CAPÍTULO 4


A la mañana siguiente, el ambiente en el campamento del prado estaba muy apagado. La gente se saludaba con suspicacia y parecía ansiosa por evitar mirarse directamente a los ojos; desde luego nadie deseaba siquiera mencionar los acontecimientos de la noche anterior, aunque su recuerdo flotaba sobre el campamento como el humo.

En la ciudad de Bruhome, no obstante, la atmósfera era muy diferente. También sus habitantes habían oído los fantasmales ruidos que provenían de los páramos, pero al contrario que los forasteros no ocultaban su miedo. Cuando Índigo, Cari y Val llegaron al mercado matutino a comprar provisiones para la caravana lo encontraron atestado de gente que hablaba, hacía preguntas y especulaba. Parecía como si todos los hombres, mujeres y niños de Bruhome hubieran salido a las calles en busca de la confortación y la seguridad de la compañía de sus conciudadanos. O más bien, se corrigió pesarosa Índigo, al menos todos aquellos hombres, mujeres y niños que todavía no se habían visto afectados por la enfermedad. Se rumoreaba que otros nueve habían enfermado durante la noche; lo que había empezado como un fenómeno aislado amenazaba con convertirse en epidemia, y los acontecimientos de la noche daban una fea dimensión extra a los terrores de la población. Algunos decían —y el cuchicheo crecía, deslizándose por la ciudad— que aquel espantoso gemido eran las voces de las almas desencarnadas, que erraban perdidas por los páramos: las almas torturadas, quizá, de las desgraciadas criaturas que habían desaparecido de sus hogares desde que empezara la plaga.

Mientras escuchaba los rumores, las historias, los atemorizados cuchicheos, Índigo intentaba no pensar en el enfrentamiento que había tenido con Fran en la orilla del río. Tanto Constan como Fran —y tampoco Val ni Esti— habían vuelto a mencionar el incidente, pero su recuerdo aún despertaba cierta amargura en la mente de Índigo, y las habladurías que recorrían la ciudad no hacían nada por disminuirla. Su intención no había sido menospreciar a Fran; pero en aquel momento, con la advertencia de Grimya resonando en su cabeza y los ecos del espantoso gemido corrompiendo aún el aire, se había sentido asustada; y con buen motivo.

Algo horrible e impuro había llegado a Bruhome. Índigo creía conocer su esencia si no su forma, y estaba decidida a proteger a los Brabazon de aquello costara lo que costase. La imprudente bravata de Fran nada podía contra esta cosa, y la curiosidad era una trampa mortal. Tenían que seguir adelante. Tenían que dejarlas a ella y a Grimya allí y marchar de Bruhome antes de que se vieran envueltos en algo que no podrían comprender, y mucho menos controlar.

__—¿... crees? —La voz de Val irrumpió en su mente—. ¿Índigo?

Levantó los ojos desconcertada y comprendió que el joven le había hecho una pregunta, pero no lo había estado escuchando.

—¿Qué?

Val hizo una mueca.

—¿Dónde estabas? ¿En la luna?

—Lo siento. —Miró a su alrededor, a las ligeramente marchitas guirnaldas que adornaban paredes y toldos, y contuvo un estremecimiento—. Miraba las flores.

Val enarcó las cejas.

—Te he preguntado cuánta harina de avena crees que necesitaremos. ¿Un saco o dos? No sé cuánto tiempo se conserva.

Índigo hizo un esfuerzo por regresar a las cuestiones mundanas, pero su cerebro se negaba a responder.

—No... lo sé, Val. Lo mejor será preguntar a Cari.

El joven arrugó la frente.

—Eh, ¿qué te pasa? ¡Parece como si estuvieras en trance! —Su expresión se trocó en una

de alarma—, Índigo, ¿no estarás cogiendo la enfermedad?

—No —le aseguró—. No, Val.

Sabía de forma instintiva que la enfermedad de Bruhome no la afectaría. Hizo un nuevo esfuerzo, mayor esta vez, y su mente se aclaró y el mundo real regresó ante ella.

—Estoy bien.

—Uf, es la atmósfera de este lugar —Val indicó impotente a su alrededor—. Nos está afectando a todos, Índigo. Empiezo a pensar que papá tendría que olvidarse de la actuación de esta noche y marchar ahora. Sé que parece cruel, porque esta gente necesita que la animen; pero... Bueno, a veces uno tiene que anteponer el propio interés, ¿no crees? — Clavó la mirada en el rostro de ella, ansioso por obtener su aprobación, e Índigo asintió.

—Estoy de acuerdo contigo, Val. La verdad es que hablaría yo misma con tu padre sobre ello si pensara que serviría de algo.

—A lo mejor sí. Es más probable que papá te escuche a ti que a cualquier otro, con excepción quizá de Cari.

Índigo escudriñó los rostros que se apretujaban a su alrededor yendo de un lado a otro, diciéndose que era mejor no pensar en ello, no pensar en lo que significaría; no aún...

—¿Y dónde está Cari?

Val se volvió, mirando al lugar por el que habían venido.

—Estaba allí hace un minuto, en el puesto del quincallero. Dijo que quería un remache nuevo para el cucharón grande; el mango se está soltando. Pero ahora no la veo. ¿Cari? — Alzó la voz—. ¡Cari!

Algunas personas levantaron la cabeza, pero a Cari no se la veía por ninguna parte. Val masculló algo entre dientes y se introdujo entre la multitud, entonces se detuvo y señaló, con una mueca.

—Ahí está. En el banco que hay a la puerta de esa taberna, descansando los pies tranquilamente, la muy perezosa. ¡Cari! ¡Ven aquí!

Una sospecha, sólo eso: pero Índigo sintió un nudo en el. estómago...

—¿Cari?

La expresión de Val cambió de repente. Empezó a moverse, abriéndose paso por entre ciudadanos sorprendidos e indignados.

¡Cari!

Cari estaba recostada en un banco de madera colocado contra la pared encalada de una de las muchas cervecerías de Bruhome. Su bolsa de cáñamo, en el suelo junto a ella, se había volcado y sus compras se desparramaban por el suelo, pero ella no parecía darse cuenta: su cabeza colgaba como la de un borracho, con mechones de sus brillantes cabellos cayéndole sobre el rostro, y sus manos se agitaban débilmente, impotentes, sin que pudiera controlarlas.

—¡Cari! —Val llegó junto a ella con un patinazo final, se dejó caer de rodillas y la sujetó con fuerza por los brazos—. Cari, ¿qué sucede? ¿Qué pasa?

Índigo, cuando por fin lo alcanzó, se inclinó sobre Cari, tomó el rostro de la muchacha entre sus manos y la obligó a levantar la cabeza. Unos ojos total y absolutamente vacíos se enfrentaron a su aturdida mirada, y supo, supo antes de que la lógica pudiera hacerse con el control, de lo que se trataba.

El rostro de Cari tenía una palidez mortal. Por un momento, contempló a Índigo sin verla, luego sus labios se torcieron hacia abajo en una expresión de inefable pesar.

—Es tan triste... —dijo, y había una gran sorpresa en su voz, una terrible e infantil inocencia—. Ohhh... es tan triste... —Y su cuerpo cayó de lado fuera del banco al tiempo que perdía el conocimiento.

Val la tomó en sus brazos.

—¡Cari! —Pronunció su nombre con voz chillona, desesperada, al tiempo que la zarandeaba—. ¡Cari!

—¡No! —Índigo extendió la mano para detenerlo al ver que parecía a punto de golpear la

cabeza de Cari contra la pared en frenética insistencia—. ¡Val, no sirve de nada! Está...

Se interrumpió, consciente de pronto de las personas que empezaban a rodearlos, de los rostros curiosos, y a medida que el temor se transformaba en certeza, de la sorpresa y simpatía y de la oleada de compañerismo.

—... Justo igual que la muchacha de la buena señora Frene...

—... es tan repentino, nadie puede predecir cuándo...

—El pequeño del Burgomaestre Mischyn; recordáis como...

—Val... —Índigo escuchó alzarse su propia voz por entre el creciente murmullo de voces y apenas si la reconoció—. Regresa al prado. Trae a tu padre; ¡corre! —Y al darse cuenta de que estaba demasiado aturdido para comprender lo ocurrido, siguió—: Val, ¿no lo comprendes? ¡Tiene la enfermedad!

—¿Qué ha hecho ella para merecer esto? Contestadme a esto: qué ha hecho nunca mi pequeña para merecer verse fulminada así en la flor de la juventud, en plena belleza, en...

—Papá; papá, por favor. —Fran, que había venido corriendo con su padre desde el prado, lo sujetó por los hombros y lo sacudió con suavidad, en un intento por contener el farfullante torrente de palabras—. Cari no ha hecho nada. Es sólo... —Levantó los ojos desvalido hacia el círculo de preocupados espectadores; el Burgomaestre Mischyn, al que la conmoción había sacado de su casa situada muy cerca de allí, meneó la cabeza con tristeza y los demás bajaron los ojos al suelo—. Es mala suerte, papá —terminó Fran pesaroso—. No es más que mala suerte.

—¿Mala suerte? —Constan se puso en pie de un salto, furioso—. ¡Los Brabazon no tienen mala suerte! ¡Buena suerte, eso es lo que hemos tenido siempre! ¡Incluso cuando vuestra madre, bendita sea tres veces, nos fue arrebatada eso no fue mala suerte, fue el deseo de la Gran Diosa y una recompensa para ella después de tantos años de trabajo! Nosotros no tenemos mala suerte; no hasta ahora; no hasta que vinimos a este perdido estercolero de ciudad, con sus pestes y sus enfermedades y...

—¡Papá, déjalo ya! —Fran lo zarandeó de nuevo, esta vez con más fuerza—. ¡No piensas lo que dices, y lo sabes! ¡Esto no es culpa de Bruhome; ellos también sufren tanto como nosotros!

El rostro de Constan estaba casi morado. Las lágrimas corrían por sus mejillas y por un momento pareció como si fuera a golpear a Fran; pero enseguida afloró la razón y desvió la mirada, parpadeando.

—Tú no lo comprendes —musitó—. Tú no comprendes lo que es tener hijos, y quererlos e intentar protegerlos y...

—Constan, mi buen amigo. —El Burgomaestre Mischyn dio un paso hacia adelante y rodeó con su brazo los hombros del aturdido padre—. Hay aquí muchas personas que sí comprenden, y que se solidarizan con tu sufrimiento. —Lanzó un profundo suspiro—. Si hubiera pensado por un solo instante que esta enfermedad podría extenderse a nuestros invitados, entonces jamás habría permitido que se celebrase el Festival; habría puesto la ciudad en cuarentena, habría hecho cualquier cosa... Constan, es mi culpa, ¡y lo siento profundamente!

Los hombros de Constan se agitaron convulsos y éste tragó saliva. Su autocontrol había regresado ya y asintió, teniendo buen cuidado de no mirar la figura pálida e inmóvil de Cari" tendida sobre el banco.

—Perdóname, Mischyn. El shock; la preocupación... —Hizo un gesto de impotencia—. No quería...

—Claro que no. Y te aseguro que se hará todo lo posible por tu hija. La llevaremos a mi propia casa, y...

—No —lo interrumpió Constan—. Me la llevaré de regreso a los carromatos.

—Como desees, claro está. Pero...

—No —repitió Constan, testarudo—. Irá a su propia casa. Allí es donde quiere estar;

conozco a mi hija. Y luego nos iremos. —Dirigió una rápida mirada a Fran y a Val, como retándolos a que se opusieran—. ¡Me llevo a mi pequeña Can a un médico, me la llevo a que la curen!

Nadie habló, pero unas pocas cabezas se agitaron muy serias. Haciendo a un lado los intentos de Fran por ayudarlo, Constan tomó el inerte cuerpo de Cari en sus brazos, para luego dedicar a los reunidos una última y entristecida mirada antes de alejarse a grandes zancadas en dirección al prado. Fran miró al Burgomaestre Mischyn pero no se le ocurrió nada qué decir; en lugar de ello ensayó un gesto de disculpa y, con Val a su lado, salieron en pos de Constan.

Índigo contempló cómo los tres Brabazon y su carga desaparecían entre la multitud, pero no hizo el menor intento de seguirlos. Desde la llegada de Constan se había retirado a un segundo plano; y en la confusión resultante la habían olvidado, y ella, por su parte, no sentía el menor deseo de entrometerse. Sin embargo, al contemplar la deprimente escena que se desarrollaba frente a la taberna, se había visto enfrentada de forma repentina y dolorosa con la fría realidad de su propia conciencia. Fuera lo que fuese lo que los demás dijeran o pensaran, sentía que era ella la única culpable de la desgracia que había caído sobre los Brabazon. Debería de haberles advertido en cuanto se dio cuenta de que su objetivo estaba en Bruhome; habría debido de utilizar todas las artimañas que hubiera podido encontrar para disuadirlos de quedarse en la ciudad. Mejor aún, debiera de haberse negado a dejarse llevar por la debilidad y abandonado la Compañía, con o sin explicaciones, cuando la intuición le había advertido por vez primera de lo que podía haber más adelante. Pero no: en lugar de ello había elegido posponer el momento, ocultándose tras una complaciente ilusión mientras se prometía a sí misma que aún podía continuar en aquella placentera situación durante un poco más, sólo un poco más, sin poner en peligro a sus amigos. Si hubiera sido honrada, pensó con amargura, habría reconocido la verdad mucho antes, y Cari y su familia no sufrirían ahora por culpa de su egoísmo.

Deseó que Grimya estuviera aquí. Necesitaba el apoyo de la loba, su consejo y su prosaica sensatez para que la ayudara a decidir qué era lo mejor que podía hacen Pero Grimya estaba en el campamento, había preferido jugar con las pequeñas en lugar de deambular por el mercado atestado; y además, Índigo no necesitaba preguntarle para saber lo que le diría. Grimya le diría lo que ya sabía: que debía despedirse de los Brabazon ahora, y asegurarse de que estaban a salvo y lejos de Bruhome antes de que ocurriera nada peor. Por muy dolorosa que resultara la despedida para las dos partes, debía hacerse. No había lugar para más excusas.

La bolsa volcada de Cari había quedado olvidada en la confesión, y seguía allí junto al banco, ahora vacío, Índigo se agachó para recoger lo que había caído y colocarlo de nuevo en su interior, luego se incorporó y miró a través del gentío en la dirección que Constan y los otros habían tomado. Una fría y siniestra premonición se agitó en su interior, como el despertar de algo inmundo. Luego levantó la bolsa, se pasó la correa por el hombro, y atravesó la plaza.

Durante todo el camino de regreso al prado, Índigo ensayó en silencio lo que diría a los Brabazon, cómo les comunicaría que no iba a irse con ellos cuando abandonaran Bruhome. Las palabras resultaban inadecuadas y estaban muy lejos de la auténtica verdad, pero eran las mejores que encontró y, fuera lo que fuese lo que ellos pensaran, tendrían que bastar.

Pero cuando avistó el campamento, se dio cuenta de inmediato de que alguna otra cosa no iba bien. Había esperado encontrarse con una gran actividad, carretas que se cargaban, los bueyes enjaezados, los ponis sujetos en hileras detrás del último carromato. En lugar de ello, vio a la familia —a aquellos miembros que no estaban en la carreta de las muchachas cuidando de Cari— reunida alrededor de la carreta principal. Se oían fuertes voces que discutían, y de repente Grimya se destacó del grupo. Había percibido la llegada de Índigo, y fue deprisa a su encuentro.

«¿Grimya?» Índigo se dirigió a la loba con su mente. «¿Qué sucede?»

«No estoy segura», respondió Grimya. «Algo le pasa a Cari, y se habló de abandonar la ciudad. No he comprendido todo lo que dijeron. Pero ahora parece que una de las carretas no puede moverse. Constan dice que el eje está roto. »

La siniestra premonición de Índigo se tornó de repente en algo mucho peor. Aceleró el paso en dirección a las carretas, y Grimya, al trote a su lado dijo:

«Indigo, ¿qué le ha sucedido a Cari? Pensaba que estabas con ella en el mercado, pero cuando no has regresado con los otros... »

«Sí estaba con ellos. Cari... ¿sabes Grimya?, tiene la enfermedad. La enfermedad del sueño que azota la ciudad. »

Su información transmitió mucho más que palabras, y Grimya percibió de inmediato la dolorosa autorrecriminación presente en el mensaje. Llena de lealtad, empezó a protestar, a replicar que Índigo no podía haber previsto aquel giro en los acontecimientos, pero antes de que pudiera transmitir más que algunas enérgicas palabras, Fran levantó la cabeza, las vio, y se acercó enseguida. Su rostro estaba descompuesto.

—La mala suerte nos acompaña, Índigo —le dijo sucintamente.

—¿Qué ha sucedido?

—El travesaño del eje se ha partido. Sólo la Madre sabe cómo ha podido suceder, pero no podemos movernos hasta que esté arreglado.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—Es difícil de decir. Por suerte, hay un magnífico carretero en la ciudad. Siempre y cuando no haya caído enfermo o desaparecido podría...

—¡Fran!

Fran se interrumpió al llamarlo su padre desde el lugar donde estaba, agachado junto a la averiada carreta. Constan se puso en pie y se les acercó; sudaba, pero su rostro, bajo el bronceado, estaba pálido.

Saludó a Índigo con un rápido y seco gesto de cabeza y dijo:

—Se necesitará medio día de trabajo para arreglarlo. No pienso esperar tanto tiempo; no mientras mi Cari está ahí tendida como si estuviera muerta. —Se secó la frente con manos mugrientas; el día era caluroso y amenazaba con volverse opresivo—. Escucha, muchacho: quiero que cojas el mejor poni, y te adelantes a caballo. Hay una ciudad a unos cincuenta kilómetros al norte que es lo bastante grande como para tener su propio médico; ve en su busca y regresa aquí con él. Nos encontraremos por el camino.

—Muy bien, papá. —Fran parecía aliviado, agradecido por tener algo práctico y positivo que hacer—. Cogeré el semental; es obstinado pero es veloz y tiene aguante.

Hizo intención de dirigirse a toda prisa hacia la hilera de ponis, y de pronto Índigo dijo:

—Fran..., iré contigo.

La miró. Por un instante la muchacha vio brillar un destello de rencor, como si, recordando su enfrentamiento de la noche anterior, Fran pensara que ella quería dar a entender que el muchacho necesitaba protección, y rápidamente añadió:

—No hay nada que pueda hacer aquí, y quiero ayudar a Cari.

Constan replicó:

—Gracias, muchacha. ¡Gracias!

Y Fran cedió.

—De acuerdo. Vamos; no hay tiempo que perder.

Mientras corrían hacia los ponis, Índigo se preguntó si había tomado una decisión acertada. Había sido puro impulso, alimentado por un sentimiento intuitivo de que, ya que los Brabazon se veían obligados a permanecer en Bruhome, podrían estar más seguros si ella no estaba entre ellos. Era una convicción sin lógica, pero había aprendido por dura experiencia que a menudo el instinto era un guía más certero que la lógica; y además, cualquier ayuda que pudiera proporcionar ahora podría ser una pequeña recompensa por los problemas que había traído a aquella familia. Al diablo la piedra-imán y sus instrucciones,

pensó; el asunto que tenía que resolver en Bruhome podía esperar un poco.

Fran ensilló dos ponis mientras Índigo llenaba odres de agua y preparaba un pequeño paquete de raciones básicas. También dedicó un momento a recoger la potente ballesta de cortas saetas que había adquirido hacía varios años en Davakos, después de navegar en El Orgullo de Simhara desde Khimiz al continente occidental. Había aprendido a utilizar un arco a una temprana edad y era una tiradora excelente; su puntería junto con la pericia de Fran en la lucha con cuchillo y la presencia de Grimya les darían toda la protección que necesitasen durante el viaje.

Grimya aceptó su decisión de acompañar a Fran sin hacer preguntas ni comentarios. La loba se limitó a decir que prefería la actividad a la espera, e Índigo tuvo la sospecha de que, también ella, se sentiría mejor lejos de la caravana. También estuvo de acuerdo con la segunda intención de Índigo, que era hablar con Fran durante la marcha y explicarle de la mejor forma posible por qué regresaría a Bruhome en lugar de continuar con las carretas. Resultaría más fácil, pensaba ella, decir lo que tenía que decir a una persona sola primero en lugar de enfrentarse a las protestas e intentos de persuasión de toda la familia Brabazon. Fran, quizá más que ninguno de los otros, al menos podría intentar comprender sus razones y ayudarla a enfrentarse a los otros cuando llegara el momento.

Se pusieron en marcha sin largas despedidas, y mientras los ponis abandonaban el prado Índigo volvió la cabeza para echar una última mirada al campamento. Vio a Constan y a tres de sus hijos agachados junto a la carreta averiada con Estil y Honi no muy lejos; estaban absortos y apenas si se dieron cuenta de la marcha de los jinetes. Tan sólo Esti levantó los ojos por un instante y los despidió con la mano antes de volver su atención a los otros, e Índigo se sintió invadida por la tristeza.

El prado se perdió a su espalda, y Fran tomó la carretera que los llevaría lejos de la ciudad, Índigo parpadeó para quitarse la humedad que se aferraba con tenacidad a sus pestañas; luego, decidida, dio la espalda al campamento y a sus amigos, y espoleó al poni para que emprendiera un rápido trote.

Durante casi una hora Índigo y Fran cabalgaron sin hablar. Fran mantenía un ritmo rápido, ya que quería recorrer tamo terreno como fuera posible mientras los ponis estuvieran descansados, y no había demasiada ocasión para conversar; sin embargo Índigo era consciente de la existencia de una tensión residual entre ambos que le indicaba que, si bien Fran podría haberle perdonado las duras palabras de la noche anterior, no por ello las había olvidado. Y la muchacha se daba perfecta cuenta de que la muralla que se había alzado entre ellos haría que resultara mucho más difícil lo que tenía que decirle; pero por el momento había poco que pudiera hacer para franquear aquel abismo, de modo que se obligó a concentrarse en el paisaje.

La carretera que discurría al norte de Bruhome se movía por entre dos clases totalmente distintas de terreno que se mezclaban en un panorama típico de esta tierra. Al oeste se encontraba la verde curva de los páramos que se elevaban de forma gradual, interrumpida aquí y allá por el gris de un afloramiento de rocas o de una escarpadura; mientras que al este había una suave extensión de manzanos de poca altura y de campos de lúpulo que se perdían en el nebuloso horizonte. Era un día extraordinariamente caluroso a pesar incluso de lo imprevisible del otoño: no soplaba la menor brisa, y a medida que avanzaba la mañana el cielo perdía su nitidez y adoptaba un tono metálico. Las sombras de los dos jinetes ya no eran visibles sobre el camino, e Índigo supuso que no tardaría mucho en estropearse el día. Deseó que, si es que iba a producirse una tormenta, hubieran llegado ya a su destino antes de que descargara.

Poco después del mediodía llegaron a un vado poco profundo por donde uno He los numerosos riachuelos del páramo atravesaba la carretera, y se detuvieron un rato para descansar y comer, y dar de beber a los ponis. Grimya se alejó por su cuenta a explorar madrigueras de conejos en el borde del páramo, mientras Índigo cogía un poco de pan y queso de sus provisiones. Fran, de forma deliberada quizá, se sentó a tal distancia de Índigo

que hacía imposible una conversación banal, y la muchacha se dio cuenta de que si aguardaba a que la tensión entre ambos se desvaneciera por sí sola lo que tenía que decir podría no decirse nunca. No podía aplazarlo por más tiempo.

Se puso en pie y, tratando de que pareciera natural, paseó un poco junto al vado antes de darse la vuelta y acercarse a donde estaba sentado Fran. Este no la miró, por el contrario siguió con la vista fija en la carretera que tenían delante, masticando despacio un pedazo de pan.

—Fran, necesito hablar contigo —dijo la joven.

Esta vez sí que levantó la cabeza, y le dedicó un efusivo gesto.

—Claro.

Pero había un amago de cautelosa hostilidad en su voz.

—Cuando lleguemos a la ciudad; cuando hayamos encontrado un médico... —Vaciló—. Fran, yo... es decir, cuando... —Maldición, pensó, maldita sea su cobardía. Tenía que decirlo.

—Fran, escucha. —Se agachó frente a él—. Cuando hayamos encontrado un médico y lo hayamos conducido hasta el lugar donde nos encontremos con los otros en el camino, yo no seguiré el viaje con vosotros.

Por fin lo había dicho. Y Fran la miraba sin comprender.

—¿Qué?

—Intento decir que ha llegado el momento de que abandone a la Compañía Cómica Brabazon.

Se produjo un profundo silencio mientras lo que había dicho penetraba por completo en la mente de Fran. Luego, éste dijo en un tono de voz totalmente diferente al anterior:

—¿Por qué?

Todo rastro de hostilidad se había desvanecido de repente, el rencor se había transformado en desdichado desconcierto, Índigo clavó los ojos en el suelo a sus pies.

—Lo siento. No quería decirlo tan de sopetón; pero no creo que sirviera de mucho envolverlo en fiorituras. Tengo que marchar. Es...

La interrumpió antes de que pudiera terminar.

—Índigo, ¿qué hemos hecho?

—¿Hecho? —Índigo levantó los ojos hacia él, y comprendió que el muchacho había malinterpretado sus palabras—. ¡Nada! No es...

—Soy yo, ¿verdad? Anoche, cuando nosotros... ¡Índigo, te juro por la Gran Madre que no era mi intención discutir contigo! De acuerdo; entonces estaba enojado. Pensé que intentabas decirme cómo debía comportarme y no creía que tuvieras ese derecho, pero...

—Fran. —Extendió una mano y le cogió por el brazo—. No es eso. Lo de anoche no tiene nada que ver con esto.

Estaba claro que no le creía.

—Índigo, no puedes dejar que una cosa tan banal te vuelva contra nosotros... ¡No es justo! ¡Sea lo que sea lo que pienses de mí, no es justo para con los otros!

—¡Fran, por favor, escucha! No es a causa de ti. No tiene que ver con ninguno de vosotros. —Índigo sentía un nudo en la garganta, pero luchó por controlarse—. En realidad no quiero abandonaros.

—Entonces...

—Pero tengo que hacerlo. Lo he sabido desde el día en que tu padre me recogió, aunque no he tenido el valor de decíroslo antes. Créeme, ojalá pudiera ser de otra forma, pero no hay nada que pueda hacer para cambiarlo.

—¡No comprendo! Hablas como si..., no sé; como si tuvieras alguna obligación.

Índigo sacudió la cabeza con vehemencia.

—No puedo explicarlo, Fran. A lo mejor, si hubiera habido más tiempo podría haber dado con las palabras adecuadas, pero tal y como están las cosas, sólo puedo pediros que no penséis muy mal de mí.

Fran consideró todo aquello durante unos instantes. Luego, con lenta deliberación, repuso:

—Así que te vas. Y sea lo que esto sea, sea lo que sea lo que te aparta de nosotros, no nos lo puedes decir, y tampoco vas a cambiar de opinión.

—No puedo cambiar de opinión. Ojalá pudiera.

—Sí, ya veo. —La expresión de Fran se había tornado curiosamente pensativa; entonces volvió a mirarla a los ojos—. ¿Adonde irás?

La muchacha calló por un instante. En teoría no podría perjudicar a nadie el decírselo, pero la cautela, y su conocimiento de la forma de ser de Fran, le advirtieron en contra.

—No puedo decirlo.

—¿No confías en mí?

—¡Oh, Fran... ! —Estaba demasiado cerca de la verdad, pero no podía confesárselo—. No es eso.

—No. No, claro que no. Bien..., no hay nada más que yo pueda decir, ¿no es así?

Fran se balanceó hacia atrás y se puso en pie de un salto. Guiñó los ojos, mirando en dirección a los páramos que se alzaban por el oeste.

—El cielo se está encapotando. No me sorprendería que empezara a llover antes de la noche.

Índigo se levantó también.

—Fran...

—No. —Se volvió de nuevo hacia ella—. De nada sirve seguir hablando de ello. Si has descansado, deberíamos seguir nuestro camino. —Por un instante la amargura se pintó en sus ojos—. A menos que quieras regresar y recoger tus cosas ahora, y olvidarte de Cari.

—No. —Índigo sintió cómo la vergüenza teñí¿ sus mejillas—. Iré contigo. Es decir, si me lo permites.

—Es cosa tuya —dijo Fran encogiéndose de hombros.

Y se alejó a grandes zancadas en dirección a su poni.

Se pusieron en marcha de nuevo en doloroso silencio. Grimya regresó al escuchar la llamada mental de Índigo: había tenido éxito en su cacería y se lamía aún los últimos restos de conejo de las mandíbulas, Índigo le comunicó la esencia de su conversación con Fran, y la loba contempló con tristeza la envarada figura del joven que cabalgaba algunos metros por delante de ella.

«Lamento que se haya tomado tan mal la noticia», dijo. «Pero en mi opinión has hecho lo único que podías hacer. Tenía que saberlo, y ésta era la forma más fácil. »

«Sí; pero me siento tan culpable, Grimya... Como si hubiera traicionado su confianza y su bondad. »

«No lo has hecho», replicó Grimya con energía. «No decírselo a ellos habría sido una traición aún mayor. Entonces: cuando nos encontremos de nuevo con las carretas, ¿nos despediremos y marcharemos?»

«Sí; y regresaremos a Bruhome. »

«Espero que la tormenta haya cesado para entonces», observó Grimya. «Percibo que será muy fuerte. El aire empieza a oler con fuerza a tormenta. »

Índigo miró hacia el oeste. Sobre los páramos, el cielo tenía ahora el color del bronce pulimentado, y la humedad aumentaba con el calor de tal manera que parecía como si faltara el aire. Extrañas ráfagas de brisa surgían de vez en cuando del este, para estrellarse contra el avance de los nubarrones, y calculó que no faltaban más que unas pocas horas para que descargara la tormenta.

Clavó los talones en los ijares del poni y lo guió al trote, al tiempo que llamaba a Fran. Incluso las voces adquirían un tono extraño en el anormal silencio; demasiado nítidas, demasiado resonantes. Fran volvió la cabeza y ella indicó con la mano en dirección a los nubarrones que se acercaban, y empezó a hablar. Pero Fran miraba más allá de ella, en dirección a los páramos.

—Un momento... —Alzó una mano a modo de advertencia y estiró el cuello; observó, de pronto muy tenso, y luego dijo—: ¡Mira! ¡Allí!

Un destello de algo más pálido se movía por entre la maleza a lo lejos, Índigo descolgó su ballesta con un movimiento instintivo y se llevó una mano a la espalda para tomar una saeta, pero antes de que pudiera cargar el arma, Fran lanzó una maldición entre dientes.

—¡Es otro de ellos!

—Otro...

Entonces, de repente, la muchacha comprendió a qué se refería, y se resguardó los ojos del reflejo cobrizo del cielo para ver mejor.

Una figura solitaria avanzaba penosamente en dirección a la cresta de una empinada elevación. Desde donde estaban no se podía distinguir si era hombre o mujer, joven o mayor, pero su aire de inconsciente resolución era inconfundible.

Fran y ella intercambiaron una mirada; las diferencias entre ambos estaban repentinamente olvidadas.

—Crees... —empezó a decir Índigo.

—No puede ser otra cosa, ¿no es así? Y se dirige en la misma dirección en que vamos nosotros.

Fran escudriñó la carretera que tenían delante. Quizás a unos cientos de metros más allá, el límite del páramo se proyectaba sobre una elevada escarpadura alrededor de la cual el sendero describía una curva. Lo que fuera que hubiese más allá de este punto quedaba oculto, pero estaba claro que el camino del solitario paseante debía cruzarse con el de ellos en el otro extremo de aquella misma colina.

Fran tiró de las riendas, haciendo que el semental agitara la cabeza, expectante.

—Vamos —dijo sucintamente—. Veamos adonde va.

El semental saltó hacia adelante antes de que Índigo pudiera protestar, y ésta espoleó a su poni para que lo siguiera. Grimya echó a correr junto a ella, y al poco le transmitió impaciente:

«Indigo, soy más veloz que vuestros caballos sobre este terreno accidentado: ¡me adelantaré y averiguaré qué hay ahí detrás!»

«De acuerdo, ¡pero ten cuidado!»

«Lo tendré. »

Grimya salió disparada hacia adelante, adelantó a Fran, y desapareció en la curva de la carretera. Al cabo de un instante Índigo sintió una llamarada de silenciosa conmoción y alarma proveniente de la mente del animal; pronto la loba reapareció; corría hacia ellos con las orejas pegadas a la cabeza.

Fran, al verla, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para detener su montura, y Grimya corrió hacia Índigo.

«¡Indigo! En el otro lado... hay... » La confusión reinaba en su mente y terminó diciendo con desesperación: «¡Debes verlo tú misma!».

—¿Qué la ha puesto tan nerviosa? —inquirió Fran, muy agitado.

—No lo sé. Lo mejor será que sigamos adelante, pero despacio; ten mucho cuidado.

Los ponis habían percibido su inquietud y resoplaron encabritados cuando Índigo y Fran les instaron a seguir adelante. Dieron la vuelta a la escarpadura y el sorprendido juramento de Fran se vio repetido en el grito de horror de Índigo cuando vieron lo que cortaba la carretera.

El bosque se alzaba del suelo frente a ellos, recortándose contra el cielo taciturno. Enormes árboles negros se habían abierto paso por entre la tierra y las rocas, sus extrañas ramas, retorcidas perversamente se enredaban unas con otras para formar una barrera impenetrable que repelía la metálica luz diurna y parecía reflejar una intensa oscuridad propia. Hojas negras, gruesas y cerosas con un lustre maléfico, crujían sin que las agitara la menor brisa, y su sonido evocaba horriblemente los susurros de voces conspiradoras. Y, a pesar de que ningún ser vivo hubiera podido conseguir atravesar aquella barrera, los árboles

parecían llamar, atraer, como si fueran a envolver y devorar cualquier cosa que se pusiera a su alcance.

Fran miró frenético a derecha e izquierda. El anormal bosque se extendía en ambas direcciones, perdiéndose en la distancia hasta quedar absorbido por la cada vez más espesa neblina. Por un instante, aquel espectáculo pareció paralizar el cerebro del joven; luego se volvió sobre la silla y miró a Índigo desconcertado.

—¡No estaba aquí antes! —Su voz era aguda, horrorizada—. Antes de llegar a esta curva del camino lo habríamos visto, ¡no nos habría pasado por alto! ¡No estaba aquí!

Índigo no le respondió. Sus ojos estaban clavados en los malévolos árboles, la mirada desorbitada, el rostro rígido. Fran dijo:

—Índigo...

Pero ella siguió mirando fijo a lo que tenía delante y ni siquiera lo oyó.

Espinas. Espinas como cuchillos, como filos de espadas: las veía claramente, viciosas y letales por entre los sinuosos movimientos de las hojas. Espinas que podían atravesar a un hombre, traspasarlo y sujetarlo y atraparlo igual que una mosca en una telaraña, para que se desangrara lentamente entre atroces dolores... El recuerdo que había atormentado sus pesadillas durante tanto tiempo, aquel que tan a duras penas había aprendido a desterrar de su mente cuando estaba despierta, regresó de forma brutal para sujetarla con su mano monstruosa. Ya había visto este lugar, estos árboles, con anterioridad. No pertenecían al mundo mortal, eran cosas de otro mundo, de un mundo de demonios.

El mundo al cual, hacía un cuarto de siglo, había sido llevado su adorado Fenran, destrozado y sangrante, para sufrir el tormento de la muerte en vida del que sólo ella podría liberarlo algún día.

Fran la llamaba, apremiante ahora, asustado por aquella parálisis que la convertía en ciega y sorda a su presencia. Grimya retrocedía ante los árboles, entre roncos gruñidos, con el lomo erizado. El poni que montaba la muchacha se estremeció, con las patas clavadas en el suelo y los ojos desorbitados mientras se rebelaba contra el bocado; pero Índigo no veía más que el bosque, y las imágenes que su mente superponía sobre las mortíferas ramas negras.

De pronto, un horrible sonido surgió de su garganta: dolor, horror y miedo mezclados en un grito ronco y sin palabras. Dio un tirón a las riendas, obligando al poni a volver la cabeza, y los cascos del animal resbalaron y arañaron el suelo cuando lo lanzó al galope, desandando a toda velocidad el camino que la llevaría de regreso a Bruhome.

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