VI — El «Purgatorio»



Llegó la mañana. La última mañana en la Tierra. Miré con tristeza por la ventana de mi habitación; el sol iluminaba resplandeciente. No tenía apetito pero me impuse a mí mismo y desayuné. Seguidamente me dirigí a «limpiarme» de los microbios terrestres. Esto duró más de una hora. El médico bacteriólogo me habló de cifras astronómicas, miles de millones de microbios habitaban en mis vestidos. Resulta que yo llevaba en mí el tifus, el paratifus, la disentería, la gripe, la tosferina y hasta casi el cólera. En mis manos fueron descubiertos bacilos del carbunclo y de la tuberculosis. Mis botas estaban infectadas de una serie de microbios de raras enfermedades. En mis bolsillos, el tétanos. En los pliegues de mi gabán, fiebres de malta y afta. En el sombrero, rabia, viruela, erisipela… Ante todas estas novedades yo empecé a temblar. ¡Cuántos invisibles enemigos aguardaban el momento de caer sobre mí y tumbarme! Se diga lo que se diga, la Tierra tiene sus peligros. Esto me concilió un poco con la idea del próximo viaje a las estrellas.

Fue necesario soportar un lavado de estómago e intestinos, además de someterme a nuevas radiaciones con aparatos desconocidos. Estos debían eliminar a los microbios dañinos que se encontraban en el interior de mi cuerpo. Terminé bastante atormentado.

— Doctor — dije yo—. Todas estas precauciones no van a dar ningún resultado. En cuanto salga de aquí, los microbios de nuevo van a lanzarse sobre mí.

— Esto es verdad, pero usted, cuando menos, se ha librado de aquellos microbios que había traído de la gran ciudad. En un metro cúbico de aire del centro de Leningrado hay miles de bacterias; en los parques sólo centenares, y ya en las alturas de Isaakiya tan sólo decenas. Aquí, en el Pamir, unidades. El frío y el fuerte sol, la ausencia de polvo y el clima seco son excelentes desinfectantes. En la Estrella Ketz tendrán que pasar de nuevo por el «purgatorio». Aquí la limpieza ha sido sólo superficial. Allí será a fondo. ¿Desagradable? Qué se le va a hacer. En compensación, ustedes podrán estar tranquilos porque no van a padecer ninguna enfermedad infecciosa. Cuando menos allí el peligro se ha reducido al mínimo. Aquí el riesgo es mucho mayor.

— Esto es muy consolador — dije yo, mientras me vestía con las ropas desinfectadas—, a menos que uno se queme, se asfixie, o…

— Quemarse y asfixiarse es posible también en la Tierra — me interrumpió el doctor.

Cuando salí a la calle, nuestro coche nos estaba ya esperando. Pronto Tonia salió de la sección femenina de cámaras de desinfección. Sonrió y se sentó a mi lado. El automóvil se puso en marcha.

— ¿Se ha lavado bien?

— Sí, el baño era excelente. Me he quitado de encima trescientos cuatrillones doscientos trillones cien billones de microbios.

Miré a Tonia. Fresca, bronceada, en sus mejillas aparecía el rojo. Ella se hallaba completamente tranquila, como si nos dirigiéramos al parque a dar un paseo. Sí, he hecho bien en aceptar volar con ella…

Mediodía. El sol cae casi vertical sobre nuestras cabezas. El cielo es azul, transparente como cristal de roca. Brilla en las montañas la nieve, azulean los helados ríos de los glaciares, abajo rumorean alegres los arroyos formando pequeñas cascadas, más abajo verdean los campos, y en ellos, como bolitas de nieve, se ven rebaños de ovejas que pacen. A pesar del caliente sol, el viento trae el helado aliento de las montañas. ¡Qué bonita es nuestra Tierra! Y dentro de algunos minutos la voy a abandonar para volar hacia el negro abismo del cielo. Verdaderamente, estas cosas es mejor leerlas en las novelas…

— ¡Mire, nuestro cohete! — gritó Tonia con alegría—. Se parece a una vejiga de pescado. Vea, el regordete doctor ya nos espera.

Salimos del automóvil, y yo como de costumbre ofrecí la mano al doctor, pero él las escondió rápidamente.

— No olvide que está usted desinfectado. No toque nada terrestre.

¡Ay! He renunciado a la Tierra. Menos mal que Tonia también es «celeste». La tomé de la mano, y nos dirigimos al cohete.

— He aquí nuestra obra — dijo el doctor, señalando el cohete—. Vean que no tiene ruedas. En lugar de rieles, se desliza por canales de acero. En el cuerpo del cohete hay unos pequeños hoyos para las bolas, y él resbala sobre éstas. La corriente para la carrera de despegue la proporciona una central eléctrica terrestre. Como conductor de la misma, sirve el canal de acero… Usted ya tiene un color de cara normal. ¿Se acostumbra? Muy bien, muy bien. Transmitan mis saludos a los habitantes celestes. Ruegue a la doctora Anna Ignatevna Melles, me transmita con el cohete «Ketz-cinco» el informe mensual. Es una mujer muy simpática. Una doctora con la menor práctica del mundo. Pero de todas maneras no le falta trabajo…

El aullar de la sirena ahogó las palabras del doctor. Se abrió la escotilla del cohete. Descendió la escalera.

— ¡Bueno, ya es hora! ¡Que lo pasen bien! — exclamó el doctor escondiendo de nuevo las manos a la espalda—. ¡Escriban!

La escalera tenía tan sólo diez peldaños pero mientras subía por ellos, mi corazón latía como si quisiera salir del pecho. Detrás de mí subió Tonia, luego el mecánico. El piloto hacía ya mucho que estaba en su sitio. Con dificultad nos instalamos en la estrecha cámara, iluminada por una lámpara eléctrica. La cámara era parecida a la cabina de un pequeño ascensor.

La puerta se cerró suavemente. «Como la tapa de un ataúd», pensé yo.

Los vínculos con la Tierra estaban rotos.




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