VIII — Una criatura celestial



Fuimos traspasados a otra cámara de la cual empezaron a extraer poco a poco el aire. Muy pronto se formó el «vacío interplanetario» y se abrió la puerta.

Traspasé el umbral. No había escalera; el cohete descansaba en uno de sus lados. En estos instantes estaba deslumbrado y aturdido. Bajo mis pies brillaba la superficie de un inmenso globo de algunos kilómetros de diámetro.

No tuve tiempo de dar el primer paso cuando ya apareció a mi lado un «habitante de la estrella» con atuendo interplanetario. Con rara habilidad y ligereza enlazó mi mano con un lazo de cordón de seda. No empezamos mal. Yo me enfadé, tiré de mi mano, di una patada con ira…, y en un instante me elevé unas decenas de metros. El «habitante de la estrella» en seguida tiró de mí por medio del cordón hacia la superficie del brillante globo. Entonces comprendí que si no me hubiera atado, al primer descuido en mis movimientos hubiera volado al espacio y no habría sido fácil mi captura. Pero, ¿cómo no me había llevado conmigo al hombre que me tenía atado del lazo? Miré a «tierra» y vi que en su brillante superficie había un sinnúmero de abrazaderas, de las cuales se sujetaba mi acompañante.

Vi al lado a Tonia. Ella también llevaba su satélite, bien atado a su lazo. Yo quería acercarme a ella, pero mi acompañante me cerró el paso.

A través del cristal de la escafandra vi sonreír su joven rostro. Acercó su escafandra a la mía para que pudiera oírle, y dijo:

— ¡Agárrese fuerte de mi mano!

Yo obedecí. Mi acompañante sacó el pie de la abrazadera y saltó hábilmente. De su espalda salió una llamarada, yo sentí un empujón y salimos despedidos hacia delante sobre la superficie de la esférica «luna». Mi acompañante estaba equipado con una mochila-cohete para los vuelos a corta distancia, en los espacios interplanetarios. Disparando con habilidad los «revólveres» de la mochila, el de arriba o el de abajo, los de los lados o el de atrás, me llevaba más y más allá por el arco de la superficie del globo. A pesar de la destreza de mi acompañante, dábamos ligeras volteretas, como los payasos en la arena del circo. Tan pronto cabeza abajo, como arriba, pero esto casi no nos ocasionaba ninguna congestión de la sangre.

Muy pronto desapareció en el horizonte el cohete en el cual arribamos. Recorríamos el espacio vacío que separaba el cohetódromo de la Estrella Ketz. Sin embargo, si hay que hablar de mis sensaciones debo decir que me pareció que estábamos parados y que venía hacia nosotros un tubo brillante que aumentaba de volumen paulatinamente. He aquí que el tubo ha girado y vemos su extremo, cerrado por una brillante semiesfera. Desde este lado el tubo parecía un pequeño globo en comparación con la «luna-cohetódromo». Y este globo, como una bomba, se dirigía directamente hacia nosotros. La sensación no era del todo agradable: un poco más y la brillante bomba nos aplastará. De improviso la bomba, con rapidez inverosímil, describió en el cielo un semicírculo y se puso a nuestra espalda. Mi acompañante me giró de espaldas a la Estrella para frenar nuestra marcha. Algunos cortos disparos, unos golpecitos de una invisible mano a la espalda y mi compañero se aferró a una de las abrazaderas en la superficie del semicírculo.

Nos esperaban seguramente. En cuanto «amarramos», en la pared del semicírculo se abrió una puerta. Mi acompañante me empujó al interior, entró y la puerta se cerró.

De nuevo una cámara de aire iluminada por una lámpara eléctrica. En la pared un manómetro, barómetro y termómetro. Mi acompañante se dirigió a los aparatos y empezó a observar. Cuando la presión y temperatura fueron suficientes empezó a desnudarse y, con un gesto, me propuso hacer lo mismo.

— ¿Qué tal las volteretas? — preguntó riéndose—. Lo hice adrede.

— ¿Quería divertirse?

— No. Yo temía que usted sufriera calor o frío al no saber utilizar la capa reguladora de la temperatura. Por eso le daba vueltas, como un pedazo de carne en el asador, para que usted se «asara» con el sol — dijo él, deshaciéndose por completo del vestido interplanetario—. Bueno, permítame presentarme. Kramer, laborante-biólogo de la Estrella Ketz. ¿Y usted? ¿Viene a trabajar con nosotros?

— Sí, soy también biólogo. Artiomov, Leonid Vasilevich.

— ¡Estupendo! Trabajaremos juntos.

Yo empecé a desnudarme. Y de pronto sentí que la ley física — «la fuerza de la acción es igual a la fuerza de la reacción»— se descubre aquí en sentido puro, sin ser obscurecida por la atracción terrestre. Aquí todas las cosas y hasta las mismas personas se convierten en «aparatos reactivos». Tiré el vestido, hablando en lenguaje terrestre, «hacia abajo», y yo mismo, empujado por él, subí hacia arriba. Resultó que o yo había tirado el vestido, o él me había lanzado a mí.

— Ahora debemos limpiarnos. Tenemos que pasar por la cámara de desinfección — dijo Kramer.

— ¿Y usted por qué? — pregunté yo extrañado.

— Porque yo lo he tocado a usted.

«¡Vaya! Como si yo viniera de un lugar afectado por la peste», pensé.

Y he aquí que tuve que pasar otra vez por el «purgatorio». De nuevo una cámara con zumbantes aparatos que atraviesan mi cuerpo con rayos invisibles. Ropa nueva, limpia y esterilizada, un nuevo examen médico, el último, en el pequeño y blanco laboratorio del médico «estelar».

En este celeste ambulatorio no había ni mesas ni sillas. Sólo unas ligeras vitrinas con instrumentos, asidas a las paredes con débiles fijaciones.

Nos recibió la pequeña y vivaz doctora, Anna Ignatevna Meller. Con un ligero vestido de color plateado, a pesar de sus cuarenta años parecía una adolescente. Yo le transmití los saludos y el ruego del «doctor terrestre» de la ciudad de Ketz.

Después de la desinfección ella me comunicó que en mis vestiduras se habían descubierto aún no pocos microbios.

— Sin falta voy a escribir a la sección sanitaria de la ciudad de Ketz, haciendo constar que allí ponen poca atención en las uñas. En sus uñas había una colonia entera de bacterias. Es necesario cortar y limpiar bien las uñas antes del envío a la Estrella. En general está usted sano y ahora relativamente limpio. Le llevarán a su habitación y luego le darán de comer.

— ¿Llevarán? ¿Darán? — pregunté con asombro—. Pero si no soy un enfermo que tenga que estar en cama. ¡Ni una criatura! Creo que podré ir a comer solo.

— ¡No sea jactancioso! En el cielo es usted aún un recién nacido.

Y me dio un golpecito en la espalda. Yo rodé precipitadamente al otro extremo de la habitación; tomando impulso apoyándome en la pared logré llegar al centro y quedé «suspendido», agitando las piernas con impotencia.

— ¿Qué, se convenció? — exclamó Meller riendo—. Y eso que aquí aún existe gravedad. Es usted un bebé. ¡Vamos a ver, camine!

¡Qué va! Sólo después de un minuto logré que mis pies tocaran el suelo. Probé a dar un paso y de nuevo subí al aire, golpeándome la cabeza en el techo sin sentir casi el golpe, agitaba mis brazos desamparado…

Se abrió la puerta y entró mi amigo Kramer, el biólogo. Al verme soltó la carcajada.

— Bueno, tome a remolque esta criatura y llévelo a la habitación seis — dijo la doctora a Kramer—. Aún soporta mal el aire enrarecido. Dele la mitad de la ración de aire.

— ¿No puede darme para empezar la presión normal? — pedí yo.

— Es suficiente la mitad. Hay que acostumbrarse.

— Deme la mano — dijo Kramer.

Ensartando sus pies en las correas agarraderas del suelo, con bastante rapidez, llegó hasta mí, me tomó por la cintura y salió al amplio corredor. Dándome vuelta, como si yo fuera una pelota, me tiró a lo largo del corredor. Yo lancé un grito y volé. La fuerza con que me tiró estaba tan bien calculada que, volando unos diez metros en línea oblicua, llegué hasta la pared.

— ¡Agárrese de la correa! — gritó Kramer.

Había correas en todos lados: en las paredes, en el suelo, en el techo. Yo me agarré con todas mis fuerzas esperando un tirón al pararme, pero en el mismo instante noté con asombro que mi mano no sentía ninguna tensión. Kramer estaba ya a mi lado. Abrió la puerta y tomándome por los sobacos entró en una habitación de forma cilíndrica. Aquí no había ni camas, ni sillas, ni mesa. Tan sólo correas por todas partes y una amplia ventana cubierta por un material verdoso y transparente. Y por eso la luz de la habitación era también de un tono verdoso.

— Bueno, tome asiento y siéntase como en su casa — bromeó Kramer—. Ahora daré más oxígeno.

— ¿Dígame, Kramer, por qué el cohetódromo está separado de la Estrella?

— Es una innovación que hemos realizado no hace mucho. Antes los cohetes amarraban directamente en la Estrella Ketz. Pero no todos los pilotos son iguales en destreza. Es difícil amarrar sin dar ningún golpe. Y una de las veces sucedió que el capitán de la nave «Ketz-siete», golpeó con fuerza a la Estrella. Sufrió deterioros el gran invernadero: se rompieron los cristales, y parte de las plantas murieron. Los trabajos de reparación aún continúan. Después de este accidente decidieron construir el cohetódromo separado de la Estrella. Inicialmente, éste era un grandioso disco plano. Pero en la práctica se vio que para el amarraje, es más cómoda una semiesfera. Cuando termine la reparación del invernadero, obligaremos a la Estrella Ketz a girar junto con el invernadero, sobre su eje transversal. De ello resultará una fuerza centrífuga y aparecerá la gravedad.

— ¿Y qué son aquellos rayos de diferentes colores que vimos durante el vuelo? — pregunté.

— Son señales luminosas. Una estrella tan pequeña como la nuestra, no es fácil hallarla en la inmensidad del espacio. Y por esto hemos organizado estas «luces de Bengala». ¿Cómo se encuentra? ¿Se respira mejor? No voy a dar más, pues podría emborracharse con el oxígeno puro. ¿No tiene calor?

— Al revés, siento un poco de fresco — contesté.

Kramer de un salto llegó a la ventana y corrió la cortina. Los deslumbrantes rayos del sol llenaron la habitación. La temperatura empezó a subir rápidamente. Kramer saltó hacia la pared opuesta y abrió el postigo.

— Admire esta hermosura.

Me volví hacia la ventana y quedé extasiado. La Tierra ocupaba la mitad del horizonte. Yo la miraba desde la altura de mil kilómetros. Parecía no un globo convexo, como yo esperaba, sino cóncavo. Sus bordes, muy desiguales, con los dientes sobresalientes de las cúspides de las montañas, estaban como recubiertos por un velo de humo. Los contornos eran confusos, erosionados. Más allá de los límites de la Tierra, avanzaban oblongas manchas grises, las nubes, oscurecidas por la gruesa capa atmosférica. Hacia el centro había también manchas, pero claras. Logré reconocer el Océano Glacial, el contorno de las costas de Siberia y el Norte de Europa. El Polo Norte se destacaba como una mancha deslumbrante de color claro. En el Mar de Barentz el sol se reflejaba con pequeños destellos.

Mientras estuve observando la Tierra, ésta tomó el aspecto de una enorme Luna en cuarto menguante. No podía retirar la mirada de esta gigantesca media luna vivamente iluminada por la luz del sol.

— Nuestra Estrella Ketz — comentó Kramer—, vuela hacia el este y efectúa una vuelta completa alrededor de la Tierra en cien minutos. Nuestro día solar dura tan sólo sesenta y siete minutos y la noche treinta y tres. Dentro de cuarenta a cincuenta minutos entraremos en la sombra de la Tierra…

La parte oscura de la Tierra, débilmente iluminada por la luz reflejada por la Luna, era casi invisible. El límite de la zona oscura y de la clara destacaba vivamente con enormes, casi negros, dientes: las sombras de las montañas. De pronto vi la Luna, la verdadera Luna. Parecía muy cercana, pero muy pequeña en comparación con lo que parece desde la Tierra.

Finalmente, el Sol se ocultó por completo tras la Tierra. Ahora la Tierra se presentó en apariencia de un disco oscuro rodeado por un círculo bastante luminoso formado por la luz de la aurora. Eran los rayos de Sol invisibles que iluminaban la atmósfera terrestre. Un reflejo rosado penetraba en nuestra habitación.

— Como puede ver, aquí no hay oscuridad — dijo Kramer—. La aurora de la Tierra sustituye por completo a la luz de la Luna cuando ésta se pone tras la Tierra.

— Me parece que hace más frío — indiqué yo.

— Sí, es el fresco de la noche — contestó Kramer—. Pero esta disminución de la temperatura es insignificante. La capa intermedia de la envoltura de nuestra estación resguarda de manera segura de la radiación calorífera; además, la Tierra irradia gran cantidad de calor y la noche en la Estrella Ketz es muy corta. Así que no hay peligro de helarnos. Para nosotros, los biólogos, esto va muy bien. Pero nuestros físicos no están contentos: logran con dificultad alcanzar en sus experimentos temperaturas cercanas al cero absoluto. La Tierra, como un gran horno, respira calor incluso a la distancia de mil kilómetros. Las plantas de nuestro invernadero soportan sin daño alguno el breve frescor nocturno. No es necesario poner en marcha las estufas eléctricas. Aquí se disfruta de un magnífico clima de montaña. Muy pronto en sus pálidas mejillas aparecerá el bronceado color de los alpinistas. Yo aquí engordé y aumentó mi apetito.

— La verdad sea dicha, yo también tengo hambre — dije yo.

— Pues vamos volando al comedor — propuso Kramer, extendiendo su mano bronceada.

Me sacó al corredor, y, saltando y agarrándose en las correas, nos dirigimos al comedor.

Era una gran sala de forma cilíndrica, en la que penetraba la luz de los dorados rayos del «amanecer». Un gran ventanal de gruesos cristales rodeaba un marco con plantas enredaderas de un verde esplendoroso. Nunca había visto en la Tierra un verde así.

— ¡Aquí está!

Vuelvo la cabeza hacia la voz conocida y veo a Meller. Se ha pegado a la pared, como una golondrina, y a su lado está Tonia con un ligero vestido color lila. Los cabellos de Tonia están desgreñados después de la desinfección. Le sonrío con alegría.

— Por favor, por favor, venga aquí — me llama Meller—. ¿Bueno, con qué quiere que le invite?

Delante de mí hay un anaquel con potes, latas, tarros y una especie de globos.

— Vamos a darle de comer en biberón, con papillas y alimentos líquidos. Usted no va a poder tomar alimentos sólidos: le saltarían de las manos y no podría atraparlos. Nuestros alimentos son casi todos vegetarianos, de nuestras propias plantaciones. Aquí hay papillas de manzana — y señaló un pote cerrado—, aquí de fresas con arroz, albaricoques, melocotones, bananas, nabos a la «Ketz», que en la Tierra no habrá comido… ¿Quiere nabos?

Y Meller hábilmente sacó del anaquel un cilindro con un tubo al lado. En la pared posterior del cilindro había otro tubo más ancho. Este tubo lo enchufó a una pequeña bomba y empezó a bombear. Del extremo del otro tubo salió una espuma amarilla. Meller tendió el cilindro a Tonia.

— Tómelo y chupe. Si se hace difícil chupar, bombee un poco de aire. Las boquillas son esterilizadas. ¿Por qué hace muecas? Nuestra vajilla no es tan bonita como los cálices griegos, pero es indispensable en nuestras condiciones.

Tonia, indecisa, se puso el tubo en la boca.

— ¿Qué tal? — preguntó Meller.

— Muy sabroso.

Kramer alcanzó para mí otro «biberón». La papilla semilíquida de color amarillo, elaborada con nabos de Ketz, era en efecto deliciosa. La de bananas era también buena. Yo no hacía más que bombear. A estos «suculentos» platos siguieron jalea de albaricoque y fresas.

Yo comía con apetito. Pero Tonia estaba pensativa y casi no comía nada.

Ya en el comedor la alcancé, tomé su mano y le pregunté:

— ¿De qué está preocupada, Tonia?

— Acabo de ver al director de la Estrella Ketz y le pregunté sobre Evgenev. Ya no está en la Estrella. Ha partido en un largo viaje interplanetario.

— ¿O sea que vamos a seguir tras él? — pregunté alarmado.

— ¡Claro que no! — contestó ella—. Nosotros tenemos que trabajar. Pero el director dijo que quizás usted efectúe un viaje interplanetario.

— ¿A dónde? — pregunté con espanto.

— Aún no lo sabe. A la Luna, a Marte, quizás más lejos.

— Pero, ¿no se puede hablar con Evgenev por radio?

— Sí, se puede. El enlace por radio desde Ketz, por ahora es imposible únicamente con la Tierra: estorba la capa de Jevisayd. Esta repele las ondas de radio. A mí precisamente me tocará trabajar en este problema, para intentar traspasar esta capa con rayos cortos y poder establecer el enlace por radio con la Tierra. Por ahora se efectúa mediante un telégrafo luminoso. Un proyector de un millón de bujías da destellos perfectamente visibles desde la Tierra, siempre que no esté cubierta por nubes. Pero casi siempre en el Pamir, en la ciudad de Ketz, el cielo está descubierto de nubes. Con los cohetes que vuelan por los espacios interplanetarios, la Estrella Ketz mantiene un enlace continuo por radio… Precisamente ahora iba a la estación de radio para intentar hablar con el cohete que investiga el espacio entre la Estrella Ketz y la Luna… Y ahora recuerdo que el director rogó que usted fuera a verle. — Mirando su reloj, Tonia añadió—: Aunque ya es tarde para verlo. Volemos juntos a la estación de radio. Es en la habitación número nueve.

El inmenso corredor vivamente iluminado con lámparas eléctricas, se perdía a lo lejos como un túnel subterráneo. Las voces sonaban más bajo de lo habitual, debido a que el aire estaba enrarecido, y no oí en seguida que me llamaban.

Era Kramer. Volaba hacia nosotros agitando unas pequeñas alas. Colgaban de su espalda unos objetos parecidos a abanicos plegados.

— Ahí van las alas — dijo—, para que sean completamente parecidos a los habitantes del cielo. Abiertas, recordaban un poco las alas del murciélago. Se sujetan a las manos, pueden plegarse, y echándolas hacia atrás dan posibilidad a las manos para actuar libremente.

Kramer nos puso las alas con rapidez y habilidad, nos enseñó cómo utilizarlas y se fue volando. Tonia y yo empezamos los vuelos. Más de una vez chocaron nuestras cabezas, nos dábamos golpes en las paredes dando vueltas inesperadas. Pero estos golpes no dolían.

— En verdad, parecemos murciélagos — dijo Tonia riéndose—. Vamos a ver. ¿Quién llega primero a la estación de radio?

Salimos volando.

— ¿Y por qué está tan desierto el corredor? — pregunté.

— Están todos en el trabajo — dijo Tonia—. Dicen que aquí por las tardes está lleno de público. Vuelan como un enjambre. ¡Como escarabajos de Mayo en buen tiempo!

Llegamos a la habitación número nueve. Tonia pulsó un botón y la puerta se abrió silenciosamente. Lo primero que me sorprendió fue el operador de radio. Con los auriculares en las orejas, estaba en el techo anotando un radiotelefonograma.

— Ya está — dijo él, guardando en una bolsa atada a su cinturón la libreta de apuntes: esta bolsa, por lo visto, reemplazaba el cajón de la mesa escritorio—. ¿Quiere hablar con Evgenev? Vamos a intentarlo.

— ¿Es difícil? — preguntó Tonia.

— No, no es difícil, pero hoy no trabaja el transmisor de onda larga y con la corta es un poco complicado hallar un cohete que se eleva en espiral sobre la Tierra. Voy a calcular la situación del cohete y probaré…

Pero en este momento tropezó inesperadamente con el pie en la pared y voló hacia un lado. Los cables de los auriculares le detuvieron y en seguida el operador de radio volvió a tomar la misma postura. Sacando la libreta de notas, miró el cronómetro y se enfrascó en sus cálculos. Luego comenzó a sintonizar.

— ¡Aló…! ¡Aló! ¡Habla la Estrella Ketz! Sí, sí. Llamen al aparato a Evgenev. ¿No? Díganle que llame a la Estrella Ketz cuando vuelva. Desea hablarle una nueva empleada de la Estrella. Su nombre…

— Antonina Gerasimova — se apresuró a decir Tonia.

— Camarada Gerasimova. ¿Oyes? Así. ¿Mucho? ¿Buena pesca? Les felicito.

Desconectó el aparato y dijo:

— Evgenev no está en el cohete. Voló al espacio interplanetario a pescar y volverá dentro de unas tres horas. Está ocupado en la pesca de pequeños asteroides. Es un excelente material para la construcción. Hierro, aluminio, granito. La llamaré cuando Evgenev esté en el radioteléfono.




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