una cuidada trenza, quien en ese momento colocaba el ronzal a las dos yeguas. El animal de pelo gris había descendido de la ladera para sentarse, jadeante, junto a ella. Eran se acercó a él y se inclinó para acariciarle la parte superior de la leonada cabeza.

—¡Qué, Grimya! Ha sido una buena carrera, ¿eh?

Grimya le mostró los colmillos con sonrisa canina, y agitó la cola con fruición. Cualquiera que no fuera natural de aquellas tierras del sudoeste habría pensado que se trataba de una perra, a pesar de su tamaño y de su aspecto salvaje. Los Brabazon, no obstante, estaban mejor informados; a lo largo de los muchos años que llevaban viajando habían llegado a conocer bastante bien a las criaturas salvajes como para distinguir un lobo del bosque de sus primos domésticos. Y durante los últimos diez meses, desde que se encontraran por primera vez con ella y con su dueña, Grimya se había convertido en tan buena amiga de la familia como cualquier ser humano.

Fran se irguió, y se encontró con la mirada de la muchacha cuando ésta volvió la cabeza para sonreiría.

—Gracias, Índigo. Si hubieran conseguido salir del valle sólo la Señora de la Cosecha sabe el tiempo que habríamos perdido persiguiéndolos.

—Tres días —intervino Lanz—. Es lo que tardamos la última vez que se comieron los ronzales, ¿recuerdas? No hago más que decirle a papá que necesitamos cuerdas nuevas, pero responde que no vale la pena.

—Tiene razón. Después del próximo día de mercado, será problema de otro.

Lanz parecía todavía contrariado, pero antes de que pudiera seguir con la discusión Fran estiró el cuello y miró al otro lado del valle.

—Ahí viene Val con los otros ponis. ¡Deja de quejarte, Lanz, y regresemos a los carromatos antes de que nos ahoguemos en esta lluvia!

La pequeña cabalgata se puso en marcha a los pocos minutos. Fran conducía al caballo mientras que Val y Lanz se hacían cargo de una yegua cada uno. Tras los hermanos, la joven a quien Fran había llamado Índigo dejaba que su poni anduviera a su aire por el estrecho sendero el páramo. El tiempo empeoraba a medida que avanzaba la mañana; durante los últimos minutos la llovizna había aumentado hasta convertirse en fuerte e ininterrumpida lluvia, mientras deshilachados jirones de un gris más oscuro se movían con rapidez bajo la amenazadora masa de nubes que se extendía de un extremo a otro del horizonte. La visibilidad había quedado reducida a pocos metros; cualquier cosa situada más allá quedaba oculta tras la húmeda oscuridad, y en algún lugar a su derecha Índigo podía escuchar el murmullo de un arroyo que bajaba muy crecido.

Grimya, que trotaba unos pocos pasos delante de ella, volvió la cabeza para mirarla y una voz habló en la mente de Índigo.

«Me alegro de que cogiéramos a los ponis tan deprisa. Este es un día para pasarlo frente al fuego, no corriendo por ahí. »

El comentario hizo sonreír a Índigo, que proyectó una silenciosa respuesta.

«No tardaremos en estar de regreso junto al fuego, cariño. ¡Espero que Caridad nos haya guardado un poco de desayuno!»

Sabía que los Brabazon ignoraban la extraordinaria conversación que tenía lugar entre la loba y ella; la mutación que le permitía a Grimya comprender la lengua de los humanos y el extraño vínculo telepático que ambas compartían formaba parte de un viejo y bien guardado secreto. Durante un cuarto de siglo Índigo y Grimya habían sido compañeras en un viaje que las había llevado a recorrer la faz de la tierra, un viaje cuyo término las esperaba en un lejano y desconocido futuro. El inverosímil lazo de unión existente entre una mujer, hija por nacimiento de un rey de las Islas Meridionales, y un animal mutante a quien sus «tribulaciones» habían convertido en un paria entre los suyos, ocultaba un secreto más extraño y profundo. A lo largo de todos esos años, a menudo turbulentos, que habían pasado juntas, Índigo y Grimya habían llevado con ellas el estigma de la inmortalidad. En el caso de Grimya se trataba de un don, otorgado a petición propia por la Diosa de la Tierra; para Índigo, en cambio, saber que no envejecería, que no cambiaría, era casi una carga insoportable, ya que era el eje central de la maldición que su propia estupidez había desencadenado sobre sí misma y sobre el mundo. Y hasta que su viaje y su misión no finalizaran, no se liberaría de ella.

Un cuarto de siglo... Parpadeó para eliminar las gotas de lluvia de sus pestañas y contempló las tres figuras pelirrojas que cabalgaban delante de ella. El año en que Fran, el mayor, nació, Grimya y ella estaban en las ardientes tierras situadas más al norte, enfrentadas a un adversario corrompido y letal cuyo recuerdo aún le provocaba horribles pesadillas de las que despertaba gritando y envuelta en sudor. Por la época en que Lanz empezaba a andar, ellas habían iniciado su larga estancia en la zona este de Khimiz, atrapadas por las supercherías de la Serpiente Devoradora. Y ahora, parecía que el ciclo se iniciaba de nuevo.

Con un gesto que a través de los años se había convertido en algo tan familiar como respirar, Índigo levantó una mano y tocó una pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cuello sujeta por una correa. El cuero estaba ya viejo y agrietado; en su interior, palpó el duro contorno del guijarro que llevaba consigo desde el inicio de su viaje: la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, que la conducía infalible e incesantemente en su misión. Por tercera vez, el dorado punto luminoso que yacía en el centro de la piedra se había despertado, para latir como un diminuto corazón vivo y hacerle saber que el nuevo combate que tendría que librar estaba ya muy cerca.

Volvió a dejar caer la mano sobre el pomo de la silla de montar, y bajó la mirada al cuello empapado y peludo del poni que avanzaba con paso lento y torpe. Desde que la piedra-imán le empezara a transmitir su inequívoco mensaje, Índigo rezaba con frecuencia para que los Brabazon no se vieran envueltos en lo que pudiera acecharla en el camino. Habían sido primero salvadores y luego fieles amigos tanto de ella como de Grimya. desde su primer encuentro casual, y sería una amarga ironía corresponder a su afecto conduciéndolos al peligro. Demasiados inocentes habían muerto ya por ayudarla en su causa: no quería provocar más desgracias.

Durante un rato, la comitiva avanzó despacio y en silencio. Grimya,, aunque consciente de las preocupaciones de Índigo, sabía también que a su debido tiempo las superaría y no decía nada; ninguno de los otros se sentía tampoco inclinado a la conversación. El clima apagaba hasta la fogosidad del joven semental. El sendero los conducía hacia la cima de una suave escarpadura, en la que un pequeño rebaño de ovejas desconsoladas se apelotonaba como manchas borrosas bajo la fuerte lluvia. Alcanzaron la cresta de la elevación, y de repente Fran alzó una mano para indicar a los otros que se detuvieran. Se levantó sobre los estribos para escudriñar la ladera que tenía ante él, luego se volvió y apremió a sus compañeros a que se acercaran. Cuando estuvieron todos juntos, señaló hacia abajo.

—Mirad. —Su voz era grave, tranquila—. Allí hay otro.

Unos quince metros más abajo del lugar donde se encontraban, serpenteaba al pie de la escarpadura un sendero abierto por el paso de los rebaños. En ese sendero había un jinete solitario, sin abrigo, sin sombrero y que, al parecer, no advertía la lluvia que caía con fuerza sobre su cabeza y espalda. Sujetaba su caballo con unas riendas demasiado tirantes y su mirada estaba clavada rígidamente al frente, como si siguiera un señuelo que sólo él pudiera ver.

Val silbó muy bajo entre dientes, pero Lanz hizo retroceder a su caballo y miró inquieto al mayor de sus hermanos.

—Quizá no sea uno de ellos, Fran. Los que vimos se dirigían hacia el norte, no hacia el este.

—Tú no estabas con Val y con Esti cuando vimos al tercero de ellos —dijo Fran—. Aquella mujer se dirigía hacia el sudoeste. Te lo contamos, ¿recuerdas? No creo que la dirección que sigan tenga mucha importancia.

—No obstante, puede que éste...

—Hay una forma de descubrirlo —interrumpió Val—. Salúdalo, Fran. Veamos si responde.

Fran miró inquisitivo a Lanz, quien se encogió de hombros.

—De acuerdo —repuso Fran, y se volvió de nuevo sobre su silla, haciendo bocina con ambas manos.

—¡Hola! —Los ponis, sorprendidos, dieron un respingo al oír el grito—. ¡Forastero! ¡Aquí arriba!

El grito rebotó y resonó en los páramos, pero, aunque el caballo que estaba a sus pies agitó la cabeza inquieto, su jinete no respondió. Fran volvió a gritar, el caballo relinchó; pero el hombre se limitó a tensar aún más las riendas, obligándole a seguir adelante.

Lanz extendió una mano y la posó sobre el hombro de Fran.

—Lo mejor será que lo dejes, Fran. No podemos hacer nada.

—No. —Fran sacudió la cabeza—. Voy a bajar, lo interceptaré y veré si logro descubrir qué podemos hacer.

—No puedes ir solo, entonces.

Fran miró a los otros.

¿Val? ¿Índigo?

—Yo iré contigo —repuso Índigo, que seguía contemplando al solitario jinete.

Aunque compartía la inquietud de Lanz, se había despertado su curiosidad; por las profundidades de su mente rondaba una sensación nada agradable, la intuición le decía que aquello tenía más importancia de lo que ninguno de ellos podía imaginar aún.

Grimya, que había captado su pensamiento, le habló en silencio.

«Creo que a lo mejor tienes razón. Vayamos a ver. »

Val decidió quedarse allí con Lanz, así que Fran les entregó el pequeño semental y dio instrucciones a sus hermanos para que tomaran un sendero más fácil y se reunieran con Índigo y con él en el cruce de caminos situado a unos dos kilómetros de allí. Los dos jóvenes se alejaron; condujeron a los ponis hasta el borde de la escarpadura y se inclinaron hacia atrás en sus sillas para emprender el empinado descenso. Mientras los ponis resbalaban y patinaban por la ladera, Índigo observó con atención al jinete que avanzaba allá abajo y recordó los anteriores y sorprendentes encuentros a los que Fran se había referido. Había visto por sí misma a dos de los otros viajeros: el primero, un hombre mayor, que iba a pie, había pasado por el campamento de los Brabazon cuatro días atrás mientras una plomiza oscuridad se adueñaba del terreno, Caridad y ella estaban ocupándose del fuego para preparar la comida y, de acuerdo con la costumbre de saludar a los forasteros para demostrar que no les deseaban mal alguno, lo habían llamado. El hombre las ignoró y siguió adelante con un andar curiosamente rígido. En la penumbra cada vez mayor, Índigo había observado que el rostro del hombre era de una palidez cadavérica. Dos días más tarde, Fran, Val y su hermana Esti habían topado con un segundo caminante solitario, esta vez una mujer, con la misma palidez mortal en la piel, y que tampoco parecía advertir ID que la rodeaba; y aquella misma tarde el tercer viajero había pasado por el campamento a caballo, avanzando con la firme pero aturdida determinación del sonámbulo o de un hombre en trance. Todos tenían más aspecto de apariciones que de seres humanos; a Índigo le causó náuseas la gélida y silenciosa aureola que los rodeaba. No podía imaginar quiénes eran, adonde iban ni por qué. Y a pesar de su curiosidad tenía la desagradable convicción de que no quería saber la respuesta.

Estaban ya casi a la altura del camino. Grimya, que se movía con más seguridad por aquel terreno que los ponis, había salido corriendo delante de ellos; al verla acercarse, el caballo del extraño se asustó e intentó salirse del camino; por reflejo el jinete volvió a dar un violento tirón a las riendas para evitarlo; sin embargo, no demostró la menor señal de advertir la presencia de los intrusos.

El poni de Fran recorrió los últimos metros que faltaban hasta el fondo del valle, se lanzó a medio galope, e interceptó al solitario jinete, atravesándosele en el camino. Fran levantó una mano, con la palma hacia afuera para hacer el gesto universal de saludo amistoso.

—¡Buen día tengáis, señor!

El caballo siguió adelante, Índigo alcanzó a Fran, atravesó su montura en el camino y contempló al jinete a través de la lluvia. Se trataba de un hombre de mediana edad, bien vestido, pero con ropas más apropiadas para estar al amor del fuego que para viajar por el país bajo un aguacero. Su rostro mostraba una palidez mortal, lo mismo que las manos que sujetaban las riendas; los ojos vidriosos, sin dar señales de verla, la traspasaron. La muchacha había visto aquella mirada antes, aquel horrible aire de resolución que insinuaba

una obsesión lo bastante fuerte como para haber sacado a este hombre —y al menos a otros tres antes que él— de su casa y de entre su familia, para lanzarse un día frío y lluvioso a cumplir algún inimaginable cometido.

—Yo tenía razón. —También Fran miraba con atención al jinete, al tiempo que sujetaba a su poni, que empezaba a ponerse nervioso a medida que el caballo del extraño se acercaba—. Con éste son cuatro, Índigo. Cuatro, en otros tantos días. No me gusta.

—Será mejor que lo dejemos en paz —aconsejó la muchacha—. No podemos hacer nada para que se dé cuenta de nuestra presencia.

—Oh, no lo sé. Quizá no debiéramos dejar que éste siguiera adelante como hicimos con los otros.

—Fran, no seas... —Pero antes de que pudiera decirlo, Fran había hecho girar su caballo y se dirigía hacia el jinete que seguía acercándose.

—¡ Señor! —Fran se colocó a su lado y extendió un brazo para tocar el del extraño—. ¡Señor, deteneos! Quisiera...

Índigo tuvo una fuerte premonición, y gritó.

¡Fran!

El jinete se volvió. Su rostro rígido y pálido contempló a Fran por un instante aunque parecía que la mente del hombre no registraba lo que veían sus ojos. Luego, con tal rapidez que Fran no tuvo tiempo de esquivarlo, un corto látigo restalló en el aire y le alcanzó el hombro. Fran lanzó un aullido de dolor y rabia, su poni relinchó, dio un violento y brusco salto a un lado y el muchacho salió despedido de la silla para caer cuan largo era sobre el sendero mientras el extraño y su caballo pasaban junto a él.

Fran pareció aturdido, pero sólo por un momento. Se arrodilló y escupió grava; luego, soltó un primitivo y furioso juramento y se puso en pie, llevándose una mano al afilado cuchillo curvo que llevaba al cinto.

—¡Fran! —Índigo desmontó y corrió hacia él—. ¡No! —Lo sujetó con fuerza por el brazo, y se lo retorció hacia arriba al ver que tenía la intención de correr tras el jinete que se alejaba.

—¡Suéltame!

Forcejeó para soltarse pero, aunque era más menuda que él, Índigo era más diestra en el arte de la lucha; le retorció el brazo un poco más, hizo presión, y el cuchillo cayó de sus manos.

Fran se apartó de ella dando un traspié y se sujetó la muñeca haciendo una mueca.

—¿Por qué has hecho eso? —Respiraba con dificultad, apenas capaz de controlar su indignación.

—¡Porque no solucionarás nada atacándolo!

—¡El me ha atacado!

—¡No sabía lo que hacía! Tú lo has visto, Fran, has visto la expresión de su rostro. ¡Ni siquiera sabía que estabas allí!

Poco a poco el arrebato de indignación se apagó en los ojos de Fran. Sus hombros se relajaron y por último volvió la cabeza a un lado, murmurando una imprecación.

—Muy bien, muy bien. Lo dejaré ir. —Dejó de prestar atención a la muñeca para fijarla en el hombro dolorido, que se frotó mientras lanzaba una mirada cargada de veneno al extraño, que ya no era más que una forma borrosa entre la lluvia—. Pero si no fuera por el tiempo que hace y porque los otros nos esperan lo seguiría para ver adonde va.

Personalmente, Índigo se sintió tentada de darle la razón, pero lo pensó mejor antes de hacerlo. Fran era impulsivo y ella tenía la fuerte intuición de que seguir al extraño, armados como estaban sólo con cuchillos, podría no ser sensato, aunque le era imposible racionalizar aquella sensación.

En parte para distraer a Fran y en parte para darle otro cariz a su propia inquietud, dijo:

—Parecía enfermo. ¿Te has dado cuenta?

—Hum... Igual que los otros... pálido como un pescado. Como si algo le hubiera

chupado toda vitalidad. —Fran se echó a reír, nervioso—. Esta tierra está llena de leyendas de fantasmas, hombres lobo y cosas así. A lo mejor a nuestro amigo lo ha atacado un espíritu maligno. O un vampiro. —Vio la expresión de Índigo y forzó una sonrisa—. Estoy bromeando, Índigo. Al menos, eso creo.

Ella comprendió lo que quería decirle, la referencia a la desagradable coincidencia que ambos habían observado antes.

—Espero que así sea, Eran. —Recogió las riendas de su poni y se dispuso a volver a montar—. Lo mejor será que sigamos nuestro camino, o los otros tendrán que esperarnos.

Se pusieron en marcha, y espolearon a sus monturas para que fueran al trote. Al ver que el solitario jinete aparecía otra vez a lo lejos delante de ellos, Índigo condujo su poni fuera del camino para pasar de largo a una prudente distancia y se sintió aliviada cuando Eran la imitó sin discutir. Mientras el jinete quedaba atrás, Eran se colocó de nuevo junto a ella e indicó con el brazo el terreno que se extendía a su izquierda. Las vides crecían aquí en pulcras hileras en forma de terraza, que se encaramaban por la suave ladera orientada al sur. La cosecha otoñal era inminente, pero la lluvia había vapuleado las vides dejándolas convertidas en una lastimosa maraña goteante. Unos cuantos días de sol antes de la vendimia las enderezarían, pero era otro tipo de daño más insidioso el que había llamado la atención de Eran y el que le señalaba a Índigo.

—Más o menos por la mitad de la ladera, hacia el extremo de esa terraza. —Alzó la voz para hacerse oír por encima del siseo de la lluvia y del ruido de los cascos de los ponis—. ¿Lo ves?

La muchacha entrecerró los ojos y lo vio. Todo un conjunto de vides parecía haberse marchitado; había perdido su espléndido colorido y adquirido un enfermizo tono gris blanquecino que le recordaba de forma desconcertante la palidez de la piel del extraño jinete.

—Ya lo veo —respondió—. Entonces se extiende, como dicen los rumores.

—¿Pero en parcelas aisladas como ésa? No es natural. ¡No me extraña que los granjeros de por aquí estén preocupados! —Fran refrenó su montura que acababa de tropezar en un surco—. He oído que también afecta a los manzanos; y en los valles la cosecha de lúpulo no ha sido ni sombra de lo que acostumbra ser. Y siempre la misma cosa. Ninguna señal evidente: no hay podredumbre, no hay moho. Simplemente se marchita y se seca...

—Como si algo les hubiera absorbido la vida. —Índigo terminó la frase por él.

—Sí —repuso Fran sombrío—. Exactamente igual que a nuestro amigo del camino, y a los otros que vimos antes.

Ambos se quedaron silenciosos pero Índigo sabía que sus pensamientos seguían por desagradables derroteros paralelos. Una plaga al parecer sin forma ni origen que afectaba la cosecha en esta crucial época del año. Y extraños, paseantes solitarios que evidenciaban una caída en alguna forma de trance, que no parecían ser conscientes del mundo que los rodeaba, a pie o a caballo en su solitaria marcha con aquel inquietante aire de resolución. A simple vista, no podía existir una relación entre aquellos dos peculiares acontecimientos; pero Fran no era el único que había observado la preocupante similitud entre las blanquecinas cosechas que se marchitaban y el aspecto mustio de los viajeros que se comportaban como zombis.

El cruce de caminos apareció ante ellos. Val y Lanz los esperaban ya con los otros ponis, y cuando Índigo y él se les reunieron, Fran describió su encuentro omitiendo —observó Índigo con cierto regocijo— cualquier referencia a su frustrada reacción ante el ultraje recibido. Val lo escuchó muy serio, luego dijo:

—Deberíamos llegar a Bruhome dentro de dos o tres días. Si alguien sabe qué es lo que está pasando serán sus habitantes. Y habrá mucha gente de fuera venida para la fiesta de la cosecha. Alguien podrá decirnos qué se trama.

Los demás estuvieron de acuerdo y no se volvió a hablar del incidente. Pero mientras se ponían en marcha para recorrer el último kilómetro que les faltaba hasta llegar al campamento, Índigo volvió la cabeza, inquieta. A su espalda el camino estaba desierto —el jinete solitario aún no los había alcanzado— y contuvo un estremecimiento que nada tenía que ver con el frío de la lluvia. Val estaba en lo cierto: en Bruhome, que era el eje del comercio y de las fiestas de granjeros, pastores y vendimiadores por igual, obtendrían la respuesta a sus preguntas, si es que había respuesta.

Y supo, con un instinto infalible, que su misión, el enigma de las cosechas arruinadas y los extraños viajeros estaban misteriosa pero inextricablemente unidos.

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