Estaba tomando el té cuando llegó Kramer.
— ¿Está libre esta tarde? — me preguntó, y aclaró—: No se extrañe, por favor. En la estrella la jornada es de cien minutos pero por costumbre el día de trabajo continuamos calculándolo por el tiempo terrestre. Cerrando las ventanas, hacemos «la noche» y dormimos de seis a siete jornadas «estelares». Ahora, según la hora de Moscú, son las ocho de la tarde. ¿Quiere conocer nuestra biblioteca?
— Gustoso — respondí.
Como todos los locales en la Estrella Ketz, la biblioteca tenía también forma cilíndrica. No había en ella ventanas. Todas las paredes estaban totalmente ocupadas por cajones. Por el eje longitudinal del cilindro, desde la puerta hasta la pared opuesta, había cuatro delgados cables. Sujetándose en ellos, los visitantes se desplazaban por esta especie de corredor. El espacio entre los «corredores» y las paredes laterales estaba ocupado por una fila de camas. En la estancia se disfrutaba de un aire nítido, ozonizado y con un olor a pino. Unos tubos fluorescentes situados entre los cajones iluminaban la estancia con luz suave y agradable. Silencio. En algunas camas había personas tumbadas con negras cajas puestas en la cabeza. De vez en cuando giraban unas manecillas que salían de las cajas.
¡Extraña biblioteca! Se podría pensar que aquí no leen sino que están efectuando alguna cura.
Sujetando el cable con la mano, voy detrás de Kramer hacia el final de la biblioteca. Allí, sobre el fondo oscuro de los cajones que cubren las paredes, destaca una joven con un vestido de seda rojo vivo.
— Nuestra bibliotecaria Elsa Nilson — dice Kramer, y bromeando me lanza hacia la chica. Ella, riéndose, me toma al vuelo y así trabamos conocimiento.
— ¿Qué va usted a leer? — pregunta ella—. Tenemos un millón de libros en casi todos los idiomas.
¡Un millón de ejemplares! ¿Dónde pueden alojarse? Pero después adivino:
— ¿Filmoteca?
— Sí, libros en cinta — contesta Nilson—. Se leen con ayuda de un proyector.
— Fácil y compacto — añade Kramer—. Un tomo entero, página tras página grabado en la cinta, ocupa el mismo espacio que un carrete de hilo.
— ¿Y los periódicos? — pregunto yo.
— Son reemplazados por la radio y televisión — contesta Nilson.
— Los libros en cinta ya no constituyen una novedad — dice Kramer—. Tenemos cosas más interesantes. ¿Qué programa vamos a organizar para esta tarde al camarada Artiomov? Vamos a ver: primero una crónica mundial. Le demostraremos que en la Estrella Ketz no estamos atrasados en cuanto a noticias frescas de todo el mundo. Luego dele «La Columna Solar»…
— ¿Es una nueva novela? — pregunté.
— Sí, algo por el estilo — respondió Kramer—. Bueno, o «La Central Eléctrica Atmosférica».
Asintiendo con la cabeza, Nilson sacó de un cajón unos estuches metálicos redondos.
Kramer me hizo tumbar en una de las camas. Luego, poniendo estos estuches en el aparato con manivela, me lo puso en la cabeza.
— Bien, ahora escuche y mire — dijo él.
— No veo ni oigo nada — exclamo.
— Dele a la manivela de la derecha — dijo Kramer.
Giré la manivela. Algo chasqueó, se oyó un zumbido. Una fuerte luz me deslumbró. Instantáneamente cerré los ojos al mismo tiempo que oía una voz que decía:
«La jungla tropical africana es desbrozada para terrenos de cultivos».
Abrí los ojos y vi brillante, bajo los cegadores rayos del sol africano, la superficie azul verdosa del océano, y en él, extendida, una enorme flota: acorazados, navíos, cruceros y destructores de todos los tipos y sistemas. Habían allí viejos buques de guerra echando nubes de humo negro por sus anchas chimeneas, otros más nuevos con motores de combustión interior, y algunos modernos, con motores movidos por la electricidad.
Este espectáculo fue tan inesperado que sin querer me estremecí. ¿Será de nuevo la guerra? Pero, ¿cómo puede ser la guerra? ¿No estaré viendo un viejo film de los últimos tiempos?
«La flota de guerra, arma de destrucción, la hemos convertido en transportes», continuaba la voz.
¡Ah, he aquí de qué se trata! Cegado por la viva luz, no me di cuenta que las torres con los cañones han sido eliminadas. En su lugar se han colocado grúas. Centenares de lanchas motoras, remolcadores y gabarras van y vienen entre los barcos y el nuevo puerto. En él hierve el trabajo de descarga.
De nuevo giré la manecilla. Y…, esto también parece la guerra.
Un inmenso campamento, blancas tiendas de campaña y casas de madera pintadas asimismo de blanco. En las casas y tiendas de campaña se ven gentes vestidas con ropas ligeras de colores claros. Hay una mezcla de negros y europeos. Tras el campamento una cortina de humo llega casi hasta el cenit. El humo se eleva en remolinos, como si hubiera un enorme incendio…
Un nuevo «cuadro»; un compacto e infranqueable bosque tropical arde en llamas. Entre las cenizas hay enormes furgones, cajas formadas por carcazas de acero cubiertas de redes de alambre. Cerca de ellas hay gente que arranca los troncos con pequeñas máquinas.
«Los trópicos son los lugares más ricos en sol de la Tierra. Pero eran inaccesibles para el cultivo agrícola. Los intrincados bosques y pantanos, los animales salvajes, reptiles venenosos, insectos y fiebres mortales invadían estos lugares. Vean el cambio que sufren ahora…»
Una pradera. Los tractores trabajan la tierra. Alegres tractoristas negros montados en sus máquinas sonríen mostrando sus resplandecientes dientes blancos. En el horizonte se divisan edificios de varios pisos y el espeso verdor de sus jardines. «Los trópicos alimentarán a millones de personas… La idea de Tziolkovsky es llevada a la práctica…»
«¿Cómo, también Tziolkovsky? — me asombro—. ¡Cuántas ideas útiles a la Humanidad futura tuvo tiempo de preparar!»
Y como contestación a este pensamiento, vi otros cuadros de la gran transformación de la Tierra según ideas de Tziolkovsky.
La transformación de los desiertos en oasis utilizando la energía del sol; la adaptación de viviendas e invernaderos en las hasta hoy inaccesibles montañas; los motores solares que trabajan con la fuerza de las mareas; nuevas especies de plantas que utilizan un alto porcentaje de energía solar…
Pero esto entra ya dentro de mi especialidad. De estos progresos tengo ya conocimiento.
La cinecrónica mundial terminó. Después de un minuto de descanso volví a oír la misma voz. Y todo lo que relataba, pasaba ante mis ojos atónitos, como si fuera realidad.
«Yo tomé parte en las pruebas de un aerotrineo de nuevo tipo — decía la voz—. Las condiciones en que se efectuaron eran bastante difíciles: había que recorrer centenares de kilómetros de tundra más allá del círculo Polar.
Yo era el jefe de la expedición y dirigía la columna, íbamos directamente hacia el norte.
Era de noche. La aurora boreal no brillaba en el cielo. Tan sólo los faros iluminaban el camino. La temperatura alcanzaba los cincuenta grados bajo cero. A nuestro alrededor se veía sólo la nevada llanura.
Viajamos dos días guiándonos por la brújula.
De pronto me pareció que el cielo en el horizonte se había iluminado.
— Empieza la aurora boreal. Será más alegre el viaje — dijo el que llevaba nuestro trineo.
A la media hora el horizonte se iluminó más vivamente.
— Extraña aurora boreal — comenté dirigiéndome a mi compañero—. Noto la ausencia absoluta de difuminación de la luz. Y de los colores. Generalmente las auroras boreales empiezan con un color verdoso, después pasa al rosa de diversos matices. Y esta luz parece la del alba, y además completamente inmóvil. Esta sólo va en aumento gradualmente y pasa del rosado al blanco a medida que vamos avanzando.
— ¿Puede ser que sea luz zodiacal? — dijo mi acompañante.
— No es posible ni por el lugar, ni por el tiempo. Y no es parecida; mire la estela de luz va casi desde el cenit hasta el horizonte, ensanchándose gradualmente como un cono.
Nos apasionamos tanto en observar el maravilloso fenómeno celeste que no vimos cómo avanzábamos hacia un profundo valle de abrupta pendiente y por poco no rompimos los patines del trineo.
Después de algunos minutos, a la salida del valle, notamos un aumento de la temperatura. El termómetro marcaba treinta y ocho grados bajo cero, cuando tan sólo una hora antes marcaba cincuenta.
— ¿Puede ser que esta luz irradie calor? — dije yo.
— Si es así, es completamente inexplicable — replicó mi compañero—. ¡Una columna de luz calentando la tundra!
La columna estaba en el camino de nuestra ruta y no había otro remedio que marchar hacia aquel cono luminoso y averiguar, si fuere posible, lo que pasaba.
Nos pusimos en marcha y, de pronto, subió aún más la temperatura y el tono de la luz se hizo más vivo. Pronto apagamos los faros; no había necesidad de ellos. Luego observamos que aumentaba la corriente de aire hacia el cono de luz y que en la parte superior de éste se distinguía un brillante foco luminoso en forma de hoz, como el creciente de Venus observado a través de unos prismáticos.
¡Vaya! A medida que nos íbamos acercando el enigma no se aclaraba, sino que se hacía cada vez más embrollado.
— Esta luz… Es sorprendente, pero me recuerda la luz del sol — dijo mi camarada con perplejidad.
Muy pronto se hizo tan claro como en pleno día. Pero a la derecha, a la izquierda y detrás estaba oscuro, y más lejos era noche cerrada. El viento, arrastrándose a ras del suelo, aumentaba levantando polvo de nieve. Continuamos el camino en medio de un simún de nieve.
Sin embargo, la temperatura aumentaba precipitadamente.
— Menos treinta… Veinticinco… Diecisiete… Nueve… — comunicaba mi acompañante—. Cero… Dos grados sobre cero… ¡Y esto después de cincuenta bajo cero! Ahora comprendo el porqué del viento. Por lo visto esta «columna solar» calienta el suelo y de ello resulta un gran cambio de temperaturas. El aire frío afluye por debajo hacia la zona templada y encima, seguramente, hay una corriente inversa de aire caliente.
Nos acercábamos al límite en el cual caían directamente los rayos luminosos. El polvo de nieve atraído por el viento se derretía; la ventisca se convirtió en lluvia que caía no del cielo, sino que nos venía de atrás. La nieve se derretía en el suelo, se hacía acuosa. En los declives de los montículos y vallecillos ya corría el agua. No había camino para el trineo. El oscuro y helado invierno polar, se convertía, como por encanto, en una primavera.
Era peligroso continuar nuestro camino: el trineo podía romperse. Nos paramos. Se paró también toda la columna. De los aerotrineos empezaron a salir los conductores, ingenieros, corresponsales, los operadores de cine, y todos los componentes de la prueba. Todos ellos estaban tan interesados como yo por el extraordinario fenómeno.
Mandé poner algunos trineos de lado para resguardarnos del viento, y empecé la deliberación. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo. Todos pensábamos que ir más lejos era arriesgado y se decidió que alguien me acompañara en la expedición a pie, mientras los otros se quedaban con los trineos. Nosotros exploraríamos hasta donde fuera necesario, y veríamos si sería posible averiguar la causa de aquello; luego volveríamos para continuar nuestro viaje juntos, dando una vuelta a la «columna solar».
En el lugar de nuestra parada el termómetro marcaba ocho grados sobre cero. Por eso, quitándonos nuestros abrigos de pieles, nos calzamos botas de cuero, recogimos unas pocas provisiones, instrumentos, y partimos.
El camino no era fácil. Al comienzo, nuestros pies se hundían en la blanda nieve, luego nos atascábamos en el barro. Fue preciso dar rodeos entre riachuelos, pantanos y pequeños lagos. Por suerte, la franja de barro no era demasiado ancha. A lo lejos podíamos ver la «orilla» seca, cubierta de verde hierba y flores.
— ¡A finales de diciembre y tras el círculo polar hay luz, calor y hierba verde! ¡Pellízcame para que despierte! — exclamó mi amigo.
— Pero esto no es la primavera, sino un encantador oasis primaveral entre el océano del invierno polar — comentó otro acompañante—. Si esto fuera la verdadera primavera, en todos los pantanos y lagos encontraríamos infinidad de aves.
Nuestro operador de cine dispuso su aparato, enfocó y empezó a rodar. Pero en este preciso momento una ráfaga de aire lo tiró al barro junto con su máquina.
El huracán no cesaba y el viento impedía nuestra marcha. Allí ya no había una dirección constante del viento, soplaba a ráfagas ahora por la espalda, luego de cara, o giraba en torbellino casi elevándonos en el aire. Por lo visto, habíamos llegado al límite en donde la afluencia del aire frío se encontraba con el caliente, y al chocar formaba torbellinos de corrientes ascendentes. Eran los límites del ciclón causado por la desconocida «columna de sol».
Ya no podíamos ir de pie; trepábamos, nos arrastrábamos por el barro, sujetándonos unos a otros.
Completamente agotados llegamos a la zona de suelo seco donde reinaba una completa calma. Allí sólo notábamos las suaves corrientes ascendentes de la tierra calentada, como en el campo los días calurosos de verano al mediodía. La temperatura se elevó hasta los veinte grados de calor.
En algunos minutos nos secamos por completo y empezamos a sacarnos ropa. La primavera se convertía en verano.
No muy lejos se elevaba un pequeño montículo cubierto de hierba fresca, flores y abedules polares. Volaban mosquitos, moscas y mariposas resucitadas por los rayos vivificantes.
Subimos al montículo y nos quedamos petrificados. Lo que vimos era parecido a un espejismo.
Ante nuestros ojos admirados espigaba el trigo. En campos aparte crecían girasoles, maduraba el maíz. Tras los campos habían huertos con coles, pepinos, tomates, bancales de fresas y fresones. Más allá, una zona de arbustos: grosellas y cepas con grandes racimos de uva ya madura. Tras los arbustos, árboles frutales: perales, manzanos, cerezos, ciruelos; luego mandarinas, albaricoques y melocotones y finalmente, en la parte central del oasis donde la temperatura sería muy alta, crecían naranjos, limoneros y cacao entremezclados con arbustos de té y café.
En una palabra, habían reunidos los principales cultivos de la zona media, la subtropical e incluso la tropical.
Entre los campos, huertos y frutales, había caminos que, en círculos concéntricos, iban hasta el centro. Allí se elevaba un edificio de cinco pisos con balcones y una antena de radio en su tejado, todo ello vivamente iluminado por los rayos verticales del «sol». En los balcones y en los antepechos de las ventanas abiertas de la casa se veían flores y plantas verdes. Por las paredes trepaban enredaderas.
En los campos, huertos y frutales trabajaban hombres con vestidos de verano y sombreros de anchas alas…
Unos minutos estuvimos parados llenos de admiración. Finalmente mi camarada exclamó:
— ¡Vaya! ¡Esto sobrepasa los límites de lo asombroso! ¡Es un cuento de «Las Mil y Una Noches»!
Por un camino radial nos dirigimos hacia el centro del oasis. De vez en cuando miraba hacia el cielo, de donde salían los misteriosos rayos. El deslumbrante cuarto creciente iba transformándose en un disco como un sol.
A nuestro encuentro, por el camino cubierto de arena entre los naranjos cargados de fruta, iba un hombre de bronceada tez con camisa blanca, pantalones también blancos hasta la rodilla y sandalias. Su sombrero de anchas alas dejaba su cara en la sombra. Desde lejos nos saludó levantando el brazo. Al llegar hasta nosotros dijo:
— Buenos días, camaradas. Ya me habían comunicado vuestra llegada. De todos modos, son ustedes audaces, ya que se las han arreglado para pasar por nuestra zona de ciclones.
— Sí, tienen buenos guardianes — exclamó unos de mis acompañantes, riendo.
— No tenemos por qué protegernos — replicó el hombre del vestido blanco—. Los torbellinos en los límites son, por decirlo así, un fenómeno suplementario. Pero, si quisiéramos, podríamos crear una barrera de remolinos a través de la cual no se atrevería a pasar ningún ser vivo. Y una rata y un elefante, con igual facilidad serían elevados a decenas de kilómetros y lanzados hacia atrás, en el muerto desierto de nieve. Ustedes, sin embargo, se han expuesto a un gran peligro. En la parte oriental existe un paso cubierto, por el cual se puede penetrar sin ningún peligro hasta aquí, a través de la «zona borrascosa»… Bien, vamos a presentarnos: Kruks, Villiam Kruks, director del oasis experimental. ¿Ustedes por lo visto no sabían que aquí existía este oasis? Por lo demás, se puede adivinar por sus asombrados semblantes. El oasis no es un secreto. Se habló de él en los periódicos y por la radio. Pero no me sorprende vuestra falta de información. Desde que la Humanidad se ha tomado en serio la tarea de transformación del mundo, en todas las partes del Universo se llevan a cabo tantos trabajos que es difícil estar al corriente de todo. ¿Han oído hablar de la Estrella Ketz?
— Sí — contesté yo.
— Pues bien, nuestro «sol artificial» — Kruks señaló al cielo—, debe su origen a la Estrella Ketz. La Estrella Ketz es la primera base celeste. Teniendo esta base, no nos fue difícil crear nuestro «sol». ¿Seguramente adivinan ya de qué se trata? Es un espejo cóncavo compuesto de planchas metálicas pulidas. Está situado a una altura tal, que los rayos del Sol verdadero, encontrándose más allá del horizonte terrestre, caen en el espejo y se reflejan en la Tierra verticalmente. Pongan atención en las sombras. Son verticales como en el ecuador al mediodía. Un palo clavado a la tierra verticalmente no da ninguna sombra. La temperatura en el centro del oasis es de treinta grados de calor, día y noche, durante todo el año. En los extremos del oasis es un poco más baja debido a la penetración de aire frío. A pesar que esta afluencia es insignificante, ya que el aire frío es instantáneamente elevado por la corriente ascendente. En concordancia con estas zonas de temperaturas distribuimos nuestros cultivos. En el centro, como ven, crecen incluso plantas tan amantes del calor como el cacao.
— Pero, ¿y si vuestro sol artificial se apaga? — pregunté.
— Si se apagara, los cultivos de nuestro oasis sucumbirían en unos minutos. Pero no puede apagarse mientras luzca el sol verdadero. Girando las planchas del espejo según el ángulo necesario, se puede regular la temperatura. Aquí la tenemos siempre igual. Y recolectamos varias cosechas al año. Este «sol», es tan sólo el primero entre decenas de otros que van a encenderse muy pronto en las altas latitudes del sur y norte de nuestro planeta. Vamos a cubrir con una red de tales oasis los países polares. Progresivamente irá calentándose el aire de las zonas que se encuentren entre los oasis. Crearemos un potente «sol» encima mismo del Polo Norte y derretiremos los hielos eternos. Calentando el aire y originando nuevas corrientes, protegeremos contra el frío todo el hemisferio norte. Convertiremos la helada Groenlandia en un jardín florido todo el año. Y finalmente, llegaremos hasta el Polo Sur, con sus inacabables riquezas naturales. Libraremos de los hielos a todo un continente que albergará y alimentará a millones de seres. Transformaremos nuestra Tierra en el mejor de los planetas…»
Se calló la voz. Se hizo la oscuridad. Tan sólo se oía el zumbido del aparato. Luego se hizo la luz otra vez, y vi un nuevo cuadro extraordinario.
En los espacios estratosféricos, bajo un cielo color pizarroso vuelan unos extraños proyectiles parecidos a erizos. Abajo, ligeras nubes, y encima los cúmulos… A través del manto de nubes se ve la superficie de la Tierra: las manchas verdes de los bosques los cuadrados de los sembrados, los zigzagueantes hilos de los ríos, el brillo de los lagos, las delgadas y alineadas líneas de los ferrocarriles. Los «erizos» se mueven por el cielo en diferentes direcciones, dejando tras sí colas de humo. Algunas veces los «erizos» disminuyen la velocidad de su vuelo, se paran. Entonces de ellos escapa un cegador relámpago que cae en la Tierra casi verticalmente.
…Una gran cabina. Lámparas redondas con gruesos cristales de cuarzo. Complicados aparatos desconocidos para mí. Dos jóvenes están sentados tras los aparatos. Un tercero, de más edad, está sentado ante una consola y dirige el trabajo:
— …Cinco mil… siete… Para el vuelo… Diez amperios… Quinientos mil voltios… Alto… ¡Descarga!
Uno de los que está en los aparatos tira de una palanca. Un seco estampido de extraordinaria fuerza rompe el silencio, sale un relámpago y se precipita a la Tierra.
— ¡Adelante, a toda marcha…! — ordena el mayor.
Vuelve la cara hacia mí y dice:
— Usted se encuentra en una central eléctrica atmosférica. Es también una empresa de la Estrella Ketz.
Al construir la Estrella Ketz nosotros pudimos investigar la estratosfera, y con completa meticulosidad estudiamos la electricidad atmosférica. Sabíamos de ella desde muy antiguo. Se había incluso intentado su utilización con fines industriales. Pero estos intentos no tuvieron éxito debido a la ínfima cantidad de electricidad existente en la atmósfera. Se calculaba que, sobre un kilómetro cuadrado se acumulaban sólo 0,04 kilovatios hora de energía. Esto ocurre si se toman las capas de la atmósfera cercanas a la superficie de la Tierra. Las descargas de los relámpagos dan mucho más: 700 kilovatios hora durante una centésima de segundo. Pero los relámpagos son raros. Es muy diferente en las altas capas de la atmósfera. Allí la cosa cambia.
Viviendo en la Tierra, nos encontramos en el fondo de un océano de aire. Comparativamente, hace mucho que los hombres aprendieron a utilizar las corrientes de aire horizontales que hinchaban las velas de los navegantes y giraban las alas de los molinos de viento. Después descubrieron las causas de estas corrientes: el desigual calentamiento del aire por los rayos del sol. Luego, cuando los hombres aprendieron a volar, descubrieron que por la misma causa se originan también movimientos del aire, verticalmente, de abajo arriba y de arriba abajo. Y, finalmente, no hace mucho se estableció que en nuestro océano aéreo, debido a la atracción del Sol y sobre todo de la Luna, tienen lugar los mismos flujos y reflujos que en los océanos de agua. Pero como sea que el aire es casi mil veces más ligero que el agua, se comprende que estos fenómenos sean mucho más fuertes. La atmósfera, en relación con los flujos y reflujos, se comporta aproximadamente como el océano acuoso en la profundidad de ocho kilómetros.
La Luna atrae la masa atmosférica y nuestro océano de aire se levanta, se hincha en dirección a la Luna. Resultan unos enormes movimientos periódicos de las capas aéreas. Estos flujos y reflujos van acompañados de la fricción de las partículas gaseosas, las cuales están fuertemente ionizadas. Por esto las altas capas de la atmósfera son buenas conductoras de las ondas de radio. Y he aquí que en estas capas de la atmósfera fuertemente ionizadas, en sus movimientos con relación a los polos magnéticos de la Tierra, se excitan como en el conductor de corrientes inductoras de Foucault.
De esta manera, gracias a los flujos atmosféricos, se crea en la naturaleza una original dínamo que ejerce su influencia en las condiciones magnéticas de la Tierra. Esto ha sido descubierto gracias a los registros de los magnetógrafos.
Estudiando el trabajo de esta grandiosa máquina, este original «motor de movimiento perpetuo», hemos hallado que las reservas de electricidad atmosférica son inagotables. Estas pueden cubrir largamente las necesidades de energía eléctrica de la Humanidad, hace falta tan sólo saber «arrancarla».
Esto que ve, es la primera y aún imperfecta solución de esta tarea. Los cohetes están dotados de unas agujas que toman la electricidad y van acumulándola en una especie de botellas de Leiden. Después se efectúa la descarga «relámpago», sobre lugares inhabitados en donde existen estaciones receptoras con esferas metálicas elevadas a gran altura sobre ellas, y conectadas a las mismas por medio de cables.
Ahora empezamos la construcción de una grandiosa estación atmosférica, cuyo funcionamiento será completamente automático. Erigiremos en la estratosfera unas instalaciones inmóviles permanentes, unidas entre ellas por cables. Estas instalaciones recogerán y acumularán la electricidad, cediéndola luego a la Tierra por medio de una columna de aire ionizado. La Humanidad recibirá un caudal inagotable de energía, necesario para la transformación de nuestro planeta.
De nuevo la oscuridad, silencio… Luego se enciende una luz azulada. Gradualmente va cambiando hasta volverse rosada. Amanecer… Manzanos en flor. Una joven madre sostiene a su hijo. El tiende sus brazos hacia el radiante amanecer…
La visión desaparece.
De pronto veo el espacio celeste y nuestro planeta Tierra volando en la inmensidad del Universo. Se oye una música solemne. La Tierra vuela hacia los espacios desconocidos transformándose en una estrella. Y la música va disminuyendo de tono, hasta que al final parece que se apaga en la lejanía. La sesión ha terminado. Pero yo continúo con los ojos cerrados, reviviendo mis impresiones.
Sí, Tonia seguramente tenía razón al reprocharme el haberme encerrado en mí mismo, en mi trabajo. Sólo ahora he sentido cómo ha cambiado la vida en los últimos años: ¡Qué trabajos! ¡Y a qué gran escala! ¡Y esto es tan sólo el preludio de mis impresiones! ¿Qué me espera en el futuro?