Índigo lanzó un sentido juramento en voz baja y apretó el rostro contra la áspera superficie de la pared; luego cerró los ojos por unos momentos mientras su palpitante corazón reducía su velocidad a algo parecido a su ritmo normal. Le parecía como si sus pantorrillas y bíceps ardieran; estaba en baja forma, desentrenada, y el peso de la bolsa, el arpa y la ballesta habían empeorado las cosas. Pero el feroz esfuerzo ya casi había terminado: al levantar la mirada, vio el color gris peltre del cielo por encima del más oscuro negro de la pared de piedra, y entonces pudo darse cuenta de que estaba cerca de la parte superior del muro.
Al recuperar el conocimiento se había encontrado tendida sobre la hierba al pie de la pared y, mientras se llevaba una mano al rostro dolorido y se palpaba los rasguños de su nariz y frente, había reflexionado con amargura que por mucho que la pared de piedra pudiera ser tan ilusoria como todo lo de este mundo, su choque contra ella había resultado muy real. Pero no parecía haber otro daño; no había conmoción ni contusiones.
Por fin, algo insegura, había conseguido levantarse, y empezó a considerar su nuevo y urgente dilema.
El arco había desaparecido. Allí donde había estado sólo había la lisa pared de piedra, y supo de inmediato que sería inútil buscar cualquier rastro de una abertura. La estructura de la pared se había alterado en el mismo instante en que Fran había pasado bajo el arco, y ahora estaban separados por una sólida barrera.
Más tarde, cuando hubo gritado su nombre hasta que le dolió la garganta y se quedó sin voz, comprendió que su esfuerzo había sido inútil desde el principio: no podía haber respuesta, ya que lo que hubiera al otro lado de la pared estaba también fuera de su alcance. El maestro de ceremonias había alterado la naturaleza de su actuación sin avisar, y sus marionetas bailaban de repente a otro son. Ella y Fran estaban separados por algo más que piedra y cemento: los separaba un mundo.
Calma. Se había dicho entonces. Calma. Piensa. Pero la fuerza de voluntad que hubiera podido derribar aquella pared no estaba allí; estaba demasiado furiosa, y la rabia y la adrenalina de su cólera la ataban a métodos más mundanos. El demonio la había separado de forma hábil y sistemática de sus aliados de uno en uno, hasta dejarla por fin sola y vulnerable. Muy bien. Muy bien. Lo que no pudiera conseguir con el poder de la mente, lo conseguiría con el poder de su cuerpo.
Y de esta forma se había iniciado la ascensión. Mientras introducía la punta del pie en una estrecha grieta, e insertaba los dedos en un hueco entre la piedra y el cemento, y se impulsaba hacia arriba para recorrer el primer tramo vital, Índigo había oído cómo los árboles y los matorrales del jardín se agitaban a su espalda, y sonrió levemente.
«Sí», dijo en silencio. «Avisada vuestro amo, si así lo deseáis... ¡De nada le servirá!»
Y, porque había querido que así fuera, los puntos de apoyo para manos y pies habían estado allí, pequeños y fatigosos, precarios e inestables pero suficientes no obstante para permitirle subir por la pared como una lenta y torpe parodia humana de un insecto. Ya sólo faltaban unos metros.
Índigo apretó los dientes para reprimir el fuego que sentía en sus músculos y lanzó su quejumbroso cuerpo hacia arriba hasta el nuevo asidero. Se quedó suspendida, sintiendo la tensión de sus tendones: luego dio un nuevo tirón, un nuevo esfuerzo agotador, y con un jadeante juramento se proyectó en un salto de tijera para sentarse a horcajadas sobre la parte superior de la pared.
Durante unos instantes la falta de respiración y el alivio se combinaron para inmovilizarla, tanto física como mentalmente, en un mundo de palpitantes oleadas rojas de agotamiento. Por fin aquella sensación empezó a desvanecerse y lanzó una potente bocanada de aire. Lo había conseguido, A pesar de que no estaba en buenas condiciones físicas, las viejas habilidades habían regresado y había conseguido su objetivo. Ahora, en algún lugar del otro lado de la altura que había escalado, estaba no sólo Fran sino también Esti; y la clave —lo percibía, estaba segura de ello— del destino corrido por Constan y Cari.
Abrió los ojos y miró hacia abajo, a lo que había al otro lado de la pared: no vio más que oscuridad.
—¿Fran?
Pronunció su nombre vacilante, y aguzó el oído para captar cualquier sonido de respuesta que proviniera del negro pozo que se abría a sus pies. Su voz sonó con un peculiar tono apagado, como si hubiera hablado al vacío, y no le llegó la menor respuesta de la oscuridad.
—¡Fran! Fran, ¿dónde estás?
Nada, Índigo contempló pensativa la superficie de la pared. Era lo bastante rugosa como para ofrecer un número razonable de puntos de apoyo; pero no podía ver más que a algunos metros más abajo antes de que la oscuridad lo envolviera todo como un negro lago, y no estaba nada dispuesta a correr el riesgo de introducirse en lo desconocido.
Varió ligeramente su posición para mejorar su equilibrio sobre la pared, desató el farol que había atado a su bolsa, y sacó el yesquero. Ahora ya le resultaba fácil desafiar la resistencia de este mundo al fuego, y se sintió muy satisfecha cuando el cabo de la vela se encendió al primer intento, desparramando luz amarilla en un círculo desigual.
Índigo se inclinó fuera de la pared todo lo que fue capaz y sostuvo el farol extendiendo el brazo. Su luz arañó la oscuridad e iluminó otros dos metros más de la pared de piedra, pero eso fue todo; no le decía nada que le sirviera de algo. Masculló una maldición, y hurgó en su bolsa en busca de un pedazo de cuerda, le ató el farol y empezó a soltarla, bajando el farol pegado a la pared. El círculo de luz danzaba enloquecido mientras el farol iba chocando con la pared, e Índigo se dedicó a contar la cantidad de cuerda que soltaba, calculando por la longitud de su brazo: diez, doce, quince... Entonces detuvo bruscamente el farol al ver que la luz relucía sobre la hierba del suelo.
Se sintió llena de una torva satisfacción, y las imágenes de pozos sin fondo se desvanecieron. Ató rápidamente la bolsa y el arpa al otro extremo de la cuerda y los bajó hasta donde estaba el farol: cuando notó que la cuerda se aflojaba la soltó con cuidado y, cargada tan sólo con la ballesta a su espalda, pasó la otra pierna sobre el borde y se volvió de cara a la pared para iniciar el descenso.
La bajada era peligrosa y horripilante, mucho más dura que la ascensión. Pero por fin sus pies se posaron en el suelo y, aliviada, Índigo se irguió y paseó la mirada a su alrededor.
La iluminación ofrecida por la lámpara no cubría demasiado terreno, pero era suficiente para mostrarle que se encontraba en otro jardín. Aquí, no obstante, el césped y los arbustos estaban descuidados y cubiertos de maleza; y en el límite del círculo de luz distinguió una tétrica maraña de vegetación que invadía toda la superficie de hierba. Levantó la lámpara y la mantuvo en alto, y pudo ver una borrosa masa boscosa, troncos negros rodeados por ramas cargadas de hojas que se doblaban hasta casi tocar el suelo. Aquello confirmó una sospecha que ya había empezado a tomar forma en su mente: que esto era una imagen distorsionada del jardín del otro lado del muro. El crepúsculo se convertía en total oscuridad, podredumbre y desolación ocupaban lo que antes había sido un orden agradable aunque algo deprimente; se había corrido otro velo, y se hallaba más cerca del centro de la telaraña del demonio.
Índigo bajó el farol, y le dio la espalda a la pared. Si la teoría del espejo era cierta, entonces en algún lugar delante de ella habría otra entrada, reflejo de aquella por la que ella y Fran habían penetrado en el jardín gemelo a éste. ¿Y más allá? Quizá sería mejor no hacer especulaciones todavía, y seguir andando para ver qué le esperaba.
Se inclinó para cargarse la pesada bolsa a la espalda otra vez, pero entonces se detuvo al oír algo que se movía entre los tupidos arbustos que tenía al lado y sintió un hormigueo por todo su cuerpo.
Por un instante que pareció interminable reinaron una quietud y un silencio totales mientras Índigo clavaba la mirada en la oscuridad. No lo había imaginado: el sonido de las hojas muertas al crujir bajo un pie imprudente le era demasiado familiar para equivocarse. Pero no se produjo el subsiguiente balanceo revelador de una rama o un movimiento extraño del follaje. Quienquiera —o lo que fuera— que acechaba entre los matorrales sabía que se lo había oído acercarse, y se había quedado totalmente inmóvil, a la espera de ver qué hacía ella.
Muy despacio extendió la mano para tomar otra vez el farol, y en el mismo instante en que su mano lo rozaba, una ramita se quebró justo en el límite del círculo de luz.
El corazón le dio un vuelco tan violento que tuvo la impresión de que iba a saltar de su pecho a su garganta, y —aunque fuera una locura— gritó:
—¿Quién es? ¿Quién está ahí?
Toda una sección de un enorme matorral se hundió hacia ensucio, dividiéndose, y una voz temblorosa respondió:
—¿Índigo... ?
—¿Esti?
El péndulo se balanceó del terror a un asombrado alivio, e Índigo tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no empezar a reír como una histérica. Iluminado por la luz de la lámpara, el rostro de Esti al salir de entre los arbustos era el vivo reflejo del asombro; con el cabello lleno de hojas y una alargada mancha de barro en la mejilla tenía un aspecto incongruente y cómico en medio del abandono del jardín.
—¡Oh, Índigo!
Esti se liberó de la enmarañada vegetación y por un momento permaneció sin moverse, temblorosa, como si no se atreviera a creer en lo que veía. Luego, de repente, se lanzó hacia adelante, corrió hacia Índigo y le lanzó los brazos alrededor del cuello, abrazándola con todas sus fuerzas.
—¡Oh, Índigo, no sabes lo contenta que estoy de haberte encontrado!
—Fui tan estúpida... —Esti se secó los ojos y la nariz en una manga y sorbió ruidosamente—. Nunca podré perdonarme lo que hice. ¡Nunca!
Su historia era breve y desagradable. Al parecer recordaba muy poco de lo sucedido después de escaparse del campamento; sólo había sido consciente de una poderosa e imperativa ansia que suprimía cualquier otra cosa. Al igual que a Chalila, cuyo papel había representado en una ocasión, el demonio enamorado la había reclamado y ella había corrido ciegamente a su encuentro, pero al contrario que el de Chalila, el relato de Esti no había tenido un final feliz. Sin saber cómo había llegado allí, se encontró frente a la verja de hierro forjada, la cual se abrió para dejarla entrar en el jardín. Y en el jardín, la esperaba el hombre de rostro pálido y ojos oscuros y doloridos.
—Era muy hermoso —le dijo a Índigo—. Me di cuenta de que se sentía solo, y de que sólo yo podía consolarlo. Me tendió los brazos: y corrí hacia él, y... —Se cubrió el rostro con las manos, avergonzada por el recuerdo—. Y entonces de repente escuché una carcajada horrible, y todo cambió, y él había desaparecido, y yo estaba allí, sola en la oscuridad, sólo que todo había cambiado y no podía encontrar el camino de regreso al otro jardín... ¡Oh, Índigo, ha sido todo tan horrible, tan terrible! ¡Pensé que me volvía loca!
Esti no sabía cuánto tiempo había errado, sola y asustada y libre del hechizo, por el mohoso y silencioso jardín. Al ver aparecer por primera vez la luz de Índigo en la parte superior del muro se había sentido aterrorizada, y se había ocultado entre los arbustos, segura de que estaban a punto de soltar sobre ella algún nuevo horror. Incluso cuando el farol había iluminado la figura de Índigo, Esti temió que se tratara de otro fantasma, y sólo cuando Índigo, tan asustada como ella, había gritado comprendió la muchacha que se trataba de un ser de carne y hueso, y no de una imagen enviada para engañarla.
La sensación de alivio de Índigo al haber encontrado a Esti ilesa era mayor de lo que podía expresar; pero se vio enturbiada por su creciente preocupación por Fran. Le había contado a Esti todo lo que les había acaecido y en qué forma se habían visto separados, e intentó convencerla de que ella no tenía la culpa. Cualquiera de los dos habría podido ser víctima del engaño; Esti simplemente había tenido la desgracia de ser la víctima escogida. Aquello no consoló demasiado a Esti; fuera lo que fuese lo que estuviera bien o mal, ella era responsable de la situación en que se encontraban. Y si le sucedía algo a Fran ahora, añadió con ferocidad, sería culpa suya, y se mataría por ello, Índigo se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa al escuchar esto, contenta de ver que el exultante espíritu de Esti —por no decir nada de su sentido del melodrama— no se había visto afectado por la prueba pasada.
—Eso sería una gran pérdida para todos nosotros —repuso, esforzándose por evitar que su voz delatase el menor atisbo de regocijo—. Pero, en serio, Esti; nos enfrentamos con un gran problema. Fran podría estar en cualquier parte... ni siquiera sé qué hay más allá de este lugar, y mucho menos por dónde empezar a buscar.
—¡Ah, pero yo sí que lo sé! —Los ojos de Esti brillaron ansiosos—. Verás, justo antes de ver la luz de tu farol, intentaba encontrar otra salida, y descubrí una verja. —¿Una verja?
—Sí. Exactamente igual que la que me condujo al interior del otro jardín, sólo que ésta estaba colocada en un arco de una pared.
Una verja dentro de un arco... debía de tratarse de un indicador, pensó Índigo. Y si también Fran se había encontrado con ella, lo más seguro era que la hubiese cruzado. — ¿Puedes volverla a encontrar? —inquirió ansiosa. —Estoy segura de que sí. —¡Entonces no perdamos más tiempo!
Recogió el arpa, la ballesta y los odres de agua; Esti tomó la bolsa e indicó en dirección a la oscuridad.
—Si seguimos la hilera de arbustos, llegaremos a un grupo de árboles. Está lleno de maleza, pero hay un paso, y la verja está justo un poco más allá. —Alargó la mano y apretó los dedos de Índigo, en busca de ánimo—. ¿Crees que lo encontraremos?
—Sí —le respondió Índigo con energía, y silenció una vocecita interior que preguntaba: ¿y qué otra cosa además... ?
Tan pronto como vio la puerta situada bajo el arco de piedra, Índigo supo que sus suposiciones habían sido acertadas. El parecido tanto con la verja original como con el arco a través del cual Fran se había evaporado resultaba descaradamente obvio: como un letrero luminoso colocado ante ellas.
—No sé qué hay ahí dentro —dijo Esti—. Miré, pero no pude ver nada en absoluto, y estaba demasiado asustada para abrir la verja.
Índigo levantó el farol y atisbo al otro lado. Por lo que podía ver, el panorama al otro lado de la verja era muy parecido al del lugar donde estaban: una maraña oscura y desagradable de maleza y hierba y arbustos. Bajó la lámpara, y probó el pestillo. Se descorrió, y la verja se abrió sobre silenciosas bisagras. Se miraron la una a la otra.
—Tú primero —dijo Esti, inquieta.
Índigo atravesó el arco despacio. Escuchó el débil chasquido del pestillo a su espalda cuando Esti la siguió y cerró la verja; entonces vaciló, indecisa, al percibir un cambio en el suelo bajo sus pies, y bajó los ojos.
Estaba de pie sobre una alfombra de hojas húmedas y mohosas. Obscenas parcelas de hongos que brillaban bajo innumerables gotas de humedad, brotaban de entre el viscoso desorden, y un olor a podrido la hizo arrugar la nariz. Le pareció oír un goteo de agua no lejos de allí.
—Esti, acércate y mira esto.
Movió el farol de un lado a otro, luego se detuvo cuando sus ojos se posaron en lo que parecían las balanceantes campanillas de una fritillaria creciendo entre el moho.
Aquella encantadora y familiar flor resultaba grotescamente fuera de lugar, y se inclinó
para arrancar uno de sus tallos. Se estremeció en su mano y se preguntó por un instante si aquello no sería alguna especie de enigmática señal, sobre lo que pudiera ser su auténtica naturaleza...
La flor se desintegró e Índigo se encontró sosteniendo el tallo marchito de algo irreconocible, tan podrido que estaba casi licuado.
Llena de repugnancia, lanzó un juramento en voz alta y arrojó el negro revoltijo lejos de ella. Cayó sin hacer el menor ruido sobre la empapada maleza, y la muchacha sacudió la cabeza con expresión de asco.
—¿Has visto lo que ha pasado? —dijo a Esti—. Ha sido... ¿Esti?
Sólo obtuvo silencio como respuesta. Esti no estaba allí.
—¡Oh, por la Diosa... ! —El pulso empezó a latirle desordenadamente—. ¡Esti! ¿Dónde estás?
No hubo respuesta, y la inquietud empezó a convertirse en un profundo temor.
—¡Esti! —volvió a llamar Índigo—. ¡En nombre de la Madre, respóndeme! ¿Dónde estás?
Una voz a su espalda, sepulcral, impregnada de podredumbre, dijo:
—Esti no está aquí, Índigo. Pero nosotros sí.
Y una mano blanca y leprosa surgió de la oscuridad para sujetar su muñeca.
Índigo lanzó un chillido, y el farol salió despedido por los aires, describiendo un arco para luego caer con un crujido entre las hojas. La vela se apagó al momento e Índigo se desasió con un fuerte tirón, dando un traspié frenética mientras intentaba darse la vuelta para ver a su desconocido asaltante. La oscuridad la rodeó como un muro; acostumbrada a la luz de la lámpara, le era imposible ver nada, y por un terrible momento sintió como si toda la dimensión se cerrara sobre ella para aplastarla.
Luego, a menos de dos pasos frente a ella, alguien se echó a reír.
Fue uno de los sonidos más malévolos y a la vez deprimentes que Índigo había escuchado jamás; una hueca imitación de hilaridad, sin significado y sin razón. Los dientes empezaron a castañetearle; dio un paso atrás, tambaleante, y devolvió la vida a su voz con un esfuerzo.
—¿Quién... eres?
Estalló un coro de blandas risas que parecían resonar desde todas partes, que se apagó en un largo y doloroso suspiro.
—¿No nos conoces, Índigo? ¿Ya nos has olvidado?
Conocía aquella voz. Estaba cambiada como si proviniera de la tumba, pero la conocía. Y ahora, a medida que su visión se ajustaba, pudo distinguir una figura borrosa que se movía en la oscuridad y se acercaba a ella. Las mohosas hojas despidieron un sonido blando y acuoso al ser arrastradas por pies, muchos pies que la rodeaban, comprendió con horror. Y entonces de entre las tinieblas, mortalmente pálido, los ojos en blanco y sin expresión como los de un pescado, la piel medio disuelta, colgante y descompuesta sobre sus huesos, apareció el rostro de Constancia Brabazon.
Índigo lanzó un grito estrangulado y se tambaleó hacia atrás, para detenerse luego en seco al recordar el ruido de pies, detrás de ella al igual que delante. Intentó gruñir una negativa con la respiración entrecortada como si le faltara el aire.
—No..., oh, no...
—Te hemos estado buscando, Índigo. —La boca de Constan se ensanchó en una sonrisa lastimera que mostró unos dientes ennegrecidos que se desmoronaban—. Sabíamos que vendrías en busca de nosotros, Can y yo lo sabíamos, sabíamos que vendrías, porque eres una muchacha buena y valiente, y no abandonarías a tus amigos en su desgracia. Así que buscamos y buscamos, y te hemos encontrado, y ahora estamos todos juntos otra vez.
Índigo luchó con denuedo para contener el pánico que amenazaba con desquiciarla. ¡Esto no era real! Se trataba de otro juego, otra ilusión: tenía que seguir creyéndolo, tenía que...
—Índigo. —La imagen de Constan le habló de nuevo con aquella espantosa voz sorda y sin inflexión—. Lo intentaste, muchacha. Has hecho todo lo que has podido. Pero
debiéramos haberlo sabido, ¿eh? De nada sirve luchar ya, porque no tienes la menor esperanza de vencer. Ninguno de nosotros puede. Ahora lo sabemos. —La sonrisa se ensanchó aún más, como el rictus de una calavera—. Estamos todos aquí, Indigo. Regresó, ¿sabes?; eso regresó a Bruhome, y llamó a los otros, y todos vinieron para estar otra vez con su padre.
Alrededor de Índigo se alzó un coro fantasmal de murmullos apagados: el sonido de muchas voces en mudo asentimiento. Sintió que se le revolvía el estómago; aspiró con fuerza para llenar de aire sus agotados pulmones y miró enloquecida a todos lados.
—No... No eres Constan. ¡No lo eres!
—Pero lo fui.
—¡No! ¡Eres una ilusión! Tú y toda esa repugnante legión que se arrastra a tu alrededor... ¡Todos vosotros sois ilusiones!
La imagen de Constan se echó a reír, pesarosa; al menos eso le pareció, como si la compadeciera. Luego echó la cabeza hacia atrás y con una voz aterradoramente parecida a la del Constan que ella había conocido, el comediante, el animador, rugió:
—¡Luz!
Se produjo un violento y chisporroteante siseo y, a lo largo de los hasta ahora invisibles muros del jardín, se encendieron dos hileras de fantasmagóricas antorchas de llamas azules. Igual que si se acabara de alzar el telón, la escena pasó de la completa oscuridad a una fría luminosidad: allí, sonriente, flotando teatralmente frente a la verja de hierro, estaba Esti.
La comprensión estalló con violencia en la mente de Índigo. Giró en redondo... y lanzó un grito de horrorizada repugnancia al ver por primera vez las visiones que la rodeaban.
Cari, Val, Lanz, Armonía, Honi: toda la familia Brabazon estaba allí de pie bajo la luz de las antorchas. Sus ojos muertos despedían un brillo plateado, sus manos en descomposición estaban unidas para formar una cadena, sus rostros putrefactos dedicándole una espantosa mueca de bienvenida. Y despacio, muy despacio, empezaron a moverse en una horrenda parodia de una danza circular. El baile se volvió cada vez más veloz alrededor de Índigo, mientras que detrás de ellos la figura risueña de Esti se deformaba y alteraba y empezaba a adoptar la forma de un hombre alto y demacrado de cabellos negros como ala de cuervo, piel de una palidez enfermiza y ojos que ardían encías huecas cuencas como oscuros hornos mortíferos.
Índigo intentaba gritar, pero la voz no la obedecía. Como un muñeco que se bamboleara sin control pendiente de un hilo empezó a retorcerse a un lado y al otro, a dar traspiés intentando romper el enloquecido círculo de danzantes. Rostros amenazadores se balanceaban ante ella y la hacían retroceder: Constan con su dientes destrozados; Can con una dulce sonrisa en los labios; Piedad, con la mirada extraviada y sin dejar de reír de un modo estúpido, su cabeza tenía un aspecto repugnante con zonas en las que el cabello había caído o sido arrancado. No había forma de que la dejaran marchar; el círculo se cerraba cada vez más a su alrededor. El organizador de aquella espantosa fiesta, el siniestro y diabólico avatar que, de una forma tan convincente, se había hecho pasar por Esti, empezó a acercarse al círculo a grandes zancadas, un brazo extendido con la palma de la mano hacia arriba en un remedo de saludo y su terrible mirada clavada con ansia en el rostro de Índigo.
El anillo se abrió, vaciló por un instante y luego se cerró otra vez. El demonio se había deslizado en el interior del círculo como una sombra, y al mirarlo a los ojos Índigo sintió que una especie de parálisis empezaba a subirle por las piernas desde la planta de los pies para luego adueñarse del resto de su cuerpo. Intentó resistirse, pero era como si todo su ser estuviera petrificado, y hubiera echado raíces que la mantenían sujeta al suelo e indefensa.
Una mano delgada y blanca con uñas larguísimas que brillaban como perlas se posó sobre su hombro, y el demonio bajó los ojos. A su alrededor los Brabazon continuaban con su silencioso y demencial baile, Índigo comprendió que su sentido de la realidad empezaba a desmoronarse: ya no podía distinguir entre lo real y lo ilusorio; empezaba a creer en aquella locura, y con el derrumbamiento de sus defensas apareció la desesperación.
La mano del demonio se deslizó de su hombro a la suave depresión de su cuello, e inclinó la cabeza, Índigo vio cómo los labios se separaban; vio la roja boca, como las fauces de un lobo; vio los colmillos, dos blancos puñales que se cernían sobre su garganta.
El demonio es un vampiro... Lo había supuesto, lo había creído; y aquella creencia se volvía contra ella para pedirle cuentas. ¡Pero no era la verdad!
El helor dio paso brusca y violentamente a una furia insensata, e Índigo lanzó un potente alarido, al tiempo que lanzaba los brazos hacia arriba en un movimiento de defensa que cogió desprevenido al demonio. Volvió a chillar con toda la fuerza de sus pulmones, gritando su desafío y su rabia tanto al vampiro como a las monstruosas sombras de los Brabazon, y luego, con la rapidez y la energía propias de la desesperación, giró sobre sus talones y se lanzó contra el balanceante círculo de danzarines.
Escuchó un débil gemido, vio cómo la pequeña y vulnerable figura de Piedad caía al suelo y era pisoteada por los demás, y en su confusión estuvo a punto de cometer el terrible error de detenerse. Pi solo tenía seis años; le harían daño...
¡No es Piedad!, le gritó su cerebro. Y siguió corriendo; rompió la cadena de manos entrelazadas para encontrarse por fin bien lejos de allí. A su espalda sonaron gritos de consternación, y el gruñido de un animal que le devolvió el recuerdo de Grimya y la fantasmal manada de lobos. Dirigió una desesperada mirada por encima del hombro, y mientras lo hacía las antorchas se extinguieron, hundiéndolo todo en la oscuridad, Índigo lanzó un nuevo grito, luego reanudó su loca carrera, rezando para que nada le cortara el paso. Aquellas espantosas sombras la perseguían, oía sus gritos... y de pronto su pie se enredó en una raíz enterrada bajo las hojas putrefactas, perdió el equilibrio, patinó y cayó cuan larga era sobre el suelo.
No tenía tiempo para recapacitar; ni para recuperar el aliento que la caída le había arrebatado. Sus manos y pies gateaban ya para volver a ponerla en pie, cuando, de repente, se detuvo para luego quedar totalmente inmóvil al darse cuenta de que todo lo que la rodeaba había quedado en silencio.
Como un ciervo que sospecha la presencia del cazador, Índigo se agazapó sin moverse, aguzando todos los sentidos para detectar la más mínima señal de perturbación en el profundo silencio. ¿Habían dejado los fantasmas de serle de utilidad a su creador y se habían disuelto y desvanecido? ¿O acechaban, invisibles ahora que no había luz que los traicionara, escuchando como ella para captar cualquier sonido en la oscuridad?
Se puso en pie con cautela, dando las gracias en silencio porque las hojas del suelo estuvieran húmedas y por lo tanto menos propensas a crujir y dar a conocer su posición. Se llevó la mano a la espalda y tomó la ballesta, que seguía colgada a su espalda, y la llevó con cuidado hacia adelante de modo que pudiera empuñarla. Una saeta... sólo la Madre sabía que de poco serviría contra aquellas monstruosidades, pero quería y necesitaba sentir en sus manos el contacto de un arma poderosa y lista para disparar. Empezó a moverse de espaldas y con mucho cuidado, tanteando antes de dar cada paso, los ojos clavados en la negrura al tiempo que deseaba con todas sus fuerzas que pudieran atravesar su velo.
—Índigo...
La voz no fue más que un ronco susurro, y surgió a su espalda, Índigo giró en redondo al tiempo que levantaba la ballesta, y vio surgir de la oscuridad una figura de rostro pálido y cabellos rojizos que se tambaleaba hacia ella. Su mente registró la imagen de Fran; lanzó un grito de repugnancia, introdujo una saeta en la ballesta, tensó la cuerda y disparó sin apuntar.
La saeta hirió el hombro del fantasma, y la imagen de Fran lanzó un alarido de dolor, al tiempo que giraba sobre sí mismo y se sujetaba el antebrazo antes de dejarse caer de rodillas al suelo. Por un instante Índigo no comprendió: le había disparado a una ilusión, y las ilusiones no sangran.
—¡Oh, no! —La comprensión le llegó como un mazazo—. ¡Fran!
Lo oyó maldecir mientras corría hacia él y se dejaba caer a su lado.
—Fran, ¿qué te he hecho? ¡Pensé que eras uno de ellos, uno de los fantasmas! Oh, por la Madre, ¿estás malherido?
El torrente de invectivas terminó en una exclamación ahogada, y Fran chirrió:
—Mi hombro...
La saeta había rozado el punto donde el hombro y su brazo izquierdo se unían, y había rasgado la parte superior. La herida sangraba con profusión, pero al inclinarse a examinarla Índigo vio que a pesar de su aspecto sanguinolento se trataba de una herida superficial.
—¡Oh, Fran! —Sacó su cuchillo y se cortó una manga de la camisa, rasgándola para convertirla en una especie de venda que empezó a atar alrededor de la herida—. Fran, ¡lo siento tanto! Aquí; incorpórate, si puedes... Ten cuidado; yo te aguantaré. Así. —Ató el vendaje—. Al menos parará un poco la sangre. Tengo algunas hierbas en mi morral; a lo mejor sirven para aliviar el dolor...
Fran la miraba sin comprender y le preguntó:
—¿Pero qué demonios pensabas que hacías?
La muchacha sacudió la cabeza. Por ridículo que pareciera, sentía ganas de reír: la tremenda sensación de alivio que le producía haber encontrado a Fran, a pesar de las circunstancias, podía casi más que ella. Contuvo la risa y respondió con seriedad:
—Pensé que eras otra ilusión. Primero apareció Esti, y luego...
—¿Esti? —Fran hizo un movimiento imprudente y en su rostro se dibujó una mueca de dolor—. ¿La has encontrado?
—No. Pensé que así era, pero estaba equivocada.
Índigo le relató entonces su historia, aunque describió sólo a medias las imágenes en descomposición de la familia Brabazon.
—Cuando surgiste de la oscuridad —terminó—, estaba convencida de que eras una de esas ilusiones que iba tras de mí, y me entró el pánico. No me detuve a pensar; sencillamente disparé.
—En tu lugar creo que habría hecho lo mismo —repuso Fran con una débil sonrisa forzada—. Tendré que considerarme afortunado de que no apuntaras bien. —Calló, con la mirada clavada en el húmedo suelo, luego siguió de repente—: Podría ser cierto, ¿no? — Levantó la cabeza, y sus ojos la miraron atormentados—. Lo que el fantasma te dijo: por lo que nosotros sabemos, los otros podrían haber caído víctimas de la enfermedad del sueño, y a estas horas podrían estar todos aquí.
La muchacha comprendió que pensaba en la mujer que habían encontrado en el negro páramo, y recordaba su espantosa disolución. No supo qué decirle: las palabras tranquilizadoras resultarían vacías, ya que ninguno de los dos podía dar una respuesta definitiva a su pregunta.
—Fran —aventuró por fin, tras decidir que la franqueza era el único camino sensato—, puede que tengas razón. No podemos saberlo. Pero sea o no verdad, eso no cambia nada. Todavía hemos de encontrar la forma de llegar al corazón de este mundo y no podemos permitirnos dar vueltas y más vueltas a lo que podría o no podría haber sucedido a tu familia. Eso es precisamente lo que el demonio quiere que hagamos, porque eso nos vuelve vulnerables a la desesperación, y la desesperación es una de sus armas más poderosas.
—¿Crees que no lo sé? —La cólera brilló levemente en los ojos de Fran.
—¡Claro que sé que lo sabes! Pero el saber algo no evita de todas formas que seas víctima de ello. —Miró por encima de su hombro y se estremeció—. Yo misma lo descubrí en carne propia no hace mucho.
Fran le dio la razón con su gesto apaciguador, e Índigo se puso en pie.
—¿Cómo está tu brazo ahora? —le preguntó—. Porque si te sientes con fuerzas, creo que deberíamos ponernos en marcha.
Se produjo una pausa; luego, con gran sorpresa por parte de la muchacha, Fran se echó a reír.
—Ponernos en marcha —repitió con amarga ironía—. Ah. Sí. Hay algo que aún no he tenido la oportunidad de decirte.
—¿A qué te refieres?
El joven levantó la vista hacia ella. En la penumbra pudo ver que había una sonrisa en su rostro, pero no así en sus ojos.
—No hay ningún otro sitio al que podamos ir, Índigo. Verás, he registrado a fondo este lugar; te sorprendería lo fácil que me resultó, y la Madre sabe que he tenido tiempo suficiente. No hay salida. Ni verjas, ni arcos. Nada. Es un callejón sin salida. Si existe un corazón en este mundo, un centro del laberinto si lo prefieres, entonces no sé qué es lo que vamos a hacer ahora, porque parece que hemos llegado a él.