CAPÍTULO 11


Fran se irguió y luego se limpió la boca con el dorso de la mano. Su rostro estaba blanco y su mirada extraviada mientras, con pasos vacilantes, regresaba a donde estaba Índigo un poco más allá.

—Lo siento.

Hablaba con voz ronca, avergonzado y enojado consigo mismo por el desliz, Índigo lo comprendía, aunque sabía que él no apreciaría el que se lo dijera: la muchacha había visto imágenes peores que la desintegración del cadáver de la mujer, pero para Fran el choque había sido superior a lo que podía soportar su estómago.

La joven contempló el lastimoso montoncito de polvo blancuzco que era todo lo que quedaba de la mujer de Bruhome. Se le había extraído el último destello de vida de la misma forma en que se había hecho con todo lo que contenía su cuerpo físico: la carne, la sangre, los nervios. Devorado; eliminado. La desagradable connotación con las cosechas que morían era una confirmación definitiva de la creencia de Índigo sobre la auténtica naturaleza del demonio. Se trataba de un vampiro. En el mundo real, estas leyendas abundaban; criaturas de la noche, que bebían sangre, que chupaban la vida a los demás para alimentar su propia existencia anormal. Pero este poder vampírico bebía mucho más que sangre; lo tomaba todo. Savia, carne, incluso la voluntad, hasta que ya no le quedaba nada de lo que alimentarse.

—¿Has oído lo que ha dicho? —preguntó Fran de pronto.

—¿Qué? —Envuelta en sus desagradables pensamientos, Índigo no había captado todas sus palabras.

Fran dejó caer los hombros y se obligó a mirar el montón de polvo.

—Justo antes de que se... —tragó saliva— antes de que sucediera, ella vio algo; una especie de visión. Y dijo: «Tan hermoso y tan triste. » —Miró a Índigo—. El día que Cari contrajo la enfermedad, Val me contó lo último que dijo antes de caer en el trance. Tú estabas allí: ¿te acuerdas?

Tan triste. El recuerdo regresó, e Índigo rememoró la sorpresa y la piedad en la voz de Can al pronunciar estas palabras. Y en el estanque, la dulce exclamación de Esti mientras contemplaba el reflejo del rostro del habitante del jardín. Tan hermoso y tan triste. Una pena desgarradora que provocaba la piedad de todo aquel que se encontraba con ella. ¿Era ésa la clave del dominio que el demonio ejercía sobre sus víctimas? ¿Era ésa la trampa que les atraía tan gustosamente al sacrificio?

Miró deprisa hacia el lugar señalado por la mujer. Fuera lo que fuese lo que la pobre criatura había visto, le había sido revelado sólo en el momento de la muerte, un levantamiento del velo y una promesa de un paraíso más allá. Por un decisivo instante ella había creído en aquel paraíso, y a causa de su creencia la visión había sido real, su voluntad había hecho que así fuera.

Su voluntad, Índigo levantó su mano izquierda y la estudió. No había rastro de ninguna marca allí donde el fuego la había quemado: ella la había hecho desaparecer con su voluntad, se había negado a creer en la quemadura, y —quizá porque el dolor le daba un incentivo extra— su creencia se había transformado en realidad.

—¿Índigo? —dijo Fran con voz algo quejumbrosa—. ¿En qué piensas? No me has contestado.

La muchacha indicó, como había hecho la mujer, a través del páramo.

—¿Qué ves, Fran?

—Exactamente lo que tú: oscuridad, y un terreno llano. —Su voz sonaba sorprendida y cansada.

—¿Y hasta dónde crees que se extiende este terreno?

—Sólo la Madre lo sabe. Por lo que yo sé, podría seguir así eternamente, Índigo, no podemos perder tiempo...

—Por favor, Fran —lo interrumpió al tiempo que se quitaba la bolsa y sacaba la funda de cuero en la que guardaba el arpa—. Quiero probar un experimento. Puede que no funcione, pero si funciona, podría conducirnos no sólo hasta Esti sino también hasta los otros. —Vio que tenía intención de discutir, y añadió con vehemencia—: Por favor, te lo ruego, ten un poco de paciencia, y ayúdame si puedes.

Mientras hablaba había sacado el arpa de su funda, y ahora se sentó sobre la hierba con las piernas cruzadas y el arpa apoyada sobre su regazo. No se atrevió a pulsar las cuerdas, aún no; sólo cuando su mente estuviese dispuesta tendría alguna posibilidad de éxito. Acomodó mejor el arpa, luego volvió a mirar a Fran.

—Fran, ¿crees en la música?

—¡Claro que sí! —La miró como si se hubiera vuelto loca—. ¿Qué pregunta es ésta? Índigo, no sé qué estás haciendo, pero...

—Saca tu caramillo. No intentes tocarlo, sólo prepáralo.

Fran lanzó una exasperada imprecación.

—¡No pienso hacerlo! ¡No a menos que me digas, en nombre de la Madre Tierra, qué estás naciendo!

—Muy bien; te lo diré.

Un temblor de excitación empezaba a recorrer a Índigo a medida que el despertar de una intuición le decía que aquel plan de apariencia insensata era correcto. Miró por encima del hombro los restos de la mujer.

—En mi país de origen, cuando alguien muere, un bardo debe entonar su elegía para que su alma llegue con mayor rapidez a la Madre Tierra. Es algo que está muy arraigado en las tradiciones de mi gente; no hacerlo sería impensable. Así pues, pienso tocar la elegía de esta mujer simplemente porque es algo que debe hacerse.

Fran entrecerró los ojos, y un primer destello de comprensión empezó a aparecer en ellos.

—El arpa debería fallar... —dijo dubitativo.

—Sí. Según las leyes aparentes de este mundo el arpa debería fallar, al igual que tu flauta y el farol no funcionaron, y de la misma forma en que el agua se niega a hervir.

—Pero si realmente deseamos que una cosa suceda...

Índigo le dedicó una débil sonrisa y le mostró la mano izquierda; una lenta sonrisa de respuesta empezó a formarse en el rostro de Fran.

—Esa es la clave —dijo Índigo—. Tengo que interpretar la elegía; es algo que está muy dentro de mí. ¡Y eso puede ser suficiente para vencer la ilusión de que nuestra música no puede existir!

Cuando él empezó a buscar en su bolsa, ella supo que había ganado. Fran podía albergar serias dudas, pero al menos estaba dispuesto a intentarlo. Sacó la flauta y le dio vueltas entre los dedos, indeciso.

—¿Qué quieres que toque? —Su sonrisa parecía ahora algo avergonzada.

—Por el momento, nada —le respondió Índigo—. Yo lo intentaré primero; interpretaré una de nuestras canciones tradicionales de réquiem. Observa mis dedos, y desea que surja el sonido.

Probablemente el arpa estaba muy desafinada, pero no intentó ajustaría, ya que sabía que resultaría un esfuerzo inútil y no oiría nada. Sólo cuando la embargara la atmósfera de la elegía, el arpa, silenciada por aquella dimensión anormal, podría hacer sonar su voz.

Índigo aspiró con fuerza, cerró los ojos, y empezó a tocar. Durante algunos instantes resultó una experiencia estrafalaria, ya que allí donde su subconsciente anticipaba el repentino fluir de la música, no se oía más que silencio a excepción del leve resbalar de sus dedos sobre las cuerdas. Luchó con fiereza contra aquella discordante confusión, obligándose a olvidar el silencio físico y a concentrarse en la música que sonaba en su mente. Era una melodía muy antigua, conocida como El Adiós de Cregan; no tenía letra, ya que una elegía de las Islas Meridionales debe interpretarse sólo con música no con palabras.

Mucho, mucho tiempo atrás, Cushmagar, el gran bardo de Carn Caille, le había enseñado a interpretar la pieza, y a través de su inspiración la muchacha había aprendido a percibir su profunda significación; la pena arraigada en su interior, la pérdida, el anhelo por aquello que había sido, pero que ahora ya no existía y jamás regresaría. Su mente se inundó de imágenes; un sol rojo como la sangre flotando sobre el hielo invernal; una gaviota enorme, su contorno dibujado en plata, planeando en solitario esplendor sobre una llanura desierta; el mar que batía y batía contra los bastiones de enormes e impasibles acantilados, convirtiendo inexorable todo su poderío en guijarros y por fin en arena. Sus dedos se movieron sobre las cuerdas de forma inconsciente, su cuerpo se balanceó al ritmo de la música que sonaba en su cabeza. Y en su mente empezó a formarse un rostro, un rostro viejo y arrugado, los ojos afectados de cataratas, de color gris plateado y en blanco, la boca se abría en una dulce sonrisa al tiempo que su viejo amigo y mentor Cushmagar, muerto ya hacía mucho tiempo, asentía con la cabeza para dar su aprobación a su alumna favorita.

«¡Ah, mi pequeña intérprete de canciones! La Madre te ha obsequiado con Su don. » Aquella voz que tan bien recordaba, potente a pesar de los años y de su precaria salud, resonó espectral en la mente de Índigo. «Si no fueras de sangre real y destinada a mayores cosas, qué gran bardo podrías haber sido. Toca para mí, mi ave canora, mi princesa. Toca para Cushmagar, para que pueda volver a ver la belleza y el dolor de nuestras queridas islas, a través de tus manos. »

Las lágrimas se deslizaron por entre los cerrados párpados de Índigo y empezaron a resbalar por sus mejillas. Su corazón pareció henchirse, como si estuviera a punto de estallar; sintió un nudo en la garganta, notó cómo sus labios formaban el nombre del anciano...

La ahogada exclamación de Fran y el sonido surgieron a la vez, cuando una cascada de música se desgranó del arpa y resonó por el desolado páramo, Índigo hundió los dientes con fuerza en el labio inferior, y algo parecido a un sollozo se escapó de ella mientras la melodía de su mente se engranaba y mezclaba con la música del arpa. La imagen de Cushmagar sonrió y asintió otra vez, y una mano vieja y nudosa se alzó en un gesto de ánimo.

«El arpa y la flauta, mi pequeña intérprete. Ahora el arpa y la flauta juntas. » Le susurró la voz por los corredores de su mente, y a la vez que el espíritu de Cushmagar dejaba de hablar, el fino y fantasmal trino de un caramillo se mezcló con la melodía del arpa, Índigo abrió los ojos, sobresaltada, y vio a Fran con la flauta en los labios, los ojos cerrados con fuerza, sin prestar atención a nada que no fuera la música.

«¡Cushmagar!» Sus pensamientos se alborotaron. «Tú... »

«Estoy aquí, mi princesa. Mientras me recuerdes, siempre estaré contigo. Sigue tocando, querida. Sigue tocando. »

Perpleja, incapaz de comprender, Índigo se aferró con desesperación a la servidumbre de la música. Habían franqueado la barrera; habían roto el hechizo del mundo diabólico e impuesto su propia realidad. ¡Ahora no debían dejar que se les escapara!

Entonces, a través de unos ojos nublados por las lágrimas que no podía controlar, vio que el paisaje nocturno empezaba a transformarse a su alrededor.

Allí donde no había habido más que un páramo negro y estéril, empezaba a tomar forma un nuevo paisaje. Vislumbró árboles, sus hojas agitadas como por una brisa caprichosa, fantasmales aún pero volviéndose cada vez más nítidos y tangibles. Vio el destello de una corriente de agua, y más allá una perspectiva de lejanos y elevados riscos, que se recortaban negros sobre la bóveda color hojalata del cielo y estaban cubiertos de matorrales y protuberancias rocosas. Divisó un sendero, que serpenteaba por entre los riscos, emitiendo un leve resplandor como si su fosforescencia fuera una guía para el viajero...

Muy despacio, sin dejar de tocar el arpa acomodada en el pliegue del brazo, Índigo se puso en pie. Al hacerlo, un soplo de aire fresco le azotó el rostro, y su nariz aspiró con fuerza al percibir un olor agridulce como de flores marchitas. Fran, alertado por su movimiento, abrió los ojos; la brusca rigidez de sus hombros confirmó que también él se había dado cuenta de la transformación operada, pero tuvo la presencia de ánimo de seguir tocando la flauta.

Flores marchitas... el olor asaltó a Índigo otra vez; pensó en exuberantes jardines abandonados, en viejas verjas oxidadas y olvidadas, e inmediatamente después de esa imagen le llegó el recuerdo del rostro reflejado en el estanque refulgente. El jardín en que había aparecido aquel rostro era una cosa hermosa; pero el instinto le dijo a Índigo que la belleza había sido sólo una máscara, y que debajo de ella no había más que corrupción.

Flores muertas, y el mar azotando, erosionando la roca, imponiendo su voluntad... se abriría paso. Lo haría.

—¡Ahhh!

Triunfo y reivindicación formaron su exclamación, al ver Índigo por fin qué había al final del sendero que conducía a los riscos. Una verja de hierro ornamentada con volutas, alta y estrecha, colocada entre dos paredes de roca; más allá de la verja se divisaba el borroso movimiento de hojas bajo la luz crepuscular. Y el páramo se desvanecía, la nueva panorámica adquiría más solidez y realidad con cada momento que pasaba.

—Madre de la Luz... —susurró Fran.

—No te detengas —advirtió Índigo—. Debemos seguir.

Empezó a avanzar. El arpa dificultaba sus movimientos, pero no se atrevía a confiar en esta nueva realidad, aún no; si perdían el dominio impuesto por su música, podría desaparecer. Por todas partes a su alrededor los cambios se intensificaban; ahora podía escuchar la brisa nocturna soplando por entre los árboles, ver sus oscuros troncos tomando forma en una elegante avenida a cada lado de ellos. Estaban sobre un mullido césped, que ya no era negro por completo sino que aquí y allí aparecía teñido de verde, y que descendía hasta el agua que la muchacha había vislumbrado, que ahora se había convertido en un brillante río de aguas rápidas.

—Hay un puente. —Señaló con la cabeza, ya que no podía hacerlo con los dedos, el lugar donde un arco estrecho y rústico cruzaba el agua para ir al encuentro del sendero en el otro lado.

—Nuestras cosas... —Fran se sacó la pipa de los labios por un instante.

—Recoge lo que puedas; pero no dejes de tocar más tiempo de lo estrictamente necesario. Y trae mi ballesta; puede que la necesitemos.

Observó al joven mientras éste se colgaba una de las tres bolsas a la espalda junto con dos odres de agua extras y la ballesta y las saetas. La duda de los ojos de Fran estaba siendo reemplazada rápidamente por una excitación que era casi igual a la suya, y, siguiendo una intuición, empezó a cambiar las melancólicas notas de El Adiós de Cregan por los compases más rápidos y enérgicos de Annemora, una canción de marcha de las colinas del noroeste de su país. Fran escuchó con atención por un momento para luego seguir su ejemplo, tocando con renovada seguridad al reconocer la melodía, que se había convertido en una de las favoritas de la Compañía Cómica Brabazon. Sin darse cuenta sus pasos se adaptaron al ritmo de la canción, y empezaron a avanzar con más rapidez sobre el césped e —Índigo pensó más tarde que si se hubiera detenido a meditarlo la sangre se le habría helado en las venas de sólo pensar en tal imprudencia— penetraron los dos en el puente a la vez.

La estructura no era ninguna alucinación. Muy al contrario, sintieron la sólida seguridad de la madera bajo sus pies, y escucharon el sonido de sus pasos compitiendo con el fragor del río mientras cruzaban el torrente y, mareados por su triunfo, abandonaban el puente para seguir el sendero que discurría al otro lado.

La barrera estaba rota. Al cruzar el puente habían agrietado la cáscara exterior de la ilusión y habían penetrado a un nivel más profundo del mundo del demonio. Podría ser que tuvieran que franquear otras muchas barreras parecidas, que resquebrajar más cáscaras; pero sucediera lo que sucediese ahora, Índigo estaba segura de que este nuevo paisaje no se desvanecería con un parpadeo. El páramo y su desolación habían desaparecido para siempre.

Poco a poco, empezó a amortiguar el sonido del arpa, moviendo los dedos más despacio, apagando las notas con la palma de las manos. Mientras la música se desvanecía observó con atención su entorno, conteniendo con fuerza la respiración por si su intuición estaba equivocada; pero el río y los riscos y el sendero siguieron allí, e Índigo permitió por fin al arpa que enmudeciera. Durante algunos momentos las notas procedentes de la flauta de Fran se elevaron agudas y fantasmales por encima del ruido del río; luego, también él dejó de tocar, y, en el comparativo silencio, se miraron el uno al otro.

Fran lanzó un bufido de risa y el sonido los liberó a ambos bruscamente del trance.

—¡Qué la diosa nos proteja, lo hemos conseguido! ¡Índigo, lo hemos conseguido!

Sin preocuparle que el arpa que sujetaba la muchacha sufriera algún daño, el joven recorrió la distancia que los separaba de una zancada y la rodeó con sus brazos, aplastándola con un fuerte abrazo, Índigo se echó a reír también, y le devolvió el abrazo lo mejor que pudo; el muchacho la besó en la mejilla, luego llevado por la emoción intentó encontrar su boca con los labios. Ella volvió la cabeza con rapidez, y se separaron en una confusión de exclamaciones y más risas. No obstante, aunque el abrazo había sido inocente, y ella había podido retirarse sin causar ofensa ni daño, Índigo sabía que sólo se hubiera necesitado el más mínimo estímulo para romper el equilibrio en la mente de Fran, entre la camaradería y algo mucho más complejo.

Lo sabes, ¿verdad?, que Fran está enamorado de ti. Las maliciosas palabras de Esti junto al estanque regresaron a su mente. Lo sabía: lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de que la sombra de Bruhome cayera sobre su feliz tregua. En medio del alegre caos de la vida comunitaria de los Brabazon había resultado fácil evadir la cuestión y cualquier tensión que de otra forma pudiera haber creado; pero aquí la situación era diferente por completo. De momento no se había visto obligada a mantener a Fran a distancia; sólo había esperado que sin la presencia de Esti para interponerse entre los dos, la actitud de Fran no empezara a cambiar.

Apartó rápidamente la idea de su cabeza: por el momento ambos tenían otras cosas más urgentes de qué preocuparse. Estaban al pie del sinuoso sendero que zigzagueaba por los escarpados riscos, a través de los bosquecillos de matorrales achaparrados y árboles enanos que crecían en las rocosas laderas, ascendiendo hasta llegar a la lejana verja, que desde donde ellos estaban resultaba invisible en medio de la maraña de ramas y hojas que sobresalía de entre las rocas.

—Parece una ascensión bastante fácil —dijo Fran examinando el sendero—. Parece más bien una caminata, en realidad. —Su mirada vagó por las paredes de roca situadas a cada lado del camino—. Es curioso: me recuerda algo, aunque no puedo situarlo... ¡Oh, pero sí que puedo! —Chasqueó los dedos al recordar—. ¿Recuerdas la cantera abandonada en el límite del páramo, que encontramos antes de llegar a Bruhome? ¿Donde habían cortado la piedra formando peldaños, y los matorrales habían vuelto a crecer y reverdecido los peñascos? Sí.

También Índigo vio ahora aquel peculiar parecido. Las rocas de la cantera habían sido blancuzcas mientras que éstas eran negras, y los árboles una espectacular mezcla de verde y oro otoñal en lugar del severo negro y gris del follaje que cubría estos peñascos. Pero aparte de ello, podrían estar mirando al mismo paisaje.

Excepto, se recordó Índigo, por el sendero, y la verja de hierro forjado que aguardaba misteriosa al final del sendero.

Devolvió el arpa a su funda y tomó la ballesta y los dos odres de agua de repuesto que llevaba Fran, colocándoselo todo a la espalda. Fran había vuelto a clavar la mirada en el sendero, y mientras se preparaban para iniciar la ascensión, dijo:

—¿Qué crees que encontraremos allá arriba? —No quiero sacar conclusiones apresuradas. —Le sonrió, algo sombría—. Después de todo, los dos conocemos el poder de la ilusión. Debo pensar sólo en encontrar a Esti... y espero que también a los otros.

Fran no hizo ningún comentario. Ambos estaban obsesionados por el grotesco final de la mujer que habían encontrado, y temían que Can, indefensa y poseída por aquel trance, pudiera sufrir el mismo destino, sin que Constan ni Grimya —si es que los tres seguían juntos— pudieran hacer nada por evitarlo. Pero, quizá por superstición, ninguno de los dos quiso expresar en palabras el temor que compartían, y el tema fue cuidadosamente evitado mientras, más calmados ahora tras el primer arrebato de alegría ante su éxito, empezaron a seguir el sinuoso y accidentado camino.

Tal y como Fran había predicho, la ascensión no resultaba difícil. En realidad el sinuoso avance del sendero provocaba que la pendiente fuera bastante suave, y mientras subían Índigo se sorprendió del minucioso detalle que parecía existir aquí, en fuerte contraste con la anormal desolación del páramo. El sendero estaba lleno de piedrecillas y ramitas y polvo; matas desperdigadas de maleza e incluso alguna que otra flor silvestre crecían allí donde una abertura entre los matorrales les ofrecía espacio. Y, por primera vez desde que abandonaran el mundo real, el aire nocturno se veía agitado por brisas naturales que helaban la piel. Este nivel de la diabólica dimensión podía ser tan ilusorio como el anterior, pero aquí al menos parecía que la ilusión era mucho más parecida a la realidad. Sólo una incongruencia ponía una nota discordante en todo aquello: no se veía ninguna criatura, no se escuchaban apagados y excitados crujidos entre la maleza; nada que sugiriese la presencia de otra vida consciente fuera de la de ellos dos.

Continuaron subiendo sin hablar, limitándose a mirar a su alrededor con una mezcla de fascinación y cautela. Al volver la mirada por un instante, Índigo se sorprendió al comprobar que habían subido un trecho considerable; el río era una cinta pálida y fosforescente allá abajo, inaudible ahora, y los árboles y la maleza se habían convertido en una mancha oscura. El efecto era espectral y curiosamente cautivador, y se quedó mirando hacia abajo, hasta que Fran, que había seguido andando y desaparecido tras una pronunciada curva del sendero, lanzó un repentino grito que la sobresaltó.

—¡Índigo! ¡Aquí arriba!

Parecía excitado, e Índigo echó a correr para alcanzarlo. Dobló el recodo a gran velocidad, perdiendo casi el equilibrio en su precipitación, y se detuvo en seco al ver lo que les aguardaba a una distancia de menos de veinte metros.

Encajada en una pared de piedra que armonizaba casi a la perfección con la roca natural que la rodeaba, estaba la verja de hierro. Y más allá de la verja, como un extraño oasis en un desierto, estaba el jardín, con sus elegantes árboles que rozaban el suelo con sus ramas y el perfectamente cuidado césped, que había visto reflejado en el estanque del páramo.

Fran masculló algo en voz baja; podría haber sido una oración o una imprecación.

—Míralo —dijo anonadado el muchacho—. Parece increíble.

Empezó a recorrer los metros que faltaban hasta la verja, e Índigo lo siguió. Más cerca de ella, los matorrales desaparecían para mostrar que el sendero no moría en la pared, sino que se dividía, bifurcándose a derecha e izquierda por una ancha repisa, para desaparecer finalmente tras el recodo del risco. La verja estaba justo en la bifurcación, y Fran, acercándose, extendió una mano con cautela para tocarla. Como nada extraño sucedió —la verja no desapareció, ni tampoco lo quemó— la sujetó con más fuerza y sacudió la estructura de hierro con suavidad.

—No se abre. —Se inclinó para examinarla más de cerca—. Debe de haber alguna clase de cerrojo, pero no lo veo. Sólo veo un pestillo, pero no se mueve.

Índigo se acercó también para estudiar la verja. Brillaba con la débil pátina del metal recién forjado, como si la hubieran hecho y colocado aquel mismo día. ¿Otra faceta de la ilusión? Recordó el olorcillo a flores marchitas que le había traído la brisa mientras el páramo se desvanecía para revelar este nuevo panorama, y miró con más atención el jardín por entre los barrotes de la verja. Flores diminutas relucían sobre el césped, las hojas de los árboles se estremecían y reflejaban ondulantes dibujos luminosos al ser agitadas por la brisa; parecía un lugar encantador y tranquilo. Pero volvió a recordarse que quizás esta belleza de la superficie no era más que un apósito que ocultaba una herida supurante; una

capa de pureza colocada sobre algo totalmente corrompido.

—Creo que podría escalarla.

La voz de Fran irrumpió en sus pensamientos, y vio que había retrocedido un paso para estudiar con atención la parte superior de la verja.

—No hay muchos puntos de apoyo, pero si me ayudas creo que podría hacerlo. Luego puedo tirar de ti hasta arriba.

—No me gusta la idea, Fran —repuso Índigo, meneando la cabeza—. No sabemos qué hay ahí dentro; ni si hemos de volver a saltar para salir corriendo...

—Sí, sí; comprendo lo que quieres decir. ¿Pero tienes alguna sugerencia mejor?

La muchacha se inclinó para observar el pestillo con atención.

—¿Has traído el farol?

—Sí. Está sujeto a mi bolsa.

—Intentemos encenderlo. Si tenemos algo de luz podremos ver si existe alguna forma de abrir la verja.

Fran iba a decir: «Pero la linterna no se... », pero se interrumpió y dijo:

—Ah, claro. Esta vez, puede que sí.

—Exactamente.

Índigo sacó el yesquero de la bolsa que colgaba de su cinturón, y se agacharon sobre el farol. «Concéntrate», pensó la muchacha, y vio la misma feroz determinación en los ojos de Fran. «Podemos hacerlo. Hemos creado música: podemos crear luz. »

Fran lanzó un gritito de alegría cuando la mecha prendió y se encendió. Cerró el farol apresuradamente, y observaron en tenso pero ansioso silencio cómo la diminuta llama crecía, despacio y de mala gana, hasta ganar brillantez, y la luz empezaba a derramarse a través del cristal.

—La llama sigue siendo azul, no obstante —dijo Índigo.

—No, no lo es. —Fran sacudió la cabeza en enérgica negativa; la luz de la lámpara hacía brillar sus ojos—. Es lo que queramos que sea. Y digo que quiero que sea tan amarilla como la de cualquier vela.

Mientras hablaba, la llama parpadeó. Ante la sorpresa y alegría de Índigo el frío resplandor acerado se transformó en un tono dorado más acogedor.

—¿Lo ves? —Fran le sonrió por encima del farol—. Aprendemos deprisa. Y empiezo a preguntarme qué otras cosas podemos conseguir si nos concentramos. —Se enderezó y se volvió hacia la verja—. Como esto, por ejemplo. Creo que los dos esperamos encontrarla cerrada; es lo que cualquiera pensaría. Pero los goznes no están oxidados. Otros han pasado antes que nosotros, o eso es lo que creemos. De modo que si se abrió para ellos... — Extendió una mano, pero antes de que pudiera tocar la verja, Índigo lanzó un agudo siseo.

—¡Espera, Fran! ¡Escucha! ¡Silencio! ¡Chisst!

Alzó una mano con rapidez, y se aproximó a él. Su voz se convirtió en un susurro apenas audible mientras añadía:

—Algo se mueve por el sendero.

Fran se quedó rígido y sus ojos escudriñaron la oscuridad. Escuchó con atención; durante algunos instantes no oyó nada, y estaba a punto de decirlo cuando de repente les llegó el inconfundible susurro de las hojas al ser apartadas por algo. Su mano se dirigió al instante hacia su cuchillo; y mientras su mano se cerraba alrededor de la empuñadura escuchó el sonido del metal al deslizarse sobre el metal que indicaba que Índigo había colocado una saeta en la ballesta.

Silencio. Sus miradas se encontraron por un momento, tensas, temerosas, Índigo maldijo mentalmente el farol, que de pronto se había convertido en un enemigo en lugar de un amigo; su luz intensificaba la oscuridad exterior, y entorpecía su visión de forma que les era imposible ver lo que de otra forma hubiera resultado bien visible._

Los matorrales crujieron otra vez, más cerca ahora, e Índigo comprendió con un desagradable sobresalto que era más de una criatura lo que se acercaba, y desde direcciones diferentes.

Y unos ojos brillaron en la oscuridad.

Fran masculló una maldición, y la sujetó del brazo, tirando de ella hacia la verja, Índigo paseó la mirada frenéticamente de derecha a izquierda y vio lo que él ya había visto: estaban casi rodeados. Brillaban ojos en la bifurcación, en el sendero por el que habían subido, por entre los matorrales: debía de haber por lo menos veinte o más de estas criaturas desconocidas que los miraban, feroces y sin parpadear.

—¡La verja!

Sintió el cálido aliento de Fran en su oído.

—Es nuestra única escapatoria. ¡Hemos de desear que se abra!

—No. —Una voz gutural surgió de la penumbra—. La verja no... no se abrirá. No podéis entrar... en el jardín.

La sorpresa hizo que toda Índigo se quedara, de momento, como paralizada, y su mente pareció moverse a cámara lenta.

—N... —dijo, y luchó consigo misma, obligando a las palabras a salir—. No...

Unas sombras surgieron de entre los matorrales, de detrás de las rocas, y vio las delgadas y ágiles figuras de los lobos que avanzaban, muy despacio, hacia ella. Eran más negros que la noche, sus pelajes despedían un fantasmagórico fulgor nacarado; sus ojos y sus bocas abiertas eran de color rojo, como ascuas amenazadoras. Sabía que se trataba de fantasmas, hambrientos pero sin inteligencia... pero entre ellos había un par de ojos que no despedían un brillo rojo sino ámbar, y en aquellos ojos se percibía una terrible y retorcida inteligencia.

La criatura se movió, Índigo percibió un olor a almizcle; vio agitarse el moteado pelaje.

Y entonces, con los blancos colmillos al descubierto y gruñendo sordamente, la criatura se hizo plenamente visible en el sendero ante ella, y de los labios de Índigo escapó un terrible gemido de horror y desesperación.

¡Grimya!

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