CAPÍTULO 5


—Estoy bien. —Índigo desasió sus brazos de las manos de Fran y se echó hacia atrás los cabellos con gesto tímido y nervioso—. De veras, Fran. Estoy bien, ahora.

Fran suspiró, al tiempo que dejaba caer los hombros y el aire regresaba a sus pulmones. Grimya no había podido alcanzar a Índigo, y Fran la había perseguido durante casi tres kilómetros hasta que la mayor resistencia del semental empezó a hacerse notar y consiguió adelantarla, inclinarse peligrosamente para cubrir el espacio que los separaba y tomar las bridas del poni para obligarla a detenerse, Índigo había perdido el equilibrio y caído de la silla, y cuando Fran fue a ayudarla a levantarse, ante la contrariedad del muchacho ella se había echado a llorar. Jamás la había visto llorar: a pesar de que ella era —o eso creía Fran— sólo unos pocos años mayor que él, por algún motivo Fran siempre se consideraba un chiquillo en comparación; y el verla sollozar con tanta amargura como a una de sus hermanas pequeñas cuando algo les hacía daño o las asustaba, resultaba desconcertante. Había intentado consolarla, pero sabía que sus esfuerzos eran torpes y desmañados, y se sintió aliviado cuando por fin ésta recuperó el autocontrol y las lágrimas cesaron.

Índigo se secó los ojos. Grimya estaba inmóvil junto a ella; la miraba preocupada; comprendía queje pasaba pero no sabía qué hacer, y pasados unos instantes Índigo se sintió capaz de mirar a Fran a la cara.

—Lo siento —dijo con voz débil—. No debería haber salido al galope de esa forma.

—Ese lugar era más que suficiente para acobardar a cualquiera —repuso Fran con gran sentimiento—. Pero... ¿qué fue lo que realmente te trastornó, Índigo? No es propio de ti el mostrarte tan... —Le falló la voz, incapaz de encontrar la palabra justa, e Índigo le sonrió pesarosa.

—¿Atemorizada? No intentes ser amable conmigo, Fran; es cierto. Estaba aterrorizada. Pero no sé cómo explicar el porqué.

Por un momento sus ojos quedaron en blanco, como si mirara a alguna otra cosa, algo invisible para él, extendido sobre el paisaje frente a ella. Luego aquello pasó con un ligero estremecimiento, y cuando lo miró de nuevo había recuperado toda su serenidad.

—Bien —dijo Índigo—. ¿Ahora qué?

Fran comprendió a qué se refería. La carretera situada detrás de la escarpadura resultaba intransitable: fuera cual fuese la naturaleza o el origen del diabólico bosque ni podían atravesar la barrera que presentaba ni volar sobre él. Ni tampoco, tuvo que admitir, quería arriesgarse a aventurarse cerca de él de nuevo. Por lo que parecía, sólo tenían una elección.

—Lo mejor será que regresemos a Bruhome. De nada sirve intentar buscar otra ruta, no con la tormenta tan cerca. Tendremos que regresar, y aguardar a que pase. —A pesar de su temor e incertidumbre, y su creciente preocupación por la situación de Cari, no pudo evitar que su boca se torciera en una maliciosa sonrisa—. Parece que no te librarás de nosotros tan fácilmente como pensabas.

Índigo bajó la cabeza.

—¡Oh, Fran... !

—Vamos. —Temeroso de que volviera a llorar, le palmeó la espalda torpemente y la condujo a donde aguardaban los ponis—. Será mejor que nos demos prisa, o nos caerá encima. No queremos un buen resfriado que añadir a nuestros problemas, ¿verdad?

Índigo se limitó a asentir, pero no dijo nada. Volvieron a montar y continuaron camino hacia el sur. Grimya, que avanzaba junto al poni de Índigo, se mantuvo en silencio por un rato, pero por fin le envió un vacilante mensaje.

«Indigo. Ese bosque. Lo hemos visto antes, ¿verdad?»

Índigo no respondió, pero la loba percibió la rápida punzada de dolor que surgió de su mente.

«Viene del mundo de los demonios», persistió Grimya. «El mundo retorcido en el que nos aventuramos en una ocasión y en el que estuvimos a punto de perdernos. ¿Significa eso que tendremos que volver a penetrar en ese mundo?»

Índigo no conocía la respuesta a esa pregunta. Podría ser que la forma que había tomado aquel bosque negro no fuera más que una diabólica coincidencia. O también podría ser que en algún lugar más allá de aquella barrera de árboles corrompidos existiera otra dimensión, paralela pero distante de la suya, y que allí estuviera el objetivo de su búsqueda y el origen de la plaga que se había abatido sobre Bruhome.

Pero no quería pensar en ello. No ahora, con la imagen del bosque tan clara aún en su memoria. Reabría demasiadas viejas heridas.

Grimya leyó sus pensamientos y no dijo nada más. Pero mientras seguían adelante, con las amenazadoras y asfixiantes murallas de nubes que se esparcían por el cielo en dirección a ellos, sintió que sus recuerdos despertaban también. Y a un nivel más profundo, en formas que iban más allá del instinto mortal natural, sintió miedo.

Llegaron a Bruhome a media tarde. Condujeron a los cansados ponis al prado junto al río, y encontraron a los Brabazon, junto con los otros cómicos que aún permanecían en la ciudad, muy ocupados en asegurar a sus carretas contra los elementos. Habían extinguido las hogueras, guardado todas sus posesiones; aunque el eje roto ya había sido reparado, quedaba claro que nadie haría el menor intento por moverse hasta que hubiera pasado la tormenta.

Constan los saludó con una mezcla de desaliento ante el fracaso de su misión y de alivio al ver que estaban bien. Fran había prometido no decir nada de lo que Índigo le había dicho sobre abandonarlos; pero no perdió un minuto en describirles lo que les había sucedido en la carretera. Constan escuchó con creciente inquietud su relato, y cuando lo hubo oído todo sus cejas se unieron en una triste mueca.

—De modo que es verdad, entonces. Ese bosque... no son sólo historias de borrachos... —Dirigió una rápida mirada al cielo cada vez más oscuro como si representara alguna amenaza personal—. No me gusta esto. Tengo la impresión de que las cosas por aquí empeoran con demasiada rapidez. ¿Sabíais que han dejado correr lo de la Fiesta? No puedo decir que me sorprenda, pero demuestra lo preocupada que está la gente ahora. Siete más han contraído la enfermedad desde que os fuisteis; dos de ellos pertenecientes a los cómicos que aquí estamos. Y ha habido más desapariciones. Ahora esta tormenta; dicen que es probable que sea la peor que se ha visto por estos lugares en muchos años, y la gente empieza a temer que esté relacionada con todas las demás desgracias. —¿No ha mejorado Cari? —preguntó Índigo. —No está ni mejor ni peor. Permanece allí tendida como si durmiera, pero nada la despierta. Y su rostro muestra una sonrisa que me hiela la sangre cada vez que la miro. —Constan se estremeció—. Todos tienen esa misma sonrisa, según me han dicho. Es incomprensible. Horrible. —Papá —intervino Fran—, No hay nada que podamos hacer por ella hasta que haya pasado la tormenta. Lo mejor será que desensille los ponis y los ate junto a los otros. A juzgar por el color del cielo, apostaría cualquier cosa a que la tendremos aquí dentro de una hora.

Como en respuesta a sus palabras, un débil trueno resonó a lo lejos, el primer murmullo amenazador del trueno allá a lo lejos en los páramos. Constan asintió con la cabeza. —Sí. Ponlos a todos juntos en un lugar resguardado, y asegúrate de que el semental no puede romper la cuerda con los dientes esta vez. Luego ven a la carreta principal. Es mejor que estemos todos juntos esta noche. —Elevó los hombros en actitud defensiva, como si ya sintiera la fría dentellada de la lluvia a través de su camisa, y añadió, más para sí que para Índigo y Fran—: No, no me gusta esto. No me gusta nada.

La conjetura de Fran resultó acertada y la tormenta se desencadenó casi al cabo de una hora. La luz había cambiado para pasar de un apagado tono metálico a una penumbra irreal que aumentó a medida que la amenaza del cielo se intensificaba. La atmósfera parecía vibrar con energía contenida, y en el interior débilmente iluminado de la caravana los rostros estaban tensos y nerviosos. El primer y tremendo relámpago los cogió a todos por sorpresa; al relámpago le respondió un descomunal trueno, y a los pocos segundos se escuchó un creciente siseo al empezar a llover.

El aguacero fue torrencial, y los relámpagos continuos. Entre el rugir de los truenos y el ruido de la lluvia al golpear contra el techo de la carreta, la conversación en el interior resultaba poco menos que imposible. Para distraer a los más pequeños, Esti, Lanz e Índigo inventaron un juego de mímica, pero mientras jugaban, intentando mantener un semblante alegre, los ojos de Índigo se veían atraídos con frecuencia al jergón situado en un rincón oscuro donde Cari yacía inmóvil y silenciosa cubierta con una manta de retales de colores. Los frecuentes relámpagos iluminaban por completo el rostro de la muchacha, y la sonrisa que tanto había acobardado a Constan resultaba espeluznantemente parecida a la mueca de un cadáver bajo aquellos fogonazos. En una ocasión, con gran sobresalto, Índigo tuvo la impresión de que los ojos de Cari se habían abierto y miraba enloquecida a su alrededor; pero cuando el siguiente relámpago iluminó la carreta comprendió que se había tratado tan sólo de una ilusión momentánea. No obstante, intentó no volver a mirar a Cari.

Resultó imposible calcular cuánto tiempo duró la tormenta. Pareció seguir durante horas, de modo que mentes y sentidos se volvieron insensibles a ella, esperando los relámpagos y escuchando los truenos con un cansancio que bordeaba la indiferencia. Pero por fin se dieron cuenta de que las pausas entre las explosiones de los elementos eran cada vez mayores, hasta que el tamborileo sobre el techo se transformó en un ligero repiqueteo y los relámpagos disminuyeron y el fragor del trueno empezó a apagarse a medida que la tormenta se alejaba hacia el este y dejaba atrás Bruhome.

Cuando los niños, bajo la dirección de Esti, hubieron contado hasta cien cinco veces sin que se viera ningún relámpago, Constan se puso en pie y se abrió paso hacia la puerta de la carreta. Al abrir la mitad superior de ésta, una bocanada de aire fresco penetró en el interior, y con ella un ligero olor a ozono. Un sonido que anteriormente había quedado oculto por el de la tormenta se hizo audible ahora: el febril correr del agua a no mucha distancia, y Fran se puso en pie deprisa con expresión asustada.

—Papá, el río...

—No hay problema. —Constan le hizo un gesto para que volviera a sentarse, luego sacó la cabeza a la noche—. Está crecido, pero no se ha desbordado. Las tiendas que están a su lado siguen allí; puedo distinguirlas.

—Demos gracias por estos pequeños milagros —dijo Fran, lleno de fervor.

—Desde luego; pero de todas formas lo mejor será que echemos una mirada por ahí y veamos si se ha estropeado algo. —Constan volvió la cabeza al interior del carromato—. ¿Todo el mundo está bien? Vamos, Pi; ya puedes sacar la cabeza de la falda de Honi, la tormenta ha pasado.

La tensión se relajó con charlas y risas mientras salían de la carreta y descendían por la escalera hasta el suelo empapado. Los Brabazon más jóvenes reaccionaron, con gran alivio por parte de los demás, con un torrente de enérgica excitación, y se les permitió que ayudaran a sus mayores a comprobar el estado de las carretas y los animales. Por otro pequeño milagro no parecía que el campamento de los Brabazon ni el de los otros cómicos que ahora salían de sus refugios hubieran sufrido el menor daño; un rápido recuento comprobó que los ponis y los bueyes estaban todos sanos y salvos. Y Constan anunció finalmente que ya no había nada más que hacer y que podían retirarse todos a descansar lo que quedaba de la noche.

Índigo se durmió nada más introducirse bajo la manta y apoyar la cabeza sobre la almohada que compartía con Esti. El día había sido largo y lo bastante agotador como para liberarla de pesadillas, y descansó tranquilamente hasta que una débil presencia, una molesta sensación de inquietud, empezó a introducirse en su mente dormida. Intentó ignorarla pero persistió, hasta que la muchacha se encontró despierta en la oscura carreta

con las siluetas de sus compañeras a su alrededor. Durante algunos instantes, todavía soñolienta, no supo qué era lo que la había despertado: entonces vio a la vaga silueta de Grimya recortada en la puerta semiabierta y comprendió que la loba intentaba comunicarse con ella.

«¿Grimya?»

Todo lo que deseaba era darse la vuelta y volver a dormir, y su pregunta mental estaba teñida de irritación.

«¿Qué sucede?»

«No lo sé. » Grimya volvió la cabeza; Índigo vio cómo sus tiesas orejas se movían. «Pero algo no va bien. »

Índigo suspiró, y se sentó.

«¿Qué quieres decir con ”no va bien”?»

«No lo sé», repitió Grimya con tristeza. «Pero me lo dice mi instinto... » Se interrumpió, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. «Mi instinto me dice que es de día. »

«¡Grimya, está todavía oscuro como boca de lobo!»

«Sí. Pero siento que debería ser de día. La noche ha pasado. Lo siento. »

Índigo contuvo su enojo. También Grimya debía de estar cansada y nerviosa aún a causa de la tormenta; no era extraño que su sentido del tiempo, generalmente tan fiable, se hubiera desajustado. No podía culparla por su agitación.

«Ven aquí, cariño. » Extendió una mano, llamándola. «Ven y túmbate junto a mí. Las dos estamos muy cansadas, y lo más probable es que la mente te esté haciendo alguna mala jugada. Intenta dormir hasta que sea de día. Te sentirás mejor entonces. »

Grimya lloriqueó con suavidad, como si no estuviera muy convencida, pero fue hacia ella no obstante y se tumbó a su lado, Índigo deslizó su brazo sobre la loba y percibió el rápido latir de su corazón bajo el áspero pelaje; le acarició la cabeza en tono conciliador. «Así me gusta. » Lanzó un gran bostezo. «¿Mejor?» «Eso... creo. »

«Bien. Duérmete, cariño. » El mundo empezaba a desvanecerse ya en un oscuro y suave terciopelo. «Duérmete, cariño. »

No hubo pesadillas que la persiguieran, y cuando por fin, descansada ya, se despertó de forma natural, se volvió sobre su espalda, estiró los brazos y abrió los ojos.

Y cuando la oscuridad del sueño dio paso a la oscuridad de la realidad se dio cuenta con creciente horror de que Grimya había tenido razón.

Índigo se sentó en el lecho con un movimiento brusco. Durante unas milésimas de segundo su cerebro intentó decirle que todo aquello era un error, que también ella había sucumbido al agotamiento y aún no había amanecido. Pero sabía la verdad. Por el mismo instinto, menos agudo que la conciencia animal de Grimya pero que se negaba a ser refutado, supo que había dormido durante muchas horas, y que la noche debiera haber terminado ya.

Sintió cómo el miedo, sin forma pero terriblemente real, se arrastraba por su cuerpo como un tropel de heladas arañas, y proyectó una llamada vacilante.

«¿Grimya?»

Se produjo un movimiento en la oscuridad; y la loba surgió de entre las sombras más profundas para acercarse a ella.

«¡Indigo! ¡Por fin!»

«¿Cuánto tiempo he dormido?»

«No lo sé. También yo he dormido, y no puedo decir cuántas horas han pasado. Pero deben de haber sido muchas. »

«Y todavía es de noche... »

«Sí, he intentado decírtelo antes, pero... »

«Lo siento. Debería haber confiado en tu instinto. » Después de todo el tiempo transcurrido, pensó Índigo, debería haber aprendido al menos esa lección. «Grimya, ¿qué hora del día te dice tu instinto que debe ser ya?» «Media mañana», respondió la loba.

Media mañana. En Bruhome el mercado debería de estar en pleno apogeo; en el prado los acampados viajeros deberían estar empezando a encender las fogatas para cocinar la comida del mediodía, Índigo se puso en pie y se dirigió tambaleante a la puerta de la carreta, para mirar al exterior. Algunos de los acampados se movían por el exterior, y se escuchaba el débil murmullo de voces; pero no había nada de la agitada actividad diurna.

«Algunos de los otros están despiertos», le dijo Grimya. «Pero están aturdidos; aún no saben lo que ha sucedido. » Miró a su amiga, muy excitada. «Cuando se den cuenta de la verdad, les sobrevendrá el pánico. »

En algún lugar junto al río un caballo lanzó un agudo relincho, y ese sonido sacó a Índigo de su parálisis. Lanzó una rápida mirada por encima del hombro a las dormidas muchachas Brabazon, y abrió la parte inferior de la puerta.

«Vamos», dijo. «Lo mejor será que salgamos a ver qué podemos averiguar. »

Con Grimya pegada a sus talones descendió en silencio los peldaños de la carreta. Apenas si habían empezado a andar cuando una sombra se movió en la primera carreta, entonces una voz, apenas audible, siseó el nombre de Índigo.

—Constan.

La muchacha se detuvo al ver que éste emergía de la carreta y avanzaba hacia ella.

—¿Qué hora es, muchacha?

Constan intentó dar a su pregunta una entonación despreocupada, pero su expresión, y un ligero temblor en su voz, lo delataron. De nada servía fingir, así que Índigo dijo:

—No lo sé, Constan; no con seguridad. Pero...

Constan terminó la frase por ella.

—Pero el sol ya debería de haber salido. ¿Verdad?

—Sí, eso creo.

—Por la Gran Madre, Índigo, ¿qué es lo que está sucediendo aquí? —La sujetó con fuerza por el brazo, haciéndole daño en su agitación—. ¿Qué está sucediendo?

Una nueva voz que los llamaba desde el río le evitó tener que responder. Un hombre delgado, con una mujer y dos criaturas pequeñas que lo seguían tenaces, se acercaba a toda prisa.

—¡Constancia! ¡Hay algo que no va bien, que no va nada bien!

—La luz del sol —gimió la mujer asustada, y uno de los niños empezó a imitarla entre sollozos:

—¿Dónde está la luz del sol?

Otros, alertados por las voces, empezaban a mirar al cielo, acercándose. De la carreta de los muchachos surgió un quejumbroso lamento, luego Fran apareció en el primer escalón con Lanz detrás de él.

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Constan lo miró.

—Lo mejor será que vengas aquí fuera, muchacho. Despierta a los otros y envía a alguien a buscar a las chicas.

El rumor de voces aumentaba a medida que llegaba más gente, atraída por el instinto primitivo de congregarse en momentos de incertidumbre o de peligro. Algunos ya se habían dado cuenta de lo que sucedía pero estaban demasiado asustados para admitirlo; otros, aún más asustados, lo rechazaban y exigían una explicación más sensata. Las voces se volvían más estridentes, las discusiones más enérgicas, e Índigo comprendió que dentro de poco la razón y el control desaparecerían y darían paso, tal y como Grimya había predicho, al pánico.

De pronto una potente voz se impuso por encima del barullo. Todas las cabezas se volvieron, e Índigo vio al hombre joven que se había acercado a Constan poco antes. Su mujer estaba aferrada a él con el rostro enterrado en su pecho, mientras que los dos niños, ambos llorando ahora a todo pulmón, se agarraban a la falda de su madre.

—¡No son más que palabras! —gritó el joven, e Índigo percibió el timbre inconfundible

de una histeria creciente en su voz—. ¿De qué sirve hablar? ¡ Sólo la Madre sabe que puede estarse acercando sigilosamente a nosotros mientras nos quedamos aquí cloqueando como gallinas! ¡Hemos de salir de este lugar, marchar antes de que suceda algo peor!

Todo el mundo lo miró fijamente. El hombre paseó la mirada con desesperación de un rostro a otro.

—Hemos oído las historias de lo que ha estado sucediendo en esta ciudad —exclamó—. Enfermedades, plagas, gente que desaparece... ¡y ahora esto! ¡Os lo digo claramente, una maldición ha caído sobre Bruhome! ¡Esto no es cosa de la Madre; es brujería!. ¡Y si no escapamos, nos vamos a ver atrapados en lo que sea que suceda luego! —Bruscamente tomó las manos de sus hijos y los arrastró, a ellos y a su esposa, fuera del grupo de gente—. ¡Muy bien, muy bien, quedaos, esperad a que llegue si es que sois tan estúpidos para no huir! ¡Pero nosotros nos vamos! —Y se dio la vuelta y se alejó corriendo en dirección a su desvencijado carromato.

Se escucharon murmullos, que subieron de tono rápidamente. Otro hombre se apartó del grupo y echó a correr por el prado; luego otros dos. Una mujer que llevaba un tobillo vendado —una acróbata que había caído en el destartalado escenario de la Fiesta— avanzó cojeando desde el río, llamando a alguien de nombre Kindo para marchar, para marchar ya. La reunión empezó a caer en el caos, y a los pocos minutos el primer carromato, con el hombre delgado en el pescante, azotando al caballo con una cuerda, avanzó tambaleante hacia la entrada del prado, sin preocuparle si arrollaba a alguien a su paso. Los niños salieron corriendo entre gritos; la carreta se balanceó peligrosamente en un bache, chocó contra la puerta, astillando uno de los postes, y se alejó con gran estrépito por la carretera. A los pocos momentos una rehata de caballos esqueléticos salieron en desbandada del prado, controlados apenas por el jinete que montaba el animal que iba en cabeza lanzando toda clase de imprecaciones. Varias familias recogían sus cosas deprisa; un pequeño grupo se limitó a coger todo aquello que podía cargar y marchó a pie.

—Papá. —Fran se volvió hacia Constan; lo agarró del brazo y lo sacudió para sacarle de la parálisis que parecía haberse apoderado de él—. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué vamos a hacer?

Un escalofrío recorrió a Constan y su mirada se aclaró. Miró a su alrededor, vio que todos sus hijos habían salido ya de las carretas y esperaban, con los ojos muy abiertos, su consejo.

—Sea lo que sea lo que hagamos —dijo—, no quiero histerias. ¿Comprendéis? Brujería o no, debemos mantener las ideas claras. Fran, Lanz: quiero que ensilléis dos ponis y cabalguéis por delante de nosotros. Nos iremos de aquí, pero con cautela. Ese jovencito puede que fuera un cobarde, pero tenía razón en una cosa: no sabemos qué puede haber ahí fuera, esperándonos. Y no sabemos hasta dónde llega esta oscuridad.

—Constan —lo alertó Índigo—. Allí, mira. Faroles.

Todos se volvieron. Se acercaban unas luces que parecían provenir de la ciudad, balanceándose como una hilera de agitadas luciérnagas en la oscuridad. Al acercarse más, el metal centelleó en el resplandor que dejaban escapar, y quedaron perfectamente visibles las siluetas de unos diez o doce hombres.

—Es la ronda de la ciudad. —La voz de Constan denotaba alivio—. A lo mejor traen noticias.

—¿Constancia Brabazon? ¿Constan, eres tú?

La voz del Burgomaestre Mischyn lo llamó desde las sombras, y Constan se adelantó, alzando una mano.

—¡Mischyn! ¡Por aquí!

—¡Por la Madre, me alegro de encontrarte bien! —Mischyn estaba sin aliento, y su rostro mostraba un aspecto macilento bajo la inestable luz de la lámpara—. La ciudad está presa del pánico; no sabíamos qué habría pasado con los acampados; temimos...

—La mitad se ha ido ya. —Constan indicó con la cabeza por encima del hombro.

¿Ido? Pero...

—¡Burgomaestre Mischyn!

Alguien más había visto a los recién llegados, y estallaron unas voces frenéticas.

—¡La ronda! ¡Es la ronda!

—¡Ayudadnos!

—Burgomaestre, ¿qué nos está sucediendo?

El disperso gentío volvió a agruparse de nuevo rápidamente, aunque ahora eran muchas menos personas que antes. La visión de una figura conocida y con autoridad, junto con diez hombres armados de la ronda con ella, levantaba su confianza y estimulaba su valor, y se amontonaron alrededor de Mischyn aullando preguntas, exigiendo respuestas.

—¡Amigos míos! —Mischyn consiguió por fin hacerse oír por encima de la conmoción y los reunidos poco a poco fueron callando mientras él agitaba los brazos en reclamo de silencio—. ¡Por favor, escuchadme! No puedo contestar vuestras preguntas porque no tengo respuestas. Sé tan sólo lo que sabéis vosotros: que el sol, que según el reloj de la ciudad debiera de haber salido hace seis horas, no lo ha hecho.

Se produjo un nuevo clamor.

—¿Seis horas?

—Debe de ser casi mediodía... Madre Todopoderosa, ¿qué es lo que sucede ?

—Brujería: alguien dijo que se trataba de brujería...

—¡CALLAOS. —rugió Constan.

Su voz, poderosa y mucho más potente que la de Mischyn, consiguió que se hiciera un completo silencio, y miró a la concurrencia con ojos furiosos.

—¡Maldita sea, dejad que hable!

—Gracias —dijo Mischyn con voz débil—. Amigos míos, he venido aquí a pediros calma. El pánico se ha apoderado de la ciudad, pero nuestra milicia hace todo lo posible por restaurar el orden. Si hemos de enfrentarnos a lo que ha caído sobre nosotros y descubrir la forma de combatirlo, hemos de mantener la razón. Habrá una reunión en la Casa de los Cerveceros dentro de una hora: os ruego que asistáis, y os unáis a nosotros en la búsqueda de una solución a esta grave situación.

De la parte de atrás de la muchedumbre surgió una voz que temblaba de miedo.

—¡Al demonio con vuestra reunión! ¿De qué va a servir eso? ¡Si vosotros no sabéis lo que sucede, entonces no pienso quedarme ni un momento más aquí!

Se escucharon gritos de asentimiento. Mischyn intentó decir algo por encima del repentino griterío, pero su voz resultó inaudible y se volvió hacia Constan en demanda de ayuda.

—¡Constan, no lo comprenden! Ninguno de vosotros lo comprende; pero es eso lo que he venido a deciros. ¡No podéis marchar!

La expresión de Constan se ensombreció, como si temiera alguna amenaza.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que he dicho: no podéis abandonar Bruhome. Nadie puede. Lo hemos intentado en todas direcciones... las carreteras, los senderos de los páramos, todo. Jinetes, corredores; empezaron a salir una hora después de que debiera haber amanecido, y cada uno de ellos ha regresado con el mismo informe. —Y al ver que Constan aún no comprendía del todo, Mischyn añadió, su voz a punto de quebrarse—: Constan, es el bosque. El bosque negro. ¡Nos rodea por todas partes, y no podemos marchar!

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