CAPÍTULO 6


Los habitantes de la ciudad habían hecho todo lo posible, pero la reunión estaba condenada al fracaso desde el principio. Al penetrar en la plaza principal de Bruhome con los Brabazon —todos excepto Honestidad y Gentileza, que se habían quedado para cuidar de Cari—, Índigo sintió inmediatamente la peligrosa inestabilidad que acechaba bajo tensión reinante como un ascua bajo un barril de pólvora. Una chispa, una palabra o un gesto fuera de lugar, y la ciudad se amotinaría.

La plaza tenía un aspecto fantasmal. La negrura del cielo era muy intensa, la oscuridad caía al suelo como una mortaja, espesa, asfixiante y antinatural. Ardían antorchas en cada poste, se habían colgado faroles por toda la plaza y también se los había colocado en todas las grietas disponibles, pero su llameante luz parecía dar muy poca iluminación real y la aplastante impresión que se recibía, mientras el gentío atemorizado se apretujaba y empujaba, era una escena procedente de alguna pesadilla febril.

Índigo rodeó con un brazo a Piedad, que se abrazaba con fuerza a su cintura. Por un instante deseó que hubieran hecho caso, después de todo, al disidente del prado, y al menos hubieran intentado escapar de la ciudad; pero el impulso murió enseguida. Había visto el bosque; conocía la verdad; a lo mejor la había conocido incluso antes de la revelación hecha por el Burgomaestre Mischyn. Algo diabólico había hecho su aparición en Bruhome. El tercer demonio de los siete. Ya no podía haber duda sobre ello ahora, ni la menor duda. Pero si el tercer demonio estaba aquí, ¿cuál era su naturaleza? La pregunta le produjo un escalofrío de temor, ya que parecía como si este poder diabólico careciera de núcleo, no tuviera nada que ella pudiera identificar y desafiar. La plaga, la enfermedad, las desapariciones, el bosque, incluso la llegada de esta malévola y anormal noche, no eran más que manifestaciones. Había algo maligno, algo muy maligno aquí, pero a menos que pudiera encontrar la clave ella y Grimya estaban tan atrapadas e indefensas como los habitantes de la ciudad.

En un balcón que colgaba sobre la plaza desde la imponente fachada de la Casa de los Cerveceros, alguien había empezado a hablar, Índigo miró hacia arriba y vio al Burgomaestre Mischyn flanqueado por dos de sus funcionarios; intentaba dirigirse a la multitud, pero nada más verlo la gente había avanzado hacia él. Empezaron a gritar, a suplicar y a arengar por turnos. Una trompa resonó ensordecedora mientras la milicia intentaba establecer alguna forma de orden, pero fue inútil. El alboroto aumentaba, el temor alimentándose del temor; una antorcha se estrelló contra el suelo cuando la presión de la gente resultó ser demasiada para el elevado poste que la sujetaba, y se escucharon gritos y alaridos de dolor antes de que un grupo de hombres con más presencia de ánimo que la mayoría consiguieran apagar las llamas a pisotones. Por encima de todo aquel estruendo, Índigo podía escuchar la ocasional y desesperanzada súplica: «Amigos míos... amigos míos... » que salía de los labios de Mischyn, pero la multitud estaba sorda a sus ruegos. Dos hileras de vigilantes empezaron a avanzar hacia adelante desde la puerta principal de la casa en un valiente intento de hacer retroceder a la gente, pero el gesto, aunque bien intencionado, no hizo más que empeorar las cosas. La oleada de pánico se descontrolaba.

De repente un alarido rasgó la oscuridad, y un pequeño grupo en el otro extremo de la muchedumbre empezó a gritar, Índigo percibió la naturaleza de los gritos: horror, conmoción, incredulidad, antes de que otros muchos se hicieran eco y se esparcieran como una oleada por la multitud.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? —Esti, junto al codo de Índigo, saltaba sin cesar en un vano esfuerzo por ver por encima del océano de ondulantes cabezas.

—¡No lo sé! —Índigo tuvo que gritar para hacerse oír—. Algo allá al fondo...

A su espalda la luz se derramó sobre los adoquines al abrirse una puerta. Volvió la cabeza de forma automática y vio que alguien salía de una de las tres casas estrechas que se alzaban muy apretadas entre una taberna y una panadería; por un momento, al no advertir nada extraño, hizo intención de volver otra vez en dirección al alboroto...

Entonces se quedó totalmente inmóvil, al darse cuenta su mente de lo que habían visto sus ojos.

La mujer que salía de la casa iba descalza y llevaba puesto tan sólo un camisón, y su piel tenía la blancura enfermiza de un pescado muerto. Sus ojos estaban fijos al frente, sin ver, y su boca estaba curvada en una sonrisa beatífica pero estúpida. Aquellos que estaban más cerca de ella retrocedieron aturdidos; alguien reprimió una maldición, y la mujer vaciló sólo un instante antes de darse la vuelta y desaparecer con un terrible aire de determinación por una de las calles laterales.

—¡Índigo! —le siseó Esti al oído, aterrorizada—. ¿Has... ?

—Lo he visto.

El corazón de Índigo latía con fuerza; a su lado Grimya tenía todos los pelos del lomo erizados en señal de alarma, y la muchacha estiró el brazo para agarrar con fuerza el collarín de la loba.

—¡Santo cielo, allí hay otro! —exclamó Esti, y señalaba—. ¡Allí, mira, mira!

Un niño, desnudo, con aquella misma palidez fantasmal en todo el cuerpo, se movía a lo largo de un extremo de la plaza, sin prestar atención a nadie, absorto en sí mismo. Nadie intentó detenerlo, al igual que con la mujer la gente retrocedía, demasiado sorprendida para reaccionar. Y de la panadería situada junto a las tres casas estrechas salió otro más, un anciano incongruente en su camisa y gorro de dormir, con el rostro lívido, los ojos en blanco, y sonriente.

Uno a uno, bajo las miradas paralizadas de sus conciudadanos, los hombres, mujeres y niños que habían sido víctimas de la misteriosa enfermedad de Bruhome salían de sus casas. Poco a poco el alboroto de la plaza se transformó en un silencio horrorizado a medida que la gente se daba cuenta de lo que sucedía, pero todos seguían sin moverse para interceptar el paso de los sonámbulos o intentar detenerlos. La sorpresa los había paralizado allí donde estaban: sus mentes agobiadas habían cerrado los postigos, incapaces de aceptar este nuevo ataque, y permanecían inmóviles mirando, impotentes, incapaces de cualquier respuesta racional.

De pronto, una voz ronca procedente del balcón rompió el encantamiento; era el Burgomaestre Mischyn que gritaba:

—¡Frenni! ¡No! ¡Mi pequeño Frenni no!

Giró en redondo, atravesó las puertas del balcón a toda velocidad, y mientras corría escaleras abajo en dirección a la puerta principal, Índigo lo oyó gritar a su hijo:

—¡Frenni, no! ¡Regresa!

El hijo de Mischyn... De repente una terrible idea apareció en su mente y se volvió, agarrando el brazo de Constan.

—¡Constan! ¿Y Cari?

Constan la miró como si fuera la primera vez que la veía. Su rostro estaba en blanco, sin comprender, pero Fran y Esti la habían oído, y tomaron a su padre por los hombros, zarandeándolo.

—¡Papá! ¡Papá, Índigo tiene razón!

—¡Papá, los durmientes! ¡Se despiertan: Cari está en peligro!

Como un hombre que despertase bruscamente de un oscuro sueño, la comprensión regresó a los ojos de Constan a medida que sus súplicas penetraban en su aturdido cerebro. Aspiró con un terrible sonido:

—¡Cari... mi Cari... Oh, Madre Poderosa!

Y se dio la vuelta, echando a correr por entre la gente.

—¡Esti..., Índigo..., traed a las pequeñas! ¡Hemos de regresar al prado!

Fran salía ya en pos de su padre, Índigo y Esti intercambiaron una mirada horrorizada, luego Esti empezó a chillar los nombres de los niños, para que se reunieran con ella.

—¡Cogeos de las manos! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vamos!

Se pusieron en marcha en caótica confusión; pisaban los pies de la gente, golpeaban estómagos para abrirse paso, atravesaron como pudieron todo aquel gentío. Cuando consiguieron llegar al otro extremo de la plaza, Constan y Fran se habían perdido ya de vista y la muchedumbre se había reducido. A Índigo le pareció ver a lo lejos una forma pálida que avanzaba por una callejuela...

Empezó a correr.

—¿Honi?

Honestidad levantó los ojos para mirar a su hermana menor. Gentileza estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina, la frente arrugada mientras arrancaba hilos del dobladillo de su falda como obsesionada.

—¿Qué? Deja de hacer eso, Gen; vas a estropearla.

Los ojos de Gen brillaban en la mal iluminada carreta. Por un momento su labio inferior tembló; luego dijo:

—Honi, tengo miedo.

Honi suspiró.

—Todos estamos asustados, gatita. Excepto, a lo mejor, papá, pero incluso él...

—No quiero decir eso. No de la oscuridad. Quiero decir, sí eso me asusta, pero... — Dirigió una nerviosa mirada al jergón y a su silencioso ocupante—. Creo que aún me asusta más Cari. La forma en que está ahí tumbada, como si estuviera... —Se detuvo, incapaz de pronunciar la palabra muerta.

Honi la comprendió. También ella se había sentido inquieta desde que los demás marcharan a la ciudad, dejándolas a las dos para que cuidaran de su hermana; pero desde lo más profundo de sus trece años estaba decidida a no admitirlo, y menos que a nadie a Gen, que sólo tenía diez años y no podía comprender aún las responsabilidades propias de los adultos.

—¿Quieres ir a la otra carreta? —sugirió.

Gen sacudió la cabeza.

—No si he de ir sola. Eso es aún peor.

—Bueno... —Honi miró al exterior por la puerta semi-abierta—. Te diré qué haremos: saldremos fuera unos minutos. Podemos coger un farol, y no haría ningún daño que echáramos una mirada a los animales, de todas formas.

Gen aceptó la propuesta agradecida, y descendieron en silencio los escalones de la carreta. Honi dejó que Gen llevara el farol, y a su tambaleante resplandor comprobaron que los ponis y los bueyes estaban bien. Todo parecía estar bien. Honi volvió a llenar los cubos de agua en el río, pero eso fue todo. Por fin se dieron la vuelta, sin que ninguna de las dos quisiera admitir su repugnancia, y desandaron sus pasos para regresar a la carreta.

—Honi... —dijo Gen, deteniéndose.

Honi sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Qué sucede? ¡Gen, no me des esos sustos!

—¡Chisst! Escucha... he oído un ruido, en la carreta...

Honi empezó a decirle enojada que no fuera tan...

Pero las palabras murieron en su garganta cuando Cari apareció en el escalón superior.

—¡Cari!

El chillido de Gen hizo que los ponis relincharan asustados. Dio un paso atrás, llevándose ambas manos a la boca, y Honi contempló a su hermana con incredulidad.

—¿Cari? Cari, ¿estás bien?

La esperanza y el temor se mezclaron en su voz y dio un paso hacia adelante. El rostro de Can mostraba una sonrisa extraña y horrible; sus ojos se clavaron en Honi y más allá de ella, y Honi se dio cuenta con un sobresalto de que fuera lo que fuese lo que su hermana veía, no se trataba de la noche, ni del prado, ni de las distantes luces de Bruhome. Despacio,

y con una flaccidez peculiar que hacía que sus pies desnudos descendieran con un pesado golpe sobre cada peldaño, Cari bajó al suelo, y empezó a alejarse con aire decidido.

—¡Cari!

Una oleada de preocupación ahogó los temores de Honi, y ésta corrió a cortar el paso a su hermana; la tomó por el brazo y tiró de ella.

—¡Cari, despierta! ¡Soy yo, Honi! ¡Oh, Gen, ayúdame!

Gen dejó el farol en el suelo y corrió hacia ella, pero antes de que uniera sus fuerzas a las de Honi, Cari se volvió y miró a los ojos a su hermana. Honi retrocedió asustada ante aquella mirada vacía, ante el rictus embelesado de sus labios; entonces la mano libre de Cari se alzó y la golpeó con fuerza en el rostro.

Honi se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo húmedo mientras Cari, con indiferencia, volvía el rostro y continuaba andando en dirección a la puerta de acceso al prado. Gen tiró de su hermana para ponerla en pie y durante un confuso instante las dos no se sintieron capaces de hacer otra cosa que no fuera contemplar impotentes cómo la figura de Cari se perdía en la penumbra. Entonces Honi aulló:

—¡Cógela, Gen! ¡Cógela, Gen, rápido!

Corrieron en pos de Cari, la alcanzaron y cada una la sujetó por un brazo, tirando de ella hacia atrás con todas sus fuerzas; pero los pies de Cari siguieron moviéndose como si fuera un autómata, y su fuerza resultaba increíble, tanto que Honi y Gen se vieron arrastradas durante varios metros antes de que pudieran clavar los talones en la blanda tierra y obligarla a detenerse. Cari se detuvo. Durante un momento permaneció rígida, paralizada; luego, con tal rapidez y ferocidad que cogió totalmente desprevenidas a las otras dos muchachas, giró en redondo, desasiendo sus brazos de las manos que los sujetaban. Honi vio su rostro, y los ojos que la contemplaron por encima de la inmutable sonrisa tenían una expresión enloquecida: gritó, horrorizada, y Cari se abalanzó contra Gen, la levantó del suelo y la arrojó lejos. El débil grito de Gen mientras volaba por los aires se cortó con un jadeo y un nauseabundo ruido sordo, y Cari se volvió para mirar de nuevo a Honi como si la desafiara a arriesgarse a recibir un tratamiento similar.

—¿Cari... ? —La voz de Honi era un quejido lastimero—. Cari, ¿qué te ha sucedido? Gen; está... ¡Oh, por la Madre! —Y, cegada por lágrimas de desconcierto, se dio la vuelta y corrió a donde yacía Gen.

—¡Gen! Gen, gatita, ¿estás bien?

Se dejó caer de rodillas, y le apartó a Gen los cabellos del rostro. La niña estaba inconsciente y respiraba con dificultad: se había golpeado la cabeza con una piedra que estaba medio enterrada, y brotaba un oscuro hilillo de sangre de una fea abertura justo debajo del nacimiento del cabello.

No podía dejar a Gen allí en el suelo. Tenía que llevarla a la carreta, luego correr a la ciudad en busca de su padre, o de Esti, o de Índigo. Ellos sabrían qué hacer. Pero eso significaría dejar a Gen sola. No había nadie más aquí que pudiera cuidarla; todo el mundo había ido a la reunión. ¿Y si le sucedía algo mientras ella no estaba? ¿Qué era lo mejor? ¿Qué debería hacer?

Honi alzó la cabeza y contempló afligida el prado desierto. Cari había desaparecido. Cari la había golpeado, y herido a su hermanita, y se había marchado en medio de la oscuridad como aquellos extraños viajeros que habían encontrado en el camino. Y ella estaba sola; y asustada, muy asustada.

—¡Oh, papá... ! —Las palabras surgieron de la garganta de Honi en forma de profundo sollozo—. ¡Papá, vuelve! ¡Por favor, vuelve... !

Cuando Constan y Fran llegaron cinco minutos más tarde, encontraron a Honi arrodillada sobre la hierba bajo el pequeño círculo de luz de una lámpara, apretando a Gen contra ella. Aún lloraba; estaba demasiado angustiada para resultar coherente, y sólo cuando Fran corrió a la carreta, miró a su interior y vio el jergón vacío de Cari comprendieron lo que había

sucedido.

—¡Can! —gritó Constan a la oscuridad, el rostro crispado por el terror—. Cari, ¿dónde estás? ¡Can!

—No sirve de nada, papá.

Fran levantó en brazos a Gen. Esta, por fortuna, empezaba a moverse; y juzgó que aparte de algunas magulladuras y una cabeza dolorida pronto se encontraría perfectamente.

—Ni siquiera Honi sabe qué dirección tomó —siguió el joven. ¡Podría estar en cualquier parte!

—¿Pero adonde van todos ellos? —suplicó Constan con desesperación—. ¿Adonde?

Fran vio la luz de unos faroles que se acercaban, y escuchó el rumor de voces.

—Aquí están Índigo y los otros —dijo—. Papá, a lo mejor Grimya puede seguirle el rastro a Cari: ¡puede ser nuestra última oportunidad para encontrarla!

A causa del paso más lento de los más pequeños, Índigo, Grimya y el resto de los Brabazon se habían quedado muy retrasados, y en aquellos momentos cruzaban la entrada del prado. Fran corrió a su encuentro. En pocas palabras les contó lo sucedido, y preguntó a Índigo si Grimya podría ayudarles.

«Claro que puedo», dijo Grimya a Índigo al escuchar lo que el joven decía. «Pero no podemos perder tiempo. ¡Creo que Can corre un gran peligro!»

Y sin aguardar a que le dijeran nada más, corrió de regreso a la entrada y empezó a olfatear el suelo.

Fran la miró asombrado.

—Es como si comprendiera...

—Lo hace. —Índigo no intentó negarlo; no era momento para charadas—. No me preguntes sobre ello, Fran; limítate a seguirla. ¡Rápido!

Grimya ya había encontrado el rastro de Can, y se alejaba cautelosa en la oscuridad. Fran llamó a su padre, y los tres salieron en pos de la loba, mientras Constan gritaba a los otros por encima del hombro que se quedaran cerca de las carretas y no se movieran hasta su regreso.

Al llegar a la carretera, Grimya se detuvo, pero sólo por un momento antes de girar hacia el norte. Mientras la seguían, Índigo recordó el viaje que había realizado junto con Fran el día anterior, y se estremeció mientras se preguntaba hasta dónde pensaba ir Cari por aquella carretera, y qué la aguardaba a su fin.

—Deberíamos haber traído un farol. —La voz de Fran interrumpió sus pensamientos cuando el muchacho se colocó a su lado—. La carretera es como un surco arado. Es muy fácil torcerse un tobillo.

—Ahora ya es demasiado tarde.

Ambos estaban sin aliento, y se comían las palabras; la carrera desde la ciudad y la peculiar y asfixiante falta de aire de aquella oscuridad había agotado parte de sus energías.

Y la oscuridad se intensificaba a medida que las luces de Bruhome quedaban atrás, dando más énfasis a la advertencia de Fran. Índigo apenas si podía ver los brillantes cabellos de Constan, que iba delante de ella, y cuando, experimentalmente, extendió una mano ante su rostro, su contorno apareció vago y borroso.

«Grimya. » Proyectó el pensamiento apremiante. «Apenas si podemos ver en esta oscuridad. ¡No nos dejes muy atrás!»

La silenciosa voz de la loba le respondió:

«¡No me atrevo a esperar! Creo que hay alguien delante de mí a lo lejos, y podría ser Cari. »

«Entonces mantente en contacto conmigo. No dejes de decirme donde estás. »

«De acuerdo. De momento, todo lo que debéis hacer es permanecer en la carretera. » Se produjo una pausa, luego: «La figura está más cerca ahora. Creo que es ella, pero no estoy segura. Cuando lo sepa, gritaré. »

Durante un poco más —pudieron ser minutos o segundos; la negrura y su propio nerviosismo distorsionaban cualquier juicio normal— los tres siguieron adelante a trompicones. Entonces, de repente, un sonido que helaba la sangre resonó a lo lejos, en la oscuridad: el potente y ululante aullido de un lobo.

—¡Que la Madre nos proteja! —exclamó Fran con furia.

—¡Es Grimya! —Índigo lo sujetó por el brazo para evitar que cayera cuando pareció que iba a perder el equilibrio en la desigual superficie de la carretera—. ¡La ha encontrado!

Unos segundos más tarde Grimya surgió corriendo de la penumbra.

«¡Indigo! ¡He encontrado a Cari, pero está en peligro! ¡El bosque negro atraviesa la carretera más adelante, y ella se dirige directo hacia él!

—¿El bosque? ¡Oh, no!

Horrorizada, Índigo habló en voz alta antes de poder contener su lengua. Constan la miró, lanzó un inarticulado grito y echó a correr, sin preocuparle el mal estado del sendero.

—¡Constan! —gritó Índigo—. ¡Ten cuidado! —No le hizo caso y la muchacha lanzó una imprecación—. ¡Deprisa, Fran! ¡Grimya dice que tenemos el bosque justo enfrente: si Constan choca contra esas espinas, lo atravesarán!

Fran abrió los ojos de par en par.

Grimya dice...

—¡No puedo explicarlo; no hay tiempo! ¡Vamos!

Corrieron tras Constan, que ya les llevaba cierta delantera. Grimya lo alcanzó, y empezó a saltar sobre él para intentar desviarlo, pero la ignoró y siguió adelante, tambaleándose como un borracho enloquecido. Y entonces Índigo vio una negrura más intensa que se alzaba en la anormal oscuridad; una masa enorme e informe que bloqueaba la carretera. Oyó el malévolo crujir de las hojas, el suave frotar de una rama contra otra, el débil y siniestro entrechocar de las espinas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Constan! ¡Constan, detente! ¡Si valoras tu vida, detente!

Constan estaba a menos de diez metros de los mortíferos árboles. Y delante de él otra cosa se movía en la penumbra; una delgada figura, pálida, fantasmal, que avanzaba como si estuviera en trance.

¡Constan!

Índigo obligó a sus piernas a correr más deprisa, sin embargo sabía que no tenía la menor esperanza de poder alcanzar a Constan antes de que llegara a las espinas. Y, ahora sólo a dos pasos por delante de su padre, Cari se acercaba al linde del monstruoso bosque.

Las espinas se separaron. Su entrechocar se convirtió en un repentino frenesí, y las deformes ramas se apartaron para formar un negro túnel, como unas voraces fauces abiertas, que conducían a las impenetrables profundidades del bosque. Cari no titubeó y penetró sin pensárselo en las oscuras fauces. Y Constan, aullando su nombre, se abalanzó ciegamente hacia adelante para intentar alcanzarla y saciarla de allí.

—¡No! —gritó Índigo, desesperada—. ¡Constan, regresa! ¡Grimya! ¡Grimya, detenlo!

Grimya se lanzó hacia adelante. Sus dientes se cerraron sobre la manga de Constan; éste sacudió el brazo para quitársela de encima; entonces, de repente, pareció perder el equilibrio, cayendo hacia adelante. Su mano se agarró a un mechón de cabellos de Cari; Grimya saltó de nuevo e intentó sujetarlo otra vez...

El bosque se cerró a sus espaldas, encerrándolos a los tres tras una sólida pared de espino.

Índigo chilló:

«¡Grimya!», y se arrojó contra la negra barrera, golpeando y pisoteando las ramas, las hojas, las espinas, luchando por abrirse paso.

Su voz se elevó histérica, gritando el nombre de Grimya una y otra vez, hasta que tiraron de ella hacia atrás y la arrojaron al suelo con violencia, gritando y debatiéndose todavía. Sintió que algo pesado la aplastaba, e intentó apartarlo a patadas, a mordiscos, arañando, escupiendo; luego, un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza se abrió paso por entre su locura, derrotándola, y de repente se dejó caer hacia atrás, agotadas todas sus fuerzas.

Estaba tumbada panza arriba sobre la carretera, con Fran sentado sobre su estómago. El muchacho tenía mechones de sus cabellos en las manos; presa de total desesperación, no sabiendo de qué otra manera dominarla, le había golpeado la cabeza —no con furia, pero lo bastante fuerte como para que le doliera— contra el suelo hasta que dejó de gritar y debatirse; y ahora, mientras el pánico se desvanecía, se miraron el uno al otro en mutuo y mudo horror.

Grimya... —repitió Índigo con voz apenas audible—. ¡Oh, Fran... ! —Cerró los ojos y su boca se torció en una fea mueca mientras hacía un esfuerzo por no echarse a llorar.

Fran se incorporó pesadamente, se palpó el cinturón y sacó el cuchillo de su funda.

—A lo mejor puedo abrir un camino. No puede haber ido muy lejos aún.

—No. —El péndulo había regresado a su lugar; tras la histeria llegaba el frío raciocinio— No funcionará, Fran. Ningún cuchillo puede cortar esos árboles...

—¡Al menos puedo intentarlo!

Fran corrió hacia el bosque, con el cuchillo alzado, y empezó a golpear las ramas. Durante varios minutos siguió así, acuchillando la negra vegetación, mientras sus juramentos se volvían más y más sonoros y furibundos; luego, por fin se echó hacia atrás, respirando de forma entrecortada y con el sudor bañándole el rostro.

—¡No puedo! —Su voz sonaba como la de un niño desconcertado—. ¡No le hace el menor efecto! —Y se volvió de cara a los árboles de nuevo—. ¡Papá! ¡Cari! ¡Papá, respóndeme! ¡Papá!

Los anormales árboles se agitaron sigilosos, pero no se escuchó ningún grito de respuesta. Temblorosa, Índigo se levantó del suelo. Mientras se acercaba a él, Fran se volvió hacia ella sollozante, y se abrazaron con fuerza y en silencio, en un intento de aliviar su desdicha compartida.

Al poco Fran retrocedió. Temblaba, y sus mejillas estaban húmedas, pero su rostro mostraba una expresión decidida a pesar de que parecía reacio a encontrarse con los ojos de Índigo.

—Hemos de regresar —dijo—. Hemos de decírselo a los otros. —Aspiró con fuerza, rabioso—. Regresaremos con antorchas. Quizá podamos abrir un paso quemándolo.

—No lo creo —respondió Índigo con voz hueca—. Sean lo que sean esos árboles y vengan de donde vengan, no creo que el fuego les afecte más que los cuchillos.

Se revolvió contra ella.

—¡Bueno, pues hemos de hacer algo! ¿No lo comprendes? ¡Papá y Cari están ahí!

—Y Grimya.

—Sí, ¡y Grimya! ¡Y hemos de sacarlos!

«Si ya no es demasiado tarde», pensó Índigo, y al instante lo lamentó. Grimya no podía morir: eso era una parte de su propia maldición que la loba compartía. Pero podía sufrir. Y Constan y Cari eran otro asunto...

Levantó los ojos de nuevo hacia los árboles. Sus copas resultaban invisibles, mezclándose con la espesa noche. Y el susurro de sus hojas sonaba a sus inflamados sentidos como una burlona e irónica risa.

Índigo tomó la mano de Fran.

—Vamos —dijo en voz baja—. Quizá tengas razón; quizás el fuego funcionará. Al menos vale la pena probarlo. Regresemos al campamento, deprisa.

Se alejaron por la carretera, y la risa de los árboles pareció seguirlos, hasta que incluso los pequeños y malévolos ecos de las crujientes ramas y las susurrantes espinas quedaron ahogados en el amenazador silencio de la oscuridad.

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