Empezó la vida de trabajo.
Trabajaba en los laboratorios con entusiasmo.
Las tardes y los días festivos nos recreábamos en el club, en el jardín, en el cine-teatro y en la sala de gimnasia. La juventud organizaba «charadas», hacía «camellos» con tres personas cubiertas con sábanas. Zorina subía al camello y paseaba en él por el corredor. En una palabra, se divertían como niños. Sin embargo, tampoco los «viejos» se quedaban atrás.
Tan sólo Kramer continuaba portándose de manera extraña. Tan pronto reía a carcajadas como un loco, como se sumergía en profundas meditaciones. No, esto no eran sólo celos. A mí me dejaba en paz, pero continuaba vigilando cada paso mío.
Trabé conocimiento con muchos e incluso gané nuevos amigos. Yo entraba más y más en el sabor de la vida «celeste» y añoraba tan sólo a Tonia.
De vez en cuando hablaba con ella por teléfono. Ella me comunicó que el de la barba negra aún flotaba en algún lugar entre Marte y Júpiter, en el aro de asteroides, pero que pronto volvería a Ketz y que ella había hecho otro «descubrimiento extraordinario».
Mis nuevos amigos me presentaron a toda la colonia celeste. El joven ingeniero Karibaev me invitó a visitar la fábrica donde trabajaba.
— Una obra notable — decía con un poco de acento—. Todo un planeta. Un globo. ¡Un gran globo! Sólo que nosotros vivimos no en la superficie, sino en el interior. Tiene dos kilómetros de diámetro. El globo gira despacio. De este giro recibe fuerza de gravedad, una centésima de la terrestre. La débil gravedad nos ha permitido emprender las más complicadas producciones. Las leyes de la palanca, de los cuerpos líquidos y gaseosos no se complican con el peso. Los sonidos y en general las diferentes vibraciones se transmiten como en la Tierra. El barómetro, es verdad, no trabaja, pero no nos hace falta. Los relojes y balanzas son de muelles. La masa se puede determinar en la máquina centrífuga. Las fuerzas magnéticas, eléctricas y otras, actúan con más nitidez que en la Tierra. Para los procesos de las máquinas de estampar, la fuerza de gravedad no es necesaria. Los combustibles líquidos y sólidos los evitamos. Para la obtención de la energía eléctrica utilizamos el Sol con ayuda de las más diversas máquinas.
«Imagínese dos cilindros. Uno de ellos en la sombra, el otro iluminado por el Sol. El calor solar convierte en vapor el líquido encerrado en su interior. El vapor va por un tubo y hace girar una turbina. Luego el vapor llega al cilindro frío que está a la sombra y se enfría. Cuando todo el líquido del cilindro caliente pasa en forma de vapor al frío, los cilindros cambian de lugar automáticamente. Aquel que servía de refrigerador, pasa a ser caldera de vapor y viceversa. La diferencia de temperaturas entre la parte iluminada por el Sol y la sombría es enorme. La máquina trabaja automáticamente y sin fallos. Es casi una máquina de «movimiento continuo», sin contar con el desgaste de las partes en fricción.
«Otra de las instalaciones solares tiene forma de una gran esfera con un pequeño orificio. La esfera en su interior es negra. A través del pequeño orificio pasan al interior de la esfera rayos solares concentrados por un espejo y calientan la superficie interior de la misma. Este calor podemos utilizarlo como fuerza motriz y para nuestros trabajos metalúrgicos. Fácilmente recibimos un calor de seis mil grados, o sea, tanto como en la superficie del Sol. ¿Vio usted cuando volaba hacia la Luna nuestro globo-fábrica?
— Lo vi — contesté—. Parece un pequeño planeta.
— Y detrás del globo, ¿no vio un enorme cuadrado que tapa parte del cielo?
— No presté atención.
— Quizás ustedes volaran desde otro ángulo y el «cuadrado» estuviera detrás. Cuando está iluminado por el Sol se ve desde lejos, como una extraña «luna» cuadrada. Es un fotoelemento. Es una delgadísima lámina de cobre de diez mil metros cuadrados cubierta por óxido cúprico. De ella salen delgadísimos cables conductores invisibles desde lejos. Encima de ella hay una construcción aún más grandiosa parecida a un radiador de calefacción a vapor. Es una instalación termoeléctrica. Tubos de diferentes metales soldados por la mitad. Al calentar el Sol los puntos de las soldaduras se origina corriente eléctrica.
«En una palabra, tenemos energía en cantidades ilimitadas. No fue difícil crear máquinas especiales para el trabajo de los metales. No podemos, claro está, utilizar la forja, ya que los martillos allí no pesan nada. Pero pueden sustituirse por el estampado en prensas. Y por eso en nuestras fábricas no existe en absoluto el humo, el hollín y la suciedad. Limpieza, silencio y aire limpio. El transporte de grandes pesos se efectúa con gran facilidad. Nuestros captadores de meteoros acumularon miles de toneladas de hierro, cobre, plomo, estaño, iridio, platino, cromo y volframio, que «flotan» al lado de la esfera. Cuando nos hace falta material lo arrastramos a la fábrica por medio de delgados cables. Así de sencillo es nuestro «transporte interior». Algunas veces utilizamos también pequeños cohetes. Preferentemente utilizamos la «soldadura solar». Si usted se interesa por la técnica, venga sin falta a visitar nuestra fábrica… A propósito, ¿dónde estaba usted hoy a las doce de la mañana según nuestro tiempo?
— Creo que en el laboratorio, o en el invernadero.
— ¿No oyó la alarma?
— No.
— Entonces, es que estaba en el laboratorio, alejado de Ketz. De otro modo la hubiera oído. La sirena silbaba furiosamente. Yo, en aquel momento, me encontraba con Parjomenko. ¡Si hubiera visto qué revuelo se armó en la Estrella!
— ¿Y qué había provocado la alarma?
— Un rarísimo acontecimiento, el primero en la historia de la Estrella. Un pequeño meteoro, quizás más pequeño que un grano de arena, traspasó de parte a parte nuestra Estrella, agujereando en su paso las hojas de las plantas y el hombro de una de las colaboradoras. El meteoro era insignificante. Esto es lo que parece, ya que la brecha que ha abierto en la envoltura de Ketz, se ha soldado ella misma después de fundirse primero por el impacto. Pero Goreva, que le ha traspasado el vestido y el hombro, dijo que vio como una chispa y un chasquido como de un relámpago. Inmediatamente se dio la alarma. Pues el meteoro podía haber perforado una gran brecha, el gas habría salido y el frío del Universo penetraría en la Estrella. He aquí por qué nuestro satélite está dividido en compartimientos cerrados. Las puertas se cierran instantáneamente y se evita el escape de la atmósfera. Al compartimiento donde existe la avería, son enviados especialistas que para estos casos van provistos de escafandras. Goreva tuvo tiempo de salir de su habitación antes que se cerraran las puertas automáticamente. En todo caso, también existen llaves para cuando no se ha tenido tiempo de salir y poder abrir las puertas. A pesar del sobresalto, todos han respondido con gran disciplina y serenidad. Meller examinó la lesión de Goreva, manifestando que nunca había visto una herida tan «esterilizada». Claro que no sé si se puede llamar herida a un agujero un poco mayor que el pinchazo de una aguja. No ha sido necesario ni vendarla. Pero le estoy cansando — dijo el ingeniero mirando su reloj—. ¡Sí que le espero!
Le prometí que sin falta iría a visitar la fábrica. Aunque esta promesa no había de poder cumplirla. Me ocuparon otros sucesos.
Casi se puede decir que me fui a vivir en el zoolaboratorio, pues muchas veces no iba a comer a Ketz: el tener que vestirme con la escafandra, y la cámara atmosférica, me quitaban demasiado tiempo y yo aprovechaba cada minuto. Pues un solo minuto en este laboratorio daba más que horas enteras en la Tierra: tan rápidos transcurrían aquí durante los experimentos los diferentes procesos biológicos. La mutación de las moscas drosófilas se operaba literalmente ante mis ojos. Yo me admiraba de la diversidad de nuevas y nuevas variedades. Estaba absorbido por completo en el estudio de las leyes que dirigían todas estas variaciones. El comprenderlas suponía tener una nueva arma para dirigir a voluntad el desarrollo de los animales. Estudié los núcleos de las células y los cromosomas en ellos encontrados — portadores de los signos de herencia— y también los conjuntos de cromosomas o completos. Después de esto ya podía recibir generaciones de moscas drosófilas de cualquier género y tamaño.
¡Qué perspectivas para el desarrollo de la ganadería en la Tierra! Claro, allí no hay rayos cósmicos de tal intensidad. Pero ya se han descubierto métodos artificiales para la obtención de rayos cósmicos. Allí resulta aún muy caro, pero los experimentos se pueden realizar aquí y los resultados transmitirlos. Y entonces en la Tierra van a someter a los animales a una radiación artificial en cámaras especiales, ya seguros de obtener los resultados apetecidos. En los rebaños se van a obtener tantos toros y vacas como nos sean necesarios, y no los que quiere la naturaleza. Podremos obtener animales gigantes. La vaca «elefante» dará cada día decenas de cubos de leche. ¿No es eso una tarea seductora?
A pesar del trabajo, no olvidaba a «Dgipsi». Él, decididamente, me había tomado afecto y no se separaba de mí. Con él no tenía tiempo de aburrirme. Verdad es que no era fácil acostumbrarse a su apariencia extraordinaria. Pero yo me habitué y la impresión de su monstruosidad se atenuó. Incluso los ojos de «Dgipsi» se hicieron más alegres.
Las personas no siempre son amables con sus amigos cuadrúpedos. Sobre todo este Kramer. «¡Eh tú, gato pelado!», saludaba grosero a «Dgipsi» al encontrarse con él. «¡No te acerques!», lo amenazaba con el puño. Se comprendía que «Dgipsi» no pudiera ni verlo.
El enseñar a «Dgipsi» a «hablar» se resumía a la creación de una «lengua convencional». Yo debía recordar aquellos sonidos que emitía «Dgipsi» para tal o cual motivo. Estos sonidos poco se parecían a los humanos, pero a pesar de todo se diferenciaban entre sí. El mismo «Dgipsi» me ayudó, prestando atención en la entonación, fuerza de tono y pausas. Así, progresivamente, empezamos a entendernos bastante bien uno a otro. El inconveniente principal fue que a pesar de todo, «Dgipsi» continuaba siendo un «extranjero» al que sólo yo podía entender. Debido a esto valoraba aún más mi amistad. A menudo, lamía mi mano: esta costumbre perruna había quedado en él. Sin embargo, ¿de qué otra manera podía exteriorizar el pobre perro sus sentimientos cariñosos?
Era divertido ver a «Dgipsi», cuando con inmensa solicitud y paciencia enseñaba a los cachorros moverse, a «volar» en el espacio sin gravedad. ¡Lástima que estos cuadros no fueron tomados en película!
Mirándole, me decía: «¡qué mal utilizamos aún a los animales en servicio del hombre!» Dgipsi con sus garras membranosas está poco adaptado para moverse en la Tierra. Sus músculos y esqueleto son, seguramente, débiles. Pero nada más fácil que crear aquí un tipo de perros de gran desarrollo, útiles para las condiciones terrestres. Sería necesario tan sólo mantenerlos en cámaras especiales con fuerza de gravedad artificial. El desarrollo de su cerebro bajo la acción de los rayos cósmicos intensivos, es aquí mucho más rápido que en la Tierra. Noté en «Dgipsi» un extraordinariamente fino olfato y oído. El podría haber sido no sólo un guardia excelente, que llegado el caso podría conectar luces de señales, pulsar un timbre, o llamar con su ladrido por teléfono, sino también una especie de reactivo vivo en la producción. El siente el más mínimo cambio del olor, temperatura, sonido y color, pudiendo en seguida señalizarlo. Esto, claro está, lo hacen de manera ideal nuestros automáticos. Pero «Dgipsi» no es un autómata, y él puede más: no sólo «distinguir», sino que también variar la dirección del trabajo con ayuda de aquellos automáticos.
Le gustaba mucho que le mandara con diferentes misiones, cumpliéndolas casi siempre sin equivocación. Si no me entendía, meneaba la cabeza. «Sí» y «no» ya lo transmitía con los sonidos «vvi», y «vvo».
Su fidelidad era infinita. En una ocasión vino a nuestro laboratorio un empleado llegado no hacía mucho de la Tierra y agitó inexperto sus abanicos ante mí. «Dgipsi» pensó que el muchacho quería pegarme, se abalanzó sobre él y lo lanzó a un lado. El pobre por poco muere del susto al verse aquel monstruo encima.
No será fácil separarme de «Dgipsi», pero llevarlo a la Tierra es imposible. Allí se sentiría muy mal.
En una palabra, estaba muy satisfecho de «Dgipsi». Por el contrario, Falieev me tenía cada vez más preocupado. Este hombre cambiaba extraordinariamente ante mis ojos. Cada día se hacía más torpe. Algunas veces, «flotaba» largo rato ante mí, no comprendiendo cosas sencillas. Su trabajo no marchaba. Se olvidaba de todo, cometía miles de equivocaciones. Incluso exteriormente se había abandonado, no se afeitaba, no cambiaba sus vestidos y tenía que llevarle a la fuerza al baño. Lo más extraño era que empezó a cambiar físicamente. Yo no quería dar crédito a mis ojos, pero al fin me convencí que verdaderamente se hacía más alto, de mayor estatura… Su cara también se había alargado. La mandíbula inferior sobresalía más y más. Los dedos de las manos y pies se estiraban, los cartílagos y huesos se engrosaban. En una palabra, con él sucedía lo que en las personas enfermas de acromegalía. En una ocasión lo llevé ante el espejo, en el cual hacía meses que no se había mirado, y dije:
— ¡Mire lo que parece!
Miró el espejo largo rato, luego preguntó:
— ¿Quién es?
¡Completamente loco!
— Se comprende que usted.
— No me reconozco — dijo Falieev—. ¿Será posible que éste sea yo? Más feo que Dgipsi. — Dijo esto con completa indiferencia y, alelándose del espejo, empezó a conversar sobre otros asuntos.
Nada, este hombre hay que ponerlo en tratamiento en seguida.
Decidí aquel mismo día volar a Ketz y hablar con Meller.
Pero aquel día sucedió aún otro acontecimiento que me obligó a informar a Meller, no de un solo enfermo, sino de dos.