Con los trajes interplanetarios y las mochilas cohetes detrás de la espalda pasamos por la cámara atmosférica, abrimos la puerta y «caímos» al exterior. Un empujón con el pie fue suficiente para que nos encontráramos flotando en el espacio. En el cielo, de nuevo había «tierra nueva». Como una enorme «palangana» cóncava, la Tierra ocupaba medio horizonte «ciento doce grados», afirmó Kramer.
Yo vi el contorno de Europa y Asia, el norte cubierto por las manchas blancas de las nubes. En los claros se veían los brillantes hielos de los mares polares del norte. En los oscuros macizos de los montes asiáticos blanqueaban las manchas de los nevados picos. El sol se reflejaba en el lago Baical. Sus contornos eran precisos. Entre verdosas sombras serpenteaban los plateados hilos del Obi y Yenisey. Claramente se distinguían los conocidos perfiles de los mares Caspio, Negro y Mediterráneo. Se destacaban netamente el Irán, Arabia, la India, el Mar Rojo y el Nilo. Los contornos de la Europa Occidental aparecían borrosos. La península de Escandinavia estaba cubierta de nubes. Los extremos sur y occidental de África también se veían mal. Como una mancha desdibujada, un borrón, se destacaba entre el azul del Océano Indico, Madagascar. El Tíbet se veía maravillosamente, pero el este de Asia se sumergía en la niebla. Sumatra, Borneo, la sombra blancuzca de las costas occidentales de Australia… Las islas del Japón casi invisibles: ¡Maravilloso! Veía, al mismo tiempo, el norte de Europa y Australia, las costas orientales de África y el Japón, nuestros mares polares y el Océano Índico. Nunca el hombre había abarcado un espacio tan enorme de la Tierra con una sola mirada. Suponiendo que en la Tierra, al mirar cada hectárea, se gastara tan sólo un segundo, se necesitarían unos cuatrocientos o quinientos años para verla toda; tan grande es.
Kramer apretó mi mano y señaló un punto luminoso a lo lejos, el objetivo de nuestro viaje. Tuve que dejar de admirar el grandioso espectáculo de la Tierra. Miré a la Estrella Ketz y al cohetódromo, semejante a una gran luna reluciente. Lejos, muy lejos, en la oscura profundidad del cielo, se encendía y apagaba una desconocida estrella roja. Yo adiviné: un cohete que desde la Tierra venía hacia nuestro cohetódromo. Alrededor de la Estrella Ketz, en el oscuro espacio celeste, había muchas estrellas cercanas. Examinándolas con atención me percaté que ellas eran creaciones de la mano del hombre. Eran las «empresas auxiliares» de las que me había hablado el director; yo aún no las conocía. La mayoría tenían apariencia de cilindros luminosos, pero había otras diferentes: cubos, globos, conos, pirámides. Algunas construcciones tenían además anexos; desde ellas salían una especie de mangas, tubos o discos, la utilidad de los cuales era desconocida para mí. Otras «estrellas» lanzaban periódicamente rayos luminosos. Parte de ellas estaban sin movimiento, otras giraban despacio. Había también algunas que se movían unas cerca de otras, en grupos, unidas seguramente por cables invisibles a distancia. Con este movimiento, por lo visto, se creaba en ellas una gravedad artificial.
Kramer llamó de nuevo mi atención. Señalando el observatorio, acercó su escafandra a la mía y dijo:
— Tendrá tiempo de admirarlo. Apriete el botón del pecho y dispare. No podemos perder más tiempo.
Apreté el botón. Sentí un golpe en la espalda y salí disparado dando volteretas. El Universo empezó a dar vueltas. Tan pronto veía el Sol como la gigantesca Tierra, o el vasto espacio celeste cubierto de estrellas de diferentes colores. Lo veía todo confuso, la cabeza me daba vueltas. No sabía hacia dónde volaba, dónde estaba Kramer. Entreabriendo los ojos vi con espanto que caía vertiginosamente en el cohetódromo. Rápidamente apreté otro botón, recibí un empujón en el costado y salí hacia la izquierda del cohetódromo. ¡Qué desagradable sensación! Y lo peor, es que nada puedo hacer. Me contraía, me estiraba, me retorcía… ¡Nada ayudaba! Entonces cerré los ojos y apreté de nuevo el botón. Otro golpe a la espalda… El observatorio ya hacía mucho que lo había perdido de vista. La tierra azulada allá abajo se iluminaba. Su borde ya oscurecía: se acercaba la corta noche.
A la derecha se encendió una lucecita, seguramente una explosión del cohete portátil de Kramer. No, no voy a disparar más sin sentido. Estaba completamente desorientado. Y he aquí que en el momento crítico de mi desesperación, vi la Estrella Ketz en el lugar que menos esperaba. En mi alegría, sin darme cuenta, disparé mis cohetes y empecé otra vez a dar volteretas. Me entró miedo de verdad. Estos ejercicios de circo no eran para mí… Y de pronto algo me golpeó una pierna, luego el brazo. ¿No será un asteroide…? Si mis vestidos se rompen me convertiré instantáneamente en un pedazo de hielo y me asfixiaré… Sentí un hormigueo por todo el cuerpo. ¿Será posible? ¿Puede ser que tenga un agujero en mis vestidos y por allí penetra el frío interplanetario? Sentí que me asfixiaba. El brazo derecho está sujeto por algo. Oigo un golpe en la escafandra y luego la voz apagada de Kramer:
— Por fin le alcanzo. Me ha dado usted trabajo… Yo le creía más diestro. No dispare más, por favor. Saltaba usted de un lado a otro como un petardo de pirotécnica. Por poco le pierdo de vista. Podía perderse por completo.
Kramer apartó mi capa blanca, en la cual me había enredado por completo, y los rayos vivificantes del Sol me calentaron rápidamente. El aparato de oxígeno estaba en buenas condiciones, pero yo casi no respiraba debido a la excitación. Kramer me tomó por los sobacos, como en mi primera salida al espacio, disparó a la izquierda, a la derecha, hacia atrás. Y volamos. Sin embargo, yo no notaba el movimiento, veía sólo que «el universo estaba en su lugar». Que la Estrella Ketz parecía que caía hacia abajo y que a nuestro encuentro venía la estrella del observatorio. Su luz se encendía más y más viva, como la de una estrella variable.
Pronto pude distinguir el aspecto exterior del observatorio. Era una construcción extraordinaria. Imagínense un tetraedro regular: en el que todas sus caras son triángulos. En los extremos de estas pirámides triangulares, hay anexionadas grandes esferas metálicas con infinidad de ventanas redondas. Las esferas están unidas entre sí por tubos. Como supe después, estos tubos sirven como corredores para pasar de una esfera a otra. En las esferas se han erigido telescopios reflectores. Enormes espejos cóncavos están unidos a las esferas con ligeras armazones de aluminio. El tubo telescópico usado en la Tierra no existe en el telescopio «celeste». Aquí no es necesario: no hay atmósfera y por esto no hay dispersión de la luz. Además de los gigantescos telescopios, encima de las esferas se elevan otros instrumentos astronómicos relativamente pequeños: espectógrafos, astrógrafos y heliógrafos.
Kramer disminuyó la velocidad del vuelo y cambió de dirección. Nos acercábamos a una de las esferas y nos paramos junto al tubo que las une, pero sin tocarlo. Tal precaución, como después me explicó Kramer, se debía a que el observatorio no debe experimentar ni el más leve choque. Mal lo va a pasar el visitante que al abordar empuje el observatorio. Tiurin se pondrá colérico y casi seguro dirá que le han estropeado la mejor fotografía del estrellado cielo, o que le han arruinado su carrera…
Kramer apretó con cuidado un botón en la pared. La puerta se abrió y penetramos en la cámara atmosférica. Cuando el aire la llenó nos despojamos de nuestros trajes y mi acompañante dijo:
— Verdaderamente este vejete ha echado raíces en su telescopio. No se separa de él ni para comer. Colocó a su lado balones y potes de los que chupa por medio de un tubito mientras continúa sus observaciones. Usted mismo lo verá. Mientras queda hablando con él, yo vuelo hasta el nuevo invernadero. Voy a ver como van los trabajos.
De nuevo se vistió la escafandra. Y yo, abriendo la puerta de entrada al interior del observatorio, me encontré en un corredor iluminado por luz eléctrica. Las lámparas se encontraban debajo de mis pies: resulta que había entrado en el observatorio cabeza abajo. Para no romper las lámparas me apresuré a agarrarme a las correas de la pared. Tenía las alas plegables, pero no me atreví a usarlas en el santuario del temible viejo. Así me lo dibujaba mi imaginación, después de las referencias dadas por Kramer y el director.
Había un silencio sepulcral. El observatorio parecía completamente deshabitado. Tan sólo se oía el zumbido de los ventiladores y en algunos lugares un silbido apagado, seguramente proveniente de los aparatos de oxígeno. No sabía hacia dónde dirigirme.
— ¡Eh! oigan — grité sin alzar mucho la voz y tosí.
Silencio absoluto.
Tosí más fuerte, luego grité:
— ¿Hay alguien aquí?
De una puerta a lo lejos salió la cabeza rizada de un joven negro.
— ¿Quién? ¿Qué? — preguntó.
— ¿Está en casa Fedor Grigorievich Tiurin? ¿Recibe? — bromeé yo.
En la negra cara brillaron los dientes con una sonrisa.
— Recibe. Yo estaba durmiendo. Siempre duermo cuando en Florida es de noche. Usted me ha despertado a tiempo — dijo el locuaz negro.
— ¿Cómo desde Florida ha venido a parar al cielo? — continué yo.
— En barco, tren, aeroplano, dirigible, cohete.
— Sí, pero… ¿Por qué?
— Porque soy curioso. Aquí hace el mismo calor que en Florida. Yo ayudo al profesor — la palabra «profesor» la pronunció con respeto—. pues él es como un niño. Si no fuera por mí, se habría muerto de hambre al lado de su ocular. Tengo una mona que se llama «Mikki». Con ella no se aburre uno. Hay libros. Y hay también un libro muy grande e interesante: el cielo. El profesor me habla de las estrellas.
«Por lo visto este vejete no es tan temible», pensé yo.
— Vuele recto por el corredor hasta la esfera. En ella verá una cuerda que le llevará hasta el profesor Tiurin.
Se oyó el chillido de la mona.
— ¿Qué? ¿No puedes mirar quién hay aquí? ¿Con quién hablo? ¡Ja, ja! Está forcejeando en el aire en medio de la habitación y no puede bajar hasta el suelo. Seguramente le van a salir alas — añadió el negro con convencimiento—. Sin alas aquí se pasa mal.
Volé hasta la pared esférica en la que se terminaba el corredor, abrí la puertecita y entré en la esfera. En las paredes había sujetas máquinas, aparatos, armarios, balones. Desde la puerta de entrada a través había tendida una cuerda bastante gruesa. Ésta se perdía en una abertura del tabique que dividía la esfera en dos partes. Me tomé de la cuerda y empecé a avanzar, abajo o arriba, no puedo decirlo. Es necesario despedirse para siempre de las nociones terrestres.
Finalmente pasé por el agujero y vi a una persona. Estaba acostada en el aire. De ella, salían delgados cordones de seda atados a las paredes.
«Como una araña en su telaraña», pensé yo.
— ¿John? — preguntó él con una vocecita delgada, para mí inesperada.
— Buenos días, camarada Tiurin. Soy Artiomov. Vine…
— Sí, ya sé. El director me habló. ¿A la Luna? Sí. Volamos. Excelente idea.
Hablaba sin apartar los ojos del ocular y sin hacer el más leve movimiento.
— No le invito a sentarse: no hay dónde. Bueno, y no hace falta.
Yo traté de acercarme con cuidado al «araña», para ver mejor su cara. Lo primero que vi, fue un gran manojo de espeso pelo blanco como la nieve y un rostro pálido con nariz recta. Cuando Tiurin giró un poco su semblante hacia mí, encontré la viva mirada de sus negros ojos con párpados rojizos. Por lo visto, fatigaba mucho su vista.
Tosí.
— ¡No tosa hacia mí, va a desordenar mis cosas! — dijo con severidad.
«Ya empezamos — pensé yo—. Ni toser se puede.»
Pero, observando atentamente a mi alrededor, comprendí por qué no se podía toser.
Tiurin tenía dispersos por el aire libros, papeles, lápices, libretas, el pañuelo, su pipa, el paquete de tabaco y otros muchos objetos. Al más mínimo movimiento de aire todo volaría. Será necesario llamar a John para que le ayude, pues seguramente por sí mismo no le será fácil deshacerse de su telaraña. Probablemente con esta telaraña sostiene su cuerpo inmóvil cerca del objetivo del telescopio.
— Tiene un gran diámetro su telescopio — dije yo, para empezar la conversación.
Tiurin sonrió con satisfacción.
— Sí, los astrónomos terrestres no pueden ni soñar con un telescopio así. Sólo que no tiene tubo. ¿Al volar hasta aquí, no lo ha notado…? Perdone, antes que se me olvide debo dictar algunas palabras.
Y empezó a decir frases salpicadas de términos astronómicos y matemáticos. Luego, extendió levemente la mano hacia un lado y giró una manecilla de un pequeño armario que se hallaba también atado con cordones. Si se mostraran estos movimientos en la pantalla de cine, los espectadores asegurarían que el operador se había equivocado y la velocidad de la máquina era retardada.
— La grabación automática en la cinta es un secretario casero perfecto — aclaró Tiurin—. Encerrado en la caja, trabaja con exactitud y no pide de comer. Es más rápido que escribirlo uno mismo. Observo y dicto al mismo tiempo. Este aparato me ayuda también a efectuar cálculos matemáticos. Aunque por si acaso, tengo papel y lápiz cerca. No respire hacia mí… Sí, esto es un telescopio… En la Tierra no se podría construir. Allí el peso limita el tamaño. Esto es un telescopio reflector. Y no sólo uno. Los espejos tienen un diámetro de centenares de metros. Son reflectores gigantescos. Y están construidos aquí, con materiales celestes, el cristal está hecho de meteoros cristalinos. Yo organicé aquí una verdadera cacería de bólidos-meteoros… ¿Sí, de qué hablaba… Es acaso posible dedicarse a la astronomía en la Tierra? Allí son topos comparados conmigo. Aquí en dos años los adelanté en un siglo. Espere un poco, ya verá cuando se publiquen mis obras… Por ejemplo, el planeta Plutón. ¿Qué saben de él en la Tierra? ¿El tiempo de su revolución alrededor del Sol, lo saben? No. ¿La distancia media hasta el Sol? ¿La inclinación respecto de la elíptica? No. ¿Su masa? ¿Su densidad? ¿La fuerza de gravedad en el ecuador? ¿El tiempo de giro alrededor de su eje? No, no y no. ¡Se dice que descubrieron un planeta…!
Echó una risita de viejo.
— ¿Y los blancos planetas enanos, las estrellas dobles? ¿Y la estructura del sistema galáctico…? Bueno. ¡Qué se puede decir! ¡Si incluso no saben nada en concreto de la atmósfera de los planetas del Sistema Solar! Se pasan la vida discutiendo. En cambio, yo aquí tengo descubrimientos como para veinte Galileos. Yo no me vanaglorio de ello, pues en este caso no ha sido el hombre el que lo ha hecho posible, sino las posibilidades que han sido puestas a su disposición. Cualquier otro astrónomo en mi lugar habría hecho lo mismo. Yo no trabajo solo. Tengo toda una plantilla de astrónomos… Si alguien fue genial, éste fue el que imaginó el observatorio aéreo. Sí, Ketz. A él se lo debemos.
En la abertura del tabique se movió algo. Vi la mona y la rizada cabeza de John. Con sus dedos metidos en su espesa y enmarañada cabellera, la mona estaba sentada en la cabeza del negro.
— ¡Camarada profesor! ¿Usted no ha desayunado aún? — dijo John.
— ¡Fuera! — gritó Tiurin.
La mona emitió un chillido.
— Mire y «Mikki» también lo dice. Tome un poco de café caliente — insistió John.
— ¡Púdrete, márchate! ¡Vete con tu chillona!
La mona emitió un sonido aún más agudo.
— ¡No me la llevo hasta que usted no desayune!
— Bien, bien. Ya empiezo, bebo, como. ¿Lo ves?
Tiurin acercó el balón con cuidado y, abriendo el grifo del tubo, chupó una y otra vez.
La mona y la cabeza del negro desaparecieron, pero a los pocos minutos salieron de nuevo en el agujero. Así se repitió hasta que, a juicio del negro, el profesor no tomó lo suficiente para reconfortarse.
— Y esto cada día — dijo Tiurin con un suspiro—. Son mis verdugos. Claro está que sin ellos me olvidaría por completo de comer. ¡La astronomía es, amigo mío, tan apasionante…! ¿Usted piensa que la astronomía es una ciencia? ¡Ja! Hablando sinceramente, es una concepción del mundo. Una filosofía.
«Ya empieza», pensé asustado. Y, para esquivar el tema peligroso, pregunté:
— Dígame, por favor. ¿Cree usted necesario que vaya un biólogo a la Luna?
Tiurin volvió con cuidado la cabeza y me miró escrutador, con desconfianza.
— ¿Y usted qué, no quiere ni hablar de filosofía?
Recordando los consejos de Kramer, contesté apresuradamente:
— Todo lo contrario, yo me intereso mucho por la filosofía, pero ahora… falta muy poco tiempo, y es necesario prepararse. Yo quería saber…
Tiurin se volvió al ocular del telescopio y enmudeció. ¿Se habrá enfadado? Yo no sabía cómo salir de esta situación embarazosa. Pero Tiurin, de improviso, empezó a hablar:
— Yo no tengo a nadie en la Tierra. Ni esposa, ni hijos. En el sentido ordinario de la palabra, estoy solo. Pero mi casa, mi patria, son toda la Tierra y todo el cielo. Mi familia son todos los trabajadores del mundo: los buenos mozos como usted.
Al oír este cumplido me sentí aliviado.
— ¿Usted piensa que aquí, sentado en este nido de arañas, he perdido el contacto con la Tierra, con sus intereses? No. Nosotros llevamos a cabo una gran tarea. Usted tendrá tiempo de conocer todos los laboratorios que hay en la Estrella Ketz.
— De algo me he enterado ya en la biblioteca. «La Columna Solar»…
Tiurin extendió la mano suavemente, conectó su aparato «secretario automático» y dictó algunas frases; por lo visto grababa sus últimas observaciones o ideas. Luego continuó:
— Yo observo el cielo. ¿Y qué es lo que más sorprende a mi mente? El eterno movimiento. El movimiento es vida. El cese del movimiento, la muerte. Movimiento es felicidad. La falta de independencia, el paro, son sufrimiento, desdicha. La dicha está en el movimiento, el movimiento de los cuerpos, de las ideas. Fundándose en esto se puede erigir incluso una moral. ¿No cree usted?
— Creo, que usted tiene razón — pude decir al fin—. Pero esta profunda idea es necesario meditarla bien.
— ¡Ah! ¿Usted, de todas maneras, cree que ésta es una profunda idea? — exclamó alegre el profesor y, por primera vez, se volvió hacia mí rápidamente. La telaraña empezó a oscilar. Menos mal que aquí es imposible caerse…
— Voy a profundizar esta idea sin falta — dije, para ganarme la simpatía de mi futuro compañero de viaje—. Pero ahora vendrá a por mí el camarada Kramer, y yo quería…
— Pero, ¿qué es lo que quiere saber? ¿Si será necesario un biólogo en la Luna? Pues…, la Luna es un planeta completamente muerto. En él no existe en absoluto la atmósfera, y por esto, no puede haber vida orgánica. Así está admitido pensar. Pero yo me permito pensar de diferente manera. Mi telescopio… Sí, venga, dé una mirada a la Luna. Afírmese a estos cordones. ¡Con cuidado! ¡No tropiece con los libros! ¡Así! Bueno, dele un vistazo…
Yo miré al objetivo y quedé admirado. La superficie de la Luna se veía muy cerca, se distinguían hasta algunos bloques de piedra y grietas. El borde de uno de los bloques relucía con fulgores de diferentes colores. Seguramente eran originados por el brillo de rocas cristalinas.
— Bueno. ¿Qué dice usted? — dijo el profesor, satisfecho.
— Me parece que veo la Luna más cerca que la Tierra desde la Estrella Ketz.
— Sí, pero si mirara a la Tierra desde mi telescopio podría admirar su Leningrado… Pues bien: yo creo, basándome en mis observaciones, que en la Luna existen gases, por lo menos en cantidades insignificantes, y, por lo tanto, pueden haber también algunos vegetales… Mañana vamos a volar para comprobarlo. Yo, en suma, no soy amigo de los viajes. Desde aquí lo veo todo. Pero nuestro director insiste en hacer esta expedición. La disciplina ante todo… Ahora volvamos a nuestra conversación sobre la filosofía del movimiento.
«El movimiento rectilíneo infinito de puntos en el espacio es un absurdo. Tal movimiento no se diferencia de la inmovilidad. El infinito delante, el infinito detrás…, no hay proporción. Cualquier parte del camino recorrido, en comparación con el infinito es igual a cero.
«Pero, ¿qué hacer con el movimiento en todo el cosmos? El cosmos es eterno. El movimiento en él no cesa. ¿Será posible que el movimiento del cosmos sea también un absurdo?
«Durante algunos años razoné sobre la naturaleza del movimiento, hasta que encontré, por fin, dónde estaba lo esencial de la cuestión.
«El asunto resultó ser completamente fácil. El hecho es que en la naturaleza no existe en absoluto el movimiento infinito ininterrumpido, ni rectilíneo, ni curvo. Todo movimiento es intermitente, he aquí el secreto. Mendeleiev ya demostró la regularidad de intermitencia de las dimensiones (¡incluso las dimensiones!), en este caso concreto, los átomos. La doctrina de la evolución se cambia, o mejor, se profundiza en la genética, dando más importancia al desarrollo de los organismos en impulsos, en mutaciones. La intermitencia de las magnitudes magnéticas fue demostrada por Weiss; la intermitencia de las radiaciones por Blanck; la intermitencia de las características térmicas por Konovalov. El cosmos es eterno, infinito, pero todos los movimientos en el cosmos son intermitentes. Los sistemas solares nacen, se desarrollan, envejecen y mueren. Se originan nuevos sistemas diferentes. Tienen fin y principio y, por lo tanto, tienen proporción de medida. Lo mismo sucede en el mundo orgánico… ¿Usted me comprende? ¿Sigue usted el hilo de mis ideas…?
Por fortuna, asomó de nuevo en el agujero la cabeza del negro con la mona.
— Camarada Artiomov. Kramer le espera en la cámara atmosférica — dijo el negro.
Apresuré mi despedida con el profesor y salí de aquel rincón de arañas.
Tengo que confesar que Tiurin me obligó a pensar en su filosofía. «La felicidad en el movimiento»… ¡Pero qué cuadro tan desalentador ofrece a simple vista el creador de la filosofía del movimiento! Perdido en el oscuro espacio del cielo, rodeado de telarañas, inmóvil, colgando meses, años… Pero él es feliz, esto es indudable. La falta de movimiento del cuerpo lo compensa con el intensivo movimiento de ideas, de células cerebrales.