CAPÍTULO 16


—Está llorando —dijo Esti en voz baja.

—Lo sé.

Fran no quería mirar al lugar donde estaba sentada Índigo de espaldas a ellos, al otro extremo de la reducida extensión de hierba. Había visto cómo se estremecían los hombros de la muchacha, aunque ésta intentaba ocultarlo, y se sentía a la vez violento y desconcertado. Éste no era el comportamiento propio de la Índigo que él había creído conocer tan bien, y no sabía cuál era la mejor forma de reaccionar.

—Fran, uno de los dos ha de ir a hablar con ella —insistió Esti—. Después de lo sucedido en la sala, de lo que vimos...

—¡Maldita sea, ya lo se! —Su voz era un furioso susurro, entonces vio cómo su hermana hacía una mueca—. ¡Oh, por la Diosa, no empieces también tú! ¡Con una ya es suficiente!

—No lloro —le replicó con fiereza Esti—. Simplemente estoy preocupada. Muy preocupada, si realmente te interesa. Apenas si ha dicho una palabra en todo el tiempo que llevamos caminando, y ahora, cuando nos detenemos a descansar, se comporta como si nosotros no existiéramos. —Sus preocupados ojos verdes se clavaron de nuevo en la espalda de Índigo—. Creo que sabe lo que le sucedió, y que nosotros lo vimos; y ahora no sabe qué hacer. Hemos de tranquilizarla; pero al mismo tiempo hemos de averiguar qué está pasando.

—Muy bien —dijo Fran, agitándose incómodo—, entonces ve a preguntarle, ya que estás tan ansiosa.

—No. Creo que deberías ir tú. Y ya sabes por qué.

—¡No seas estúpida! —Le dirigió una rápida mirada ofendida—. No sabes de lo que hablas.

—Oh, claro que sí. Lo que pasa es que te avergüenza admitirlo. —Esti se interrumpió para contemplarlo con perspicacia—. Si yo estuviera enamorada de alguien, y viera a esa persona en un apuro, no me quedaría ahí sentada como una tonta sin hacer nada.

Fran abrió la boca para replicar, pero la volvió a cerrar. La verdad era que no podía negar las palabras de su hermana: pero su resistencia se derivaba del hecho de que se sentía perdido por completo. Durante la larga caminata, que los había llevado a través del páramo sin, de momento, el menor signo de que se acercaran al final de ésta, tanto él como Esti habían estado demasiado pendientes de cualquier señal de peligro como para haber tenido muchas oportunidades de charlar. Pero el intercambio ocasional de miradas había sido más que suficiente para decir a ambos que sus pensamientos giraban en torno al mismo tema; y ahora sabían que ya no podrían eludirlo por mucho más tiempo.

En la sala en ruinas, cuando el demonio había hecho aparecer aquella nube negra de ilusiones para derrotarlos, Índigo se había transformado. La transformación había sido rápida, breve y los había dejado demasiado aturdidos para captar más que una mínima impresión de lo sucedido, pero ambos habían reconocido a la criatura de ojos plateados que había surgido de la última puerta para darles la bienvenida en tono burlón, y al extraño y turbadoramente hermoso ser de ojos dorados. Ambas criaturas, lo recordaban bien, habían llamado hermana a Índigo, y el recuerdo les producía escalofríos. Pero, por último y para acabarlo de empeorar, se había producido una tercera metamorfosis: por un aterrador instante, mientras la nube negra se arrojaba contra ellos, Índigo se había convertido en un lobo. Podría haber sido cosa del demonio, otro truco para desconcertarlos, pero de alguna forma ni Fran ni Esti lo creían. La verdad estaba en otra parte, y sus implicaciones, que de momento quedaban fuera de su comprensión, los acobardaban. Los sentimientos de Fran por Índigo aún complicaban más las cosas, y ahora que veía su desconcierto Esti comprendió por qué se sentía tan reacio a enfrentarse a Índigo y exponerle sus preocupaciones.

—Lo siento —dijo al tiempo que se sentaba sobre los talones y exhalaba un suspiro de contrición—. No ha sido muy delicado.

—No obstante, tienes razón. —Se dedicó a destrozar un tallo de hierba—. Alguien debería hablar con ella, y debería ser yo.

—Si la amas, sí. —Una pausa—. ¿La amas?

El muchacho se encogió de hombros, molesto, y el rostro se le enrojeció.

—Ésa no es la cuestión, ¿no es así? —Rápidamente, antes de que ella pudiese ver la expresión de su cara, se puso en pie—. Muy bien. Le preguntaré.

Esti lo observó mientras, intentando parecer despreocupado, Fran se acercaba al lugar donde se sentaba Índigo. Sentía lástima por su hermano, ya que a pesar de que era dos años mayor que ella, sabía que era mucho más ingenuo, y por lo tanto mucho más vulnerable, cuando se trataba de asuntos del corazón. Esti podía ser igual de inexperta, pero un sólido núcleo de pragmatismo —falta de sensibilidad, la atormentaban sus hermanas— se ocultaba bajo sus románticas inclinaciones y se había jurado hacía tiempo que jamás haría algo tan tonto o doloroso como perseguir un amor imposible. Fran, por el contrario, no poseía tal defensa e Índigo era la primera mujer por la que había sentido algo más que un interés pasajero. Si se detenía a pensarlo, sabía que sus esperanzas eran inútiles; Índigo amaba a otro, y aun cuando aquel amor hubiera quedado para siempre fuera de su alcance, ella no sentía lo mismo que Fran y jamás lo haría. Pero Fran seguía soñando, y en los sueños no había lugar para la razón.

Fran estaba sentado ahora junto a Índigo, y ambos hablaban. Esti suspiró con tristeza; se volvió de espaldas a ellos y fijó los ojos en el negro páramo. No podía oír lo que decían, y no quería ser indiscreta; lo mejor era guardar silencio y dejar que Fran resolviera aquello como le pareciera más conveniente. Intentó encontrar algo de interés entre los negros pliegues de las colinas, pero no había nada; ni siquiera alguna roca que los elementos hubieran erosionado hasta darle una forma fantástica, como hubiera sido el caso en el mundo real. No se veía ni una oveja, ni una liebre, ni un pájaro. El terreno estaba totalmente silencioso y vacío, y tras la burlona advertencia del demonio sobre los peligros del camino, Esti desconfiaba de aquel vacío. Recordaba demasiado, pensó, a la calma que precede a la tormenta.

Un sonido a su espalda le hizo dar un brinco, y al volver la cabeza vio que Fran se acercaba a ella con Índigo algunos pasos más atrás. —Esti.

Fran se agachó junto a su hermana. Sus ojos, observó ésta sorprendida, brillaban de excitación reprimida, y la muchacha dirigió una furtiva mirada a Índigo. Su expresión era más solemne, pero el mismo brillo vehemente apareció en sus ojos cuando sus miradas se encontraron. —Se lo dije. —Fran no se preocupó de los preámbulos—. Le dije lo que vimos allá en la sala, y... bueno, creo que lo mejor es dejar que la misma Índigo lo diga.

—No lo sabía. —Índigo se sentó sobre la hierba. Las lágrimas habían desaparecido ahora, aunque sus ojos mostraban unas reveladoras huellas rojas—. Recuerdo que me sentí desorientada de repente... sucedió varias veces, como si por un momento viera a través de los ojos de otra persona. Pero las transformaciones... no me cii cuenta de ellas; ¡no tenía ni idea!

—Esti, ¿no ves lo que esto significa? —Fran apenas si podía contener la excitación—. No fue cosa del demonio, fue cosa de Índigo: ¡aunque ella no lo supo entonces, fue ella la que deseó que los cambios ocurrieran! ¡Si puede hacer eso..., si puede conseguir que la veamos bajo otra apariencia... entonces imagina lo que eso significa con respecto a este mundo, y cómo podemos manipularlo!

Los ojos de Esti se abrieron de par en par al darse cuenta con más claridad de lo que aquello significaba.

—¡Tu mano! —dijo a Índigo—. La quemadura que se curó. Y la música: la forma en que conseguiste que el arpa y la flauta funcionasen...

—¡Y tantas otras cosas! —la interrumpió Fran—. Siempre hemos sospechado que era posible influir sobre las cosas aquí, si conseguíamos desearlo en la forma apropiada. Pero esto... —Sacudió la cabeza asombrado—. ¡Creo que podemos hacer cualquier cosa! ¡Crear artilugios, criaturas, incluso gente!

—¡Crear ilusiones! —lo corrigió Índigo—. No olvides eso, Fran. No podemos hacer aparecer a Cari o a vuestro padre, a pesar de que sí podemos hacer surgir sus imágenes. Pero —continuó, dirigiéndose ahora a Esti—, en este mundo todo es una ilusión. Así pues, ¿puede una espada fantasma matar a un atacante fantasma? Yo creo que sí.

—¡Y el fuego fantasma puede quemar si queremos, y también se puede montar a un caballo imaginario! —intervino Fran—. ¡Todo lo que tenemos que hacer es lograr que suceda!

Esti paseó la mirada del uno al otro. Empezaba a verse contagiada por la excitación; pero en lo más profundo de su mente se agitaba una persistente inquietud. Era algo insignificante, pero la preocupaba, y creía que debía mencionarlo.

—Comprendo lo que me decís —dijo, y vio cómo Fran arrugaba la frente al percibir la nota cauta de su voz—, pero... Índigo, cuando el demonio apareció ante nosotros por primera vez, adoptó dos formas: la de aquella horrible criatura de los ojos plateados, y la otra figura, como un espíritu arbóreo. Y cuando tú te transformaste, tomaste esas mismas formas. ¿Qué son?

—¿No es evidente, Esti? —interpuso Fran antes de que Índigo pudiera contestar—. El demonio sacó esas imágenes de la mente de Índigo: probablemente pertenecen a las leyendas de las Islas Meridionales, pero eso no importa; lo que sean no es importante. Esa cosa sencillamente las encontró y las utilizó. Eso hizo que Índigo las recordará, y de este modo cuando deseó cambiar de forma, inconscientemente intentaba pagar al demonio con la misma moneda.

Tenía sentido. Esti asintió despacio.

—Y el lobo —dijo la muchacha—, Grimya; claro. —Miró a Índigo comprensiva—. Pensabas en la pobre Grimya.

Índigo clavó los ojos en el suelo por entre sus tobillos cruzados, y no respondió.

—Esa cosa incluso intentó burlarse de ella adoptando su rostro —siguió Fran—. Pensó que podría desconcertarla si se veía a sí misma pero vestida como otra persona... ¡Oh, es patético!

—No menosprecies al demonio —repuso Índigo en voz baja, levantando la cabeza—. Puede que de momento no haya conseguido frustrar nuestros planes, y puede que involuntariamente nos haya mostrado la forma de utilizar un arma de vital importancia. Pero la representación no ha terminado aún.

—Cierto. —Fran le dedicó una sonrisa—. Pero sabemos quiénes son los héroes, ¿no? Y los héroes siempre ganan. Esa es la regla principal del repertorio de la Compañía Cómica Brabazon. —Levantó los ojos hacia la uniforme oscuridad de hojalata del cielo, y alzó la voz hasta convertirla en un grito—. ¿Me oyes? ¡Los héroes siempre triunfan!

Se prepararon para seguir adelante. Mientras se cargaban los bultos a la espalda. Esti se acercó en silencio a Índigo y, en voz muy baja para que Fran no pudiera oírla, preguntó:

—Índigo..., ¿por qué llorabas? ¿Era por Grimya ?

Índigo la miró, contempló la inocente pero genuina preocupación que se pintaba en sus ojos verdes. Había tantas cosas que ni Esti ni Fran sabían...; tantas cosas que les ocultaba porque revelarlas sería poner demasiado a prueba su credulidad y volverlos desconfiados. La verdad era que había llorado porque el demonio, al recordarle tanto a Némesis como al emisario de la Madre Tierra, y mostrársele tal y como ella había sido en una ocasión, la había puesto delante un espejo que reflejaba una horrible verdad. No era de extrañar pues que, en un momento de crisis, esas imágenes surgieran de nuevo en su mente y la hubieran transformado ante los ojos de sus amigos. Y tampoco resultaba extraño que, al intentar subconscientemente escapar de lo que ellas representaban, buscara refugio, como ya lo

había hecho antes, en la forma de un lobo.

Esti y Fran nada sabían de todo esto: nada de aquel talento natural escondido e impredecible, que Grimya había descubierto de forma casual una noche muchos años atrás, y que permitía a Índigo cambiar tanto su forma física como su conciencia por la de una loba. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que tuvo que recurrir a este poder; pero siempre había sabido que estaba allí, latente pero aguardando, y los trucos del demonio habían acabado por sacarlo violentamente del inconsciente a la realidad.

No podía explicárselo a sus amigos. No podía hablarles de aquellas espantosas y agobiantes sensaciones, ni del auténtico significado que se ocultaba tras la jugarreta del demonio. Era algo demasiado profundo, demasiado aterrador. No lo comprenderían; y no era justo pedirles tal tipo de comprensión. Era mejor que dejara que sacasen sus propias conclusiones, y que su inocencia, que tanto les envidiaba, siguiera sin mácula.

—Sí —dijo por fin en respuesta a la pregunta de Esti—. Lloraba por Grimya.

Llevaban ya rato pensándolo, pero fue Fran quien por fin rompió el silencio para expresar su pensamiento en voz alta. Habían andado bastante desde que se detuvieran a descansar, cada uno preocupado, cada uno consciente, como le había sucedido a Esti antes, de que su viaje resultaba sospechosamente tranquilo de momento si se tenía en cuenta la advertencia del demonio. El silencio y la aparente falta de peligro los había conducido, de forma separada pero por rutas paralelas, a la conclusión de que el peligro que les aguardaba no estaba en el desierto páramo, sino delante de ellos, al final del sendero.

Cuando Fran pronunció sus nombres, tanto Índigo como Esti levantaron la cabeza, sacadas por sorpresa de su ensoñación por la inesperada llamada.

—¿Verdad que os dais cuenta de que si este sendero en realidad es el mismo que existe en el mundo real, Bruhome está a menos de medio kilómetro de distancia ahí delante?

—¿Estás seguro? —Esti aflojó el paso; tenía el rostro tenso.

—Del todo. —Fran indicó una estribación rocosa que penetraba en la carretera un poco más adelante, y la obligaba a torcerse para evitar el obstáculo—. Ése es el Morro del Carnero. En cuanto doblemos el recodo, tendremos el puente que cruza el río justo delante. —Hizo una pausa—. ¿Quiere alguien adivinar lo que podemos encontrar?

Esti desvió la mirada del risco con un escalofrío, e Índigo dijo:

—Apostaría que problemas.

—Eso pienso yo. —Fran escudriñó el páramo con una rápida mirada—. Todo ha estado demasiado tranquilo para esperar algo bueno, ¿no creéis? No dejo de preguntarme qué nos aguarda. No se me ocurre nada agradable.

—No hay duda de que esto es lo que desea el demonio —repuso Índigo—. Cuanto más tiempo tengamos para esperar alguna nueva maldad, más nerviosos nos pondremos.

—No creo que nos vaya a suceder nada hasta que lleguemos a Bruhome —intervino Esti—. O hasta que lleguemos a donde debería estar Bruhome. Pero lo que no ceso de preguntarme es ¿qué encontraremos cuando lleguemos allí? Y no estoy muy segura de querer averiguar la respuesta.

—Sé cómo te sientes, —Índigo le dedicó una comprensiva mirada—. Pero ahora no podemos dar la vuelta.

—¡Oh, ya lo sé! Es sólo que desearía estar... mejor preparada, quizás. —Esti juntó ambas manos y las balanceó de un lado a otro, como si empuñara un imaginario bastón—. Mamá tenía aquel viejo bastón de madera de endrino, ¿recuerdas, Fran? Siempre decía que romper cabezas era mejor que apuñalar tripas si había una pelea. Ojalá tuviera ese bastón ahora.

—Podrías crearlo —le dijo Fran.

—No, no puedo. Lo he intentado, pero no ha sucedido nada. —Esti sonrió pesarosa—. Saber que puede hacerse es una cosa; pero hacerlo es otra, al parecer.

Fran intercambió una mirada con Índigo, y aquella simple ojeada fue suficiente para decir a ambos que no era Esti la única que fracasaba en el intento, Índigo pensó que de nada

servía preguntar a Fran qué era lo que había intentado hacer aparecer en este mundo lleno de ilusiones, y tampoco servía de nada catalogar sus propios vanos intentos.

—Quizá lo intentamos con demasiada fuerza..., demasiado conscientes de lo que hacemos. —Alzó ligeramente los hombros—. Sospecho que se precisa más que un simple deseo.

—¿El estímulo del miedo? —sugirió Fran.

—Eso, o el dolor, o algo parecido. Al menos hasta que hayamos aprendido un poco más de lo que sabemos de momento. Es la diferencia, ¿no es así?, entre querer e imponer la fuerza de voluntad.

Le pareció que Fran comprendía; aunque Esti por su parte estaba dubitativa.

—Yo no veo que exista ninguna diferencia —dijo la joven pelirroja—. Si quieres que algo suceda, quieres que suceda y eso es todo. No; creo que soy yo. —Levantó la mano y se la mostró—. Después de todo, Índigo, tu quemadura se curó; la mía sigue... —Su voz se apagó.

—¿Cuándo hiciste eso? —preguntó Fran, contemplando los dedos intactos de la muchacha.

—Yo... pero si yo no... —Esti los observó con atención, asombrada—. Pero...

—Pero lo hiciste —intervino Índigo—. Dime, Esti: mientras andábamos, ¿notabas si te dolía la mano?

—Sí. La sentía dolorida, de la forma en que duelen las quemaduras cuando empiezan a cicatrizar, y me molestaba muchísimo...

—¿Y deseaste que se acabara de una vez?

Esti asintió.

—El estímulo del dolor —repuso Fran con suavidad.

—Pero yo no intenté... —protestó Esti.

—No. Pero lo deseaste —dijo Índigo—. Ahí está la diferencia entre el fracaso y el éxito. Fran tiene razón; es preciso un estímulo.

Fran miró por encima del hombro hacia el Morro del Carnero, y el camino que se curvaba a su alrededor en dirección a su desconocido destino.

—Puede que tengamos estímulos suficientes cuando tomemos esa curva y descubramos lo que nos aguarda tras ella.

—No digas eso —protestó rápidamente Esti—. ¡Si sé que tengo que volverlo a hacer, nunca conseguiré hacerlo!

—Bueno, de nada sirve esperar una caída antes de que suceda. —Mientras hablaba, Índigo tomó el arpa que pendía de su hombro, al tiempo que contemplaba pensativa la carretera—. Toquemos algo hasta llegar a Bruhome. Después de todo formamos parte de la Compañía Cómica Brabazon... y le demostraremos al demonio lo que pensamos de sus intentos por intimidarnos.

Personalmente, dudaba de que el demonio, o lo que fuera que pudiera acecharlos, se dejara influir por una bravata; pero lo hacía con la intención de cambiar el estado de ánimo general por otro más animado y positivo, y sintió un gran alivio al ver que los ojos de Esti se iluminaban fervorosos.

—La Vieja Yegua Coja —anunció Esti—. ¡Y yo bailaré!

—La favorita de papá —sonrió Fran; entonces su expresión cambió y miró a Índigo inquieto—. ¿Crees que... papá y Cari? Si existe una imagen de Bruhome ahí delante, ¿crees que ellos pueden estar ahí?

—Si están, nos oirán llegar —dijo Esti con energía—. ¡Vamos, Fran! ¡Toca!

Índigo le sostuvo la mirada a Fran, comprendiendo que el muchacho pensaba en la mujer del páramo. También ella temía lo que pudieran encontrar, pero si era eso lo que debían encontrar no podrían posponerlo eternamente. Meneó débilmente la cabeza, advirtiéndole que no dijera nada a Esti, y por fin el muchacho alzó los hombros en un leve encogimiento.

—Muy bien. —Sacó su flauta—. Cuando quieras.

Esti avanzó unos pasos dando saltitos y empezó a batir palmas en un alegre son de marcha. Los dedos de Índigo se posaron sobre el arpa y dejó que la melodía, con su entrecortado ritmo para imitar el andar de una yegua coja, tomara forma en su mente. Una pausa y un titubeo, y uno, dos, tres en tiempo descendente y...

El arpa y la flauta empezaron a sonar a la vez, y Esti lanzó un alarido de triunfo al tiempo que efectuaba una pirueta en el aire, se posaba en el suelo sobre los talones e iniciaba la cómica danza. La muchacha se fue acercando hacia el risco que ahora se alzaba, ante ellos entre saltos y giros al ritmo de la música que resonaba ahora por el páramo como un furioso desafío, Índigo pensó, dejando volar la imaginación de repente, que parecía un espíritu del páramo surgido de cualquier leyenda, y que resultaría fácil imaginar a toda una hueste de míticos celebrantes revoloteando a su alrededor y acompañándola en su danza...

—¡Ah!

La sorpresa le hizo dar un acorde falso, y Fran levantó los ojos asustado, al tiempo que se sacaba la flauta de los labios para exclamar:

—¿Qué... ?

—¡No pasa nada! ¡Sigue tocando!

Índigo recuperó con un esfuerzo su autocontrol y se inclinó otra vez sobre el arpa. La visión había sido efímera, se había desvanecido al instante, pero por un extraordinario momento los había visto bailando detrás de Esti. Personas, animales, criaturas que eran un poco de cada cosa, que reían y se divertían al son de la alegre melodía. Por un momento, la imaginación se había convertido en realidad.

Esti iba por delante de ellos ahora. Había llegado al recodo, e Índigo y Fran tuvieron que acelerar el paso para alcanzarla. Rodearon también ellos dos la estribación y estuvieron a punto de chocar con Esti, que se había detenido en seco.

La Vieja Yegua Coja se quebró con un caótico final, y los tres contemplaron boquiabiertos el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Era realmente Bruhome. Allí estaba el viejo puente de piedra con sus desgastados pretiles, tendido sobre el río. También allí se transformaba el polvoriento camino en un sendero adoquinado que se unía con la calle principal de la ciudad. Allí estaban las casas y las tiendas y los puestos del mercado, con el característico tejado de dos aguas lleno de adornos de la Casa de los Cerveceros dominando la mezcolanza de tejados.

La inmovilidad y el silencio, como un velo mortuorio, dominaban la escena.

—Está todo... tan quieto... —Esti temblaba mientras sus ojos permanecían clavados en la imagen de la ciudad como paralizados—. No se ve a nadie, nada se mueve...

Ni Índigo ni Fran se sintieron capaces de contestarle. Ver Bruhome —aunque se tratara de una falsa Bruhome— reducida a una visión sombría y desierta le resultaba bastante desconcertante a Índigo: para los Brabazon, que habían conocido su brillante y vital bullicio desde la infancia, esta visión debía de resultar más grotesca de lo que podía siquiera imaginar.

Desde luego ya no podían continuar con la música y la danza. Fran guardaba ya el caramillo, todo pensamiento de diversión olvidado. Su rostro estaba desencajado y parecía hipnotizado por la silenciosa ciudad, mientras que Esti había traspasado su atención al suelo, escarbando en él con un tacón mientras su mente parecía vagar perdida por otro mundo.

—Tenemos que entrar —dijo Índigo al fin, con suavidad.

—Lo sé —asintió Fran—. Lo mejor será acabar de una vez.

Bajo un silencio que resultaba doblemente incómodo después de los alegres sones de la música, avanzaron en dirección al puente. Lo realmente desconcertante, pensó Índigo mientras cruzaban, era que la escena parecía muy normal. Todos los detalles que les eran tan familiares estaban allí, sin distorsiones; el tranquilo chapoteo del río, los surcos sobre el puente, provocados por las innumerables carretas que lo habían atravesado, las edificaciones de la otra orilla. Podría tratarse de una tranquila noche de otoño en el

Bruhome que los tres conocían.

Excepto por la espantosa sensación de vacío...

Llegaron al otro extremo del puente, y se detuvieron al sentir el desigual contorno de los adoquines bajo los pies.

—Quizá deberíamos ir a la Casa de los Cerveceros —sugirió Fran indeciso—. Si hay alguien... o algo... por ahí, ése es el lugar más apropiado para encontrar alguna señal de vida.

—¿Qué hay del prado? —susurró Esti al tiempo que le dedicaba una mirada nerviosa, furtiva casi.

El muchacho hizo todo lo que pudo por convertir su escalofrío en un encogimiento de hombros.

—Ya miraremos luego.

—No estoy muy segura de querer hacerlo.

Fran no le contestó, y empezó a andar en dirección al interior de la ciudad.

Durante todo el trayecto hasta llegar a la plaza principal, la historia fue la misma. Bruhome era como una ciudad fantasma. Todo estaba limpio y bien cuidado pero desprovisto del menor signo de vida. No ardían velas en las ventanas, ni atisbaban rostros por puertas semi entornadas. Y cuando llegaron a la plaza, se encontraron con un lugar dominado por un terrible silencio y desolación. Los edificios, algunos con los postigos cerrados, otros con las ventanas abiertas como ojos ciegos, contemplaban la plaza desierta. En los postes que se alzaban como lúgubres centinelas no ardía ninguna antorcha; no había puestos de mercado, ni estandartes, ni el improvisado escenario para los festejos. Y tampoco se veía el más mínimo resto de desperdicio recorriendo al azar el pavimento empujado por la brisa.

—Es horrible —Esti seguía hablando en susurros, aturdida y acobardada por la escena—. Es como si todos los que vivían aquí se... se hubieran desvanecido de golpe.

Ni Índigo ni Fran dijeron nada como respuesta, pero, al menos en el caso de Índigo, las palabras de Esti dieron duramente en el blanco. ¿Podría ser esto, se preguntó, un auténtico reflejo de lo que Bruhome era ahora? ¿Era éste el quid de la broma que les había gastado el demonio? ¿Que habían llegado demasiado tarde, y en el mundo real la ciudad se había quedado ya sin vida y sus habitantes atrapados y utilizados para alimentar a un nuevo y siempre hambriento señor?

No; no debía pensarlo, no debía ni considerarlo por un instante. Volvió el rostro hacia las vacías ventanas de la Casa de los Cerveceros y, deteniéndose tan sólo para comprobar que Fran y Esti la seguían, atravesó la plaza en dirección a la calle que conducía hacia el oeste al prado situado junto al río.

Sus pisadas resonaron entre las paredes de las casas que se alzaban a cada lado, lo cual acentuó aún más la quietud existente. Esti no cesaba de mirar por encima del hombro como si temiera que alguna sombra los siguiera, pero tampoco ahora se produjo ningún movimiento extraño, ningún signo de vida. Y cuando llegaron al prado y se detuvieron ante la verja abierta, lo encontraron todo desierto, oscuro y vacío bajo el monótono firmamento, con el lento y uniforme fluir del río más allá.

Fran contempló la solitaria escena durante unos segundos. Luego dijo:

—¿Por qué no hay nada aquí? ¿A qué puede estar jugando ahora el demonio?

—Sólo puedo suponer —repuso Índigo con calma— que lo que sea que nos aguarda no sucederá en el prado. —Lo miró, y bajo el inquieto crepúsculo el muchacho le pareció tenso, y mucho mayor de lo que era—. A lo mejor esto resulta un escenario demasiado obvio.

Del río les llegó una helada ráfaga de aire, y Esti empezó a tiritar.

—Regresemos a la plaza —dijo la muchacha—. Al menos allí hay casas en las que refugiarnos. —Les dedicó una rápida y tímida sonrisa—. Incluso aunque sean tan irreales

como el resto de este lugar, me sentiré bastante más segura.

—La Casa de los Cerveceros sería el mejor lugar —sugirió Fran—. Es el edificio más alto de la ciudad, y su balcón resultaría un buen punto de observación. Por lo menos podríamos acampar allí hasta decidir qué es lo mejor.

Podría haber añadido: o mientras esperamos lo que sea que vayan a enviar contra nosotros, pero cambió de idea. Esti e Índigo estuvieron de acuerdo con su sugerencia, y volvieron sobre sus pasos hasta la plaza. La puerta principal de La Casa de los Cerveceros estaba abierta; al otro lado de la puerta, el vestíbulo y la impresionante escalinata permanecían en sombras.

—Ojalá tuviéramos aún el farol. —Esti tuvo buen cuidado de no mirar las esculturas de las gárgolas que adornaban la fachada al cruzar el dintel tras los pasos de Fran—. Es como penetrar en una tumba...

—Ten cuidado con lo que dices. —Índigo intentó hacer un chiste irónico, pero se arrepintió al instante al ver el rápido cambio experimentado en el rostro de Esti. Se detuvo en el umbral para permitir que sus ojos se acostumbraran a la mayor oscuridad del interior—. Puede que seamos capaces de crear luz; pero lo mejor será esperar hasta habernos instalado arriba antes de intentarlo.

Fran, que se había detenido al pie de las escaleras y escuchaba con gran atención, susurró:

—No se oye nada ahí arriba. Creo que está tan desierto como parece estarlo todo lo demás.

Colocó un pie en el primer peldaño e iba a empezar a subir cuando de repente, desde la puerta, Índigo exclamó en tono seco:

—¡Espera!

Esti dio un brinco y tanto ella como Fran volvieron la cabeza y vieron a Índigo que, con una mano todavía sobre el marco de la puerta, observaba con atención el otro extremo de la plaza. Toda ella emanaba tensión... y miedo.

—¿Índigo? —Fran cubrió la distancia que los separaba en tres zancadas—. ¿Qué sucede?

—En el otro extremo de la plaza. —Su voz sonaba baja y algo temblorosa—. Me pareció ver moverse algo...

—¿Humano?

—N... no. No humano.

Escudriñaron la oscura extensión de terreno hasta las casas del otro lado y las callejuelas, en un intento por distinguir algo más sustancial que las sombras. Al cabo de un rato Fran musitó:

—No veo nada. Fuera lo que fuese, se ha ido.

—Quizá lo imaginé. —Estaba claro que Índigo no se sentía nada convencida—. La semioscuridad juega malas pasadas; es fácil... ¡Oh, por la Diosa!

Fran sintió cómo los cabellos de la nuca se le erizaban y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, de algún lugar más allá de la plaza, de uno de los negros y estrechos callejones situados entre los edificios, surgió el ascendente y estremecido aullido de un lobo. Y al instante, como si se tratara de un coro infernal, un coro de horribles y espectrales aullidos le respondió.

—No...

Índigo intentó retroceder, pero se enredó con Fran, que estaba detrás de ella y se volvió en redondo para mirarlo con el rostro desencajado y blanco como el papel.

—¡Eso es a lo que se refería el demonio! —Una expresión de terror brilló en sus ojos al comprenderlo y sujetó con fuerza el brazo de Fran—. Todos nuestros amigos: ésa es la trampa que nos ha preparado, ¿no lo ves? La manada de lobos... ¡Grimya sigue conduciéndola! ¡Y nos han vuelto a encontrar, tal y como ella dijo que harían! ¡Piensan hacernos pedazos!

Durante unos segundos Fran permaneció totalmente inmóvil con los ojos clavados en ella; luego los aullidos se dejaron oír otra vez, y vislumbró algo más oscuro que el crepúsculo que se formaba a la entrada de una calle...

—¡Arriba!

El sentido práctico resurgió como un mazazo y empujó a Índigo a un lado al tiempo que sujetaba la pesada puerta y le aplicaba todo el peso de su cuerpo. La puerta se cerró con un chirrido y un sonoro portazo, y Fran se dispuso a colocar la pesada barra que la atrancaba al tiempo que se decía que una puerta fantasma le cerraría el paso a unos lobos fantasma, e intentaba no pensar en si mantendría fuera a Grimya. Sonaron unos pies que subían por las escaleras apresuradamente: era Índigo quien, recuperado un cierto autocontrol, se lanzaba escaleras arriba tirando de Esti; la barra encajó en su lugar —parecía bastante sólida, y Fran rezó para que la ilusión, al menos, se mantuviera— y corrió tras las dos muchachas que ya habían llegado al descansillo superior. Por un momento los tres se detuvieron, sin saber qué dirección tomar, y la oscuridad se llenó de un repentino y hormigueante silencio. Las sombras se apiñaban sobre ellos desde las paredes y las vigas, pesadas y sofocantes. Fran miró por el hueco de la escalera al vestíbulo de abajo, vio la borrosa silueta de la puerta atrancada, escuchó con el corazón palpitante la sobrenatural quietud, luego miró otra vez el rostro de Índigo. Estaba blanca como un muerto, pero había recuperado su autocontrol, y con él una férrea tranquilidad.

—El balcón —dijo con una peculiar voz uniforme—. Tengo que encontrar el balcón. — Se produjo una pausa mientras se aferraba con fuerza a la barandilla—. Ésta es la prueba. Tengo que enfrentarme a ella. No hay otra salida.

Y antes de que Fran o Esti pudieran responder, se dio la vuelta y se alejó, para perderse en la oscuridad del piso superior.

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