CAPÍTULO 3


—¡Índigo, no encuentro mi máscara!. ¡Oh, ayúdame, por favor!

Índigo estaba sentada en uno de los arcones de ropa con la cabeza inclinada sobre el arpa, ocupada en afinar el instrumento. Sobre la elevada plataforma situada detrás de la pantalla que formaba una exigua y provisional zona de preparación para los artistas que participaban en la Fiesta una compañía de acróbatas llegaba al final de su número; el ruido en la plaza era estridente y resultaba casi imposible oír las notas que producían sus dedos sobre las cuerdas, de modo que dejó el arpa a un lado —ya tendría tiempo para una última comprobación más tarde— y fue a responder a la lloriqueante súplica de Honestidad.

—¿Qué máscara has perdido, Honi?

—La de la Danza del Boyero. —Honestidad sostenía un farol con una mano sobre una caja de madera y revolvía frenética su contenido con la otra—. Ya sé que aún no la necesito, pero la he de tener preparada; más tarde no habrá tiempo de buscar.

Un destello de raso amarillo por entre un montón de capas lllamó la atención de Índigo, y extendió la mano.

—¿Ésta?

—¡Ohhh! —Honestidad se llevó una mano al corazón y simuló poner los ojos en blanco como si fuera a desmayarse—. ¡Gracias!

Constan apareció por detrás de las bambalinas. Se detuvo al tiempo que miraba con aire profesional aquel aparente caos, luego dijo:

—¿Todo el mundo listo? Los acróbatas están a punto de terminar.

De la plaza sonaron unos cuantos aplausos, mezclados con algunos vítores y alegres silbidos, y Fran levantó los ojos mientras terminaba de atar las polainas de la pequeña Responsabilidad, de siete años.

—¿Qué tal el público, papá? ¿Es tan malo como temíamos?

—Podría ser mejor, pero claro, también podría ser peor —respondió Constan—. Al menos no falta gente; desde la puesta del sol han llegado muchos más y se amontonan en la plaza como gatitos alrededor de un plato de leche. Pero hay demasiadas caras tristes para mi gusto.

—Bien, pues tendremos que efectuar un esfuerzo extra para animarlas. —Fran se incorporó, terminada su tarea, y Responsabilidad flexionó las piernas de forma experimental.

Se produjo entonces un súbito frenesí de actividad cuando los acróbatas —gente menuda de las lejanas tierras del sudoeste, de piel pálida y cabellos casi blancos— aparecieron corriendo por un lado de las bambalinas. Su jefe sonrió e hizo una reverencia a Constan, luego el grupo se dejó caer sin aliento en el suelo y empezaron a charlar entre ellos en su ininteligible lengua.

—Bien —anunció Constan—. Ahora vamos nosotros. ¿Tienes tu flauta, Cari? Y vosotras, las pequeñas, poneos en fila, ya.

Lanzó una protesta.

—Maldita sea, casi lo olvidaba, Fran: vamos a suprimir la Mascarada de los Espíritus Arbóreos.

—¿Qué? —Fran lo miró boquiabierto—. Por la Diosa de la Cosecha, ¿por qué? ¡Es uno de nuestros mejores números!

—Lo sé. Pero empieza a correr un nuevo rumor; lo acabo de oír de labios del dueño de la posada del Tonel de Manzanas. Al parecer la gente habla de una especie de bosque que ha aparecido allí donde antes no había ninguno.

—¿Eh?

Constan meneó la cabeza.

—No me preguntes qué pasa. Todo lo que oí fue un galimatías sobre bosques negros y

árboles que se mueven. Parece como si alguien hubiera bebido más de la cuenta y hubiera empezado a ver visiones, pero la historia se extiende como el fuego sobre la paja. Para no disgustar a esta buena gente, dejaremos ese número.

Fran dijo algo que provocó que Cari lo mirara con profunda desaprobación.

—Muy bien. ¿Pero qué podemos poner en su lugar?

—Veremos cómo va la función, y lo discutiremos durante el descanso —respondió su padre—. Tal y como están las cosas puede que lo mejor sea hacer que nuestra actuación resulte más corta de lo normal.

Piedad, que había sacado la roja cabeza por un extremo de la partición, dijo:

—Vamos, nos esperan.

Y Constan hizo un gesto a Fran para que empezaran.

—Vamos, muchacho. No debemos hacer esperar al público.

Lanz tomó un tambor de cuero y, oculto todavía detrás de las bambalinas, empezó a tocar una melodía rápida y solemne. Esti se le unió con la pandereta mientras Fran y Cari se preparaban con sus caramillos: Constan hizo un gesto con la cabeza y todos juntos atacaron una alegre tonada, y las cuatro Brabazon más pequeñas, con Piedad a la cabeza, salieron de detrás de las bambalinas en fila de a una y ascendieron los desvencijados peldaños que conducían a la plataforma.

Se produjo una oleada de fervientes aplausos, e Índigo vio cómo una débil sonrisa cruzaba el rostro de Constan. Sabía lo acertado de iniciar su actuación con un número del pequeño cuarteto. Piedad, que aún no había perdido por completo el ceceo de la infancia, resultaba perfecta para el papel principal: la visión de aquella atractiva criatura con sus pecas y sus brillantes rizos era seguro que conmovería los corazones del público y los colocaría en una atmósfera receptiva.

La comitiva se detuvo en el centro del escenario, entonces Gentileza, Moderación y Responsabilidad se colocaron formando una línea, de modo que Piedad quedó sola delante de ellas. La luz de las antorchas sujetas a largos postes que iluminaban la plataforma hacía que sus cabellos relucieran como una moneda de oro recién acuñada, y de un grupo de mujeres de edad que se habían reunido en una sección del público surgió un suave y afectuoso suspiro. La música se detuvo con un sonoro redoble, y Piedad levantó ligeramente su falda y dedicó una profunda reverencia a la muchedumbre allí reunida.

—Buena gente del lugar, se os saluda —exclamó con voz aguda, con la seguridad de una actriz consumada—, y se os da la bienvenida a esta reunión nocturna. ¡Acercaos, dejad a un lado las penas... y unios a nuestra fiesta!

Las otras tres niñas mayores se tomaron de las manos, y las cuatro entonaron a coro:

¡Sabemos bailar y sabemos cantar, y estos dones os traemos, con música y alegría, bromas y juegos, para desearos felicidad y este día festejar!

Fran, Cari y Lanz atacaron de nuevo la melodía, esta vez en forma de alegre y vibrante tonada. Sobre el escenario, las niñas empezaron a bailar. Las tablas resonaban y crujían de forma alarmante, pero nadie parecía advertirlo; detrás del tabique Constan tomó su violín y Val su organillo mientras los demás ocupaban sus puestos empujándose unos a otros, Índigo cogió su arpa —ya no tendría ocasión de terminar de afinarla ahora, pero no importaba; cualquier nota discordante quedaría ahogada en la alegre algarabía sonora general— y de repente la música de las flautas se vio incrementada, convirtiéndose en un torrente al tiempo que Constan conducía al resto de sus actores al escenario.

Esti, Honi y Armonía se unieron de inmediato a la danza, agitando las panderetas al tiempo que giraban y hacían revolotear sus faldas de vivos colores. Dos de sus hermanos se unieron también al baile, mientras que los músicos se alineaban detrás de los revoloteantes danzarines. Una exclamación surgió de entre la muchedumbre entonces, cuando Grimya, en el momento exacto, describió un amplio círculo alrededor del escenario y fue a detenerse ante Piedad; en ese momento la exclamación se trocó en aplauso al ver cómo la loba realizaba una muy buena imitación de una reverencia ante la niña y ambas empezaban a dar vueltas, como si bailaran juntas.

Desde el fondo del escenario, Índigo sonrió ante las cabriolas de su amiga y la reacción del público. La energía de la música y la excitación de estar de nuevo sobre las tablas estaban disipando los tristes pensamientos de la noche anterior, y a pesar de los problemas que afectaban Bruhome, el público parecía bien dispuesto a dejar de lado sus problemas y disfrutar del espectáculo.

La danza terminó bajo unos aplausos entusiastas, y mientras las más pequeñas marchaban corriendo, con Piedad saludando con la mano y lanzando desvergonzados besos, los mayores corrieron a disponer la escena para la representación de un solo acto que seguía a continuación. Constan, muy prudente, se había decidido por «La Dama y su Indiscreción», un melodrama cómico que permitía la sobreactuación y gran abundancia de insinuaciones y chistes salaces, Índigo no tenía ningún papel en la obra, y por lo tanto se retiró detrás de las bambalinas para controlar a las pequeñas y escuchar la marcha de la representación, que era coreada por grandes carcajadas por parte de los espectadores. Esti, que poseía un gran talento cómico natural, resultaba perfecta como la Dama del título, mientras que Constan como su cornudo esposo y Val y Lanz en los papeles de sus dos candidatos a pretendientes en constante disputa la acompañaban con entusiasmo. Se escucharon vítores y aplausos cuando hicieron su última reverencia; señal inequívoca de que el talento de la compañía de cómicos, junto con el vino y la cerveza que ahora circulaba ya libremente por la plaza, estaban obrando su propio y particular efecto sobre la gente.

Tras la obra vino un popurrí de canciones, seguido por la Danza del Boyero, y por último por más canciones, esta vez melodías populares que se animó a la concurrencia a corear, antes de un descanso de media hora para que los actores se recuperaran. Durante esta pausa, Índigo —fortalecida por un pastel cosechero bien picante y una jarra de cerveza— se unió a Esti y a Val para pasear por la atestada plaza y contemplar los adornos florales, líos aromas de la comida y la bebida se mezclaban con los olores más básicos de la naturaleza humana y el hedor de la brea de las llameantes antorchas; mientras estudiaba rostros y captaba fragmentos de conversaciones, Índigo detectó muy pocas señales de las preocupaciones que acosaban Bruhome. La gente charlaba sobre cuestiones mundanas: el clima, el último escándalo doméstico, los defectos de este nuevo aprendiz o del dueño de la taberna. Sólo en una o dos ocasiones se interpuso una nota amarga: las palabras «bosque siniestro» cuando una voz se destacó por un instante por encima del barullo general; otra voz, trastornada, diciendo: «tres más se han visto afectados desde esta mañana, según he oído»; una conversación susurrada, inaudible pero claramente apremiante entre dos mujeres cuyos rostros estaban crispados por el dolor, Índigo no sabía si sus compañeros eran conscientes del tenue hilo de inquietud que se iba extendiendo por la atmósfera, y se guardó muy bien de llamarles la atención sobre ello. Constan, con su conocimiento más profundo de la ciudad y de sus principales ciudadanos, averiguaría qué más había que saber cuando llegara el momento. Hasta entonces, pensó, lo mejor era olvidar aquella corriente oculta y concentrarse en los aspectos más alegres de la noche.

Terminado el descanso, empezó lo que Val denominó con gran pesar el auténtico trabajo duro de la noche. La segunda parte del espectáculo de la Compañía Cómica Brabazon consistía casi por completo en música y danza: llegado este momento, se suponía, el público estaría demasiado excitado, o demasiado bebido (o ambas cosas) para querer que se pusieran a prueba sus poderes de concentración en obras de teatro y poesías. Todo lo que deseaban era corear a grandes gritos las sencillas y viejas canciones que todo el mundo conocía, y —con un poco de estímulo por parte de los Brabazon— tomar parte en los números de danza finales.

Las manos de Índigo estaban doloridas de tanto pulsar las cuerdas del arpa; junto a ella Val se encorvaba sobre su organillo, los dedos se movían a toda velocidad mientras giraba la rueda de madera, mientras que el violín de Constan y el caramillo de Fran desarrollaban una rápida y compleja melodía por entre el retumbante fragor de fondo. Las muchachas habían saltado de la plataforma e invitaban a los hombres del público a formar pareja con ellas; los muchachos, imitándolas, se acercaron a un grupo de mujeres que reían entre ellas y les dedicaron sendas reverencias, extendiendo las manos. Cuando la desconfianza y la timidez se disiparon, y más y más personas empezaron a unirse al baile, Índigo dirigió una rápida mirada de soslayo en dirección a Constan y vio cómo la rápida y crispada mueca de preocupación del día anterior aparecía otra vez en su rostro. No estuvo allí mucho tiempo — estaba demasiado concentrado en su interpretación como para distraerse durante más de un breve instante— pero a la muchacha le resultó fácil adivinar su causa.

Por fin el último número tocó a su fin. Los Brabazon que bailaban dejaron a sus parejas con besos y despreocupadas promesas que no se mantendrían, y dieron una última vuelta al escenario, saludando al público. Los músicos, por su parte, dieron un paso al frente y flexionaron subrepticiamente sus cansados dedos al tiempo que sonreían y hacían reverencias. Mareada por la excitación, alegre y triste a la vez porque los festejos y la fiesta hubieran terminado por aquel día, Índigo siguió a los demás de regreso detrás de los bastidores; pero cuando sus ojos se posaron de nuevo en Constan observó que la inquietud regresaba a su rostro.

—¡Mi cuerpo y mi alma por una jarra de cerveza! —suplicó Val, y apenas dejó caer su organillo en el suelo agitó las manos para mitigar la tensión.

Esti, que estaba sentada sobre una caja tumbada desatándose los zapatos, levantó los ojos.

—Has iniciado los números de baile muy pronto, papá —dijo a Constan—. Unos minutos más y los pies me hubieran empezado a arder... Hemos bailado durante más de una hora, ¿lo sabías?

Algunos de los otros apoyaron su protesta, y Constan frunció el entrecejo.

—Mejor eso que perder a nuestro público, querida. Me di cuenta de que empezaban a mostrarse inquietos; querían tomar parte en lo que sucedía, para quitarse de la cabeza otras cosas.

—Pero...

—Nada de «peros». Cuando lleves tanto tiempo como yo en esto, sabrás cómo interpretar las señales si es que tienes algo de ingenio. —Miró a su hijo mayor—. Fran sabe de lo que hablo.

—Nos costó mucho conseguir que tomaran parte —corroboró el joven—. Lo normal es que los hombres se peleen por bailar con las chicas, pero esta vez... —Dejó que un expresivo encogimiento de hombros terminara su frase.

—Ese es el motivo por el que has tenido que bailar tanto rato. —Constan lanzó a Esti una mirada furiosa—. ¿Satisfecha ahora, señorita? ¿Alguna otra queja?

Esti volvió el rostro. Sus ojos todavía mostraban una expresión rebelde pero se guardó muy bien de discutir.

Fran empezó a guardar el equipo en las cajas y baúles para preparar la caminata de regreso a las carretas.

—¿Qué hay de mañana, papá? —inquirió—. No podemos ofrecer el mismo espectáculo dos veces seguidas. Si tomamos la función de hoy como precedente necesitaremos efectuar algunos cambios.

—Ya lo hablaremos por la mañana. —Constan se frotó los ojos—. En este instante, estoy tan seco como un hueso y no deseo más que un buen trago de algo decente. ¿Alguien más se viene al Tonel de Manzanas a tomar unas cuantas jarras?

Fran, Val, Lanz y Esti enseguida acordaron acompañarlo. Cari, con cierto remilgo, rehusó, e Índigo meneó la cabeza con una sonrisa.

—Gracias, Constan, pero no he dormido bien esta noche pasada. Grimya y yo

regresaremos a las carretas con los otros.

—Corno quieras. Dejad lo que no podáis llevar y nosotros ya lo recogeremos más tarde. La milicia de la ciudad vigila para que no se robe nada.

El grupo se dividió y marchó en diferentes direcciones. En la plaza y las calles que la rodeaban aún quedaban algunas personas, y de todas las tabernas surgía luz y ruido, pero para la mayoría de los habitantes de Bruhome el día había finalizado. Se había levantado una fresca brisa, y el cielo estaba despejado y negro como el terciopelo. La noche anterior no había habido luna; esta noche había una fina y reluciente medialuna, flotando muy baja en el este mientras iniciaba su viaje nocturno.

—El viento sopla de la luna esta noche —dijo Cari en voz baja viendo el campamento desde la orilla del río.

Ella e Índigo transportaban entre las dos el más grande de los baúles de ropa, e Índigo miró la alta figura de la muchacha con curiosidad.

—¿Es eso importante? —preguntó.

Cari sonrió.

—Oh, no es más que una vieja superstición. Dice que cuando el viento sopla del lugar donde se alza una luna nueva, anuncia grandes cambios.

—¿Para bien o para mal?

—Puede ser cualquiera de las dos cosas.

—Entonces, esperemos que sea para bien esta vez.

—Sí. —En la oscuridad, el rostro de Cari parecía una pálida máscara—. Esperemos que así sea.

Ante la sorpresa de todos, Constan y sus compañeros regresaron al cabo de una hora. En el prado, mucha gente estaba despierta todavía; las hogueras brillaban aquí y allí, y el murmullo ocasional de voces apagadas se dejaba escuchar por el prado. Las cuatro Brabazon más jóvenes estaban ya en cama y dormían, pero los otros, animados ligeramente por la caminata desde la ciudad, se habían reunido en la carreta principal para beber cerveza especiada caliente y charlar tranquilamente sobre los acontecimientos de aquella noche. El sonido de unas botas en los escalones los alertó, y al levantar la cabeza vieron a Constan en la puerta.

—Bien —dijo Constan con cierto resentimiento en la voz—. ¡Parece como si esta noche hubiera más diversión bajo nuestro propio techo que en cualquiera de las tabernas de Bruhome!

Se apretujaron en el reducido espacio y Cari trajo más jarras.

—¿Qué sucede, Constan? —preguntó Índigo—. ¿No habrán cerrado todas?

—No; pero lo mejor sería que lo hicieran por la diversión que pueden ofrecer. Fuimos al Tonel de Manzanas; luego..., déjame ver. —Constan contó con los dedos—: El Vellón, Los Cosechadoras de Lúpulo y a Las Cinco Vides, y en todas partes había lo mismo. Caras largas y ojos asustados. —Sacudió la cabeza entristecido—. Nunca había visto nada igual.

—Y la conversación —interpuso Val—. Rumores y más rumores. La historia sobre el bosque ambulante está por todo el pueblo ahora.

Grimya irguió las orejas, e Índigo inquirió intranquila:

—¿Entonces la historia es cierta?

—La gente se comporta como si lo fuera —respondió Constan—. Cada vez son más los que afirman haberlo visto. Árboles negros, dicen, de los que crecen espinas tan largas como el brazo de un hombre. Y denso como la pared más gruesa que jamás se haya construido.

—Pero si realmente hubiera algo de verdad en esto, papá, lo habríamos visto de camino aquí —objetó Cari—. O si nosotros no lo hubiéramos visto, alguno de los otros viajeros lo habría hecho, y ya nos lo habrían contado a estas horas.

Constan le palmeó la mano.

—Lo sé, chica, lo sé. No tiene el menor sentido. Pero la gente de por aquí empieza a creérselo.

—Y eso no es todo —añadió Fran, sombrío—. Otras cinco personas más han contraído hoy esa misteriosa enfermedad, y otras dos han desaparecido.

Constan le dirigió una mirada furiosa.

—Te he dicho que no lo mencionaras. No delante de los más pequeños.

Fran se encogió de hombros.

—Si no se lo decimos nosotros, alguien se lo dirá pronto.

—Papá, este lugar no es saludable —dijo Lanz—. Creo que deberíamos irnos, antes de que se vuelva peor..

Fran lanzó un bufido desdeñoso, pero Constan alzó una mano.

—No, Fran. He estado pensando lo mismo y creo que ya he decidido qué hacer. Daremos un nuevo espectáculo mañana, tal y como hemos planeado; pero después de esto nos despediremos de Bruhome y seguiremos adelante.

—¿Y perdernos el final de la Fiesta?

—Sí. Para lo poco que va a valer la pena ahora. —Constan los contempló de uno en uno—. ¿Bien?

Se produjeron murmullos, ruido de pies sobre el suelo.

—Tú sabes lo que es mejor, papá —dijo Armonía.

Y varias voces dieron su asentimiento. Fran continuó ceñudo, pero en su mayor parte el sentimiento parecía ser de alivio. Aunque todo el mundo fingía no sentirse afectado por la plaga que flotaba sobre Bruhome no existía la menor duda de que la inquieta atmósfera de la ciudad había dejado su huella.

Pero mientras que sus amigos parecían alegrarse de la decisión de Constan, Índigo sintió como si un gran peso se hubiera instalado bajo sus costillas. Miró a Grimya y supo que la loba compartía su aprensión. Un día más, y la Compañía Cómica Brabazon seguiría su camino. Tendría que comunicarles que ni ella ni Grimya irían con ellos.

Desde el principio había sabido que esto acabaría por llegar, pero había alejado la idea de su pensamiento tanto como le había sido posible, convencida de que de nada servía preocuparse por ello hasta que llegara el momento. Y ahora que el momento había llegado no sabía cómo encontrar las palabras para decir adiós. No lo comprenderían; creerían que se había cansado de ellos, que simplemente los había estado utilizando; nunca había podido explicarles la verdad...

—¿Índigo?

Alzó la cabeza y vio que Cari la miraba con gran preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó Cari—. Tienes un aspecto... bueno, raro.

—Estoy... bien. De veras, no es nada...

«Indigo», Grimya se dirigió a su mente con suavidad y tristeza. «Creo que debes decírselo. Saben que algo no va bien, el momento no tardará en llegar, de todas formas. Díselo, Indigo. Será mejor para todos nosotros. »

Quizá Grimya tenía razón. Si se andaba con rodeos, podría faltarle el valor, ¿y entonces qué sucedería con ella? Cari seguía observándola, nada convencida por su aseveración, e Índigo aspiró con fuerza.

—Constan —dijo—. Todos vosotros. Hay algo que tengo que deciros.

Se hizo el silencio. Todos la miraban ahora, y de repente el discurso que luchaba por formar en su mente se hizo pedazos.

—Eh, vamos, muchacha —Constan se inclinó hacia adelante y le oprimió el brazo—. ¿Qué sucede? Vamos; puedes decírnoslo. ¿No somos acaso tus amigos?

Era lo peor que hubiera podido decir, aunque lo hubiera hecho de forma totalmente involuntaria, e Índigo sintió una dolorosa sensación de ahogo en la garganta. Abrió la boca, obligándose a hablar, y empezó a decir:

—Constan, yo...

Y las palabras se transformaron en una sorprendida exclamación al dejarse oír por el prado un espantoso gemido inhumano.

Las jarras fueron a estrellarse en el suelo del carromato y sólo los reflejos instintivos de Lanz evitaron que el pequeño hornillo de leña se volcara cuando todos se pusieron en pie de un salto.

—¡Por la Madre de la Cosecha! —A Fran se le pusieron de punta los cabellos—. ¿Qué fue eso?

Se dirigió hacia la puerta, pero Constan lo sujetó por el brazo.

—¡Espera, muchacho! Deja que mire.

Se adelantó y abrió la puerta superior de par en par. Al hacerlo, el terrible sonido se inició de nuevo; fino, fantasmal, como la voz de un alma bajo atroces tormentos. Cari gimió e intentó taparse los oídos; Armonía y Honestidad se abrazaron, y Sinceridad olvidó sus anteriores bravatas de muchacho de doce años y corrió a cogerse de la mano de Índigo. Mientras el espantoso sonido se desvanecía escucharon gritos procedentes de otras partes del prado, y se recortaron siluetas contra los rescoldos de las hogueras a medida que otros feriantes se iban reuniendo. Grimya, con todo el pelaje erizado, empezó a gruñir; entonces, se oyó gemir por tercera vez a aquella voz horrible que surgía de la noche, y en algún lugar cerca del río una mujer chilló.

—Proviene de algún lugar al otro lado del río.

Constan abrió la parte inferior de la puerta y bajó corriendo la escalera, con Fran, Val y Esti detrás; y antes de que Índigo pudiera llamarla a su lado, Grimya corrió también tras ellos, y los cinco se precipitaron a campo traviesa en dirección a la orilla.

—¡Papá! —gritó Cari, con voz aterrorizada—. ¡Papá, ten cuidado!

La voz excitada de Grimya penetró en la mente de Índigo por entre todo aquel caos. La loba se había adelantado a los humanos, mucho más lentos que ella, y ya había llegado a la orilla, donde se detuvo para olfatear el aire con el hocico.

«Oigo de dónde procede este horrible sonido», dijo. «Viene de muy lejos, del otro lado del río, de las colinas. Y puedo oler algo; puedo hacerlo... ¡Indigo!» y la voz de Grimya irrumpió en el mundo real al transformarse en un aullido.

—¡Madre Todopoderosa!

Índigo descendió los escalones de un salto, y mientras corría en dirección a la orilla escuchó un temeroso lamento procedente de una de las otras dos carretas al despertarse las dos niñas más pequeñas, pero no podía detenerse a ocuparse de ellas. Había sentido la terrible oleada de terror surgida de la mente de Grimya cuando ésta aulló, y en la suya empezaba a cobrar forma ese mismo pánico.

Grimya estaba agazapada junto a la orilla, las orejas echadas hacia atrás, sin dejar de gruñir. Constan había intentado calmarla pero no se atrevía a acercarse demasiado, y cuando Índigo llegó corriendo levantó los ojos, aliviado.

—¡Maldita sea, Índigo, está tan asustada como todos nosotros!

¡Grimya! —Índigo se arrodilló y abrazó la leonada cabeza de la loba—. ¡Tranquila! ¡Todo está bien!

Y añadió en silencio la apremiante pregunta:

«¿Qué has percibido?»

Grimya temblaba; lamió la mano de Índigo para luego apretar con fuerza el hocico contra su cuerpo.

«No... lo sé. ¡Pero me dio miedo!»

—Está bien —le dijo Índigo a Constan, que seguía observándola.

—¡Entonces es la única de todos nosotros que lo está! —El rostro de Constan mostraba un tono ceniciento.

La noche volvía a estar en silencio, pero en aquel silencio parecían resonar aún los ecos de aquel terrible gemido. De las tiendas y carromatos salía cada vez más gente que se aproximaba a la orilla; un caballo relinchó y poco a poco las voces empezaron a romper la quietud. Un niño lloriqueó; se escucharon susurros, preguntas, figuras vagas se apretujaban en pequeños grupos para discutir y señalar al otro lado del río. Más atrás, se escuchaban los sollozos de más de una persona, una reacción refleja al temor y la sorpresa.

Constan miró fijamente a la otra orilla. En voz baja, con los dientes apretados, siseó:

—Por cien mil maldiciones, ¿qué es lo que hay ahí?

Val sacudió la cabeza. También él estaba pálido.

—No preguntes, papá. Mejor no saberlo.

—No —interpuso Fran con fiereza—. Debiéramos saberlo. —Agitó la mano frenéticamente para indicar las lentas aguas—. ¡Hay algo horrible al otro lado del río, papá, y apostaría cualquier cosa a que tiene algo que ver con lo que está sucediendo en Bruhome! No deberíamos quedarnos aquí quietos como un rebaño de ovejas... ¡deberíamos ir tras eso, y averiguar qué es!

—No seas idiota, muchacho —replicó enojado Constan—. ¡Sea lo que sea esa cosa está fuera de nuestra comprensión!

—¿Cómo podemos saberlo a menos que vayamos a ver? —persistió Fran—. ¡Papá, escúchame! Si cogemos los ponis, tú y yo y Val, y quizá también Temp si tiene valor para ello, e Índigo y Grimya; las dos son tan buenas como cualquier hombre; podemos ir y ver por nosotros mismos qué se ha de hacer.

«¡No!», dijo Grimya en silencio, pero con terrible énfasis.

Y de repente Índigo supo lo que la loba había estado intentando decirle pero no había podido articular. Se puso en pie.

—No, Fran.

Fran se volvió, sobresaltado, y Constan se interrumpió en el mismo instante en que iba a lanzar una furiosa negativa. Ninguno de los dos había oído nunca hablar a Índigo con tanta autoridad, y Fran arrugó el entrecejo, molesto por su intervención.

—¿Qué quiere decir «no»? —exigió—. ¿De qué otra forma vamos a descubrir qué hay ahí? ¿O es que esperas que nos quedemos quietos sin hacer nada?

—Sí —repuso Índigo—. Si tienes algo de seso, eso es exactamente lo que espero.

Constan empezó a decir:

—Mira, chica...

Pero Fran lo interrumpió, ahora enojado.

—Escúchame a mí, Índigo...

—¡No, Fran, has de escucharme a mí! —Su voz sonaba llena de agresividad—. ¡Y por una vez, ten el sentido común de no discutir con aquellos que saben más que tú! —Hizo una pausa—. Ninguno de vosotros, ninguno de vosotros, deberá salir en persecución de lo que sea que haya allí. Ni esta noche, ni mañana, ni ninguna otra noche. Dejadlo tranquilo. ¿Me entendéis?

Fran estaba visiblemente sorprendido. Los que estaban lo bastante cerca como para haberla oído los observaban con curiosidad, y para ocultar su contrariedad intentó no tomárselo en serio.

—Mira, Índigo, no te culpo por tener miedo, pero...

—Sí, tengo miedo. —Le cerró el paso—. Y estoy dispuesta a admitirlo, ¡lo cual me convierte en un ser menos idiota que tú! —Y antes de que él pudiera responder, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas de regreso a las carretas.

Fran lanzó una maldición y, decidido a no dejarle decir la última palabra, hizo intención de ir tras ella, pero se detuvo de nuevo, sintiendo que se le revolvía el estómago cuando el agudo y fantasmal gemido se elevó de nuevo en la noche. Esta vez parecía que no era una sino cincuenta las voces que gemían en desolada armonía; la gente chilló temerosa, retrocediendo lejos de la orilla, y el gemido se apagó, se desvaneció hasta quedar tan sólo una única voz torturada. Durante un instante una única nota de profunda agonía resonó desde los distantes páramos; luego, también esta nota se apagó con un estremecimiento y se desvaneció.

No muy lejos, dos hombres se apretaron uno contra el otro y agacharon las cabezas en silenciosa y ferviente plegaria. Las miradas de Fran y Constan se encontraron, pero ninguno pudo hablar. Val y Esti estaban cogidos con fuerza de la mano, mudos. Por fin, Constan rompió el silencio.

—Regresad a las carretas. —Había una tranquila autoridad en su voz que ninguno de ellos se atrevió a desafiar—. Quizá ninguno de nosotros duerma esta noche, pero cerraremos las puertas a cal y canto para mantener a la noche fuera.

Esti y Val empezaron a alejarse y Fran los habría seguido, pero Constan lo contuvo.

—Fran. —Sus ojos lo miraron con fijeza, preocupados—. No me gusta ver peleas.

Fran enrojeció, furioso.

—¡Ella ha empezado! Hablándome como si no fuera más que un pobre palurdo de fiesta de pueblo...

—Quizá se ha pasado de la raya, pero pensó que tenía un buen motivo —repuso Constan con serenidad—. Sólo intentaba hacer lo mejor; y por lo que todos nosotros sabemos, puede que tenga razón. Haz las paces con ella, Fran, y no le guardes rencor.

Fran vaciló, luego asintió de mala gana.

—Sí, papá.

—Buen chico.

Constan volvió la cabeza por encima del hombro para contemplar el río que fluía tranquilo y lento. No podía explicarlo, pero tenía la fuerte convicción de que ya no se oirían más voces fantasmales: al menos, no esta noche. Pero en cuanto a mañana...

—Esto me ha acabado de decidir del todo —dijo en voz baja.

—¿Sobre lo de abandonar Bruhome?

—Sí. Una actuación más, y nos vamos.

Se produjo un largo silencio. Luego Fran dijo:

—Me alegro, papá. Ya sé que fui el único que se opuso, pero... —También él miró el río y contuvo un escalofrío—. Entre tú y yo, me alegro.

Загрузка...