CAPÍTULO 20


Estaban listos. Y en la lúgubre y oscura plaza del mercado de la espectral Bruhome, el escenario estaba literalmente dispuesto para la más estrafalaria y a la vez más importante de las representaciones que la Compañía Cómica Brabazon había ofrecido en toda su vida.

Índigo había hecho aparecer de nuevo la plataforma, pero esta vez en una forma que resultase sólida y sustancial. Mientras los cuatro la contemplaban en medio de la oscuridad había sentido, irónicamente, una repentina y desorientadora sensación de completa irrealidad: el escenario parecía grotescamente fuera de lugar en el vacío de la plaza, como algo surgido de una febril pesadilla, y el profundo silencio que los rodeaba hacía que resultase aún más sobrecogedor.

Nada los había amenazado cuando, con gran cautela, habían abandonado la taberna para penetrar en la plaza. No había lobos que aguardasen emboscados para atacarlos: Índigo se preguntó si las ilusiones que ella, Fran y Esti habían creado habrían destruido a toda la manada y, si así era, qué habría sido de aquellas ilusiones; los osos y las quimeras y los Ahuyentadores. Y Grimya. ¿Dónde estaba Grimya ahora que sus espantosos seguidores habían desaparecido? ¿Y la atraerían de regreso los sucesos que iban a ocurrir en la plaza?

Se negó a prestar demasiada atención a tales ideas, y obligó a su mente a concentrarse en la tarea que les aguardaba. La función que iban a representar tendría dos partes. La primera estaba pensada para atraer la atención del demonio, sería como arrojarle el guante y desafiarlo a que se enfrentase a ellos; mientras que la segunda parte —y con mucho la más peligrosa— ocasionaría, si lo conseguían, la definitiva destrucción del demonio.

Si lo conseguían. Ésta era la pregunta crucial, y una para la cual Índigo carecía de respuesta. Mientras subía al escenario detrás de Fran y Esti la sensación de irrealidad la inundó por segunda vez, y con ella recibió una oleada de duda y temor. ¿Pedía acaso demasiado de los Brabazon y de sí misma? ¿O era quizá toda aquella estratagema una completa e inútil locura?

Miró subrepticiamente a Fran que se encontraba a poca distancia de ella. El joven no le había dirigido la palabra desde la lamentable riña de la taberna, y su rostro aparecía tenso y sombrío. Sabía que Esti se había percatado de la ruptura entre ambos y había adivinado el motivo, aunque no los detalles. Pero Índigo había evitado darle cualquier posibilidad de que pudiera hacerle preguntas personales, y Fran se dedicó a realizar sus preparativos en mecánico y sepulcral silencio. Una parte de Índigo quería acercarse a él e intentar hacer las paces; pero otra parte, más poderosa, aconsejaba lo contrario. Resultaría muy fácil empeorar las cosas; y todavía sentía un resto de su anterior cólera que le impedía relajarse en cualquier forma. Lo único que esperaba era que Fran tuviera el suficiente sentido común como para no poner en peligro su plan con algún retorcido deseo de devolverle la ofensa. No creía que fuera tan estúpido; pero el temor estaba allí de todos modos.

Tantos escollos..., tantos riesgos... «Madre Tierra», oró Índigo en silencio llena de fervor, «ayúdame. ¡Si puedes, por favor, ayúdame y guíame ahora!»

Pero ya era tarde para volverse atrás. Constan había ocupado su lugar en la parte delantera del escenario, y a pesar de su estado de ánimo, a pesar del desconcertante vacío de la plaza, la tensa expectación que siempre precedía el inicio de una representación empezaba a hormiguear por su cuerpo como si miles de agujas de hielo corrieran por sus venas. Oía la rápida y excitada respiración de Esti, y los pies de Fran que se arrastraban nerviosos por el suelo. Constan se volvió para mirarlos: una silueta grande como la de un oso en la penumbra; comprendieron, de forma casi palpable, que tomaba las riendas, que ejercía el control. La atmósfera se volvió más tensa; Índigo concentró toda su fuerza de voluntad, se preparó...

Constan extendió las manos en un gesto teatral y rugió:

—¡luz!

Un torrente de energía mental surgió de las tres mentes a la vez, y los oscuros postes para antorchas que rodeaban la plaza llamearon llenos de chisporroteante vida. Todo el escenario se llenó de luz y la escena pasó de la oscuridad a una brillante iluminación, y Esti tomó la mano de Índigo y la oprimió con fuerza, en un apretón que transmitió sin palabras su compartido triunfo. Entonces Constan se volvió, y gritó a la plaza:

—¡Saludos, amigos míos! ¡Se os saluda y se os da la bienvenida a esta fiesta! Esta noche os traemos música y canciones, y risas y lágrimas... ¡esta noche, nosotros, la Compañía Cómica Brabazon, hará que vuestros sueños se hagan realidad!

Estaba magnífico. Impávido ante la extraordinaria puesta en escena, el vacío y el silencio que se abrían ante él allí donde debería de haber estado su público, había adoptado al instante y con energía su papel de consumado comediante. Podría no haber aprendido la forma de fabricar ilusiones a partir de la esencia de aquel mundo; pero de súbito Constancia Brabazon se había erigido en el indiscutido señor de los festejos alrededor del cual todo debía girar. Giró sobre sus talones al tiempo que extendía un brazo, y Esti se adelantó corriendo, Índigo entrevió su rostro y percibió un miedo tenso en su expresión, pero la muchacha tomó la mano de su padre y dedicó una profunda reverencia a la imaginaria multitud; su voz resonó alta y clara por la plaza.

—¡Buenas gentes, os saludamos, y os damos la bienvenida a la reunión de esta noche!

Era la cancioncilla tradicional con la que iniciaban siempre el espectáculo interpretada generalmente por la pequeña Piedad, e Índigo se humedeció los labios, mirando a Fran de soslayo. Este no la miró, pero sujetaba su flauta, flexionando los dedos listo para empezar.

—¡Acercaos, olvidad las penas —entonó Esti—, y unios a nuestra fiesta!

Constan efectuó un rápido gesto, e Índigo y Fran —con gran alivio por su parte— añadieron sus voces al estribillo.

¡Sabemos bailar y sabemos cantar, y estos dones os traemos, con música y alegría, bromas y juegos, para desearos felicidad y este día festejar!

Por un emocionante momento, mientras sus labios formaban las palabras, Índigo escuchó el clamor de voces nuevas, voces infantiles que se elevaban como fantasmas de otro mundo. El corazón le dio un brinco y se puso a latir de prisa hasta el punto de cortarle la respiración... y de repente ya no tuvo tiempo de pensar, Constan iniciaba ya el compás con el pie, uno, dos, y arpa y flauta se unieron a la alegre Donada del primer baile.

Los dedos de Índigo volaban sobre las cuerdas del arpa, y giraba vertiginosa con una nueva oleada de energía mientras Esti saltaba y daba vueltas al compás de la música. ¡Esto era Bruhome: eran la Fiesta de Otoño, y la Compañía Cómica Brabazon ocupaba el escenario, para ofrecer la mejor representación de su vida! Y en cualquier momento aparecerían los demás actores, y la música alcanzaría todo su alegre volumen; «¡escúchala!», se instó a sí misma, «¡haz que suceda, utiliza tu voluntad para que suceda!»

De repente se escuchó el sonido de una segunda flauta que se entretejía en una alegre armonía con los sones de la flauta de Fran. El rostro de Índigo se iluminó con una sonrisa triunfal cuando a la flauta se unieron los débiles sones de un violín, un organillo, el tamborileo de una pandereta. ¡Sí! Se acercaba, empezaba, ganaba energía e impulso. Volvió a abrir los ojos y vio que Esti tenía ahora una pandereta en cada mano, y que sus sucios pantalones y camisa se habían transformado en un traje bordado, la falda revoloteando alrededor de sus muslos mientras bailaba. Constan daba palmas, al tiempo que enumeraba las figuras de la danza como si un público invisible se uniera a ella; e Índigo imaginó la plaza vacía llena de rostros alzados, de gente que gritaba, que cantaba, mientras otros se balanceaban por entre la multitud tejiendo una figura en forma de ocho. Por un instante la plaza iluminada pareció tambalearse y parpadear, y le pareció ver... No, la vio: a la

multitud, a los asistentes al espectáculo como fantasmas en un espejo distorsionante.

De repente Esti lanzó un grito de éxtasis y bajó del escenario, saltando por encima de la hilera de candilejas para ir a posarse grácilmente sobre el suelo de la plaza. Empezó a girar sobre sí misma como un espíritu travieso recorriendo la plaza y de repente extendió las manos como para ofrecérselas a un compañero imaginario. Y de improviso un hombre enmascarado, vestido con hojas y con un elevado tocado de astas apareció bailando con ella; sus brazos se entrelazaron mientras saltaban y marcaban el paso.

Los ojos de Fran se abrieron de par en par y gritó a Constan una palabra que Índigo no conocía pero que sonó a algo parecido a «¡Kirnoen!». Nuevas figuras se materializaban ahora alrededor de la pareja; Índigo vislumbró diminutas siluetas de apariencia humana con cabeza de zorro; una hermosa mujer con los ojos y las alas de un halcón; otro hombre astado de rostro moreno...

Constan se volvió y atajó la música al tiempo que empezaba a batir palmas con un ritmo diferente.

—¡Cambio de melodía! —rugió—. ¡Los Cazadores y la Cosecha... AHORA!

Las agudas notas de la flauta cambiaron de tono bruscamente, para luego lanzarse a una melodía nueva y más ligera, Índigo lo siguió con rapidez al reconocer la canción, arrancando del arpa un sonido parecido al de un caballo al galope; y unos segundos después los instrumentos fantasmas —el violín, el organillo, el tambor— añadieron su enfático apoyo. La figura astada tomó a Esti por la cintura y la alzó en el aire bien alta, y de pronto la plaza pareció llenarse de figuras que bailaban: hombres y mujeres enmascarados, pequeños perros que saltaban llenos de vigor, y un millar de criaturas cuyos cuerpos eran en parte humanos y en parte animales. De todas aquellas gargantas surgió un grito, una mezcla de grito humano y ladridos, chillidos y gañidos de animales, y Fran, con el rostro arrebolado por la excitación, gritó una y otra vez, como un grito guerrero:

¡Kirnoen! ¡Kirnoen!

Y de pronto Indigo recordó. Kirnoen era el nombre que la gente del sudoeste daba a los cazadores salvajes, a los sobrenaturales servidores de la Madre Tierra que cabalgaban bajo el rojo globo de la Luna de la Cosecha para purificar la tierra tras los últimos días de espigueo y prepararla para el sueño invernal. También ellos poseían tales personajes míticos en las Islas Meridionales, aunque éstos cabalgaban bajo otro nombre; y se los festejaba en las magníficas fiestas de las monterías con la llegada de las primeras heladas y los fuertes vientos que soplaban del sur...

Un grito tembló en su lengua con la exigencia de ser pronunciado. Su mente se llenó de imágenes: de Carn Caille, su perdido hogar; de la tundra, y de los grandes bosques, y de los curvados cuernos de caza que lanzaban su letanía al sol que llameaba en el horizonte como si se tratara del palpitante corazón vivificador de la Diosa. Oía el ladrido de los perros de caza, el resoplar y tronar de los caballos que se abrían paso por entre los helechos como naves que hendieran el mar, el chasquido de los arcos, los gritos alegres de los cazadores... y el grito surgió de sus labios, un grito de liberación y triunfo. El arpa cayó de sus manos, su discordante nota de protesta ahogada por la respuesta de la saltarina y revoloteante concurrencia, e Índigo percibió la llegada del cambio, se sintió crecer, sus cabellos cayeron en forma de cascada como un torrente desbordado, sus toscos ropajes desaparecieron y quedó ataviada de hojas y de luz y de los cálidos y ondulantes colores de la tierra. Sus ojos se volvieron dorados, y el grito siguió y siguió, surgiendo como un torrente de su garganta al tiempo que nuevas figuras brotaban de la resplandeciente oscuridad de la plaza para unirse a la alocada danza. Enormes caballos alazanes y pardos se alzaban sobre sus cuartos traseros y efectuaban cabriolas; delgados galgos grises entonaban un coro melodioso con sus ladridos, y la alegre y chillona risa de los cazadores de las Islas Meridionales, tostados por la acción del sol y los vientos marinos, repicaba como campanas para resonar en las vacías casas y sacudir toda la plaza.

—¡Índigo! ¡Índigo!

Alguien la llamaba, y aunque reconocía aquella voz que procedía de otra época, de otro mundo, el rostro aturdido de Constan y el rojo halo de sus cabellos no significaban nada para ella cuando volvió sus ojos dorados hacia él. Sintió cómo el poder contenido en su interior se alzaba de nuevo, y Constan retrocedió como empujado por un vendaval. Una parte de su mente intentó ir hacia él, pero otra parte, mucho más poderosa, estaba más allá de tales consideraciones; fuera incluso de su control. No sabía lo que Constan había visto; todo lo que sabía era que en su interior crecía una gloriosa energía que aumentaba a medida que aumentaba la música y los bailarines danzaban y saltaban por la plaza. Deprisa y más deprisa aún... y súbitamente la alegre algarabía se vio reforzada por aullidos, silbidos, gritos y rugidos, mientras que de los callejones y calles laterales, de las puertas y de las ventanas surgía a borbotones una nueva horda de celebrantes, Índigo sintió cómo su corazón se henchía de orgullo al reconocer a las ilusiones que ellos habían creado, a las criaturas que habían expulsado a los lobos fantasma. Osos gigantescos, pardos como los bosques o blancos como las desiertas llanuras polares; búhos enormes; quimeras, incluso los Ahuyentadores estaban allí, girando sobre sí mismos como derviches y proclamando a través de chillidos su maníaca alegría. Su visión parecía penetrar un espectro situado más allá de los límites humanos, y en medio de la enloquecida lanza vio a Esti, acompañada ahora por una sombra gigante que se transformaba con sorprendente rapidez de hombre en caballo, en gato, en espíritu, en mastín. Una aureola con los colores del arco iris parecía rodear a la muchacha; una estrella terrenal con vida física entre las ilusiones; reía, la cabeza echada hacia atrás, y de sus manos levantadas surgían haces de luz que atravesaban la plaza para estallar como cohetes de artificio entre las antorchas.

Y entonces, en medio de toda aquella multitud que saltaba y se movía, Índigo divisó otra estrella, otro resplandor de vida. Se movía, se abría paso en dirección al escenario, aunque de forma irregular, como si se debatiera entre el temor y el deseo. Una loca esperanza irracional se apoderó de ella; fuera lo que fuese, no se trataba de una ilusión. Estaba vivo: su intensificada visión podía percibir cómo latía la vida en su interior; sus intensificados sentidos percibían el palpitar de su corazón, el torbellino de su mente... y de pronto lo supo, supo sin el menor asomo de duda quién venía hacia ella.

Se volvió y una ráfaga de viento barrió el escenario, agitando su manto de hojas, azotando sus cabellos. Constan... pero se había unido al baile, arrastrado como una rama por un torrente. Fran... pero sólo estaba su caramillo abandonado sobre las tablas del suelo. Estaba sola. Cuando volvió otra vez la cabeza, la palpitante luz se había detenido al pie del escenario, y en el interior del espectro centelleante que revelaba un cuerpo de carne y hueso estaba Grimya.

Unos ojos dementes se clavaron en los de ella. Grimya no la conocía; sin embargo la loba reconocía a la criatura de ojos dorados en que se había convertido Índigo, y su odio se vio distorsionado por una sensación de miedo y por otra emoción, que aún no estaba definida pero que pugnaba por salir a la superficie. La loba separó los labios para mostrar los babeantes colmillos y, sin previo aviso, saltó al escenario.

Estaban a menos de un metro de distancia, cara a cara, sin que ninguna se moviera, Índigo percibió la roja oleada de la mente de Grimya explorándola. Aquella mente odiaba. Estaba llena de voracidad. Ansiaba comer, y también vengar la desaparición de su manada. Y, no obstante, más allá de esa mirada enloquecida, más allá de aquella mente deformada, algo se esforzaba por hacerse oír; algo que gritaba lleno de dolor y pena: ¡cúrame!

«Grimya... »

Índigo proyectó el nombre de la loba con toda la energía que pudo reunir; con todo su amor, con todo su instinto protector. Inesperadamente las tablas del escenario se desvanecieron; era hierba lo que había bajo sus pies desnudos, y un árbol se alzaba a su espalda, sus hojas brillando como oro derretido a la luz de las antorchas. La loba empezó a temblar, y un gruñido murió antes de surgir de su garganta.

Grimya.

Esta vez lo pronunció en voz alta, y con la dulce autoridad que nace de la completa confianza en uno mismo. La voz que surgió de sus labios no era la suya, pero la conocía bien. Poseía el poder; ahora lo sabía. Ella era el poder. El poder para tomar el control. El poder de curar.

—Ah, mi pequeña hermana de los bosques. —Clavó una rodilla en tierra, y una mano bronceada, su propia mano y a la vez no la suya, se extendió en dirección a la temblorosa loba—. Reconóceme, mi querida amiga, y ven a mí. Sé curada. Sé tú misma otra vez.

Grimya gimió. Cuando el ser que era Índigo extendió la mano, mostró los dientes de nuevo e intentó morder aquellos dedos extendidos; pero se detuvo. Sus estremecimientos se redoblaron, y por un momento la angustiada mente cuerda de Grimya la contempló con desesperación desde los enloquecidos ojos lobunos.

«Por... por favor... » El débil grito mental luchó por llegar hasta ella franqueando un enorme abismo. «Por... favor, ayúdame... »

La bronceada mano rozó la cabeza del animal, y un impresionante escalofrío sacudió a la loba del hocico a la cola, Índigo sintió algo de un violento color rojo que palpitaba con fuerza, y un negro núcleo bajo el rojo; algo vampírico, maligno. Se sintió llena de repulsión y desprecio, y por un instante le pareció que contemplaba desde las alturas un cuadro de sí misma y de Grimya, como si lo contemplara con otros ojos, desde otra mente. Un ramalazo de luz cegadora resplandeció en su interior; sus dedos se crisparon una vez, y Grimya aulló como una posesa mientras el negro núcleo, el maligno fragmento de la influencia del demonio se desintegraba. Mientras se hacía añicos, la escena alrededor de Índigo pareció retorcerse y desmoronarse sobre sí misma. Colores imposibles estallaron ante sus ojos; el mundo se astilló en diminutos fragmentos, se reformó...

Y se encontró arrodillada sobre las tablas desnudas, sollozando y abrazada a Grimya con todas sus fuerzas, mientas la loba le lamía el rostro, entre gañidos...

Se sobresaltó de repente, al darse cuenta de que los asustados gemidos de Grimya, eran lo único que se escuchaba en medio de un silencio total. Rápidamente, con el corazón latiéndole con fuerza, Índigo alzó la vista.

La plaza estaba vacía. Las antorchas ardían aún sobre los elevados postes pero los bailarines habían desaparecido. No había música, ni gritos, ni exclamaciones, ni parloteos: sólo las figuras solitarias de Constan, Esti y Fran, de pie y desvalidas sobre los adoquines, que miraban a su alrededor con perplejidad.

Índigo se puso en pie muy despacio. Grimya se apretó contra su pierna, todavía demasiado conmocionada para hablar o proyectar siquiera cualquier mensaje mental. ¿Qué había sucedido? ¿No habrían hecho Esti y Fran desaparecer sus ilusiones? O...

La idea se borró de su mente cuando, procedentes de la oscuridad de la calle que conducía al río, llegaron unos pasos resonantes y acompasados.

—¡Constan! —la voz de Índigo restalló por la plaza mientras su premonición se transformaba rápidamente en certeza—. ¡Trae a los otros! ¡Regresad al escenario... deprisa!

Los tres Brabazon la oyeron y regresaron corriendo. Fran subió de un salto y luego se volvió para ayudar a Constan, mientras Índigo tiraba apresuradamente de Esti para ayudarla a pasar por encima de las candilejas.

—¿Qué sucede? —Esti estaba sin aliento y sofocada—. ¡Todo se desvaneció de pronto! Y... —Se detuvo y sus ojos se abrieron de par en par al descubrir la presencia de Grimya—. Índigo... —exclamó asustada.

—No pasa nada. —Índigo dirigió una rápida mirada a la loba—. Ahora no hay tiempo para explicártelo, Esti, pero Grimya ya no es un peligro.

Era evidente que Esti no había presenciado lo sucedido sobre el escenario; pero cuando Constan trepó al escenario, los ojos de Fran se cruzaron con los de Índigo por un breve instante, y la muchacha supo de inmediato que él sí había presenciado la escena. La mirada que le dedicó era de enojo, pero el enojo estaba teñido de incertidumbre y de un cierto temor.

Constan, no obstante, no pareció darse cuenta del momentáneo intercambio de silenciosas miradas. Se irguió con cierta dificultad, y se volvió para contemplar las negras fauces de la calle.

—Si eso es lo que creo que puede ser... —empezó sombrío.

Índigo padecía aún los efectos de su experiencia con Grimya, sus sentidos parecían distorsionados y su mente lenta y confusa. Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse.

—Sospecho que lo es —dijo abriéndose paso por entre la confusión que la embargaba—.

Y llega antes de lo que esperaba.

Esti atravesó el escenario en silencio —evitando con cuidado a Grimya— para tomar la mano de Fran. Constan les dedicó a todos una mirada feroz.

—Muy bien, pues. Ha llegado el momento de que se inicie la segunda parte del espectáculo.

—Aún no.

Índigo clavó los ojos en la bocacalle. Las pisadas sonaban más fuertes ahora, aunque eran más lentas. Y podía percibir la presencia de unos ojos, una sensación casi tangible, que los contemplaban desde la oscuridad.

Una sombra surgió de la entrada de la calle. Se acercó al primero de los postes que sostenían las antorchas, y al pasar junto a él, la antorcha perdió intensidad y se apagó.

Pasó junto a la segunda luz; también ésta se extinguió. Esti dejó escapar un débil y nervioso sonido, y Grimya lloriqueó.

A la luz de las restantes antorchas Índigo pudo ver ahora que la sombra poseía forma humana, pero sin sustancia ni rasgos definidos. Se trataba de una silueta, desprovista de detalle. Pero podía sentir de todas formas la cruel intensidad de su mirada.

Una tercera antorcha se estremeció y se apagó, luego una cuarta. El demonio se acercó al escenario, y las diminutas candilejas empezaron a perder intensidad.

—¡No! —exclamó Índigo con fiereza. Vio cómo Fran y Esti cerraban los ojos, concentrados en reunir su fuerza de voluntad; y la hilera de luces aumentó de intensidad otra vez. El demonio se detuvo.

Entonces la débil y abismal voz que recordaba tan bien de la sala putrefacta dijo, con dulce y compasivo desdén:

—Os aplaudo a todos, y os agradezco la diversión. Pero ¡oh, sois tan estúpidos!

Загрузка...