¡Quién pensaría que un incidente de tan poca importancia decidiría mi destino!
En aquel tiempo yo era soltero y vivía en la casa de los colaboradores científicos. En uno de los atardeceres primaverales de Leningrado, estaba yo sentado en la ventana abierta de mi habitación y admiraba los árboles del boulevar, cubiertos de pelusa verde claro. Los pisos superiores de las casas ardían en los rayos pajizos del crepúsculo, mientras los bajos se sumergían en azules sombras. A lo lejos se divisaba el espejo del Neva y la aguja del Almirantazgo. Era todo maravilloso, faltaba quizá un poco de música. Mi receptor de radio se había estropeado. Una suave melodía, apagada por las paredes, apenas llegaba a mí. Estaba envidiando a los vecinos cuando de pronto se me ocurrió que Antonina Ivanovna, mi vecina, podría ayudarme fácilmente a reparar mi aparato de radio.
Yo no conocía a esta señorita, pero sabía que trabajaba de asistente en el Instituto Físico-Técnico. Cuando nos encontrábamos en la escalera de la casa, siempre nos saludábamos. Me pareció que esto era suficiente para que pudiera dirigirme a ella y pedirle ayuda.
Al minuto llamaba a la puerta de mis vecinos.
Me abrió la misma Antonina Ivanovna. Era una simpática joven de unos veinticinco años. Sus grandes ojos grises, alegres y vivos, miraban un poco burlones y con aplomo, y la nariz respingona daba a su cara una expresión arrogante. Llevaba un vestido negro de paño, muy sencillo y bien ajustado a su esbelta figura.
No se porqué de pronto me azoré y muy de prisa y confuso empecé a explicar la causa de mi presencia.
— En nuestro tiempo es un poco vergonzoso no saber radiotécnica — me interrumpió ella bromeando.
— Yo soy biólogo — intenté excusarme.
— Pero si ahora cualquier colegial sabría reparar una radio.
Suavizó este reproche con una sonrisa, enseñando sus dientes blancos y uniformes, y la tirantez del momento se desvaneció.
— Vamos al comedor, acabaré de tomar mi té y vendré en seguida a «curar» su aparato.
Yo la seguí gozoso.
En el amplio comedor, en la mesa, estaba sentada la madre de Antonina Ivanovna, una viejecita gruesa, canosa y de cara rosada. Me saludó con fría amabilidad y me invitó a tomar una taza de té.
Yo me negué. Antonina Ivanovna terminó su té, y nos dirigimos a mi habitación.
Con extraordinaria rapidez desmontó mi receptor. Yo me quedé admirando sus hábiles manos con sus largos dedos de singular movilidad. Hablamos muy poco. Ella arregló muy pronto el aparato y se fue a su casa.
Algunos días, cuando estaba solo, pensaba en ella, quería nuevamente ir a verla, pero sin pretexto no me atrevía. Y he aquí, vergüenza me da confesarlo, que estropeé ex profeso mi receptor… Y fui a verla.
Al examinar la avería, me miró riéndose y dijo:
— No voy a arreglar su receptor.
Me puse rojo como un cangrejo.
Pero al día siguiente fui de nuevo a decirle que mi radio funcionaba perfectamente. Y desde entonces fue para mí de vital necesidad ver a Tonia, como yo mentalmente la llamaba.
Ella me trataba amigablemente a pesar que, según ella, yo era tan sólo un científico de gabinete, un especialista limitado, no sabía radiotécnica, mi carácter era indeciso, mis costumbres anticuadas, día y noche sentado en un laboratorio o gabinete. En cada encuentro ella me decía muchas cosas desagradables y me recomendaba rehacer mi carácter.
Mi amor propio estaba ofendido. Incluso decidí no ir más a su casa pero, desde luego, no aguanté. Más aún, sin yo notarlo empecé a cambiar mi carácter: paseaba más a menudo, intenté hacer deporte, compré unos esquís, una bicicleta e incluso un libro de radiotécnica.
En una ocasión, mientras efectuaba uno de mis paseos voluntario-obligatorio por Leningrado, en el cruce de la Avenida Veinticinco de Octubre y la calle Tres de Julio, me fijé en un joven de barba negro-azulada.
Él me estaba mirando fijamente y se acercó decidido hacia mí.
— ¿Perdone, usted no es Artiomov?
— Sí — contesté yo.
— ¿Usted conoce a Nina…, Antonina Gerasimovna? Yo le vi a usted una vez con ella. Quería transmitirle a ella algo sobre Evgeni Paley.
Mientras estaba conversando con el desconocido llegó hasta nosotros un automóvil. El chofer gritó:
— ¡De prisa, de prisa! ¡Llegamos tarde!
El desconocido saltó al coche y, al arrancar, me gritó:
— Comuníquele: Pamir, Ketz…
El automóvil se perdió veloz en la esquina.
Yo llegué a casa confuso. ¿Quién es este hombre? ¿Él sabe mi apellido? ¿Dónde me vio con Tonia, o Nina, como él la llamó? Repasaba en mi memoria todos los encuentros, todos los conocidos… Esta característica nariz aguileña y la barba negra puntiaguda tendría que recordarlas. Pero no, yo no le he visto antes jamás… ¿Y este Paley del que habló? ¿Quién es?
Fui a casa de Tonia y le conté sobre el extraño encuentro. Y de pronto esta joven tan equilibrada se emocionó terriblemente. Incluso lanzó un grito al oír el nombre de Paley. Ella me obligó a repetirle toda la escena del encuentro y después me increpó con furia porque no pensé en subir al coche con este hombre y no pregunté detalladamente sobre el asunto.
— ¡Vaya, usted tiene el carácter de una foca! — terminó ella.
— Sí — contesté con rabia—. Yo no me parezco en nada a los héroes de los filmes de aventuras norteamericanos y me enorgullezco de ello. Subir al coche de una persona desconocida… No faltaba más.
Ella se quedó pensativa y sin escucharme, repetía como delirando:
— Pamir… Ketz… Pamir… Ketz…
Después corrió a la biblioteca, desplegó el mapa del Pamir y empezó a buscar Ketz.
Pero, por supuesto, no había en el mapa ningún Ketz.
— Ketz… Ketz… ¿Si no es una ciudad, qué es entonces: una pequeña aldea, un pueblo, una institución…? ¡Es necesario saber qué es esto de Ketz! — exclamó—. Sea como fuere, hoy mismo o, a más tardar, mañana temprano…
Yo no reconocía a Tonia. ¡Cuánta indómita energía había encerrada en esta joven que sabía trabajar de manera tan tranquila y metódica! Y toda esta transformación la había producido una palabra mágica: Paley. Yo no tuve valor para preguntarle quién era él y procuré irme lo más pronto posible a casa.
No voy a ocultar que no dormí esta noche, me sentía muy triste, y al día siguiente no fui a casa de Tonia.
Pero al atardecer ella misma vino a verme, tranquila y afable como siempre. Sentándose en una silla me dijo:
— Ya he averiguado lo que es Ketz: es una nueva ciudad en el Pamir que aún no está en el mapa. Yo parto hacia allá mañana y usted debería venir conmigo. A ése de la barba negra no lo conozco, usted me ayudará a buscarle. Pues la culpa es suya, Leonid Vasilevich, ya que no preguntó el nombre de la persona que tiene noticias sobre Paley.
Yo me quedé con los ojos abiertos de asombro. ¡Vaya! ¡No faltaba más! ¡Dejar mi laboratorio, el trabajo científico, y correr tras un desconocido hacia el Pamir para buscar a un tal Paley!
— Antonina Ivanovna — empecé yo con sequedad—, usted, claro está, sabe que más de una institución espera la terminación de mis experimentos científicos. Ahora, por ejemplo, estoy terminando un trabajo para detener la maduración de frutos. Estos experimentos hace mucho que se hicieron en América y ahora probamos aquí. Pero los resultados prácticos son hasta ahora no muy grandes. Seguramente ha oído hablar que en las fábricas de conservas de frutas del sur, que elaboran albaricoques, mandarinas, melocotones, naranjas, membrillos, etc., trabajan con extrema sobrecarga durante un mes o mes y medio, y los diez u once meses restantes están casi paradas. Y esto sucede debido a que los frutos maduran casi todos a la vez, y es imposible elaborarlos. Por esto se pierden nueve décimas de las cosechas…
Aumentar la cantidad de fábricas, que diez meses del año estarán paradas, tampoco es ventajoso. Se me a invitado para que este próximo verano vaya a Armenia, a fin de efectuar en el sitio mismo experimentos de gran importancia para el retardo artificial de la maduración de frutas. ¿Comprende? Se recolectan los frutos antes de su completa madurez, y luego van madurando poco a poco, partida tras partida, a medida que las fábricas necesitan de ellos para su elaboración. De esta manera las fábricas trabajarán todo el año y…
Miré a Tonia y me quedé cortado. Ella no me interrumpía, sabía escuchar, pero su cara se ensombrecía más y más. En la frente, entre sus cejas, había una débil arruga, sus pestañas estaban caídas. Cuando ella levantó hacia mí sus ojos, vi en ellos desprecio.
— ¡Qué científico-activista! — dijo ella con tono glacial—. Yo también voy al Pamir por un asunto, y no a buscar aventuras. Es necesario que encuentre a Paley por encima de todo. El viaje no será de mucha duración. Y usted tendrá tiempo aún de estar en Armenia antes de la recolecta de sus frutos…
¡Rayos y truenos! ¡No podía decirle en qué posición embarazosa me ponía! ¡Ir con la chica que amaba en busca del tal Paley, desconocido para mí, quizás incluso mi rival! Es verdad que ella había dicho que no iba en busca de aventuras, sino que era un asunto importante que la llevaba allí. ¿Qué negocio puede ligarla al tal Paley? Mi amor propio me privaba de preguntárselo. ¡No! Ya es bastante para mí. El amor entorpece el trabajo. ¡Sí, sí! Antes yo me quedaba en el laboratorio hasta muy tarde, y ahora en cambio salgo de él en cuanto dan las cuatro. Iba a negarme definitivamente, pero Tonia se me adelantó:
— Veo que tendré que ir sola — dijo ella levantándose—. Esto complica la cosa pero puede ser que la suerte me permita hallar al de la barba negra sin su ayuda. Adiós, Artiomov. Le deseo mucho éxito en la maduración.
— ¡Pero oiga, Antonina Ivanovna…! ¡Tonia…!
Pero ya había salido de la habitación.
¿Ir tras ella? ¿Volverla? ¿Decirle que estoy de acuerdo…? ¡No, no! Es necesario demostrar carácter. Ahora o nunca.
Y yo mantuve mi carácter toda la tarde, toda una noche de insomnio, toda la brumosa mañana del día siguiente. En el laboratorio no podía ni mirar las ciruelas objeto de mis experimentos.
Tonia, claro, va a ir sola. Ella no va a ceder ante ningún obstáculo. ¿Qué va a suceder en el Pamir, cuando encuentre al de la barba negra y a través de él a Paley? Si yo pudiera estar en el encuentro, se aclararían mis muchas dudas. Yo no voy a ir con Tonia, esto significa la ruptura. No en balde, al marchar, ella dijo «adiós». Pero hay que mantener la posición, hay que demostrar carácter. Ahora o nunca.
Está claro que yo no voy a ir. Pero no hay que ser descortés, aunque sólo sea por amabilidad, tengo que ayudar a Tonia a prepararse para el viaje.
Y he aquí que no habían dado aún las cuatro, y saltaba los peldaños de cinco en cinco, bajando del cuarto piso. Al igual que un héroe del cine norteamericano, subí en marcha al trolebús y corrí hacia casa. Parece ser que irrumpí sin llamar en la habitación de Tonia y grité:
— ¡Voy con usted, Antonina Ivanovna!
No sé para quién fue mayor sorpresa esta exclamación, para ella o para mí mismo. Creo que para mí.
Así me encontré arrastrado en esta cadena de inverosímiles aventuras.