CAPÍTULO 12


Se miraron el uno al otro, el ser humano y el lobo, e Índigo sintió como un vacío en el estómago al comprender que Grimya no la reconocía.

Grimya... —Su voz era débil y trémula mientras intentaba formular la súplica y la inútil pregunta—. Grimya, soy yo. Soy Índigo, ¡Índigo!

Oyó la respiración de la loba: un sonido regular y decidido. Luego Grimya dijo:

—No conozco a ninguna Grimya. No conozco a ninguna Índigo. Somos lobos.

La última palabra fue un salvaje gruñido, y un coro de jadeos se elevó en el aire brevemente para luego desvanecerse, como si los diabólicos compañeros de Grimya hubieran manifestado su aprobación.

Grimya...

Fran, mudo por la sorpresa, intentaba refrenarla, pero Índigo se desasió de él y dio un paso al frente con cuidado para luego agacharse.

Grimya, tú me conoces. Soy tu vieja amiga, Índigo, Grimya. Índigo. Oh, cariño... ¡algo horrible te ha sucedido! Intenta recordarme. Inténtalo, por favor. —Le tendió una mano; luego se echó hacia atrás rápidamente con un grito de sorpresa cuando Grimya, con la boca abierta, se lanzó contra ella, y sus dientes se cerraron a pocos centímetros de sus dedos.

La loba dio otro paso hacia adelante. Su cuerpo se estremecía ansioso ahora; la cola se agitó nerviosa, y sus ojos brillaron enloquecidos.

—Somos lobos —repitió, y Fran jamás había oído tal tono de amenaza en una voz—. Y estamos hambrientos. Y vamos a comer.

—No... —El rostro de Índigo estaba bañado en lágrimas, el dolor se mezclaba con el terror—. No, Grimya, escúchame. Debes...

Grimya levantó el hocico hacia el cielo y aulló, ahogando la súplica de Índigo. Siguiendo su ejemplo, toda la fantasmal manada levantó la cabeza en un coro demencial, para lanzar a la noche su sangriento desafío; y luego, mientras el terrible sonido se desvanecía, empezaron a acercarse.

Por un horrible instante Fran se quedó como hipnotizado; luego recuperó la cordura y giró en redondo, arrojándose contra la verja, antes de quedarse inmóvil de nuevo al

percatarse de que Índigo no se movía. _—¡Índigo! —El pánico dio a su voz un tono

agudo—, ¡Índigo, levántate!

—No me conoce...

Índigo continuó con la mirada clavada en los salvajes ojos de Grimya. Los fantasmales lobos dieron otro paso hacia adelante, cerrando el cerco. Fran les oyó jadear, babear.

¡Índigo!

Miró a su alrededor desesperado en busca de alguna arma. El cuchillo era poco menos que inútil; no tenía la menor esperanza de sobrevivir más que unos instantes si la manada atacaba. Pero no había otra cosa.

—¡Índigo!

Volvió a gritar su nombre, en un frenético intento de romper el hechizo, y lleno de desesperación tomó el farol y lo agitó delante de aquellas figuras de pesadilla.

La luz centelleó sobre unos hocicos negros como la pez y unos ojos rabiosos, y un grupo de lobos retrocedió, entre gruñidos. También Índigo se encogió bajo la luz, y con su mano libre Fran la sujetó por el brazo y tiró de ella hacia atrás, de modo que fue a chocar contra la verja cayendo al suelo. El muchacho no se detuvo a ayudarla mientras ella, aturdida y sacudiendo la cabeza confundida, intentaba incorporarse, sino que empezó a agitar los brazos, moviendo el farol mientras se quitaba la chaqueta. Fuego —podían ser fantasmas, pero estos horrores temían al fuego como cualquier animal real. Fuego— consiguió por fin sacarse la chaqueta y tras conseguir abrir el farol introdujo una de las mangas de la prenda en su interior y sobre la vela. Fuego...

—¡Cogedlo, hijos de perra! ¡Cogedlo!

No debiera haber sido posible; la llama de la vela era demasiado pequeña, el tejido de la chaqueta demasiado grueso; pero de pronto una lengua de fuego de brillante color naranja lamió la manga, y al tiempo que Fran la apartaba del farol, la prenda empezó a arder.

Fran lanzó un grito de júbilo, e hizo girar la chaqueta en llamas por encima de su cabeza como si se tratara de unas boleadoras. Una espectacular rueda de chispas se desprendió de ella, chamuscándole el brazo y el cabello, y las llamas arreciaron mientras, entre gañidos, los lobos retrocedían bajo la embestida de luz y calor.

¡Fran!

Era la voz de Índigo; Fran desvió la atención por un instante para mirar por encima del hombro y la vio señalar frenética mientras preparaba la ballesta.

—¡A tu derecha! —gritó la muchacha.

No había tiempo de dar gracias por su regreso a la razón; se volvió y vio a cuatro de los lobos, con los estómagos pegados al suelo y a punto de saltar. Lanzó un aullido y bajó la ardiente chaqueta hacia el suelo describiendo un ocho que hizo que se retiraran en desorden entre gruñidos; entonces Índigo volvió a gritar. Otros dos, a su izquierda. La ballesta silbó con fuerza; Fran vio cómo la saeta centelleaba a la luz de las llamas, la vio dar en el blanco...

... Y atravesar por completo la negra figura del lobo, para estrellarse inofensiva entre los matorrales.

—¡Índigo, la verja! —Se arriesgó a dar otra rápida mirada a su espalda, y vio su rostro atenazado por la sorpresa—. ¡Has de abrir la verja como sea: es nuestra única esperanza!

Empezaban a desprenderse llameantes fragmentos de ropa de su chaqueta que amenazaba con desintegrarse; no podría sostenerla por mucho más tiempo, y no había tiempo de sacarse la camisa y encenderla también. Tenían una sola posibilidad, se dijo Fran sombrío; sólo una... y no podían dejarla pasar.

Se agachó y balanceó la llameante chaqueta describiendo un arco sobre los matorrales, al tiempo que deseaba con todas sus fuerzas que se encendieran. Las chispas danzaron enloquecidas; una hoja desprendió humo, una lengua de fuego se elevó y se encendieron tres desiguales focos de fuego.

La confusión se adueñó de la manada de lobos, al cundir el pánico entre sus filas. Se abalanzaron los unos contra los otros, aullando y gateando, mientras Fran hacía girar por última, vez los restos de la. chaqueta, antes de arrojarlos sobre ellos. Describieron un elevado arco en una brillante bola de fuego, iluminando rostros salvajes y mandíbulas crispadas, y Fran añadió su propia voz al clamor de los lobos, maldiciéndolos; les gritaba burlándose de su miedo hasta que el demencial hechizo triunfal se vio roto por unas manos que tiraban de él hacia atrás y lo hacían girar para arrancarlo, confundido, de su victoria. Corrió sin saber lo que hacía, zigzagueando como un borracho: unas sombrías paredes se alzaron ante él, sintió cómo el duro hierro se clavaba en su hombro al tropezar y estar a punto de perder el equilibrio; y lo siguiente que supo fue que caía, impulsado aún por su propio ímpetu, y se encontró tumbado cuan largo era sobre un terreno blando, Índigo, que se había escapado por los pelos de caer con él, se volvió y regresó corriendo a la verja. No sabía cómo lo había conseguido; el terror y un ciego instinto se habían combinado para formar una variación de la momentánea locura de Fran, y había golpeado la verja con furia, viendo de repente cómo sus bisagras parecían a punto de saltar al abrirse la puerta de golpe. La bolsa, el arpa, el farol, todo fue a parar al otro lado, arrojado por la muchacha, y por último arrastró con ella a Fran a la seguridad del interior. La verja volvía a estar cerrada ahora —lo sabía, ella lo había deseado— y no se volvería a abrir, porque también lo había deseado así.

—Pero Grimya...

Sus manos se cerraron alrededor de los barrotes de hierro, y clavó la mirada en el silencio y la total oscuridad del otro lado.

No había lobos. No brillaban ojos malignos en la oscuridad, ni tampoco ardía ningún arbusto. La manada se había desvanecido como el humo llevado por el viento, y todo aquel demencial encuentro podría haber sido tan sólo otra ilusión.

Pero de alguna forma, Índigo sabía que no era así. Y mientras se alejaba, tiritando por el efecto retardado de la conmoción sufrida, escuchó una voz que parecía hablarle en su mente. Era una voz dolorosa y tristemente familiar, aunque añora se dirigiera a ella, con ciega. avidez en lugar de con amor. Era la voz de Grimya que decía:

«Os seguiremos. Os volveremos a encontrar. »

Fran estaba sentado en el suelo cuando regresó junto a él. Sus ojos estaban aturdidos, y la reacción había arrancado toda expresión a su rostro; aunque contemplaba lo que lo rodeaba, no parecía verlo realmente. Pero al acercarse Índigo levantó la vista, y al ver la expresión de la muchacha la vida empezó a regresar a sus ojos y extendió un brazo como para tomarle la mano.

Ella se desvió a un lado, esquivándolo, y se dirigió al lugar donde yacían sus cosas en amontonado desorden sobre la hierba. No habló, pero dejó caer la ballesta junto a la bolsa —el ruido sonó como una nota discordante en medio del silencio— y luego empezó a clasificar de forma sistemática todo aquello. Colocó el arpa vertical con mucho cuidado; los odres de agua junto a ella, luego el farol, la ballesta, las saetas que le quedaban; todo colocado en una perfecta hilera, una cosa junto a la otra. Fran la observó durante un rato; luego, decidido a no dejarse intimidar aunque era consciente de que podría empeorar las cosas en lugar de mejorarlas, dijo con calma:

—Tendrás que hablar de ello alguna vez. No puedes ni debes guardártelo para ti, porque se te infectará como una herida.

Las manos de Índigo se detuvieron en el aire. Durante unos momentos permaneció inmóvil, luego levantó la cabeza y lo miró.

No lloraba, como él había medio esperado que haría. En lugar de ello, parecía calmada, y llena de sensatez... y vieja.

—Sí —repuso sin emoción—. Me doy cuenta de ello. Pero en este momento me preocupan más los hechos que las palabras.

Fran se sintió mortificado por su reacción; y, aunque de forma irracional, desilusionado. Había esperado que lo necesitase, que necesitase su fuerza como hubiera sucedido con cualquiera de sus hermanas, y habría estado totalmente dispuesto a ofrecerla. La adrenalina producida por el encuentro con los lobos fantasmales seguía corriendo por sus venas, y deseaba incluir a Índigo en su triunfo y prestarle consuelo y segundad. Pero ella no los quería. No precisaba ni esperaba nada de él, y bajo la firme mirada de la muchacha se sintió reducido de héroe a criatura superflua.

Sintió una oleada de furia; pero la reprimió al volver a mirar el rostro de Índigo y darse cuenta de que su rabia era como una débil vela comparada con el llameante horno que ardía en el interior de la joven. Se sintió avergonzado, y se puso en pie, atravesando la suave capa de hierba corta hasta donde la muchacha permanecía agachada sobre su cuidadoso inventario. Ella no volvió a mirarlo, y se limitó a decir: —Todo está aquí. —Índigo, ¿qué piensas hacer? Ahora sí que ella volvió a levantar la vista. —¿Qué crees? —Su voz era cortante, y se volvió para mirar el oscuro jardín—. Voy a buscar esa cosa, y la voy a destruir.

—¿Al demonio? —¿Qué otra cosa?

Se puso en pie; luego la rígida cólera que le había dominado, cristalizó bruscamente y se llevó ambas manos al rostro, echándose hacia atrás los enmarañados cabellos con un violento gesto.

—Fran, ¡tú la has visto! Ya no era Grimya. ¡Estaba poseída! Ni siquiera me reconoció. Y esos monstruos que la acompañaban...

—Eran fantasmas —repuso Fran—. Vi lo que sucedió cuando intentaste dispararle a uno.

Índigo, no podría ser que Grimya sea...

No lo dejó terminar, ya que sabía lo que iba a decir; también ella se había hecho la misma pregunta, pero de forma fugaz ya que sabía la verdad.

—No. Grimya no es uno de ellos, no de esa forma. Está viva, es real. Pero le han hecho algo, han alterado su mente. —Aspiró con fuerza—. Hablamos de ello, ¿recuerdas?, sobre imágenes que te arrebatan de la mente y utilizan contra ti. Eso es lo que esa cosa ha hecho. Sabe lo que Grimya significa para mí, y la ha capturado y la ha pervertido, y ahora es un arma en sus manos. —Aspiró de nuevo, y echó la cabeza atrás con violencia, sus cabellos se agitaron y estuvieron a punto de golpear a Fran en los ojos—. La liberaré. De alguna manera... porque soy más fuerte que cualquier ilusión que pueda producir este mundo.

—Somos más fuertes. —Fran extendió una mano y la posó sobre su brazo.

Ella lo miró, lanzó una breve carcajada sin humor y asintió una vez.

—Sí; desde luego. Somos más fuertes.

—Aún no sabemos ni la mitad de lo que podemos ser capaces de conseguir, ¿no es así? —Esbozó una forzada sonrisa—. Primero música, luego fuego, por último la verja. Como he dicho antes, aprendemos deprisa.

Era cierto; pero mientras los últimos restos de su furia se disipaban, Índigo se vio forzada a reconocer que aún les faltaban más lecciones que recibir. Más tranquila, rememoró su arrebato y se dio cuenta de lo vacío de sus palabras. Ella y Fran podían muy bien ser más fuertes que cualquier cosa que aquel mundo de fantasmas pudiera lanzar contra ellos, pero la clave que liberaría toda la potencia de esta fuerza estaba aún fuera de su alcance. Esti seguía esquivándolos. Y ellos seguían sin encontrar el menor rastro de Constan y de Cari, y, además, tampoco tenía el poder de liberar a Grimya del encantamiento que la había enloquecido.

Un suave y furtivo crujido se mezcló con sus pensamientos. Levantó los ojos y, por vez primera desde su precipitada entrada a través de la verja, observó lo que la circundaba. El jardín. Árboles oscuros, suave hierba negra salpicada de flores, matorrales que se agitaban en la brisa. Tan atrayente, tan tranquilo, tan sereno... Y le pareció como si las hojas, que se movían agitadas por el aire, se rieran de ella.

Se inclinó sobre el lugar donde había alineado sus pertenencias, y cuando habló su voz era discordante.

—Estamos perdiendo tiempo. No quiero permanecer aquí. Quiero alejarme de este lugar.

—¿Alejarte para ir adonde? —Fran se llevó las manos a las caderas y contempló la oscuridad—. Me da la impresión que no hay nada más que el jardín.

—Sí. Y eso es precisamente lo que el demonio quiere que creamos.

Índigo giró en redondo y hundió un talón en la hierba a sus pies con el deseo de arañar y estropear su inmaculada superficie. Desde la verja el jardín se perdía en la lejanía flanqueado por dos elevados muros de piedra. Podía ver más de aquellos esbeltos árboles, y las paredes estaban cubiertas de plantas trepadoras, rosas en plena floración que relucían pálidas y límpidas bajo la luz crepuscular. El extremo opuesto resultaba invisible; no había más que un gradual emborronamiento y fusión en un único tono oscuro. ¿Otro panorama interminable, como el páramo? ¿O se encontrarían con nuevos muros de piedra, esta vez sin una verja que pudieran atravesar?

Miró otra vez a los árboles. La brisa había cesado, y la quietud producía la desagradable impresión de que el jardín contenía el aliento, de que esperaba algo, Índigo levantó la funda de cuero que contenía su arpa y acarició su superficie con cuidado. Del instrumento guardado en su interior se escapó una nota discordante, que fue ahogada por la funda, pero sus menguantes ánimos se elevaron un poco.

—Creo —dijo—, que deberíamos seguir andando y ver qué nos espera al final del césped.

Y en mi opinión, mientras andamos deberíamos considerar qué es lo que queremos encontrar allí.

Fran le dirigió una mirada penetrante.

—A Esti —respondió el muchacho sin dudar y con energía—. Eso es lo que yo quiero encontrar. A Esti, ilesa y esperándonos. —Empezó a recoger la bolsa, luego se detuvo—. El farol se ha apagado. ¿Crees que debiéramos volver a encenderlo?

—La vela no durará eternamente —repuso Índigo, negando con la cabeza—. Lo mejor será ahorrarla.

—Pero los lobos...

—No pueden entrar. No pueden seguirnos; ni siquiera Grimya puede. —Se estremeció—. Debo seguir creyéndolo. No debo pensar en ella. Sólo en Esti.

Empezaron a avanzar por la prolongada extensión de césped. La atmósfera resultaba más fantasmagórica que nunca; la brisa no había vuelto a soplar y el silencio era claustrofóbico. Sus pies no dejaban huellas sobre la impoluta hierba, y en una ocasión en que pisó una de las diminutas flores, Índigo comprobó que ésta no mostraba la menor señal de haber sido aplastada. Intentó concentrarse en pensar tan sólo en Esti, pero no resultaba fácil; su cólera reprimida volvía a hacer acto de presencia, y el recuerdo de los llameantes ojos embrujados de Grimya pugnaba por regresar a su mente. De repente, un matorral se agitó sin un motivo aparente y algo muy parecido al pánico se apoderó de ella.

—Fran. —Dejó de andar—. Fran, no sirve de nada. No puedo aclarar mi mente. Sólo la Madre sabe qué puede aparecer si no consigo dominar mis pensamientos.

Fran miró con atención la oscuridad durante unos instantes, luego volvió la cabeza. La verja resultaba invisible ahora, pero el césped se extendía delante de ellos sin dar la menor señal de terminar. Se pasó la lengua por los labios.

—Háblale a Esti —dijo, y señaló a la oscuridad—. Háblale, como si estuviera aquí y la saludáramos y nos dirigiéramos a su encuentro.

—Sí...

Valía la pena intentarlo; podía concentrar la conciencia y aplastar los pensamientos subconscientes. Sintiéndose algo ridícula, Índigo levantó la voz.

—Esti. —«Imagina que se acerca a ti. Está bien, no está hechizada: no es más que la Esti que siempre has conocido»—. ¡Esti!

—¡Esti! —La voz de Fran se unió a la suya—. En el nombre de la Madre, ¿dónde has estado? Te hemos buscado como locos. ¿Por qué has huido?

El muchacho mostraba una amplia sonrisa, apelaba a todos sus recursos artísticos, representaba su papel a la perfección. Estimulada por su ejemplo, Índigo pensó en la Compañía Cómica Brabazon y se dijo con determinación que esto no era más que otra representación, sobre un desvencijado escenario de madera, bajo la luz de las antorchas, ante una multitud que esperaba que se la distrajera.

—No te enojes con ella, Fran —dijo, entrando en el juego y reuniendo nueva confianza— No ha pasado nada malo, y volvemos a estar juntos.

—Cierto, pero, Esti, si nos vuelves a dar otro susto como éste, te... —Pero no pudo articular ningún sonido porque las palabras se ahogaron en su garganta.

Sucedió tan rápido que Índigo siguió andando algunos pasos por delante de Fran antes de que la sorpresa la obligara a detenerse con un sobresalto. Un momento antes no había existido nada excepto el interminable césped que se perdía delante de ellos; pero al momento siguiente, el césped había desaparecido y una pared de piedra les cerraba el paso. Un arco se abría en la pared, y bajo su piedra angular había una mujer de rojos cabellos.

La sorpresa dio paso a la alegría, e Índigo exclamó llena de júbilo:

—¡Esti!

Pero Fran no dijo nada. En lugar de ello dejó caer la bolsa que transportaba y permaneció sin moverse, como si una terrible fuerza lo hubiera paralizado de repente con violencia. Sólo sus ojos seguían animados, y estaban llenos de horror.

Sin comprender, Índigo volvió a mirar a la mujer, y entonces vio que, aunque sus cabellos eran del mismo brillante color que los de Esti, y su nariz poseía la misma coqueta inclinación, era muchos años mayor, el rostro marcado por las líneas de expresión que

denotaban a la vez edad y larga experiencia.

La comprensión la golpeó como un puñetazo. Se volvió hacia Fran, vio la confirmación en sus afligidos ojos, y le oyó decir en una voz débil y ahogada:

—¿Mam... ?

—Fran, no. —Índigo levantó una mano para impedirle el paso, aunque él no hizo la menor señal de querer moverse—. ¡Es un fantasma!

Los músculos de la garganta de Fran se movieron, y por fin consiguió articular:

—Lo... sé.

La mujer sonreía, cariñosa y con una cierta expresión de reproche, como si se pusiera a prueba su indulgencia. Fran la miró fijamente, luego su garganta se movió otra vez de manera espasmódica.

—Mi madre está muerta. No es ella, no puede ser ella. —Un escalofrío le recorrió el cuerpo, rompiendo la parálisis—. Hazla desaparecer, Índigo. Por favor: ¡elimínala!

—No... no creo que pueda. —Lo miró llena de preocupación—. La han sacado de tu mente, igual que sacaron al Caminante Pardo de la mía. No puedo hacer que desaparezca con mi fuerza de voluntad.

La figura ladeó la cabeza a un lado, y sus labios hicieron una mueca de burlona consternación. A Índigo se le puso la carne de gallina al decirle su instinto que la aparición —y por lo tanto su creador— habían oído su conversación. Entonces, la figura levantó los brazos y los tendió hacia adelante.

—Eh, vamos, Fran. Ven con tu madre. Ven para que te consuele.

—¡No!

El alarido de Fran rasgó la sofocante penumbra, y, con una mano, el muchacho apartó el brazo de Índigo que intentaba contenerlo, mientras con la otra sacaba el cuchillo de la funda que pendía de su cinturón. La hoja centelleó mortífera... y Fran salió corriendo como una liebre, dirigiéndose hacia el arco y el sonriente fantasma con el cuchillo alzado para matar.

—¡Fran, regresa!

Índigo se tambaleó, agitó los brazos, recuperó el equilibrio y corrió tras él mientras el muchacho se precipitaba en dirección a la abertura de la pared. La aparición lanzó una inhumana carcajada, giró con la velocidad de un derviche y se perdió en la oscuridad, y Fran, aullando todavía, atravesó el arco en su persecución.

¡Fran!

Índigo tuvo una premonición, y lanzó una desesperada advertencia; pero Fran no le prestó atención; no era más que una mancha borrosa en la oscuridad y ella forzó sus músculos a efectuar un último y frenético esfuerzo para alcanzarlo antes de que...

Se estrelló con un tremendo impacto, con el rostro por delante, contra la sólida pared de un muro de piedra sin fisuras.

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