CAPÍTULO 17


Se acercaron como el insinuante discurrir de un río que poco a poco pero de forma letal va desbordando sus márgenes; se amontonaron primero en una masa más oscura y luego se desperdigaron gradualmente, con cautela, por la plaza. Desde donde ella estaba en el alto ventanal que se abría al balcón de la Casa de los Cerveceros, Índigo podía ver el parpadeo rojo de sus ojos, como ascuas sobrenaturales en medio de la noche. Sabía que Fran y Esti estaban agazapados sobre el suelo a su espalda, concentrándose frenéticamente mientras intentaban conjurar una ilusión de luz, pero apenas si les dedicó un pensamiento, y además, tampoco podía ayudarlos. Toda ella estaba concentrada en la reunión de lobos y en sus agonizantes y terribles esfuerzos por llegar hasta la mente embrujada de Grimya.

No se habían producido más aullidos; nada que pudiera haberle permitido separar la voz real y física de Grimya de los ecos espectrales de su manada fantasma. El silencio era intenso y destrozaba los nervios; y de momento no había visto ningún gris moteado entre las negras figuras que se escabullían y acechaban por entre las casas. Pero Grimya estaba allí; Índigo lo sabía con deprimente certeza; un juguete en las manos del demonio, un muñeco y un arma, la loba estaba allí y aguardaba.

Se produjo un movimiento a su espalda. Alguien se acercaba sin hacer ruido, y escuchó la respiración nerviosa y rápida de Esti.

—No podemos hacerlo. —El apagado resplandor del cielo se reflejó sobre los cabellos de Esti como la luz de las estrellas lo haría sobre el cobre cuando la muchacha se inclinó hacia adelante para mirar por la ventana—. No somos lo bastante fuertes. —Vaciló—. ¿Qué hacen?

—Nada de momento —repuso Índigo, sacudiendo despacio la cabeza—. Parecen reacios a salir al descubierto. Creo... —Su voz se quebró y tragó saliva—. Creo que por el momento se contentan simplemente con intimidarnos.

Esti miró la ballesta que Índigo sostenía en la mano. Estaba cargada, pero la cuerda no estaba tensada ni el disparador preparado.

—No irás a...

—No. —Ningún poder podría inducirla a disparar a Grimya; eso era algo que Índigo había decidido hacía ya bastante rato. La ballesta era una muleta para su valor, nada más.

Esti se quedó en silencio mientras examinaba la plaza con atención. Entonces, de repente, se agarró al brazo de Índigo.

—Índigo..., ¿qué es eso de allí?

El corazón de Índigo dio un vuelco ante el inesperado contacto.

—¿Qué? —inquirió, con más brusquedad de la que pretendía.

—Ahí. —Esti indicó un conjunto de edificios apiñados en el lado sudeste de la plaza—. La ventana del desván, en la parte superior de esa casa con el tejado a dos aguas tan empinado... ¡hay una luz!

Tenía razón. Débil, vacilante, pero inconfundible, una vela ardía en el piso más alto de la casa. Y, al contrario de las otras casas que tenía al lado, parecía como si la ventana estuviese entreabierta.

—¡Fran! —Índigo se volvió hacia el interior de la habitación con el corazón latiéndole apresuradamente, e hizo un gesto para que se acercara—. ¡Ven aquí, deprisa!

El muchacho se les unió en la ventana, y Esti señaló otra vez al otro lado de la plaza.

—Mira eso...

—Que la Diosa me deje ciego si... —Los ojos de Fran se abrieron de par en par, luego se entrecerraron hasta convertirse en sendas rendijas—. Eso es el Tonel de Manzanas, ¿verdad? Fijaos; puede distinguirse el rótulo de la posada sobre la puerta.

Esti se volvió para mirarlo, aturdida, al tiempo que la misma loca idea se les pasaba a todos por la cabeza a un tiempo.

—No pensarás... —dijo la muchacha.

—No —la interrumpió Fran con brusquedad—. Es un engaño. Tiene que serlo.

—Pero papá conoce tan bien el Tonel de Manzanas... ¡Sería el primer lugar en que pensaría!

Fran negó con la cabeza, aunque Índigo vio por su expresión que deseaba desesperadamente que alguien lo contradijera.

—No pueden ser ellos, Esti. ¡No puede ser!

—Hay una forma de asegurarse —dijo Índigo con voz tensa.

Los dos jóvenes la miraron, esperanza y temor alternándose en sus rostros.

—Silba —siguió—. Lanza una llamada utilizando el código de la gente del páramo. Si es Constan, contestará, no lo dudes.

Fran renegó en voz baja, luego repuso:

—El sonido llegaría hasta allí...

—¡Inténtalo, Fran! —Los ojos de Esti brillaban enfebrecidos—. ¡Por favor!

Los músculos de la garganta de Fran se movieron espasmódicamente mientras salía al balcón. No miró abajo, mantuvo la mirada firmemente alejada de las silenciosas y cambiantes formas que se agitaban en los límites de la oscuridad del suelo.

—No... no sé si podré hacerlo. Tengo la boca tan seca...

Esti lanzó un juramento y corrió en busca de un odre de agua.

—¡Inténtalo! —suplicó de nuevo—. ¡Lo haría yo misma, pero no conozco los códigos!

—De acuerdo.

Apartó el odre de agua, se llevó los dedos a la boca, aspiró, y cinco notas resonaron estridentes a través de la plaza.

Al instante se elevó una gran algarabía de aullidos procedente de las callejuelas a sus pies. Esti lanzó un gemido ahogado y retrocedió al interior de la habitación; luego, mientras los gritos de los lobos se apagaban, recuperó poco a poco la serenidad.

—¿Qué has dicho? —Las palabras surgieron con dificultad por entre sus dientes apretados.

—He dicho: familia aquí: responded e identificaos. —Fran intentaba no mostrar su desconcierto ante el escalofriante desafío de los lobos, a pesar de que su frente estaba perlada de sudor.

—Quizá no lo oyeron. Quizás esas... esas criaturas lo ahogaron con sus gritos.

Fran no respondió. Aguardaron, y la esperanza de Índigo empezó a desvanecerse. Entonces, distantes pero claras, dos notas resonaron desde el otro lado de la plaza, y se repitieron una vez antes de que los gritos renovados de los lobos las ahogaran.

—¡Oh, Fran! —Esti se aferró al marco de la ventana, casi bailando de temerosa excitación—. ¿Qué fue?

—Dijeron: repetid quién. —Fran se humedeció los labios—. Si dijeron algo más, no lo oí. ¡Malditas sean esas monstruosidades de ahí abajo! Esperad; volveré a repetir la llamada, y añadiré el código que les dará nuestra posición. Si nos colocamos junto a la barandilla del balcón, a lo mejor podrán vernos.

—Atraeremos la atención de los lobos a la vez que la suya —repuso Esti dubitativa.

—Ese es un riesgo que hemos de correr. Vamos. —Extendió una mano hacia ella y la muchacha, de mala gana, se dejó sacar al balcón—. Lo que tienes que hacer es rezar para que sea papá, y no nos estemos metiendo en una trampa.

Esti se mordió el labio, y permaneció pegada a Índigo mientras, de nuevo, Fran silbaba la aguda secuencia de notas, y añadía una cadencia extra al final. A pesar del clamor de los lobos, el sonido se elevó con claridad en la quietud de la noche, y repitió la secuencia dos veces para asegurarse.

—¡Hay una sombra en la ventana! —señaló Índigo de repente—. Mirad..., se abre un poco más...

La débil luz se había amortiguado y parpadeado, como si algo se hubiera interpuesto entre ella y la ventana. La ventana se oscureció al inclinarse la figura hacia afuera.

—¡No puedo ver bien ¡Está demasiado oscuro!

Incluso la fina vista de Índigo no podía percibir con claridad la silueta que ahora oscurecía casi por completo la débil luz que brillaba en el desván. Pero el silbido de respuesta les llegó fuerte y claro, y los ojos de Fran brillaron excitados.

—¡Es papá! —Se irguió y agitó los brazos con frenesí—. ¡Es papá!

—No puede vernos. —Índigo se llenó de frustración al ver que la figura no respondía a los frenéticos gestos de Fran—. No hay ninguna luz a nuestra espalda; para él formamos parte de la oscuridad. —Se volvió hacia Fran—. Fran, hemos de decirle lo que pasa. Y Cari... —No necesitó seguir; sus ojos expresaban sus pensamientos con toda claridad.

—No puedo hacerlo —repuso pesaroso—. El código de silbidos es demasiado limitado; es imposible enviar un mensaje tan detallado.

Índigo clavó los ojos en la plaza. Tan cerca, y sin embargo tan lejos... Debían encontrar una forma de comunicarse más directamente con Constan. Y sólo se le ocurría una estratagema que pudiera tener una posibilidad de éxito.

Volvió la cabeza de nuevo hacia sus compañeros, y su expresión era tensa.

—Muy bien —anunció—. Entonces debemos ir, o más bien yo debo hacerlo, al Tonel de Manzanas.

Durante unos segundos, Fran y Esti la miraron como si hubiera perdido el juicio. Por fin, en una vocecita perpleja, Esti dijo:

—Pero eso es imposible. Sabes perfectamente que es así.

—No lo es. —La mente de Índigo había estado trabajando deprisa; había calculado sus posibilidades con respecto a lo que podía esperarle en la calle—. Con un poco de suerte, creo que puedo hacerlo; pero...

—Si puede hacerse, entonces iré yo —la interrumpió Fran—. ¡No voy a dejar que te arriesgues!

—No, Fran —le sonrió Índigo—. Aprecio tu gesto, pero soy la única que tiene una posibilidad de cruzar la plaza sana y salva.

—¿A causa de Grimya quieres decir? —El muchacho arrugó la frente, indeciso—. Índigo, sabes lo que sucedió la última vez que la encontramos. Ya no te reconoce: ¡te matará, si puede hacerlo!

—No lo creo. Y poseo otra ventaja. No puedo explicártelo ahora; no hay tiempo. Todo lo que te pido es que confíes en mí.

Fran efectuó un último esfuerzo por disuadirla.

—¡Índigo, escúchame! Ningún ser humano puede correr más rápido que esos monstruos de ahí afuera; ¡sería una locura intentarlo!

—No pienso intentar ser más rápida que ellos. «Al menos», pensó, «no en la forma que tú piensas». Para anticiparse a cualquier otra protesta, extendió una mano y la colocó sobre el brazo de él—: Fran, hemos de llegar hasta tu padre como sea.

No podía discutir lo que le decía pero el joven seguía albergando sus dudas.

—Sí... —empezó a decir.

—No. —Índigo se mostró enérgica—. Fran, voy a ir y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión, así que lo mejor es que ahorres saliva. Baja al vestíbulo conmigo, cierra la puerta a mi espalda y luego ocúpate de Esti. —Dirigió una rápida mirada a la posada situada al otro lado de la plaza cuya ventana seguía iluminada—. Y si puedes utilizar el código de silbidos para decirle a Constan que voy para allá, mucho mejor, no me entusiasma la idea de encontrarme con una puerta cerrada cuando puede que sólo tenga unos segundos disponibles.

Rechazados sus argumentos y objeciones, Fran hundió los hombros y se dio por vencido.

—De acuerdo —admitió, pero su voz estaba llena de sufrimiento y resignación—. Pero ten cuidado.

—Lo tendré.

La acompañó por la lóbrega escalera hasta abajo. Esti, que durante la discusión había percibido que no habría forma de hacer cambiar de opinión a Índigo y por lo tanto no había dicho nada, los observó marchar, luego cerró los ojos con fuerza y sus labios se movieron en una silenciosa oración mientras que sus pasos se perdían en la distancia. Abajo, en el vestíbulo, Índigo y Fran habían llegado al pie de la escalera, y se habían detenido junto a la puerta de la calle, Índigo no podía ver con claridad el rostro de Fran en la penumbra, pero percibía su nerviosismo, y cuando el muchacho empezó a decir «Índigo... » no lo dejó continuar.

—Desatranca la puerta, Fran. —Su voz sonó tranquila y firme.

Se movió para obedecerla, entonces se detuvo y, dándose la vuelta, la abrazó con fuerza para besar su rostro en un repentino arrebato de emoción.

—¡Que la Diosa te acompañe, Índigo! Y yo... yo... —Pero carecía del valor para expresar lo que sentía.

La tranca se deslizó fuera de su sitio, y la muchacha levantó el pestillo. En el exterior, la plaza estaba en silencio. ¿Sabían los lobos que iba a salir?, se preguntó. ¿Le habría advertido algún instinto diabólico de lo que pensaba hacer? Intentó consolarse con la idea de que, sucediera lo que sucediese, no podían matarla, pero era un pobre consuelo. ¿Y si se encontraba cara a cara con Grimya, qué sucedería? ¿Podría soportar el encuentro, o perdería los nervios, y por lo tanto, su habilidad para hacer lo que debía hacer?

Reprimió aquellas dudas, consciente de lo peligrosas que eran. La puerta se abrió justo lo suficiente para permitirle salir, y un rumor de aire más fresco rozó su rostro. No miró a Fran, sino que se limitó a aspirar muy despacio y se deslizó al exterior. La puerta se cerró a su espalda; oyó cómo la tranca regresaba a su lugar.

Cien metros, sólo eso. No podía ver a la manada fantasma, pero estaban allí; estaban allí. Cien metros, Índigo reunió todo su coraje, toda su fuerza de voluntad, y varió su mente para darle un nuevo modelo de pensamiento, tanteando indecisa en busca de la chispa, la certeza. Loba. La palabra se formó en su cerebro, y con ella la imagen. Loba. Sintió cómo fluía la oleada de nueva energía que le era extraña pero no desconocida. Loba. La plaza cambiaba, la empalagosa oscuridad empezó a menguar a medida que su visión se acrecentaba; ahora la veía desde una perspectiva muy diferente. Y empezó a respirar con rapidez, agitada, deseando gruñir pero reprimiéndose.

Loba... Despacio, ágilmente, sus ojos ambarinos pendientes de cualquier movimiento y sus labios echados hacia atrás para mostrar el blanco destello de los colmillos, Índigo pisó la plaza.

Fran encontró a Esti acurrucada en el centro de la habitación del piso de arriba, de espaldas a la ventana y con la cabeza inclinada hacia adelante. Al escuchar sus pasos la muchacha alzó la cabeza. Sus ojos estaban asustados y llenos de angustia.

—No puedo mirar —dijo—. Sencillamente no puedo.

Fran miró a la ventana. Aún no se oía ningún ruido en el exterior, y no sabía si eso era una buena o mala señal.

—Voy a avisar a papá.

Pasó junto a su hermana, y tuvo que hacer un esfuerzo para salir por el ventanal. La luz brillaba aún en la lejana ventana del desván, pero la silueta había desaparecido. Fran succionó su lengua en un esfuerzo por inducir la aparición de saliva suficiente para silbar, luego se llevó los dedos a los labios y lanzó el código que significaba: alguien viene: prepárate. Tres notas largas; cuatro más rápidas y agudas. Las volvió a repetir, y entonces se dio cuenta de que los lobos reunidos allá abajo, en la plaza, no habían lanzado la acostumbrada algarabía de aullidos de respuesta, como si de repente tuvieran algo más urgente de qué ocuparse...

Precisó de toda su fuerza de voluntad, pero Fran se obligó a mirar abajo.

Nada se movía. No veía ningún lobo ni tampoco la menor señal de Índigo. Su corazón empezó a latir con fuerza y de forma desigual. ¿Dónde estaba ella? ¿Y la manada... ?

Debían de estar emboscados... El temor que Fran sentía por Índigo, y la vergüenza ante su propia debilidad por dejarse convencer de dejarla ir sola, se convirtió de pronto en algo muy cercano al pánico, y se dio la vuelta, sin detenerse a pensar siguiendo tan sólo un ciego impulso de ir tras ella. Pero antes de que pudiera penetrar de nuevo en la habitación, un agudo silbido resonó en la plaza procedente del lugar donde se encontraba la sitiada taberna. Fue una simple confirmación de haber recibido su mensaje, pero lo sobresaltó, e hizo que se detuviera en seco para darse la vuelta...

Y entonces vio el enorme lobo de pelaje gris rojizo que había surgido de la Casa de los Cerveceros y avanzaba con lenta y controlada deliberación hacia el centro de la plaza.

Estaba asustada, pero el miedo se veía templado por una ardiente llama de excitación que provenía de la adrenalina animal que corría por sus venas. Conocía su propio poder y fuerza. El silencio que la recibió mientras avanzaba, con tan sólo un débil chasquear de sus garras sobre las losas, hasta quedar a la vista de la manada fantasma le dijo que, por el momento al menos, su transformación había producido el efecto esperado. Los lobos no habían esperado esto, y se sentían inseguros, Índigo tenía la ventaja durante algunos instantes, pero sabía que no duraría. Debía calcularlo todo a la perfección, o de lo contrarío su plan terminaría en desastre.

Habían transcurrido más años de los que podía recordar desde que utilizara de forma consciente su poder para transformarse, y temió ser incapaz de conjurarlo a voluntad, o, peor aún, que al tomar la forma de un lobo pudiera perder el control de su personalidad humana. Pero con la primera vertiginosa acometida del cambio, se había dado cuenta de que todo estaba bien. Volvía a ser la loba Índigo; y la agilidad, la velocidad, la astucia, todo había regresado a ella. Ahora, debía enfrentarse a la prueba más difícil.

En las oscuras aberturas que conducían a las callejuelas, las sombras se volvían más intensas. Había recorrido quizás un tercio de la plaza; sin embargo la manada no había efectuado el menor movimiento, aunque sus intensificados sentidos detectaban un brusco cambio en la atmósfera, de incertidumbre, a una nueva y tensa expectación.

Otro paso. Otro, y otro más. Índigo podía ya distinguir las siluetas más definidas de algunos lobos, aunque aún no había visto la característica figura de Grimya entre ellos. La manada seguía sin hacer nada. Seguramente, pensó, en aquellos momentos ya debían de...

Su pensamiento se hundió en el caos cuando por el rabillo del ojo vio cómo dos negras formas surgían en silencio de un callejón y se lanzaban como saetas contra ella. El instinto la hizo girar de un salto para ir a su encuentro; afianzó las patas sobre el suelo entre gruñidos cuando le saltaron al cuello, y el gruñido se tornó en gemido cuando los dientes del primer lobo desgarraron la blanda carne de su lomo. Aturdida por el dolor y el descubrimiento de que aquellos horrores podían morder con tanta fiereza como cualquier animal vivo, Índigo rodó sobre sí misma, retorciéndose para escapar a su ataque mientras intentaba morder a su asaltante. Entre la borrosa forma de su convulso cuerpo negro la muchacha pudo distinguir los enloquecidos ojos que relucían como diabólicas estrellas rojas... y entonces el segundo de los lobos cayó sobre ella. La muchacha se revolvió con desesperación, se lanzó sobre su rostro mostrando los colmillos y los tres animales rodaron juntos sobre los adoquines.

De pronto, un agudo ladrido se dejó oír en la oscuridad. Los atacantes de Índigo saltaron hacia atrás como obedeciendo una orden, y por un instante se quedó sola, trémula, mientras notaba cómo la sangre resbalaba por su lomo y cubría su pelaje. Entonces un aullido surgió de algún lugar a su espalda, Índigo giró en redondo, y mientras el grito se convertía en un coro de aullidos y gruñidos, Grimya surgió de la oscuridad, los ojos brillantes, el pelaje erizado en el cuello, para colocarse frente a ella, retadora, a menos de veinte pasos de distancia.

Índigo sintió el torrente de insensata voracidad que bullía en la mente de la loba y la débil esperanza que había alimentado de poder romper el encantamiento de su amiga se hizo añicos. Esta criatura podría tener el cuerpo y la sustancia de Grimya; pero la mente que la examinaba desde aquellos ojos dementes y brutales era la de un monstruo desconocido. Un gemido empezó a brotar de su garganta, se quebró y murió. Grimya seguía mirándola, y mezclado con aquella voracidad insaciable percibió odio; el odio ciego de algo vivo, de algo que no pertenecía a aquella pesadilla de ilusiones. Los labios de Grimya se separaron, y los gañidos de los lobos negros aumentaron de volumen y se hicieron más apremiantes, elevándose hacia un crescendo... Entonces la loba alzó la cabeza para aullar un desafío y una orden, y como un torrente toda la manada surgió de su escondite y se lanzó hacia Índigo.

El terror y el instinto se fusionaron en la mente de loba de Índigo, y dejaron de lado todo razonamiento. Sus patas traseras la impulsaron hacia adelante y echó a correr, atravesó la plaza a toda velocidad, esquivando y zigzagueando mientras las negras figuras se abalanzaban aullando sobre ella. «La taberna..., tengo que llegar a la taberna... », pero la parte de su mente que gritó la orden estaba bloqueada y aturdida; sólo podía huir, sin saber en qué dirección, empujada por la ciega desesperación de escapar.

Una negra pared se alzó ante ella surgida de la oscuridad e Índigo lanzó un gañido, al tiempo que retorcía su cuerpo y se detenía en seco una décima de segundo antes de estrellarse contra la sólida fachada del edificio. No había ninguna puerta que le ofreciera refugio, ninguna callejuela por la que pudiera introducirse; giró en redondo mientras sus garras se aferraban al suelo para no perder el equilibrio, y vio la negra oleada que se precipitaba contra ella con Grimya en medio de la manada como un fantasma de tonos más pálidos. La joven estaba atrapada contra la pared: la rodeaban dispuestos a destrozarla y hacerla pedazos, y la inmortalidad no la insensibilizaría a la agonía que podían infligirle, Índigo abrió el hocico para aullar, no sabía si de miedo o tristeza o en una última y frenética súplica de ayuda.

Su aullido quedó ahogado por el titánico rugido que se abrió paso por entre la triunfante algarabía de los lobos y tronó ensordecedor por toda la plaza.

Como si la oleada salvaje de su embestida hubiera sido golpeada de pleno por una terrible contracorriente, el ataque de los lobos se desintegró en un torbellino de cuerpos que gemían en aterrorizada confusión. Por un instante Índigo se sintió demasiado perpleja para comprender; luego percibió cómo una gigantesca sombra se alzaba sobre ella y el olor a azufre de una poderosa respiración, y se volvió con un gruñido para mirar hacia arriba.

El monstruo que se alzaba sobre ella era una palpitante aparición de al menos seis metros de altura. Sus cuatro patas gruesas como troncos de árbol y terminadas en garras de águila estaban bien apuntaladas a ambos lados de ella, y la enorme masa de su cuerpo de reptil parecía haber surgido de la pared que tenía a su espalda. Una atronadora bocanada de aire la golpeó cuando la criatura agitó su bífida cola tan gruesa como el torno de tres hombres juntos, y la leonina cabeza del gigante, con su melena como una ondulante corona de fuego, elevó el hocico hacia el firmamento y rugió por segunda vez.

¡Quimera! La comprensión se abrió paso en la mente de Índigo mientras el rugido rebotaba desde todos los costados de la plaza. Conducida al borde de la desesperación, en el borde mismo de su enloquecido abismo, sin darse cuenta su mente aterrorizada había convocado la imagen más aterradora que era capaz de crear, y, alimentada por el poder del terror, la ilusión había hecho su aparición. La manada de lobos retrocedía en desorden; una criatura, más lenta en reaccionar que sus congéneres, se arrastraba ya para unirse a los demás en su retirada. La quimera alzó una afilada garra; la garra silbó en el aire como una espada gigantesca, y el desventurado animal lanzó un aullido de maníaca agonía al tiempo que, partido en dos de la cabeza a la cola, se disolvía en un remolino de humo negro.

Una ilusión puede matar otra ilusión... La adrenalina volvió a correr por las venas de Índigo y un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Podía hacerlo! Poseía el poder, ¡poseía el arma! Mostró los dientes, y por encima de ella la quimera agitó la llameante cabeza como si retara a los acobardados lobos a atacar otra vez. Índigo pudo ver ahora el Tonel de

Manzanas; pudo ver la luz del desván que seguía ardiendo débilmente. Con mucho cuidado, pendiente de cualquier reacción extraña, dio un paso hacia adelante y su excitación se renovó cuando la enorme masa de la quimera se movió también, imitándola paso a paso. Todavía bajo su sombra, Índigo observó con atención su objetivo. Treinta metros. Podía recorrerlos en segundos; antes de que la manada pudiera reaccionar. Y la quimera se ocuparía de cualquiera que intentara alcanzarla...

Sus patas traseras se prepararon para impulsarla, al tiempo que era consciente de que sus pensamientos eran también los de la criatura ilusoria que había creado. Sus músculos se pusieron en tensión, sintió cómo se acumulaba la energía, estaba ya lista para la carrera...

La loba de pelaje gris rojizo salió disparada de debajo de la quimera y tomó por sorpresa a la manada de lobos en su trayectoria hacia la puerta de la taberna. A su espalda escuchó gritos furiosos, un tercer e impresionante rugido y alaridos de dolor. Algo surgió de entre las sombras e intentó interceptarla; su mente lanzó un silencioso grito, y una potente ráfaga de aire desplazado casi la derribó cuando unas garras cayeron desde lo alto para clavarse y partir una aullante figura negra. La puerta estaba ya a pocos metros; lo conseguiría, la alcanzaría: con esa certeza la perspectiva se estremeció y bamboleó, y la plaza pareció doblarse hacia ella como si estuviera bebida, una imagen superpuesta a la otra. La puerta se alzó ante sus ojos; se abría, giraba hacia atrás... lanzó un alarido de triunfo y alegría, y lo que surgió de su garganta fue un grito humano.

Unas manos enormes y ásperas abrieron la puerta de par en par, y con una exclamación que se quebró en un ahogado gemido, Índigo se precipitó por ella y cayó al suelo mientras sus manos intentaban aferrarse a las piernas de Constancia Brabazon.

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